Hernandez Alonso, Juan Jose - Jesus de Nazaret - Sus Palabras y Las Nuestras - PDFCOFFEE.COM (2024)

JUAN JOSÉ HERNÁNDEZ ALONSO

Jesús de Nazaret Sus palabras y las nuestras

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SAL TERRAE

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© Editorial Sal Terrae, 2016 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201 [emailprotected] / www.gcloyola.com Imprimatur: † Manuel Sánchez Monge Obispo de Santander 30-06-2016 Diseño de cubierta: María José3 Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2611-6

Reflexión clara, crítica y actual sobre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe. El autor, de profunda preparación en los distintos campos de investigación sobre esta materia, presenta a Jesús de Nazaret en su realidad histórica y como Hijo querido del Padre, enviado para salvar a la humanidad. El presente libro resultará singularmente útil para cualquier lector que se interese por su identidad cristiana, desee conocer la situación actual de los innumerables estudios en esta disciplina teológica, y ansíe dar razón de su fe y anunciar la presencia del Resucitado en el mundo

JUAN JOSÉ HERNÁNDEZ ALONSO, licenciado en Teología por la Universidad Gregoriana de Roma, doctor en Teología por la Universidad Pontificia de Salamanca (previos estudios de doctorado y tesis en la Westfälische Wilhelms-Universität de Münster, Alemania) y doctor en Filología, especialidad Germánicas, por la Universidad de Salamanca; ha sido profesor de Eclesiología y de Estudios Culturales de Estados Unidos en la Universidad de Salamanca.

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Índice Portada Créditos Dedicatoria Prólogo Introducción general Capítulo 1: El Jesús histórico 1.1. El Jesús de la historia 1.2. Atracción y trascendencia del estudio sobre el Jesús de la historia 1.3. La interminable búsqueda de Jesús de Nazaret 1.4. Del Jesús histórico a la Iglesia, comunidad de discípulos de Jesús a) La Iglesia en el evangelio según Mateo b) La Iglesia en el evangelio según Marcos c) La Iglesia en el evangelio según Lucas Capítulo 2: Presupuestos de estudio y cuestiones metodológicas 2.1. Euvagge,lion o buena noticia 2.2. Tras la huella de los Evangelios 2.3. La recepción de la comunidad eclesial 2.4. Los cuatro evangelios 2.5. El desarrollo de la tradición del Evangelio de Jesús a) Las palabras y los hechos de Jesús b) La predicación apostólica c) La composición escrita de los evangelios 2.6. Reconocer al Jesús histórico a) Criterio de dificultad b) Criterio de discontinuidad c) Criterio de testimonio múltiple d) Criterio de coherencia e) Criterio de rechazo y ejecución f) Criterio de huellas del arameo g) Criterio del ambiente palestino h) Otros criterios varios 2.7. La Iglesia católica y la investigación de la Biblia 2.8. Conclusión Capítulo 3: La esperanza mesiánica en el Antiguo Testamento. Una introducción a la historia de Israel 3.1. Los orígenes de un pueblo: la tierra y sus habitantes. Los Patriarcas 3.2. Bajo el poder de Egipto 3.3. La conquista de Canaán 5

3.4. La época de los Jueces 3.5. La institución monárquica 3.6. La monarquía dividida: el reino del Norte y el reino de Judá 3.7. El exilio en Babilonia 3.8. La restauración en la época persa 3.9. La época helenística 3.10. Conclusión Capítulo 4: El contexto de la vida de Jesús 4.1. La figura de Jesús de Nazaret: una semblanza 4.2. La tierra de Jesús 4.3. Bajo el imperio de Roma 4.4. Herodes el Grande 4.5. Palestina 4.6. Galilea 4.7. Judea 4.8. La familia de Jesús 4.9. Jesús y Juan el Bautista 4.10. El ministerio de Jesús 4.11. La familia nueva de Jesús 4.12. Los discípulos 4.13. Los Doce 4.14. Enemigos de Jesús Capítulo 5: El anuncio del reino de Dios 5.1. El reino de Dios 5.2. Poder y soberanía de Dios en el Antiguo Testamento 5.3. El reino de Dios, centro del mensaje de Jesús 5.4. Significado de basilei,a tou, Qeou/ o reino de Dios 5.5. La predicación de Juan el Bautista 5.6. El reino de Dios en la predicación de Jesús: el reino está cerca 5.7. Presente y futuro del reino de Dios 5.8. El contexto de la predicación de Jesús sobre el reino de Dios 5.9. Ha llegado el reino de Dios 5.10. El reino de Dios es para los pobres y excluidos del mundo 5.11. La dimensión futura del reino de Dios 5.12. Reinterpretando el reino de Dios: Opiniones de exegetas y teólogos 5.13. Los valores permanentes del reino de Dios Capítulo 6: Actitudes y milagros de Jesús de Nazaret 6.1. Las acciones de Jesús narradas en los evangelios 6.2. El concepto de milagro 6.3. Las curaciones (exorcismos y terapias) de Jesús 6.4. El estilo de vida de Jesús: familia y comidas 6.5. Significado teológico de los milagros de Jesús 6

Capítulo 7: Sobre los títulos de Jesús 7.1. Cuestión introductoria Capítulo 8: El Hijo del hombre 8.1. Jesús, el Hijo del hombre 8.2. Origen de la expresión «Hijo del hombre» 8.3. Palabras de Jesús que evocan al Hijo del hombre 8.4. Opiniones acerca de la expresión «Hijo del hombre» 8.5. Significado de la expresión «Hijo del hombre» Capítulo 9: El Mesías 9.1. Jesús, el Mesías 9.2. Significado del término «Mesías» 9.3. «Mesías» en el Antiguo Testamento 9.4. El «Mesías» en el Nuevo Testamento a) La confesión de Pedro b) La pregunta del sumo sacerdote ante el sanedrín c) Jesús y una mujer de Sicar d) Jesús, el rey de los judíos 9.5. Conclusiones Capítulo 10: El «Hijo de Dios» 10.1. Jesús, el «Hijo de Dios» 10.2. El mundo de los dioses paganos y el concepto de «Hijo de Dios» 10.3. «Hijo de Dios» en el Antiguo Testamento y en el judaísmo 10.4. «Hijo» e «Hijo de Dios» en los escritos de los Evangelios a) Marcos b) Mateo c) Lucas d) Juan 10.5. Conclusión Capítulo 11: El conflicto final de Jesús 11.1. La muerte de Jesús 11.2. El conflicto en la vida de Jesús 11.3. Jesús se enfrenta a la muerte y deja entrever su alcance 11.4. La muerte del Profeta 11.5. La muerte del Justo 11.6. La muerte del Siervo sufriente 11.7. La pasión de Jesús 11.8. Referencias evangélicas al sufrimiento de Jesús 11.9. Las predicciones de los sufrimientos y de la pasión de Jesús 11.10. Los relatos de la pasión de Jesús 11.10.1. La oración en el huerto de Getsemaní 11.10.2. El prendimiento de Jesús 11.10.3. Jesús ante el sanedrín 7

11.10.4. Jesús ante el tribunal romano 11.10.5. El camino de la cruz y la crucifixión 11.10.6. La muerte de Jesús Capítulo 12: La última cena de Jesús 12.1. Los relatos de la cena 12.2. Cena pascual y cena de Jesús 12.3. La última cena y la eucaristía 12.4. Conclusión Capítulo 13: ¡Resucitó! 13.1. Dios lo resucitó 13.2. La experiencia pascual 13.3. Los relatos pascuales 13.4. La tradición del sepulcro vacío 13.5. Las apariciones de Jesús a) Las apariciones a las mujeres b) La aparición a Pedro c) Apariciones a los Once en Jerusalén d) Aparición a Tomás e) La aparición en el camino a la aldea de Emaús f) Apariciones en Galilea 13.6. La tradición sobre la fe pascual 13.7. Lenguaje del Nuevo Testamento y realidad sobre la nueva vida de Jesús Capítulo 14: La fe de la Iglesia en Jesús de Nazaret, o Credo eclesial 14.1. La fe de la Iglesia en Jesús 14.2. Principales rasgos cristológicos de los evangelios 14.3. La fe en Jesús y el diálogo con el mundo de la cultura 14.4. Pensamiento cristológico en el periodo preniceno 14.5. Errores sobre Jesús en el cristianismo naciente 14.6. El camino hacia el Concilio de Nicea[80] 14.7. El Concilio I de Nicea (325) 14.8. El Concilio de Constantinopla I (381) 14.9. Entre Constantinopla y Calcedonia 14.10. El Concilio de Calcedonia (451) 14.11. Conclusión Conclusión final Glosario[1] Bibliografía general

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Dedicatoria En el seguimiento del Galileo más universal, cuyos hechos y palabras anunciaron proféticamente el camino del reino de Dios. Con curiosidad, humildad, admiración y esperanza en él, que señaló un futuro perdurable y luminoso.

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Prólogo Accedo con gusto y con gratitud a la invitación de Juan José Hernández Alonso de prologar el presente libro, Jesús de Nazaret: Sus palabras y las nuestras, por dos razones: Por nuestra larga amistad y porque lo he leído detenidamente, con atención, con gusto y hasta con devoción, y reconozco que me ha sido de gran provecho. Conocí al autor en el año 1947, como alumno del Seminario diocesano de Ciudad Rodrigo, dos cursos posteriores al mío. Después él estudió la Teología en Roma; a mí me correspondió Salamanca. Nuestra amistad se consolidó en el curso 1959-1960 en el Convictorio sacerdotal de Ciudad Rodrigo. En julio de 1960 fuimos enviados los dos, junto con otro compañero, Juan Medina (q.e.p.d.), a Alemania, a la diócesis de Rottenburg/N, hoy Rottenburg-Stuttgart, para el servicio pastoral a los emigrantes españoles, con la preparación previa en el ministerio de vicarios parroquiales en parroquias alemanas. Juan José, ya para entonces, apuntaba maneras de lo que había de ser después su oficio y su pasión: el estudio y la enseñanza de la Teología, fruto maduro de lo cual es el presente libro. Digo que Juan José ya apuntaba maneras porque, mientras Juan Medina y yo nos fuimos a Alemania ligeros de equipaje, Juan José iba equipado con una maleta de libros de Teología cuyo peso nos repartíamos por turnos en los cambios de estación por los túneles del Metro de París. Juan José compatibilizó su servicio a los emigrantes españoles, primero en Alemania, después en Inglaterra, con el estudio de la Teología alemana y la anglosajona, que más tarde amplió en los Estados Unidos de América. Completaba así su estudio en Roma, antes del Concilio Vaticano II, con la Teología postconciliar desde otra doble perspectiva: la alemana y la anglosajona. Tuvo la oportunidad de comunicar sus conocimientos en el breve tiempo que ejerció como profesor en la Universidad Pontificia de Salamanca y, aunque posteriormente ha sido profesor de Filología Inglesa en la Universidad de Salamanca, nunca abandonó el estudio y el interés por la Teología. La prueba de esta trayectoria de toda una vida es esta obra que tengo el honor de presentar.

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Pero no me mueve solamente mi amistad con el autor a escribir esta sencilla presentación; no sé si puede llamarse «prólogo», porque es un género literario que no he cultivado. Me mueve también, y sobre todo, la gratitud, porque a mí me ha sido provechosa su lectura y no puedo sino recomendarla a quienes tengan interés por acercarse adecuadamente a la persona, vida y obra de Jesús de Nazaret, el Cristo. Después de una atenta lectura, considero que bien puede ser colocado este estudio sobre Jesús de Nazaret en la lista de las buenas publicaciones de este género; algunas ya clásicas, otras más recientes; todas, sin embargo, actuales. Por citar algunas, sin que suponga excluir otras, considero que el libro del Dr. Hernández Alonso no solo no desmerece, sino que está a la altura del Jesús. Historia de un Viviente, de E. Schillebeeckx; del Jesús de Nazaret. Mensaje e historia de Jesús, de Joachim Gnilka; de la obra Jesús de Nazaret, de Joseph Ratzinger (Benedicto XVI); del Jesús. Aproximación histórica, de José Antonio Pagola..., entre otras. Cito solo algunos de los libros sobre Jesús más leídos últimamente; me abstengo de un juicio de valor o de manifestar mis preferencias. Con esta afirmación solo quiero expresar mi convencimiento de que el libro que prologo reúne las condiciones exigidas para poder medirse con estas y similares publicaciones. Fundamento mi opinión, no solo mi impresión, en que el libro sobre Jesús de Juan José Hernández Alonso es, en primer lugar, el resultado de la lectura y valoración crítica de lo más importante que se ha publicado sobre este aspecto de Jesús como figura histórica en los últimos tiempos, no solamente en el ámbito europeo, sino también en el mundo anglosajón. En el libro se mantiene firme la tesis común de la historicidad de Jesús, patente en los textos sagrados y en la Tradición de la Iglesia desde sus orígenes, confirmada por los testimonios profanos o apócrifos, que, aunque escasos y algunos menos fiables, son suficientes para no poner en duda la existencia de Jesús en la historia. La interminable y fascinante búsqueda del Jesús de la historia –desde la época de la Ilustración hasta nuestros días– simboliza el afanoso y resbaladizo intento de la reflexión teológica sobre la figura de Jesús y la inagotable riqueza de su persona y su mensaje. Como el mismo autor manifiesta, «la búsqueda del Jesús histórico siempre es fructífera, pese a sus dificultades y limitaciones; pero el Jesús histórico que encontramos no es suficiente ni puede agotar el sentido de nuestra fe cristiana. Nunca llegaremos a 11

descubrir un Jesús histórico al que podamos identificar con el auténtico y verdadero Jesús». Por eso, no menos importante es la línea constante y el empeño del autor en que el rigor del investigador sobre Jesús en la historia no oculte la condición del autor como creyente en Jesús, el Hijo de Dios, Señor y Salvador. Con la misma fuerza con que se presenta a Jesús en su historia humana, se le presenta en su origen divino, en su misión mesiánica, como Señor y Salvador. Aspectos estos fundamentales, reconocidos y demostrados también en la historia de los creyentes y discípulos de Jesús, en su tiempo y posteriormente. La importancia en esta obra de la doble línea de fidelidad histórica, desde la historia terrena de Jesús y la de la fe de los creyentes, aparece por ejemplo en la línea de continuidad de las expectativas mesiánicas del Antiguo Testamento con el tramo histórico de Jesús de Nazaret, desde su nacimiento hasta su muerte; con el Cristo Resucitado creído, confesado y vivido por sus discípulos y por la Iglesia; con la esperanza de su venida en majestad, como aparece en los escritos neotestamentarios y en la fijación de la fe cristiana en los primeros concilios. Los medios y los métodos históricos de aproximación a Jesús en su historia terrena no son aplicables para acercarnos al acontecimiento de su resurrección y al Cristo Resucitado y vivo y presente hoy, aunque no perceptible por los sentidos. Pero no es menos real el Jesús de Nazaret que el Cristo de la fe. Al primero, a Jesús de Nazaret, se puede acceder, aunque con dificultades, por los métodos históricos, como a cualquier personaje histórico de hace veinte siglos del que quedan testimonios. Al segundo, al Cristo que resucita y vive para siempre y vendrá con gloria, y que es el mismo Jesús de Nazaret, se accede por la fe, que es también un medio válido, no ilusorio ni en contradicción con la razón o con la historia, para llegar al conocimiento de una persona real. El autor trata este importantísimo punto, por ejemplo, al hablar de la resurrección del Señor, acontecimiento trascendental en Jesús de Nazaret, aunque ya no pertenezca a su historia terrena, pero que no es menos real que su nacimiento, vida o muerte. Dice así: «La resurrección de Jesús no pertenece ya a la historia terrena. Los métodos históricos no pueden comprobar el hecho de la resurrección. El Resucitado trasciende el espacio y el tiempo, aunque su persona se mezcle con los trazos propios y 12

singulares del Jesús histórico. En este sentido, y singularmente por la centralidad de la creencia en Jesús Resucitado desde los mismos comienzos del cristianismo, el Jesús de la fe está íntimamente relacionado con el Jesús de la historia, y sin la resurrección no podría explicarse la religión cristiana. Desde esta perspectiva, cabe entender de alguna manera el componente histórico de la resurrección de Jesús. La continuidad del Jesús de la historia y el Cristo de la fe es incontrovertible. El crucificado y el glorificado son una única realidad». Sin caer ni en una apologética acrítica o por imperativo categórico, ni en una especie de biografía devota de Jesús, el autor mantiene permanentemente en la obra el rigor del investigador bien informado, el acertado discernimiento en lo que es opinable y, al mismo tiempo, el respeto, la fidelidad y el afecto del creyente. No es irrelevante el lenguaje claro y asequible y el buen castellano, dentro de la dificultad de algunos puntos Por lo mismo, considero este libro adecuado para una puesta al día sobre el estado de la cuestión sobre Jesús, que, de una u otra forma, viene planteándose desde hace varios siglos, pero, sobre todo, desde el siglo XIX. Por otra parte, puede ofrecerse este libro como alimento espiritual del lector creyente en Jesucristo. Su lectura suscita la admiración por su persona, fortalece la fe del lector y le ofrece medios y recursos para ser su mensajero y testigo. A mí, personalmente me ha encantado su lectura y me ha servido para un mejor y más actualizado conocimiento de Jesús y de lo que de él se piensa y se escribe, y para responder a las dos preguntas que, como a sus discípulos, nos hace a todos el Señor (cf. Mt 16,13ss): ¿Qué se dice de mí por ahí? «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» ¿Quién es Jesús hoy para tantos que no lo conocen y para los que hablan de él y lo estudian? ¿Y quién es Jesús para mí? Considero que la lectura del presente libro puede ofrecernos una valiosa ayuda para responder adecuadamente a esta doble pregunta.

† JOSÉ SÁNCHEZ GONZÁLEZ Obispo emérito de Sigüenza-Guadalajara

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Introducción general Con curiosidad, admiración y respeto, hombres y mujeres de todos los tiempos – creyentes y no creyentes– nos hemos preguntado por Jesús de Nazaret. ¿Quién es ese hombre, de origen humilde, predicador y sanador infatigable y aclamado en las ignoradas aldeas de Galilea, alejadas del poder imperial de Roma y de la pureza religiosa del pueblo de Israel? ¿Por qué un hombre, ejecutado por sus pretensiones de ser «rey de los judíos» se convirtió rápidamente en el centro de un movimiento religioso que marcaría el rumbo espiritual y cultural del mundo occidental? ¿Por qué un crucificado ha despertado tantos interrogantes, inquietudes y esperanzas en el corazón del ser humano? ¿Qué razón existe para que la memoria de un galileo perviva en tantos millones de personas, de toda condición económica, religiosa y social y a través de toda la historia del cristianismo? Esta pregunta múltiple sobre Jesús de Nazaret aparece ya expresamente formulada en los propios orígenes del cristianismo. En la Galilea superior, en una ciudad llamada Cesarea de Filipo, en honor de un hijo de Herodes el Grande, la antigua Panias (Banias, en la actualidad), en una región pagana y fuertemente relacionada con actividades visionarias y con el César de Roma, Jesús pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» (Mc 8,27). Las opiniones del pueblo, aunque apropiadamente hacen referencia al carácter profético de Jesús, son realmente incompletas. Por eso Jesús se dirige a sus discípulos y les pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc 8,29). Pedro respondió así: «Tú eres el Mesías» (Mc 8,29). Es decir, Jesús es el Cristo, el Mesías escatológico, el último rey de Israel que enseñará los caminos de Dios a todos los reyes del universo, sometiéndolos y derrotándolos. Como gran novedad, esta misión mesiánica se realizará a través del sufrimiento y de la muerte: «el Hijo del hombre tenía que sufrir mucho, y ser rechazado por los ancianos y los sumos sacerdotes y los escribas, y sufrir la muerte, y después de tres días resucitar» (Mc 8,31). Precisamente, el Crucificado y Resucitado –y solo él– traerá la salvación a Israel y a todos los pueblos de la tierra. Esta confesión de Pedro bien puede ser, como opina J. Marcus, «el eco de una confesión cristiana primitiva, que conocían ya los lectores de Marcos por sus propios oficios litúrgicos» [1] .

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A partir de la respuesta de Pedro, la pregunta de Jesús de Nazaret ha provocado infinidad de soluciones, impregnadas de múltiples concepciones bíblicas, filosóficas y teológicas, en un renovado afán por descubrir la auténtica figura del Salvador del mundo. Es claro que los escritos del Nuevo Testamento, inspirados en las Escrituras hebreas, ofrecen una abundante variedad de cristologías, en las que se encuentran diversos títulos –Mesías, Hijo del hombre, Señor, Hijo de Dios, incluso, Dios– aplicados a Jesús de Nazaret. Animados por esta riqueza doctrinal, cristianos de todas las épocas de la historia han expresado su fe, conformándola a sus propias representaciones culturales. De esta forma, la imagen del Jesús de la historia aparece unas veces como maestro ético, perseguidor de un preclaro ideal religioso y otras como personaje revolucionario, intolerante con las actitudes morales de los dirigentes políticos y religiosos de Israel. Asimismo, biblistas y teólogos se centran, tanto en su humanidad, resaltando las propiedades inherentes en la misma, como en su divinidad, llamándolo Logos, Cristo, Señor y Salvador [2] . Esta permanente búsqueda de la identidad de Jesús de Nazaret es una prueba inequívoca de la centralidad de la cuestión en la cristología. Ella nos conduce inevitablemente a la consideración del hecho bíblico por excelencia: la existencia histórica de Jesús de Nazaret y la profesión de fe en Cristo, el Señor. Hecho e interpretación constituyen inseparablemente el hecho bíblico por antonomasia. La historia –el Jesús que vivió en Palestina y murió en una cruz– queda muda sin la interpretación y la interpretación –la fe en el Resucitado– sin la historia, hueca y vacía [3] . Resulta innecesario afirmar que, como teólogo cristiano que emprende este trabajo ayudado por el conocimiento de las ciencias filológicas, mi profesión de fe proclama la verdadera divinidad y verdadera humanidad de Jesús, que en su existencia histórica predicó la buena nueva del reino de Dios, sanó a los hombres más necesitados, padeció y murió y Dios lo resucitó, constituyéndolo Señor del universo. Después de tantos estudios de investigación sobre Jesús de Nazaret, mis pretensiones de llevar alguna novedad a los lectores sobre él se desvanecen irremediablemente. Mi fuerza argumentativa son los conocimientos de innumerables teólogos y biblistas en cuyo saber me amparo y a quienes me siento muy agradecido. No pretendo sugerir que mis conocimientos bíblicos y teológicos en esta materia sean intrascendentes. En mis estudios de licenciatura en teología en la Universidad Gregoriana 15

de Roma y de doctorado, orientado a la eclesiología, en la Universidad de Münster en Westfalia (Alemania), advertí que la dogmática es incomprensible sin la escritura, la Iglesia sin el reino y que ningún estudio teológico, en general, tiene otro centro que no sea Cristo, el Señor. Recuerdo, además, con lúcida añoranza y hondo contento, el curso de cristología que di a teólogos protestantes en la Facultad del Garrett-Evangelical Theological Seminary, en la atractiva y ecuménica ciudad de Evanston, a las orillas del hermoso lago Michigan, en los Estados Unidos de América. Fue una experiencia única y enriquecedora, y como tal la recuerdo. En esta ocasión, escribo por pura curiosidad intelectual y satisfacción personal, en busca del fundamento de mi fe cristiana. Yo sé que Jesús es inabarcable, que su persona es cautivadora y su mensaje original y fascinante. Por eso, sin pretensiones académicas ni restricciones de tiempo, me embarco cual seeker [buscador] indigente, ingenuo y curioso, en la búsqueda de aquel que ha cautivado mi existencia por haberme enseñado la paternidad de Dios y la hermandad entre los hombres y haberme mostrado un futuro esplendoroso, en el que, como dice el Apocalipsis de Juan, el Señor Dios lucirá sobre toda la creación y reinará por los siglos de los siglos (Ap 22,5). No me cuestiono en estos momentos la oportunidad de publicar un nuevo libro sobre Jesús de Nazaret, aunque soy plenamente consciente tanto de la imposibilidad de reconstruir su vida, en el sentido más estricto de la ciencia histórica moderna, como de hacer alguna aportación novedosa a tantos estudios serios sobre esta materia. Paradójicamente, en esta innegable debilidad encuentro yo mi fuerza. Aparte de excelentes y minuciosos estudios sobre la vida de Jesús de Nazaret, siempre aparece en el horizonte de la persona y de su mensaje la salvación de Dios, ofrecida en él a toda la humanidad. Ningún ser humano puede realizar por sí mismo esa salvación, ninguna forma de liberación científica y social es capaz de llenar las ansias de bondad y compasión de la persona, ninguna experiencia religiosa puede sustituir la originalidad salvífica que nos ofrece el Resucitado. Mi estudio va encaminado a conocer mejor a Jesús, la auténtica salvación del mundo. El objetivo de este libro no es entrar en discusión con las variadas corrientes cristológicas, antiguas y modernas, con pretensiones de aportar alguna interpretación relevante en el campo de la cristología. No es mi intención polemizar sobre tantas cuestiones abiertas en torno a la figura de Jesús de Nazaret. Me resulta imposible entrar 16

en el análisis de la abundante literatura bíblica y teológica sobre Jesús, desplegada especialmente en los últimos tiempos. Mi aspiración es, sencillamente, presentar a Jesús de Nazaret con el lenguaje más transparente y asequible posible, mostrar los contenidos más esenciales de su mensaje y, al tiempo, poner de relieve la sencillez y espontaneidad de sus palabras frente a la complejidad y, en ocasiones, artificiosidad de las nuestras. He llevado a cabo este trabajo recogiendo el ingente material que la exégesis – católica y protestante– ha utilizado para aproximarse al conocimiento de la figura de Jesús de Nazaret y juzgando críticamente el valor de los argumentos utilizados. Esta y no otra es la función del teólogo, necesitado de la Escritura, pero libre para evaluar y elegir las opiniones de los exegetas. Y, sobre todo, me he acercado con esmero y dedicación al Jesús de los evangelios, de vida diáfana y mensaje luminoso. En el estudio de Jesús de Nazaret he empleado el método histórico-crítico que, como opina González-Faus, se acomoda fácilmente a la situación de secularización del mundo actual (sustituyendo una cristología «deductiva» por una «genética») y hace frente a un problema «cultural» de nuestra época [4] . También he recurrido a la fe, consciente de que las ciencias históricas no solo no agotan el conocimiento de Jesús, sino que dejarían sin solución cuestiones planteadas a lo largo de toda la historia. Razón y fe se necesitan y se complementan mutuamente, como afirma el Concilio Vaticano II en varios de sus documentos señeros [5] . Los evangelios canónicos han sido mi primera y fundamental fuente de inspiración. Doy por entendidas las cuestiones que hacen referencia al carácter histórico de los mismos y a la hermenéutica para su comprensión. Me ciño exclusivamente a la interpretación de estos escritos, que posibilitan el acceso al Jesús de la historia y al Cristo de la fe. También han sido utilizadas otras fuentes, clásicas en esta materia, cuyo conocimiento está al alcance de cualquier lector. Los temas de investigación pretenden ofrecer una visión bastante amplia de la figura de Jesús, tanto en su faceta histórica como desde el punto de vista de la fe. Para ello, detallando los presupuestos de estudio y las cuestiones metodológicas, analizo el trasfondo judío para llegar a los puntos esenciales de la cristología: el Jesús histórico, la semblanza y contexto de su vida, el anuncio del reino de Dios, sus actitudes y milagros, los títulos mesiánicos reivindicados por Jesús, el conflicto final de su vida y la celebración de la última cena y, finalmente, la fe de la Iglesia en su Señor. 17

Mis últimas palabras desean transmitir el agradecimiento sincero a tantos teólogos y exegetas que, con sus investigaciones, han servido de inspiración y orientación en este estudio. Personalmente creo que estudiar y conocer con más profundidad a Jesús es en sí una alegre satisfacción y recompensa. Me he cerciorado de la generosidad y misericordia de un hombre-Dios, que ama y acoge a las personas de todos los tiempos, sean descendientes del pueblo de Israel o naciones de la gentilidad. El libro lleva por título: Jesús de Nazaret: sus palabras y las nuestras. La palabra, pese a ser el instrumento más sutil y poderoso del ser humano, siempre es frágil y quebradiza. Incluso si invocamos teorías lingüísticas puede aparecer como inconsistente y vacía de sentido en sí misma o necesitada de integración en estructuras gramaticales y del discurso. Con la palabra, no obstante, afirmamos la sublimidad de Dios y confesamos las verdades más firmes y liberadoras de nuestra fe cristiana. Hablamos de Jesús de Nazaret de forma analógica y simbólica, amparados en la fuerza de su Palabra –de él mismo– que nos comunica a Dios, su Padre y que trasciende los signos alfabéticos más sagrados, los que encontramos en la Escritura, por ser el Logos, la Palabra, que existía al principio con Dios y era Dios (Jn 1,1). Con la contraposición entre las palabras de Jesús y las nuestras he querido significar el desfase evidente que existe entre el frescor original del mensaje del Ungido de Dios y la fragilidad y, en ocasiones, pobreza en la formulación que hacemos del mismo sus discípulos y seguidores. Salvar estas distancias –las que median entre sus palabras y las nuestras– es la tarea de la teología en todos los tiempos, que intenta expresar con valentía y belleza la peculiar originalidad del mensaje de Jesús. Para finalizar esta introducción, quiero reseñar que las citas del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento que se ofrecen en el libro están tomadas de la Sagrada Biblia por Francisco Cantera y Manuel Iglesias, publicada en la BAC en el año 2003. Es una Biblia científica, con versión crítica sobre los textos hebreo, arameo y griego, en la que sobresalen la fidelidad textual y los comentarios de tipo filológico. A juicio de expertos exegetas, es la más apropiada y conveniente para un estudio de estas características. Para mí, ha sido extraordinariamente útil e instructiva; por ello, mi admiración y gratitud a quienes, tan expertamente, han sabido descubrir y enseñar la inagotable riqueza de la palabra de Dios.

[1] J. MARCUS , El evangelio según Marcos 8,22–16,8 (Salamanca: Sígueme, 2011), 701.

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[2] Cf. E. RICHARD, Jesus: One and Many: The Christological Concepts of the New Testament Authors (Wilmington: Michael Glazier, 1988), 26. [3] Cf. F. FERNÁNDEZ RAMOS , Diccionario de Jesús de Nazaret (Burgos: Monte Carmelo, 2001), 649. J. I. González Faus, La Humanidad Nueva. Ensayo de Cristología (Santander: Sal Terrae, 19849 ), 15. [4] J. I. GONZÁLEZ FAUS , La Humanidad Nueva. Ensayo de Cristología (Santander: Sal Terrae, 19849 ), 1516. [5] CONCILIO VAT ICANO II: Dei Verbum, c. III, 12; Lumen gentium, c. II, 9; Ad Gentes, c. II, 10.

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CAPÍTULO 1:

El Jesús histórico

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1.1. El Jesús de la historia En los últimos tiempos, la figura de Jesús de Nazaret ocupa el centro de las manifestaciones populares de la fe, de las investigaciones históricas y de las reflexiones teológicas. Así aparece en infinidad de libros y ensayos de alta especialización exegética y teológica, en estudios temáticos de divulgación, en diarios y revistas de interés general de amplia difusión e, incluso, en proyecciones cinematográficas y de televisión. Estos estudios se caracterizan por su abundancia y su pluralidad y variedad de enfoques, que conducen a conclusiones nítidamente diferenciadas, pese a que en todos ellos existan unos trazos básicos que nos ayuden a dibujar la figura de Jesús de Nazaret. Todas estas investigaciones poseen unas peculiaridades muy definidas: tienen un planeado carácter interdisciplinar, prescinden parcialmente del interés teológico que, teóricamente, debe mostrar todo estudio sobre Jesús, consideran seriamente las aportaciones de documentos que no se encuentran en el canon tradicional de la teología católica, conceden gran importancia a las ciencias históricas y a la metodología científica, se realizan no solo en centros teológicos, sino también en departamentos de universidades civiles y se producen tanto en Europa –particularmente en seminarios e institutos alemanes– como en países de habla inglesa, especialmente en los Estados Unidos. No resulta o no debe resultar extraño que las ciencias y la teología se ocupen de la búsqueda del Jesús de la historia. Se trata sencillamente de dar expresión al viejo problema de la relación entre la fe y la ciencia, precisamente en aquellas cuestiones que son fundamentales en la vivencia cristiana. Aunque resulte extremadamente difícil, por las intrincadas urdimbres de las tradiciones y de los relatos bíblicos y su compaginación con los datos de la historia, no es aconsejable renunciar a la búsqueda del Jesús de la historia. Eliminar esta búsqueda de la correspondencia o armonía entre fe y ciencia sería sencillamente disfrazar el sentido de la realidad histórica y de la fe en Jesús en este caso. Indagar el Jesús de la historia, que aparece en los evangelios, es simplemente una exigencia de la fe. Los esfuerzos por averiguar al Jesús de la historia, que aparece en los evangelios, aunque sean arduos y complejos, resultan indispensables para la tradición creyente. Los evangelios no pueden ser abandonados a la incuria y olvido de la ciencia, exponiéndolos indebidamente a la leyenda y al escepticismo. En ellos se observa la frescura de los relatos, la autenticidad de los hechos, la originalidad del mensaje, de tal 22

forma que ni siquiera pueden ser oscurecidos por la fe pascual de la comunidad. Los vestigios de la historia en los evangelios son inequívocos y preceden a cualquier consideración de índole teológica. En todo caso, la investigación histórica no puede ser frenada ni obstaculizada por los presupuestos dogmáticos. Es indudable que el interés que suscita la tradición evangélica tiene un alcance que sobrepasa la dimensión de la historia y que la perspectiva pascual de los seguidores de Jesús no se ciñe a parámetros de la ciencia histórica moderna. Pero Jesús tiene una historia antes de su muerte y resurrección, antes de que la fe de sus discípulos reconociera su filiación divina. La fe cristiana no es un mito ni una leyenda, construidos sobre concepciones falsas, carentes de todo fundamento histórico. Los contenidos del evangelio han sido construidos e interpretados, no por un interés histórico, sino desde una perspectiva de fe. Lo humano, lo que ha ocurrido en la historia, es convertido en divino, con la certeza que da la fe de la comunidad de los seguidores de Jesús. Todo lo demás, es decir, aquello que no es recogido en las tradiciones orales y escritas sobre Jesús como ocurrido en la historia, debe ser considerado ajeno a la fe cristiana. La dimensión histórica de los evangelios reafirma la presencia de Jesús en la humanidad, al tiempo que deja abierto el futuro escatológico de la soberanía de Dios. Las interpretaciones históricas sobre Jesús no están llamadas a ofrecernos una imagen detallada de su persona, de sus hechos y dichos y de su evolución psicológica. No es necesario precisar detalles, ni debe olvidarse la percepción pascual de la comunidad primitiva sobre Jesús. La crítica histórica moderna puede librarnos de muchos defectos de interpretación. Sería ingenuo imaginar que los evangelios presentaran en detalle la historia de Jesús; sin embargo, nos hablan de hechos y acontecimientos que, como decía anteriormente, se caracterizan por su autenticidad y sencillez. La historia de Jesús de Nazaret, narrada con trazos de tradición popular –tan alejada del concepto de historia que tenemos en la actualidad– y orientada al conocimiento y práctica de una comunidad creyente, alejada de todo saber científico, no solo no desvirtúa la realidad, sino que la convierte en única y singular, dando cabida a la fe de la primitiva comunidad cristiana.

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1.2. Atracción y trascendencia del estudio sobre el Jesús de la historia El interés por la figura de Jesús de Nazaret es manifiesto en los últimos años. Como he dicho, en el esclarecimiento de su persona se centran estudios de toda índole, unos tratando de profundizar en la idea tradicional de la comunidad eclesial, otros aplicando a Jesús conceptos ajenos a todo quehacer teológico. Con estos planteamientos, han aparecido estudios sobre Jesús llenos de fantasía y sensacionalismo junto a otros que, aunque con perspectivas diferentes, conducen a una aproximación crítica a las tradiciones orales de la comunidad primitiva y a los contenidos del evangelio. En cualquier caso, el estudio del Jesús histórico es un tema central en la reflexión teológica. La revelación definitiva de Dios al hombre, la encarnación, así como la experiencia pascual de la comunidad después de la resurrección de Jesús, carecen de todo sentido si no se cimientan en una realidad histórica. El mito y la leyenda no pueden ser fundamento de lo auténticamente divino. Jesús, el que se conformó a nuestra naturaleza y al que Dios resucitó de entre los muertos para ser ensalzado a la gloria de Dios, no puede ser confesado por la comunidad cristiana como Señor si su existencia se disfraza de mito y leyenda y no se conforma a la realidad histórica. El alejamiento de la historia en el estudio sobre Jesús no conduce más que al docetismo, reduciendo toda la riqueza de su persona a una mera apariencia estéril. Las investigaciones históricas sobre Jesús de Nazaret arrojan mucha luz sobre su persona, aunque estén llenas de múltiples dificultades de índole muy diversa. Nos encontramos en primer lugar con la confrontación entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe, que suscita profundos desencuentros, originados a veces por meros prejuicios, tanto en el campo bíblico como en el de las ciencias históricas y sociales. También, la terminología, metodología, presupuestos y conceptos son muy variados en las reflexiones sobre Jesús. Ello nos lleva a pensar que la tarea para llegar al conocimiento del Jesús de la historia es ardua y, a veces, desalentadora. En este estudio, es necesario tener presente las afirmaciones de uno de los más eminentes y eruditos exegetas católicos, J. P. Meier. Al comienzo de su gran obra sobre Jesús constata: «Por “Jesús histórico” entiendo el Jesús que podemos recuperar, rescatar o reconstruir utilizando los medios científicos de la investigación moderna. Dada la fragmentariedad de nuestras fuentes y el carácter frecuentemente indirecto de los argumentos que tenemos que emplear, este “Jesús histórico” será siempre una 24

elaboración científica, una abstracción teórica que no coincide ni puede coincidir con la realidad total de Jesús de Nazaret como realmente vivió y actuó en Palestina durante el siglo I de nuestra era» [1] . De forma categórica, este reconocido exegeta afirma: «El Jesús histórico no es el Jesús real. El Jesús real no es el Jesús histórico» [2] . Y en el sentido de «real» considera diferentes grados. Pese a la existencia incuestionable de una persona, nadie puede conocer la realidad total de la misma, sencillamente porque, por su propia naturaleza, el conocimiento histórico es limitado. Acerca de muchos personajes de la historia moderna, de los que disponemos de numerosos datos empíricos, podemos trazar un retrato «razonablemente completo» de su realidad, pese a que las interpretaciones de dichos datos sean muchas y diferentes. De personajes de la historia antigua, de los que tenemos materiales menos abundantes, podemos reconstruir a veces un retrato fiable. Sin embargo, carecemos de fuentes suficientes para reconstruir un retrato razonablemente completo de la figura de Jesús. Hablando del Jesús histórico, este autor dice: «Jesús vivió aproximadamente treinta y cinco años en la Palestina del siglo I. Cada uno de esos años estuvo lleno de cambios físicos y psicológicos. Incluso antes de que empezase su ministerio público, buena parte de sus palabras y hechos habían tenido como testigos a su familia y amigos, sus vecinos y clientes. En principio, estos acontecimientos estaban entonces a disposición del interesado en indagar. Luego, durante aproximadamente los tres últimos años de su vida, mucho de lo que Jesús dijo e hizo ocurrió en público o al menos delante de sus discípulos, especialmente de aquellos que viajaban con él. De nuevo, en principio, se trata de unos acontecimientos que podían llegar entonces a conocimiento del celoso indagador. Sin embargo, la gran mayoría de esos hechos y palabras, el historial “razonablemente completo” del Jesús “real”, se encuentra hoy irremediablemente perdido para nosotros» [3] . De forma más categórica, se pronuncia Meier, afirmando: «No podemos conocer al Jesús “real” mediante investigación histórica, ni su realidad total ni siquiera un retrato biográfico razonablemente completo» [4] . En cambio, sí podemos conocer al «Jesús histórico». El Jesús de la historia no es absolutamente inalcanzable a los medios técnicos de la moderna investigación científica. R. Aguirre sostiene que «ningún historiador serio pone hoy en cuestión la posibilidad de 25

acceder al Jesús de la historia» [5] . Disponemos de escritos suficientes para trazar los rasgos más importantes de Jesús, según los medios científicos de la investigación histórica. Parece evidente que no podamos llegar a conocer al Jesús real, a la totalidad de su persona y que tengamos que conformarnos con algunos aspectos de su vida. Tampoco debemos confundir el «Jesús real», conocido «mediante estudio y raciocinio» y el «Jesús teológico», sostenido «mediante la fe», como expresa Meier [6] . Una cosa es la reflexión teológica sobre Jesús, con métodos y criterios propios de esta ciencia, es decir, la cristología, que tiene a Jesucristo como objeto de la fe cristiana, y otra muy distinta la investigación de la persona de Jesús mediante los métodos modernos de las ciencias históricas. El Jesús de la historia –y vuelvo una vez más a citar a J. P. Meier– es una abstracción y construcción moderna, surgida en la época de la Ilustración y su búsqueda «puede reconstruir solo fragmentos de un mosaico, el ligero esbozo de un fresco descolorido que permite muchas interpretaciones» [7] . Acerca de la búsqueda del Jesús histórico, otro famoso teólogo, especialista en Nuevo Testamento a nivel mundial, James D. G. Dunn, señala una serie de hechos, que se me antojan significativos para la comprensión del tema. Este teólogo pone de manifiesto la dificultad de definir el sentido de la expresión «Jesús histórico» (aquel, como él dice, «reconstruido por la investigación histórica») y de los intentos de sustitución del «Cristo de la fe» por el «Jesús de la historia». Siguiendo la argumentación, este biblista, perteneciente a la confesión anglicana, establece dos corolarios de extrema importancia, a saber, que sin la fe de la tradición eclesial resulta imposible acceder al Jesús de la historia –el acceso a Jesús de Nazaret solo es posible en «la medida en que fue recordado» (explicado en su libro Jesus Remembered [Jesús recordado])– y que ninguna fuente goza de la pureza y autenticidad que proporcionan los evangelios canónicos. El único Jesús que realmente podemos encontrar en cualquier búsqueda es el «Jesús de los evangelios», aquel que con sus palabras y hechos dio origen al cristianismo [8] . Su pensamiento puede resumirse en el párrafo que cierra su libro: «No hay un “Jesús histórico” creíble tras el retrato de los evangelios que se distinga del Jesús emblemático de la tradición sinóptica. No tenemos a nuestra disposición un Jesús galileo distinto de aquel que dejó tan profunda huella en y a través de la tradición de Jesús. No obstante, este es con toda seguridad el Jesús histórico que el cristiano desea

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encontrar». Y se pregunta retóricamente: «¿Deberían el exegeta y el historiador contentarse con menos?» [9] . Tomadas en consideración estas reflexiones y conscientes de las limitaciones tanto en los métodos como en los resultados sobre el Jesús histórico, nos aventuramos a la apasionante tarea de la búsqueda, movidos no solo por la curiosidad científica y el espectacular interés cultural del tema, sino, sobre todo, por descubrir la raíz histórica de nuestra fe cristiana.

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1.3. La interminable búsqueda de Jesús de Nazaret La búsqueda del Jesús de la historia es un hecho persistente desde la época de la Ilustración hasta nuestros días. No es por tanto un fenómeno nuevo. De hecho, es una cuestión intrínseca a la fe cristiana, pese a que la reflexión y la polémica sobre el tema pertenezcan a tiempos recientes. Si el cristianismo de los primeros siglos no hizo problema de la relación entre el Cristo de la fe (creído y confesado) y el Jesús de la historia, la cultura de la Ilustración, basada en el racionalismo y en la manifiesta oposición a lo sobrenatural y tradicional, comenzó a cuestionar las religiones reveladas y a poner en duda las seculares convicciones religiosas. La imagen de Jesús de Nazaret, el centro de la fe cristiana, sufrió las invectivas de este movimiento cultural e intelectual europeo y los evangelios, imágenes de esta figura, fueron sometidos a la investigación crítica. Los estudiosos de esta investigación, plasmada en muchas ocasiones en profundos desacuerdos y múltiples enfoques enormemente diferenciados, hablan genéricamente de la Old Quest (antigua búsqueda), de la New Quest (nueva búsqueda) y de la Third Quest (tercera búsqueda), aunque esta última categoría, según algunos autores, carezca de entidad propia. Todas estas investigaciones históricas discurren desde mediados del siglo XVIII hasta la época actual [10] . Hermann Samuel Reimarus (1694-1768) es considerado unánimemente el primer investigador que inicia el camino de la búsqueda del Jesús histórico. Manuscritos inéditos de este profesor de lenguas orientales en Hamburgo, publicados, en parte, por su discípulo, G. E. Lessing, como «Fragmentos de Wolfenbüttel», abrieron los caminos de la investigación histórica sobre Jesús, aún abiertos y, en buena medida, esperanzadores y en constante actualización. Se suponía una búsqueda de Jesús desvinculada de la tradición dogmática de la Iglesia católica, que proporcionase una imagen de Jesús libre de todo prejuicio de épocas anteriores. Los textos manuscritos de Reimarus, con gran carga de agudeza crítica a la par que de resentimiento, provocaron reacciones muy diversas, como era de presumir, pero abrieron indiscutiblemente un camino que conduciría inevitablemente al esclarecimiento de la figura de Jesús de Nazaret. La investigación acerca del Jesús histórico era fruto de la Ilustración y del nacimiento de la historia como ciencia. Era lógico, en consecuencia, que dicha 28

investigación no pudiera verse libre de los prejuicios que estos movimientos proyectaban sobre la religión. Como señala A. Schweitzer, los libros sobre Jesús de este periodo están impregnados de un profundo carácter personal, en el que se observa claramente el odio o el amor de los autores, movidos no tanto por el rigor científico cuanto por la agresión o la defensa de los evangelios [11] . La sospecha de la Ilustración se centraba en la identidad entre el Jesús de la historia y el que se nos presenta en los evangelios. Se ponía en tela de juicio la unidad entre el Jesús objeto de la ciencia histórica y el presentado en los evangelios y predicado por la Iglesia como Cristo de la fe. No es extraño que, con tales presupuestos metodológicos, aparecieran en el ámbito de la religión imágenes de Jesús cargadas de subjetivismo y carentes de imparcialidad. La tesis central de Reimarus, expresada de forma concisa, es muy clara y sencilla, a saber, el Jesús que vivió en Nazaret en el siglo I no es el mismo que el Cristo predicado en los evangelios. El Jesús de la historia fue un personaje profético más entre los que abundaron en el pueblo judío, fracasado y condenado a la muerte; los discípulos convirtieron su fracaso en resurrección y lo proclamaron redentor y salvador por su muerte en cruz. Era el Cristo de la fe. Reimarus aplicó los principios del racionalismo a todos los acontecimientos narrados en los evangelios y separó, por principios metodológicos, el mensaje de Jesús y la fe de sus seguidores. Una cosa son los dichos y hechos de Jesús y otra, muy distinta, la predicación que sus discípulos hicieron de ellos. Jesús fue un típico profeta apocalíptico de Israel. Su predicación, centrada en el arrepentimiento, estaba concebida como anuncio del reino de Dios. Este reino, expuesto prolijamente en imágenes y parábolas (entendido por el pueblo sin necesidad de más explicaciones), se concebía, según Reimarus, como temporal y personificado en Jesús, que liberaría a su pueblo de la opresión de Roma. Esto sería el comienzo de un nuevo reino. Pero Jesús murió en el más estrepitoso fracaso, abandonado de su Padre y de los hombres, atormentado en una cruz. La lógica frustración de los discípulos, abandonados de nuevo a su incierta suerte tras la muerte de Jesús, se tornó en seguridad y firmeza al proclamar la resurrección del galileo. Robaron su cuerpo, afirma Reimarus, e inventaron la historia de la resurrección y de un Mesías salvador de la humanidad, ascendido a los cielos y lleno de poder y gloria sobre vivos y muertos. Los propósitos de Jesús y los de sus discípulos eran radicalmente distintos. 29

El retrato del Jesús histórico pintado por Reimarus es, en palabras de J. Jeremias, «absurdo y chapucero» [12] . La publicación de los «Fragmentos», un intento de reemplazar la revelación por la razón y una búsqueda de un cristianismo sin dogmas, provocó un enorme escándalo en la opinión pública religiosa, pero su importancia no puede minimizarse. En adelante, comenzaría el debate histórico-crítico sobre Jesús, se distinguiría nítidamente desde el punto de vista metodológico entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe y aparecerían tratados abundantes sobre la vida de Jesús, como los publicados por David Friedrich Strauss (1808-1874) [13] , Bruno Bauer (1809-1882) [14] , Ernest Renan (1823-1892) [15] o J. Weiss (1863-1914) [16] , entre otros. Gran parte de las publicaciones sobre la búsqueda liberal de Jesús sobresale por su actitud hostil hacia el cristianismo. Los autores, guiados por los principios de la Ilustración y hostiles a la ortodoxia del cristianismo, dibujaron un Jesús histórico alejado del judaísmo y de la predicación de la Iglesia católica. Los evangelios fueron interpretados con criterios puramente humanos y la imagen de Jesús de Nazaret se redujo a la de un mero predicador de moralidad, un reformador social, comprometido con los pobres y oprimidos, un revolucionario político, un ser humano excepcional o, incluso, un personaje de ficción. Los auténticos deseos de objetividad se habían convertido en imágenes distorsionadas de la realidad histórica, en pura subjetividad en muchos casos. La semblanza de estas vidas de Jesús estuvo inspirada en el descubrimiento de la prioridad de Marcos sobre los otros evangelistas sinópticos. Los sencillos detalles del evangelio de Marcos, cercanos aparentemente a los acontecimientos de la vida de Jesús, se consideraron más fiables desde el punto de vista histórico y marcaron el tono de la vida de Jesús, distinguida por el éxito en Galilea y convertida en sufrimiento, una vez descubierta su auténtica misión que le conduciría a la muerte en cruz en Jerusalén. Pese a tantos fallos y deformaciones, la búsqueda iniciada no resultó completamente negativa. Hacia finales del siglo XIX, en 1882, el teólogo alemán, Karl Martin August Kähler (1835-1912) publicó su obra Der sogenannte historische Jesus und der geschichtliche, biblische Christus [«El así llamado Jesús de la historia y el Cristo bíblico histórico»], en la que, aparte de una llamada de atención sobre el optimismo del racionalismo y de la escuela liberal, introdujo dos famosas distinciones que, en adelante, formarían parte del vocabulario de la cristología. Él distinguió entre «Jesús» y «Cristo», por un lado, y entre historisch (lo histórico) y geschichtlich (la historia), por otro.

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Estaríamos ante una realidad –central en el cristianismo– que admitiría, según este teólogo, una doble interpretación: la que constata los hechos históricos, interpretados con meros criterios histórico-científicos, siempre abierta a multiplicidad de opiniones, y la realizada a la luz del hecho de la resurrección y proclamación de Jesús como Señor, es decir, fundamentada en la fe. Quedaba así planteada una doble alternativa para la comprensión de Jesús: la de un Jesús cuyos hechos y palabras quedaban a merced de la mera interpretación de la ciencia histórica (historisch) y la del Cristo, existencialmente histórico (geschichtlich), proclamado por la Iglesia. El Jesús de la historia hace referencia a Jesús de Nazaret, conocido por la investigación crítica de las ciencias humanas, mientras que el Cristo de la fe es el Jesús conocido a la luz de la resurrección y proclamado por la fe como Mesías y Señor [17] . En el año 1901, aparece la importante obra de William Wrede (1859-1906), Das Messiasgeheimnis in den Evangelien [18] . Este libro, ya establecida la prioridad del evangelio de Marcos, puso de manifiesto el carácter teológico de este evangelista y en consecuencia su naturaleza tendenciosa. Así se desprende del llamado «secreto mesiánico» –el silencio que Jesús (el descrito por Marcos) impone a los espíritus inmundos que lo reconocen como Mesías e Hijo de Dios– que más que un dato histórico es un recurso literario del evangelista, producto de la fe de la comunidad cristiana después de la resurrección. La comparación de los distintos pasajes de los sinópticos convenció a Wrede de que el origen del secreto mesiánico no estaba en Jesús, sino en Marcos. La identificación de Jesús como Mesías se produjo solamente a partir de su muerte. No existe la menor duda, afirma este teólogo, de que «la idea del secreto mesiánico es un concepto teológico». La obra de Wrede planeó como una gran nube de dudas sobre la investigación histórica de la vida de Jesús. Al poner en duda la fiabilidad de Marcos como fuente histórica (y descartados con anterioridad otros relatos evangélicos más dudosos), se produjo una situación de perplejidad, agravada con la publicación de la Historia de la investigación sobre la vida de Jesús de A. Schweitzer. Albert Schweitzer (1875-1965) publicó, en el año 1906, la obra Geschichte der Leben-Jesu-Forschung, traducida al inglés por W. Montgomery con el nombre de The Quest of the Historical Jesus, y de gran influencia, especialmente, en el mundo de habla inglesa. Schweitzer rechazó la imagen de Jesús presentada por la teología liberal, 31

afirmando que era imposible su reconstrucción partiendo de los escritos evangélicos y de las ciencias humanas. Los teólogos de la época habían pretendido deshacerse de las ataduras del dogma y se habían enredado en los lazos de la filosofía y de las ciencias, proyectando una imagen de Jesús acorde con sus ideales éticos, sociales o políticos. Su célebre frase, que tomo de R. Aguirre, resume así esta idea: «Jesús, libre de las ataduras con las que desde hacía siglos había estado atado a la roca de la doctrina eclesiástica (...), no se detuvo en nuestro tiempo, sino que se volvió al suyo» [19] . El tiempo al que hace referencia es el de la espera escatológica-apocalíptica. Jesús, argumentaba, no fue un hombre moderno, sino «un extraño y un enigma» para la época contemporánea [20] . En los textos de una escatología apocalíptica, Schweitzer distinguió dos etapas en la vida de Jesús: por una parte, concienciado de su mesianismo, habría estado plenamente convencido de la cercanía del fin. Así parece concluirse del misterio del reino de Dios, al que se refiere Marcos (Mc 4,11), y el texto clave de Mateo, según el cual: «y cuando os persigan en esta ciudad, huid a la otra; pues os digo de verdad: no agotaréis las ciudades de Israel antes que llegue el Hijo del hombre» (Mt 10,23). Por otra, la profecía –referida al tiempo– no se cumplió. Los discípulos regresaron de su misión y el mundo no presenció la manifestación del Hijo del hombre. Pero Jesús no renunció a su misión. Subió a Jerusalén y, con su muerte, esperaría definitivamente la llegada del reino de Dios. Según Schweitzer, «el Jesús de Nazaret que se manifestó públicamente como Mesías, que predicó la ética del reino de Dios, que fundó el reino de los cielos sobre la tierra y murió para dar a su obra la consagración final, nunca existió». El auténtico conocimiento de Jesús radica en la vivencia de su espíritu. En plena coherencia con sus postulados teológicos, A. Schweitzer dedicó los últimos años de su vida al estudio de la medicina y a su ejercicio en África, a la espera del tiempo escatológico. La antigua búsqueda del Jesús histórico llegó a su fin con la obra de Schweitzer, una vez que la euforia del liberalismo teológico había languidecido y aparecía en el escenario teológico la figura dominante de R. Bultmann. Pese a las dificultades y errores cometidos, la búsqueda no había sido infructuosa. Se habían establecido principios que formarían parte de la naciente investigación bíblica. Se había incorporado a la ciencia bíblica el documento Q y admitido la prioridad de Marcos. La distinción entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe había quedado patente. Había cobrado realce y valor el contexto del siglo I del judaísmo palestino en la interpretación de los temas bíblicos, así

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como el trabajo de la primitiva comunidad eclesial en el conocimiento de la figura de Jesús. El escepticismo acerca del conocimiento del Jesús histórico que domina, en buena medida, la primera mitad del siglo XX está representado en la figura del gran teólogo alemán Rudolf Bultmann (1884-1976). Su postura respecto al tema del Jesús histórico ha de entenderse en el contexto del descubrimiento de la «historia de las formas». Los evangelios nacieron de pequeñas unidades independientes a las que dieron forma literaria contextualizada los evangelistas (esta fue la gran aportación de K. L. Schmidt) y, además, estas unidades habían surgido y se habían transmitido en diferentes ambientes de las comunidades cristianas, guiadas por la fe (M. Dibelius,1883-1947) [21] . Con estos descubrimientos bíblicos, la tarea de trazar la vida de Jesús se hacía mucho más ardua al requerir no solo del estudio de las fuentes, sino también de las tradiciones orales. Y así, Bultmann no solo duda de la posibilidad de acceder históricamente a Jesús, dada la complejidad del material elaborado por las primeras comunidades cristianas, sino que, además, considera innecesaria esta búsqueda desde el punto de vista teológico, ya que lo importante es la adhesión del creyente al Cristo, predicado en el kerigma de la Iglesia. Lo importante no es Jesús, sino el mensaje. La autoridad de Bultmann pesó tanto en el mundo teológico y bíblico que en la primera mitad del siglo XX apenas se produjeron aproximaciones importantes al Jesús histórico. Solamente un célebre teólogo luterano, Joachim Jeremias (1900-1979), formado en Jerusalén y perfecto conocedor de los textos y la cultura bíblica, se adentró en este estudio, con excelentes aportaciones al mismo, especialmente en lo referente a la invocación abbâ’, a las parábolas de Jesús y a la teología del Nuevo Testamento [22] . En octubre de 1953, Ernst Käsemann, profesor de Nuevo Testamento en la Universidad de Tubinga y discípulo de Bultmann, en desacuerdo con el escepticismo de su maestro, pronunció una conferencia en Hamburgo titulada «El problema del Jesús histórico» [23] , en la que abogaba por la vuelta a la investigación del Jesús histórico. Dicha investigación, desprovista de los prejuicios y de los defectos de la primera búsqueda, disponía ahora de nuevos métodos histórico-críticos: la crítica de las fuentes, de las formas y de la redacción. Era impensable, según este teólogo, negar la relación existente entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe, y el kerigma del Nuevo Testamento no podía prescindir del Jesús histórico. La fe cristiana no podía desvincularse de la vida 33

histórica de Jesús. Los evangelios no son historias, pero contienen material histórico; tampoco son documentos míticos, y la fe no puede sustentarse solamente en el kerigma eclesial. El Jesús histórico interpreta el kerigma y este al Jesús histórico. Käsemann, al referirse al interés que debemos mostrar por el Jesús de la historia, dice: «(desinteresarse del Jesús terreno) sería dejarse escapar que existen en la tradición sinóptica unos cuantos elementos que el historiador, si quiere seguir siendo realmente historiador, tiene que reconocer sencillamente como auténticos (...) El problema del Jesús histórico no ha sido inventado por nosotros. Sino que es el enigma que nos propone él mismo» [24] . La segunda búsqueda, iniciada por E. Käsemann, desencadenó un interés renovado por la persona de Jesús y, en consecuencia, una oleada de publicaciones teológicas. Entre los teólogos protestantes, en gran medida alemanes, se encuentran G. Bornkamm, H. Conzelman, H. Braun, W. Pannenberg y J. Robinson y entre los católicos, R. Schnackenburg, H. Küng, W. Kasper y E. Schillebeeckx. El precioso y famoso libro de Günther Bornkamm, Jesús de Nazaret, se orienta en la misma dirección de E. Käsemann, defendiendo la posibilidad y conveniencia de la investigación sobre el Jesús histórico. En el capítulo titulado «Fe e historia en los evangelios» afirma: «Nuestra tarea más urgente no será, pues, la de reafirmar la verosimilitud histórica de tal o cual relato de milagro, que la crítica considera como una leyenda, y de salvar tal o cual palabra del Jesús histórico que sin embargo no se explican bien más que por la fe de la comunidad creyente. Tales operaciones intentadas aquí o allá, no pueden remediar nuestra situación en su conjunto. Sin embargo, los evangelios no autorizan de ninguna manera la resignación o el escepticismo. Por el contrario, nos hacen sensibles a la persona histórica de Jesús, aunque de manera muy distinta de como lo hacen las crónicas o los relatos históricos. Está bien claro: lo que los evangelios relatan del mensaje de los hechos y de la historia de Jesús está caracterizado por una autenticidad, una frescura, una originalidad que ni siquiera la fe pascual de la comunidad ha podido reducir; todo eso remite a la persona terrestre de Jesús» [25] . Edward Schillebeeckx, uno de los teólogos católicos más famosos y originales del siglo XX, ha publicado dos relevantes libros para la interpretación cristológica: Jesús: un experimento en Cristología y Jesús La historia de un viviente. Son de los mejores trabajos sobre el Jesús histórico. Cito dos lugares, relativamente extensos, que dan idea de su opinión en esta cuestión. El primero de ellos dice así: «Una investigación histórica 34

sobre Jesús es absolutamente necesaria; da un contenido concreto a la fe, pero en ningún caso puede ser una verificación de la fe. Una imagen de Jesús reconstruida históricamente no puede más que admitir la interpretación cristiana o mantenerla abierta, pero no puede imponerla partiendo de sus propios planteamientos. De ahí que sea racionalmente posible interpretar a Jesús en un sentido judío, no cristiano o religioso en general. Un historiador, por lo demás, no puede en cuanto tal demostrar que la auténtica acción salvífica de Dios se ha realizado en Jesús. Una realidad salvífica no puede verificarse objetivamente por medio de la historia. Para ello se requiere, tanto antes como después de la muerte de Jesús, una decisión de fe basada en acontecimientos relativos a Jesús, los cuales son identificables, pero no dejan de ser históricamente ambiguos y por eso escapan a una valoración racional inequívoca. Si la investigación histórica nos permite descubrir que la cristología posterior a la muerte de Jesús se fundamenta en su vida, en su mensaje y en su praxis, con ello estamos mostrando una continuidad real, pero tal verificación solo es significativa si se parte del supuesto creyente de que Dios actúa realmente en ese Jesús. Y esto es un acto de fe» [26] . Y, en el segundo, se afirma: «Por ello, la fe cristiana implica para mí no solo la presencia personal y viva del Jesús glorificado, sino también una conexión con su vida terrena; esa vida terrena fue confirmada y legitimada por Dios a través de la resurrección. Por eso, para mí, el cristianismo o el kerigma sin el Jesús histórico carece de contenido o, en cualquier caso, no es cristianismo. Si el núcleo de la fe cristiana consiste en el reconocimiento creyente de la acción salvífica de Dios en la liberación, particularmente en la historia de Jesús de Nazaret, para la liberación de los hombres (en otras palabras, si debemos hablar del Jesús histórico con un lenguaje de fe), entonces la historia personal de ese Jesús no puede perderse en la bruma, so pena de que nuestra cristología se convierta en ideología» [27] . La búsqueda continuó su avance, incorporando el estudio de las ciencias sociales, de la arqueología, de los descubrimientos de Qumrán y, en general, de los contenidos provenientes de la tradición rabínica. Esta nueva búsqueda se liberó, en buena parte, de los postulados racionalistas de la primera búsqueda, pese a que aún persisten entre sus representantes signos de una clara modernidad. Hacia la década de 1980, los estudios sobre el Jesús histórico, realizados, en un principio, en institutos superiores y en universidades teológicas europeas, especialmente alemanas, se abrieron a seminarios y a departamentos universitarios de estudios religiosos

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asentados en países de habla inglesa, particularmente en los Estados Unidos. Nacía así la llamada Third Quest, o tercera búsqueda, cuestionada por algunos estudiosos por romper abruptamente con la fase anterior y por su carencia de interés teológico. Los investigadores de la tercera búsqueda realzan el valor de las fuentes antiguas, como los datos ofrecidos por el historiador judío, Flavio Josefo [28] (hasta ahora, bastante ignorado), las valiosas aportaciones de los documentos de Qumrán [29] y, en general, las aportaciones de las ciencias sociales, culturales, antropológicas y religiosas al judaísmo palestino de la época de Jesús. Entre los teólogos más importantes de esta tercera búsqueda merecen mención aparte los miembros del llamado Jesus Seminar [30] y, de forma especial, J. P. Meier [31] . La reconstrucción histórica por la que aboga el fundador del Jesus Seminar, R. W. Funk, se contrapone radicalmente a las líneas trazadas por las Escrituras y, en particular, por los evangelios. Jesús de Nazaret, un profeta itinerante, libre y sabio, subversivo y peligroso por la novedad de su mensaje, no puede entroncarse en las costumbres tradicionales del pueblo de Israel, ni ajustarse a dichos y parábolas del Nuevo Testamento, como tampoco confundirse con las prácticas de la primitiva comunidad cristiana. La fe, más que ayudar, distorsiona la figura del Jesús histórico y en consecuencia ha de ser eliminada. Historia y fe son realidades irreconciliables y el «Jesús histórico» debe prevalecer sobre el «Cristo de la fe» [32] . Sobre el extenso y profundo trabajo del biblista católico J. P. Meier, Un judío marginal, R. Aguirre se ha pronunciado, en la presentación del libro, de la siguiente manera: «Por su talante ponderado, por el rigor analítico y por lo abarcante de su tratamiento, el libro de Meier está llamado a ser un punto de referencia ineludible durante mucho tiempo en la investigación histórica sobre Jesús» [33] . De forma semejante, aprecia R. E. Brown la aportación de este autor al estudio del Jesús histórico, al afirmar que es «la más ambiciosa reconstrucción moderna del Jesús histórico» [34] . Y sentencia: «De la imponente obra de Meier emerge un Jesús más tradicional, uno que tiene un considerable número de rasgos en común con el Jesucristo descrito en Pablo y los evangelios» [35] . Los cinco primeros capítulos del tomo I de Un judío marginal están dedicados a conceptos básicos y a las fuentes sobre el Jesús histórico. Meier parte de un contexto 36

católico (p. 34) y se pronuncia inmediatamente sobre los aspectos sociológicos, religiosos y la crítica literaria como instrumentos para el conocimiento del Jesús histórico. Respecto a los aspectos sociológicos, el autor hace una clara distinción entre «una consideración de las realidades sociales del tiempo de Jesús» y el «análisis sociológico formal» (o el análisis transcultural de la antropología). Y dice: «debo dejar claro desde el principio que tal análisis sociológico no es el objetivo de este libro» (p. 38). Otra distinción que se impone, según Meier, es «la diferenciación entre prestar atención a las condiciones sociales dentro de las que la vida y el ministerio de Jesús tuvieron lugar y una reducción de la dimensión religiosa de su obra a fuerzas sociales, económicas y políticas» (p. 39). Hay que evitar a toda costa que la religión se enmascare con fines sociales y políticos, convirtiéndose en una fuerza más. En cuanto a la crítica literaria, se dice: «La crítica literaria es un útil medio de fijar la atención en aquello que de otro modo pasaríamos por alto en nuestra celosa búsqueda de fuentes y de trasfondo histórico. Nos ayuda a prestar atención al todo literario y a entender cómo las diferentes partes de la narración funcionan dentro de un todo. Sin embargo, es obvio que tan ahistórica aproximación a los documentos de propaganda cristiana del siglo I que daban a conocer lo que en ellos se consideraban verdades sobre Jesús de Nazaret... no puede ser el principal método en una búsqueda del Jesús histórico» (p. 40). Pero, se pregunta Meier, ¿Cuáles son las fuentes primeras de nuestro conocimiento sobre el Jesús histórico? El célebre biblista va enumerando y revisando las distintas fuentes que la ciencia y la exégesis ponen a la consideración de los estudiosos. Se habla de los cuatro evangelios canónicos, indudablemente la principal fuente de información sobre el Jesús histórico (pp. 65-69), de la información ofrecida por Pablo, el único autor neotestamentario que procede de la primera generación cristiana (pp. 69-71), del resto de epístolas del Nuevo Testamento (pp. 71-72), de los escritos no canónicos del siglo I o II d.C., como los de Flavio Josefo (pp. 79-92), reflejados en sus dos importantes obras, a saber, La guerra judía (comenzada a partir de la caída de Jerusalén, en el año 70 d.C.) y Antigüedades judías (ca. 93-94 d.C.), los del historiador Tácito (56-ca. 118 d.C.), en su obra Anales, sobre la historia de Roma (pp. 109-112), los documentos de Qumrán (pp. 113-118), los agrapha (hechos y dichos no escritos de Jesús) y evangelios apócrifos (pp. 131-142), y el material de Nag Hammadi, descubierto, en el año 1945, en el Alto Egipto, junto a la antigua Chenoboskia o Chenoboskion (pp. 142-158) [36] .

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Sobre estas fuentes enumeradas, Meier se pronuncia de una forma entre escéptica y decepcionante. Transcribo sus palabras, un resumen de su opinión sobre el tema. Respecto a los escritos del Nuevo Testamento y a otros documentos del siglo II, afirma: «Los cuatro Evangelios canónicos son al final los únicos documentos extensos que contienen bloques de material suficientemente importantes para una búsqueda del Jesús histórico. El resto del NT ofrece únicamente pequeños fragmentos, la mayor parte de las veces en el corpus paulino. Fuera del NT, el único testimonio no cristiano e independiente sobre Jesús en el siglo II lo ofrece Josefo, pero su famoso Testimonium Flavianum requiere alguna poda crítica para eliminar las interpolaciones cristianas posteriores. Incluso después de ella, Josefo proporciona una comprobación independiente de los principales rasgos de Jesús que trazan los Evangelios, pero nada realmente nuevo o distinto. Si Tácito representa una fuente independiente –lo que es dudoso– todo lo que nos brinda es una confirmación adicional de la ejecución de Jesús por Poncio Pilato en Judea durante el reinado de Tiberio. El resto de los autores paganos grecorromanos (Suetonio, Plinio el Joven, Luciano de Samosata) no ofrecen ninguna información temprana e independiente acerca de Jesús. Así pues, para todos los efectos prácticos, nuestras fuentes tempranas e independientes de conocimientos sobre Jesús se reducen a los cuatro Evangelios, unos pocos datos diseminados en otras partes del NT y Josefo» [37] . Con relación a materiales fuera del Nuevo Testamento, opina de esta forma: «A diferencia de algunos eruditos, no creo que el material rabínico, los agrapha, los evangelios apócrifos y los códices de Nag Hammadi (en particular el Evangelio de Tomás) nos ofrezcan información nueva y fiable ni dichos auténticos independientes del NT. Lo que vemos en estos documentos posteriores son más bien reacciones contra el NT o reelaboraciones del mismo, debidas a rabinos metidos en polémicas, a cristianos imaginativos que reflejan la piedad popular y las leyendas y a cristianos gnósticos que desarrollan un sistema especulativo místico. Sus versiones de las palabras y hechos de Jesús se pueden incluir en un “corpus de material de Jesús”, si se entiende por tal el conjunto de todo aquello que cualquier fuente antigua identificó alguna vez como material procedente de Jesús. Pero semejante corpus es la red mateana (Mt 13,47-48) entre cuyos peces hay que seleccionar los buenos de la tradición primitiva para echarlos en el cesto de la investigación histórica seria, mientras que los malos peces de la mezcla y

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de la invención posterior hay que devolverlos al tenebroso mar de las mentes sin sentido crítico» [38] . Aunque algunos especialistas se hayan sentido inclinados a admitir tales documentos para acceder a la búsqueda del Jesús histórico, Meier se pronuncia de forma tajante sobre el tema: «Por suerte o por desgracia, en nuestra búsqueda del Jesús histórico no podemos ir mucho más allá de los Evangelios canónicos; el corpus auténtico resulta exasperante en sus restricciones. Para el historiador es una limitación mortificante. Pero recurrir al Evangelio de Pedro o al Evangelio de Tomás como complementos de los cuatro Evangelios es ampliar nuestras fuentes desde lo problemático hasta lo increíble» [39] . En referencia a los evangelios, Meier hace la siguiente observación crítica: «Los cuatro Evangelios son, en efecto, fuentes difíciles. El hecho de que ocupen en principio un lugar privilegiado no garantiza que recojan las palabras y los hechos de Jesús. Impregnados por completo de la fe pascual de la Iglesia primitiva, sumamente selectivos y ordenados según varios programas teológicos, los Evangelios canónicos exigen un cribado crítico muy cuidadoso antes de proporcionar información fiable para la investigación» [40] . Aparece claro, según he expuesto anteriormente, que Meier argumenta solamente con fuentes históricas. Lo afirma él mismo en la introducción al primer volumen de su ingente y valiosísima obra: «Por “Jesús histórico” entiendo el Jesús que podemos recuperar, rescatar o reconstruir utilizando los medios científicos de la investigación histórica moderna» [41] . Pero, a diferencia de otros autores, más proclives a negar lo sobrenatural y milagroso de la vida de Jesús, considera que «desde el punto de vista histórico, la afirmación de que Jesús actuó y fue considerado como exorcista y sanador durante su ministerio público cuenta con tanto respaldo como casi cualquier otra declaración que podamos hacer sobre el Jesús de la historia. De hecho, como afirmación global acerca de Jesús y su actividad está mejor atestiguada que muchas otras sobre él, que se suelen aceptar sin más. (...) Cualquier historiador que intente trazar el perfil del Jesús histórico sin dar la debida importancia a su fama de taumaturgo no describirá a este extraño y complicado judío, sino a un Jesús “domesticado” y reminiscente del blando moralista creado por Thomas Jefferson» [42] .

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A conclusiones semejantes a las de J. P. Meier –con ligeras diferencias en los contenidos terminológicos– llega el especialista en Nuevo Testamento y gran conocedor de los documentos en lengua aramea, J. A. Fitzmyer [43] . Según este biblista, las referencias extrabíblicas a Jesús son escasísimas. Tácito se refiere a Cristo como autor de una «superstición perniciosa» y que fue ejecutado en tiempo del «procurador» Poncio Pilato, siendo emperador Tiberio (Annales 15.44,3). Suetonio menciona a un Chrestus (probablemente Christus), al hablar de la expulsión de los judíos de Roma por el emperador Claudio (Vita Claudii,25.4). El Testimonium Flavianum del historiador Flavio Josefo, con toda probabilidad interpolado por los comentaristas cristianos, dice que Jesús fue condenado a muerte por Pilato (Ant. 18.3,3 y 63-64). En otro pasaje, muy poco interpolado, habla de Santiago, «el hermano de Jesús a quien llamaban Cristo» (Ant. 20,9,1 y 200) [44] . Plinio el Joven refiere que los cristianos de su tiempo (finales del siglo I) cantaban en Bitinia (un territorio al noroeste de Asia Menor) «himnos en honor de Cristo, como si fuera un dios» (Christo quasi deo, en Ep. 10.96,7). El sofista de origen sirio, Luciano de Samosata, se refiere a Jesús como «primer legislador» de los cristianos que «les convenció de que todos ellos son hermanos entre sí» y que ellos mismos «adoran a aquel sofista crucificado y que viven de acuerdo con sus leyes» (De morte Peregrini,13). La obra apócrifa, El Evangelio de Tomás, atribuye a Jesús más de cien afirmaciones, introducidas por la fórmula «Jesús dijo». Pero tales afirmaciones son, en su mayoría, posteriores a los evangelios canónicos, están en ocasiones enmascaradas con intereses gnósticos y, aunque a veces algunas fórmulas sean más primitivas que los propios evangelios, no es posible establecer su autenticidad. Todos los documentos citados, dice Fitzmyer, son problemáticos por múltiples razones. Y, en todo caso, «lo máximo que hacen es confirmar unos cuantos detalles, conocidos fundamentalmente por las narraciones de la pasión, contenidas en los evangelios canónicos: que Jesús fue condenado a muerte en el reinado de Tiberio bajo la autoridad de Poncio Pilato, que estuvieron relacionados con su muerte algunos dirigentes de los judíos palestinos, y que tenía algunos seguidores por quienes era considerado como “Cristo”, legislador y fundador de una nueva forma de vida, y quasi deo» [45] . Después de dos siglos de investigación sobre el Jesús de la historia, cabe preguntarse acerca de su utilidad para el conocimiento de la persona de Jesús. Las dudas que aún acechan a la cristología parecen ensombrecer las adquisiciones que se han llevado a cabo

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en este campo de la teología. Pero no sería justo desconsiderar los logros realizados, que han introducido conceptos tan básicos y esclarecedores para nuestro tiempo como la distinción entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, la prioridad del evangelio de Marcos y el valor del documento Q. Si la primera búsqueda se enredó y esterilizó por los prejuicios de la Ilustración, la segunda descubrió la continuidad entre el Jesús descubierto por la historia y el Cristo objeto de fe de la comunidad cristiana. La búsqueda del Jesús histórico no podía dejar al margen el kerigma y la interpretación de este requería el conocimiento del judaísmo palestino de la época de Jesús, especialmente en su vertiente religiosa. E. Käsemann se opuso a la distinción de Bultmann (y sus discípulos) entre «continuidad objetiva» y «continuidad histórica», demostrando la inseparabilidad de ambas y la insuficiencia de aceptar por la fe el kerigma de Cristo sin asumir la realidad histórica [46] . La tercera búsqueda ha desbrozado aún más el camino hacia el conocimiento de Jesús. Mediante el estudio de las fuentes antiguas profanas, el examen del contexto histórico del mundo judío palestino del siglo I, el descubrimiento de los escritos de Qumrán y otros documentos apocalípticos, hemos podido tener un acceso más fiable y cercano a las palabras y hechos de Jesús y, en general, a su persona. Las investigaciones del Jesus Seminar son escasamente valoradas, cuando no despreciadas, por exegetas y teólogos. Sus métodos de selección de las fuentes son muy cuestionables, suelen aislar las palabras de Jesús de la visión más comprehensiva de su ministerio y de su muerte y sus fines no responden a criterios específicamente científicos, sino que se ajustan más bien a propósitos sensacionalistas y propagandísticos. Parte de su atractivo, afirma R. E. Brown, se debe a su aireada intención de liberar a Jesús de la superestructura religiosa y a la extravagante afirmación de que Jesús no pronunció el Padrenuestro. Por otra parte, este autor, apoyándose en testimonios de prestigiosos biblistas, les culpa de una metodología descarriada, de escasa investigación neotestamentaria y de anteponer sus prejuicios religiosos a la búsqueda objetiva [47] . La búsqueda del Jesús histórico siempre es fructífera, pese a sus dificultades y limitaciones, pero el Jesús histórico que encontramos no es suficiente ni puede agotar el sentido de nuestra fe cristiana. Nunca llegaremos a descubrir un Jesús histórico al que podamos identificar con el auténtico y verdadero Jesús. Esta idea la expresa magníficamente J. P. Meier cuando dice que «el Jesús de la historia es una abstracción y

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construcción moderna» [48] . No en vano, la búsqueda del Jesús histórico es un empeño surgido con la Ilustración, en el siglo XVIII. Más aún, continúa Meier, «el Jesús histórico puede darnos fragmentos de la persona “real”, pero nada más» [49] . En otro momento, reitera la misma idea: «El Jesús de la historia no es el Jesús real, sino solo una reconstrucción hipotética y fragmentaria de él con los medios de investigación modernos» [50] . Al mismo tiempo, deja muy claro que, en la práctica, no se puede separar adecuadamente el «Jesús de la historia» del «Jesús de la fe». En realidad, «el uno desemboca ampliamente en el otro» [51] . R. E. Brown, hablando del Jesús histórico, es decir, aquello que podemos recuperar de la vida de Jesús de Nazaret por la aplicación de métodos modernos a los escritos de personas que, hace dos mil años, lo concibieron como Señor y Mesías, afirma: «Es un gran error pensar que el “Jesús histórico (o reconstruido)”, una pintura totalmente moderna, es el mismo que el Jesús real, es decir, Jesús tal como vivió en realidad en su tiempo». Y continúa: «Es igualmente un error considerar igual al “Jesús histórico (o reconstruido)” con el Jesús real, un Jesús que significa realmente algo para la gente, un Jesús en el que pueden fundamentar sus vidas» [52] . El Jesús auténtico en ningún caso se corresponde con la reconstrucción histórica que podamos hacer de él. La ciencia, en este caso la historia, no puede ser normativa para la fe, aunque, de hecho, pueda ayudar a la elaboración teológica. J. Gnilka expresa esta idea con las siguientes palabras: «El exegeta, con su labor histórica, no puede proponer contenidos de fe que sean vinculantes. [...] La finalidad de la labor histórica consistirá en investigar la conexión entre Jesús y el testimonio de fe que da el Nuevo Testamento, entre la proclamación efectuada por Jesús y la proclamación realizada por la comunidad postpascual, tal como la encontramos en el Nuevo Testamento, particularmente en los evangelios» [53] . El mismo pensamiento es desarrollado de forma mística por Luke T. Johnson, que ha criticado duramente la metodología histórica del Jesus Seminar y se ha pronunciado contra las doctrinas de Funk, Crossan y Mack, entre otros. La fe cristiana, lejos de perderse en disquisiciones puramente científicas que la fundamenten, se centra en la persona de Jesús de Nazaret, resucitado y constituido por Dios Cristo y Señor [54] . R. E. Brown, teniendo en cuenta la distinción entre el «Jesús histórico (o reconstruido)» y el «Jesús real», advierte de «la locura de hacer del “Jesús histórico”, dibujado por un investigador o un seminario de estudiosos, la norma del cristianismo, de modo que la

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tradición de las iglesias cristianas hubiera de ser continuamente alterada de acuerdo con el último retrato» [55] . En suma, el Jesús de la historia es crucial para evitar falsos malentendidos de mera y pura helenización del lenguaje mítico del judaísmo, que reduciría la persona de Jesús a pura leyenda y a falsos fundamentalismos de carácter apocalíptico. Al tiempo, y con la misma consistencia, hemos de afirmar que el objeto de la fe cristiana no es el Jesús de la historia, sino el Cristo de la tradición de la Iglesia. En un empeño loable de síntesis, en nota bibliográfico-temática sobre el Jesús histórico, X. Pikaza propone unos acuerdos básicos, en los que se evocan, tanto las aportaciones como los interrogantes sobre Jesús de Nazaret [56] . Son estos: a) Jesús es el profeta escatológico, al que se vincula la acción inminente de Dios y la salvación del hombre. Su proyecto fracasó externamente y, por eso, murió en una cruz. La experiencia pascual de sus discípulos recrea su vida y mensaje. b) Jesús es un sabio en el mundo, un filósofo de la vida, alejado de la función profético-apocalíptica del judaísmo. c) Jesús fue un sanador y un carismático, entregado por completo a la liberación de los hombres. d) Jesús ha colocado el signo y la realidad de la mesa compartida, anteponiéndolos a normas sagradas que establecían distinciones entre ricos y pobres, limpios y pecadores. e) Jesús ofreció a todos la «gracia escatológica», haciendo inútil la ley de purezas y pecados. f) Jesús fue condenado y murió; y g) Dios lo resucitó y sus discípulos continuaron su mensaje, aguardando su venida como Mesías escatológico. La fragilidad de tales acuerdos y aportaciones sobre Jesús de Nazaret, enumerados por X. Pikaza, quedan patentes a la luz de la disparidad de interpretación en una materia tan escabrosa y variada como esta. El vasto saber y los denodados esfuerzos de numerosos escrituristas y teólogos nos han guiado al convencimiento –siempre expuesto a objeciones razonables– de que existe un núcleo de hechos y dichos de Jesús en su ministerio que pueden ser considerados como históricos. La estructura narrativa de Marcos, corroborada por otros escritos no narrativos del Nuevo Testamento, así como por documentos no cristianos, nos ofrece unos datos sobre el Jesús histórico que podríamos trazar en los siguientes términos, ciñéndonos a los aspectos más esenciales de su vida.

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Jesús fue un judío, nacido en Palestina, en los últimos años del rey Herodes el Grande (73-4 a.C.), de una mujer de nombre María, casada con José, carpintero o artesano, abierto a oficios diversos. Vivió con su familia en Nazaret, un pequeño pueblo en las montañas de Galilea. En su ministerio público, aparece por primera vez en el desierto de Judea, acudiendo a la llamada profética de penitencia de Juan y recibiendo su bautismo. Relacionado íntimamente su ministerio con el de Juan el Bautista, comenzó su predicación hacia el año 28 d.C., decimoquinto del reinado del emperador Tiberio Julio César Augusto. Durante su ministerio, cuya duración exacta se desconoce (Juan menciona tres pascuas, mientras que los sinópticos lo hacen una sola vez), enseñó en Galilea, bajo la tetrarquía de Herodes Antipas, la prefectura de Poncio Pilato y el sumo sacerdocio de Caifás, principalmente en la ciudad de Cafarnaún. No obstante la oposición ocasional a ciertos maestros de la ley judía en actitudes referentes a la ley de Moisés, al cumplimiento del sábado, al respeto al templo y otras tradiciones, Jesús se conformó al pensamiento judío religioso-apocalíptico de su época. Sus enfrentamientos dialécticos se produjeron de forma especial con fariseos y saduceos, convertidos en intérpretes auténticos de la ley mosaica. Escogió para su seguimiento a un grupo de hombres, entre los que sobresalen Simón y Andrés, Santiago y su hermano, Juan, hijos del Zebedeo, de oficio pescadores y elegidos a orillas del mar de Galilea. Tres de ellos, Simón (Pedro), Santiago y Juan, se constituyeron en el círculo de sus íntimos, acompañando al maestro en los momentos más trascendentales de su vida. Eligió personalmente a doce de sus discípulos predilectos, instruyéndolos y compartiendo con ellos un modelo de vida. Al final de su ministerio, subió a Jerusalén, próxima la pascua judía. Allí, con la colaboración de Judas Iscariote, fue apresado, interrogado por dirigentes religiosos judíos, presentado ante el prefecto de Judea, Poncio Pilato, condenado a muerte y crucificado. Ese mismo día fue enterrado. Pasados unos días, se encontró su sepulcro vacío, el primer día de la semana, y sus seguidores comenzaron a difundir noticias de apariciones de Jesús «resucitado» de entre los muertos, considerándose ellos mismos, entre otras personas, testigos de estas apariciones [57] . Como puede colegirse, sobre estos escuetos datos se proyectan infinidad de opiniones, unas relativas al Jesús de la historia y otras, al Cristo de la fe. Inmersos en un profundo mar de opiniones, queda abierta la noble y a la par escabrosa tarea de trazar lo 44

más nítidamente posible la línea histórica acerca de Jesús para abrazarnos a la exquisita y siempre elaborada fe de la Iglesia en Cristo, el Señor.

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1.4. Del Jesús histórico a la Iglesia, comunidad de discípulos de Jesús Jesús se revela al hombre a través de la intimidad de su persona y de sus hechos y palabras. Sobre ellos podemos cimentar, con las limitaciones inherentes a nuestro pensamiento humano y teniendo siempre presente la singularidad de su persona, la ciencia de la cristología o conocimiento acerca de Jesucristo. El estudio sobre la Iglesia – la eclesiología– se fundamenta en el conocimiento sobre Jesús. La comunidad eclesial no tiene exclusivamente una razón «funcional», a saber, garantizar a lo largo de los tiempos la proclamación de la palabra y la celebración de los sacramentos. No es cuestión únicamente de «necesidad práctica», sino de «continuidad fundamental» entre el pueblo de Israel y el nuevo pueblo de Dios, establecida en la continuidad entre el «Jesús de la historia» y el «Cristo de la fe», entre el «mensaje» y el «kerigma», el anuncio de la resurrección de Jesús trasmitido por las comunidades cristianas, primero a los judíos y después, al mundo entero. La Iglesia de los comienzos explicitó a todas las gentes lo que significaba para ella Jesús de Nazaret. No le sirvió seguir la trayectoria de la religiosidad judía, ensoberbecida por el elitismo del pueblo elegido de Dios y el rígido imperio de la ley del pueblo de Israel, sino que se conformó al seguimiento humilde del Maestro, ofreciendo el servicio y la sanación a todos los pueblos [58] . a) La Iglesia en el evangelio según Mateo Nos dicen los escrituristas que el evangelio según Mateo es una versión aumentada y corregida del de Marcos, especialmente en lo que hace referencia a las enseñanzas de Jesús. Escribe para una comunidad, formada principalmente por gente procedente del judaísmo –puede ser Antioquia, en Siria (con toda probabilidad), Damasco o la Cesarea Marítima– con la intención de probar que Jesús de Nazaret es el Ungido de Dios y que las tradiciones de Israel van a ser continuadas, aunque de forma distinta, por otro pueblo, el nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia. Mateo entra así en el gran debate dentro del judaísmo en el siglo I de nuestra era. Todos los temas de su evangelio –principalmente la aceptación o rechazo de Jesús y su proclamación del reino de Dios– tienden a dibujar una imagen de Jesús donde se pueda contemplar la plenitud de la tradición religiosa del pueblo judío. Al comienzo de su evangelio, traza la genealogía de Jesús, situándolo en la

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línea de Abrahán y David, es decir, entroncándolo en el corazón del Antiguo Testamento (Mt 1,1-17). Todas las narraciones de la infancia de Jesús insertan cumplimientos de profecías del Antiguo Testamento (Mt 1,22; 2,6; 2,15; 2,18). Para Mateo, Jesús es el único maestro (Mt 23,10), el único que interpreta la Torá con autoridad, cuidándose muy bien de que nadie pueda pensar que haya venido a abolir la ley o los profetas, sino a darles plenitud (Mt 5,17). En esa interpretación autoritativa se asientan también las bases éticas de sus discípulos a la luz del reino de Dios (de los cielos, dice Mateo, siguiendo la costumbre judía de no utilizar en vano el nombre divino). La comunidad eclesial de Mateo, pese a su entronque y referencias simbólicas al pueblo de Israel, tiene un carácter novedoso. No es una mera sustitución de Israel o una modalidad del mismo, sino una realidad que da forma definitiva a las promesas de salvación de Dios al hombre. En la parábola de la viña y los renteros homicidas (Mt 21,33-46), inspirada claramente en otra bellísima parábola de Isaías (Is 5,1-30), donde expresamente se dice que «la viña de Yahvé-Seba’ot es la casa de Israel», (v.7) no se dice que la viña (Israel) sea arrasada (tal como se afirma en Isaías); más bien, se advierte a los perversos labradores (los dirigentes del pueblo de Israel) que el dueño de la viña «acabará con ellos de mala manera, y arrendará la viña a otros labradores» (Mt 21,41). Y por eso «se os quitará el reino de Dios, y se dará a gente que produzca los frutos del reino» (Mt 21,43). Es la gran novedad. Israel no será rechazado, la viña permanece, pero surge un nuevo pueblo, llamado a guiarse por los valores del reino y a predicarlo a los demás. La comunidad que aparece en Mateo es radicalmente nueva: es un nuevo pueblo de Dios, existe gracias al acontecimiento de Cristo Jesús, se rige por la nueva ley del amor, es portadora de los frutos del reino y está abierta al todo, es decir, posee un carácter universal, en cuanto que la fe en Cristo, de la que ella vive, es fuente de salvación para todos los hombres, tanto los procedentes del Israel antiguo (no conviene olvidarlo) como los venidos de la gentilidad (Mt 12,21; 24,14). A pesar de que las promesas de Jesús a sus discípulos después de su resurrección y antes de su ascensión a los cielos garanticen la viva presencia del maestro a la comunidad a lo largo de los siglos y la acción animadora del Espíritu Santo (Mt 28,20), esta pequeña comunidad se presenta frágil, incluso en los miembros más paradigmáticos (como los Doce), con discípulos cobardes y de escasa fe, ovligo,pistoi (Mt 8,26), con escándalos y 47

egoísmos y con necesidad constante de corrección fraterna (Mt 18,15-17). Pero, por encima de todo ello y siempre, está el perdón de Dios a todos los que perdonamos a nuestros deudores (Mt 6,12-15). Mateo, como es sobradamente conocido, es el único evangelista que menciona expresamente la palabra evkklhsi,a. No parece ser muy chocante que la omitan el resto de evangelistas al encargarse principalmente de recoger la vida de Jesús hasta su muerte y resurrección. El tiempo de la Iglesia vendría después. En cualquier caso, este hecho ha supuesto y supone motivo de interpretaciones distintas y dispares entre los teólogos cristianos al analizar el pasaje que dice: «Y yo por mi parte te digo: tú eres Pedro, y sobre esta peña edificaré mi Iglesia, y las puertas del averno no podrán contra ella» (Mt 16,18). No es este el espacio para tratar el tema. Sin embargo, resulta apasionante descubrir una vez más el vigor y la importancia de la figura de Pedro. Envueltos en una problemática teológica, a la par que histórica, filológica y bíblica, entrevemos las dificultades que nos asaltan. En Cesarea de Filipo, una región al norte de Israel, próxima a los manantiales del río Jordán, en Iturea y no muy lejos de Fenicia, Jesús pregunta a sus discípulos por la opinión que tiene la gente de él. El «Hijo del hombre» entra en un juego de palabras a preguntar a los hombres. Los discípulos le dicen al maestro las opiniones recogidas en el pueblo, comparándolo a alguno de los profetas más importantes de Israel: Juan Bautista, Elías o Jeremías. De la opinión de la gente se pasa a la opinión de los discípulos y Simón Pedro le responde y dice: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». El centro de atención del relato se dirige ahora a Pedro por su profesión de fe, quien recibe la solemne promesa de que «Tú eres “Piedra” (Pedro), y sobre esta roca voy a edificar mi iglesia». Y las puertas del hades no prevalecerán contra ella. Sobre este sencillo, hermoso y significativo relato se ha levantado un mar de dificultades que no terminan de poner fin a las diferencias entre teólogos y biblistas. Es verdad que el pasaje citado entraña muchísimas dificultades. Y no es este el momento ni de mencionarlas ni de buscarles explicación. En todo caso, aparece claro que hay muchas cosas en este pasaje de Mateo que continuarán siendo debatidas por las iglesias cristianas durante mucho tiempo. Esto nos indica, indudablemente, la capital importancia de Pedro en la Iglesia. Ciertamente, en todas y cada una de las realizaciones históricas eclesiales se encuentran recogidos aspectos de este texto bíblico. Ninguna iglesia puede condenar la parte de verdad que se 48

encuentra en las otras. Más bien, todos debemos preguntarnos hasta qué punto hemos hecho del «ministerio» de Pedro un «servicio» a la Iglesia católica, a la universal, a la que por incluir a todas llamamos Iglesia de Cristo. El «servicio» de Pedro, el discípulo de Jesús, un «servicio» cimentado en el testimonio público de su fe en Cristo Jesús y en su coraje por el seguimiento de su maestro, seguirá para siempre. Así lo hemos asumido los cristianos; de otra forma, la comunidad se desvanecería, como se derrumba una casa que no está fundada sobre roca. La Iglesia, en fin, con la presencia del Señor sobre ella, con la dirección de los pastores constituidos en autoridad, entre el escándalo, el pecado y la miseria de sus miembros, peregrina hacia el reino de Dios que la mantiene indefectible hasta que él vuelva: «Y mirad, yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,20). La Iglesia aparece así históricamente en tensión entre gozos y tristezas, entre santidad y pecado, entre el «ya» y el «aún no» y garantizada en su indefectibilidad por la presencia del Señor. b) La Iglesia en el evangelio según Marcos Si nos acercamos a los escritos de Marcos observaremos que, contando con tradiciones orales y escritas de las iglesias primitivas, utilizó los títulos más importantes aplicados a Jesús –Hijo de Dios, Hijo del hombre, Mesías, Hijo de David– concernientes a todas las comunidades cristianas, al tiempo que presentó la figura de Jesús, sufriendo y muriendo en la cruz, capaz de dar fuerzas a unos cristianos atormentados por la persecución del emperador Nerón, a quienes se les achacaba la quema de Roma (año 64 d.C.) y sospechosos de la revolución judía en Palestina (año 66 d.C.) que terminó con la destrucción de Jerusalén (entonces provincia romana) y lo más sagrado de ella y del judaísmo, el Templo. Tendrían que explicar que «el Rey de los Judíos» no había sido un revolucionario político. No lo tenían fácil. Marcos, una vez presentado el ministerio del precursor, da paso a Jesús, quien predica el euvagge,lion, la buena noticia y afirma que «se ha cumplido el tiempo, y ha llegado el reino de Dios» (Mc 1,14-15). Con anterioridad, Jesús, en su bautismo, había sido reconocido por el Padre: «Tú eres mi Hijo querido, en ti me agradé», siendo testigos los cielos y el Espíritu (Mc 1,10-11). Fue un sanador, curando endemoniados, leprosos y paralíticos (Mc 1,29s – 2,1-12). Se impuso a las fuerzas del mar, curó a la hemorroísa y 49

resucitó a la hija de Jairo (Mc 4,35; 5,1-42). Pese a todo, él no encuentra más que incomprensión, falta de fe e, incluso, oposición. En el corazón del evangelio según Marcos está el misterio de la cruz. Jesús predice su pasión, muerte y resurrección (Mc 8,31s). Y los escandalizados y opositores aparecen por todas partes entre sus discípulos y escribas y fariseos (Mc 8,33; 10,37; 11,15 s; 14,10-11). Jesús es ciertamente el Hijo de Dios e Hijo del hombre, el Mesías –él acepta esa dignidad únicamente tras las sombras tenebrosas de la cruz– reconocido incluso por el centurión que estaba presente en su muerte: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39). Importante en Marcos es también su reflexión sobre el discipulado de Jesús, siempre orientado y confrontado con la realidad dura y enigmática de la cruz. Él llama y dice: «Sígueme» (Mc 2,13), dando a entender que el seguimiento no significa «imitar», ni «enseñar una conducta», sino «adherirse», en definitiva, «creer», entrar en el reino de Dios, ya presente, compartir cruz y gloria con el Resucitado. Él llama a pescadores (Mc 1,16-20), convoca a los Doce, dándoles órdenes de supeditar todo afán material a la misión de predicar (Mc 6,7-11). Pero la familia de discípulos no tiene fronteras: «Ahí tenéis a mi madre y a mis hermanos. Pues el que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano, y hermana, y madre» (Mc 3,34-35). Como él dice, Jesús no ha venido «a llamar a justos, sino a pecadores» (Mc 2,17). Eso sí, los miembros de esta gran familia de los hijos de Dios están llamados a dar su vida para ganar otra mejor: «Si alguno quiere venir detrás de mí, niéguese (avkolouqe,w) a sí mismo, lleve a cuestas su cruz y sígame». A la Iglesia de Marcos, acosada por la persecución y el sufrimiento, se le abre el camino de la cruz que le llevará al triunfo y a la gloria [59] . c) La Iglesia en el evangelio según Lucas Con significativas diferencias respecto a los otros dos sinópticos, Lucas coloca a Jesús en el centro de la historia de la salvación, llama a todos los pueblos a dicha salvación – probablemente escriba a comunidades con muchos no-judíos– y describe la función del Espíritu Santo como alma del nuevo pueblo de Dios. El ministerio de Jesús en Galilea es presentado como un ministerio profético. Jesús es profeta, obra como profeta y muere como profeta (Lc 4,16-30; 7,16; 24,25-27). Es un profeta al que asiste el Espíritu, descendiendo en su bautismo (Lc 3,21-22), guiando 50

sus enseñanzas y quedando con sus discípulos una vez que él haya subido a los cielos (Lc 24,49). El mismo Espíritu garantiza la continuidad entre el tiempo de Jesús y el tiempo de la Iglesia. Es más, la sucesión profética se realiza de modo pleno en los seguidores de Jesús el día de Pentecostés (Hch 2). En este ministerio tienen una cabida tierna y especial las mujeres. No solo aquellas que, como Isabel y Ana, representan lo mejor de la tradición judía, sino también las pecadoras (Lc 7,36-50) a las que siempre devuelve amor. Marta y María experimentan de cerca la amistad de Jesús (Lc 10,38-42). Las mujeres están al lado de la cruz, siguiendo a Jesús desde Galilea (Lc 23,49) y le acompañan en el trance más triste, desolador y desgarrador de su vida, es decir, en el sepulcro, cuando la oscuridad y el frío de la losa parecían cerrar la puerta a toda esperanza (Lc 24,10-11). En toda la vida de Jesús juega un papel excepcional la ciudad de Jerusalén. Un judío piadoso, como Jesús, estaría familiarizado con nombres que –como Salem, Ciudad de David o Ariel, por poner unos ejemplos– indican la importancia de esta ciudad, tanto en el campo político como religioso, en la historia de su tierra. Conocería, con toda probabilidad, sus orígenes, que se remontan a las tribus de los jebuseos (Gn 10,15). Habría escuchado repetidas veces los nombres de Saúl, de David y de Salomón (sus reyes) y los de Nabucodonosor, Ciro y Alejandro Magno (los reyes extranjeros). Sabría de las vicisitudes y la suerte de los reinos del Norte (931-721) y de Judá (931-587). Rezaría en el segundo Templo, consciente de la destrucción del construido por Salomón. Estaría al corriente de los forzosos y dolorosos exilios de su pueblo. Experimentaría muy de cerca los caprichos y veleidades de los procuradores romanos residentes en Cesarea y, sobre todo, de Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, y de Poncio Pilato, prefecto romano que le condenaría a morir en cruz. Pero, sobre todo, reconocería a Jerusalén como centro religioso de todos los pueblos, esperando el fin de la idolatría y el retorno de todas las naciones al Dios de Israel, como había profetizado el segundo Isaías: «Volveos a mí y seréis salvos, todos los confines de la tierra, porque yo soy Yahvé y no hay otro» (Is 45,22). Volviendo al evangelista Lucas, vemos que Jesús derrocha sabiduría en el lugar sagrado del Templo y que allí ejerce su ministerio (Lc 2,46-47; 21,38). Las apariciones del Resucitado también tienen lugar en Jerusalén (Lc 24,13s) y desde esa ciudad se predicará «el arrepentimiento y perdón de (los) pecados a todas las naciones» (Lc 24,47).

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Ese profeta, que se rodea de discípulos –Lucas identifica los términos los Doce y Apóstoles (Lc 6,13)–, que reza al Padre en los momentos más trascendentales de su vida –cuando cura, cuando elige a los doce, cuando se transfigura y cuando muere (Lc 5,16; 6,12; 9,28-29; 23,34)– y que enseña a rezar (Lc11,1-13), ese mismo, que abraza a los pobres y llama insensatos a los ricos (Lc 12,13-21), abre la salvación, en los tres grandes períodos que marca el evangelista (Antiguo Testamento, la presencia salvadora de Jesús y el tiempo de la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo), a todas las gentes. Las comidas con publicanos y pecadores, la última cena, sobre todo, y las apariciones del Resucitado son signos que orientan al gran banquete del reino de Dios. Un reino que está ya presente (Lc 17,21), que brillará plenamente en su día, como el relámpago brilla de un extremo al otro extremo del cielo (Lc 17,24) y que, en cualquier caso, es un acontecimiento gozoso porque con él, nos dice Jesús, «ha llegado vuestra liberación», la de todos (Lc 21,28). Si fuera posible relatar en pocas palabras los trazos más significativos de la comunidad que continúa en el tiempo la misión que desarrolló Jesús en tierras de Palestina, me atrevería a enumerar algunos aspectos fundamentales. Sería un peligroso error que la Iglesia tratase, por cualquier medio, de identificarse con Jesús. Su existencia se debe por completo al servicio de la causa de Jesús y su misión a profundizar en la revelación que le ha sido entregada para llevar a los hombres al conocimiento de la verdad plena. Jesús es la novedad última, la que nunca envejece y nunca se agota; en ella han de inspirarse las acciones más innovadoras y audaces de sus seguidores. Por otra parte, la Iglesia tampoco es el reino de Dios. La idea dominante de la predicación y de la acción ministerial de Jesús es el reino de Dios, como lo atestigua el evangelio de Marcos (Mc 1,15). La Iglesia es, más bien, el instrumento del reino, guardián del mismo, y su misión consiste en dar testimonio de la presencia del reino, es decir, de la acción salvadora de Cristo, tanto pasada como futura [60] . Jesús permanece como el único Maestro (Mt 23,10), el que habla con autoridad (katV evxousi,an: Mc 1,27), no solo en la interpretación de la Torá, sino en los asuntos de su Padre, que constituirán las bases doctrinales y éticas de sus discípulos a la luz del reino de Dios. La nueva comunidad de los seguidores de Jesús entronca en la tradición religiosa del pueblo judío y está saturada de referencias simbólicas a sus instituciones y vivencias. Pero no es una mera sustitución de Israel o una modalidad del mismo. Es una realidad nueva, un nuevo Pueblo de Dios, aparecido en el mundo por el acontecimiento de Cristo

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Jesús, regido por su amorosa soberanía y abierto a todas las gentes, a quienes van destinados los frutos del reino. La Iglesia tiene un carácter universal. Su servicio debe estar abierto a todos, hombres y mujeres, poderosos e indigentes. Como Jesús fue un sanador, curando endemoniados y enfermos (Mc 1,29s–2,1-12), incluso resucitando muertos (Mc 5,41), y convocó a los Doce para que, abandonando todo, saliesen a predicar (Mc 6,7-11), así la Iglesia debe seguir (o simplemente imitar o enseñar una conducta) su camino, es decir, creer en él, entrar en el reino de Dios y compartir con todos los hombres la cruz –el misterio de la cruz– y la gloria del Resucitado. La gloria de la Iglesia es mostrar al mundo la esperanza de Jesús. Ella, de forma singular e ilusionada, y siempre guiada por el Espíritu, debe orientar al mundo de todas las épocas hacia la liberación y salvación que vienen de Jesús. En él siempre encontrará el espejo diáfano para percibir la bella realidad del amor de Dios. Porque Jesús rezó, abrazó a los pobres, comió con publicanos y pecadores, cenó con sus amigos, se apareció a sus discípulos después de resucitar y les habló con pasión del reino de Dios ya presente (Lc 17,21) y que brillará un día en todo su esplendor, apareciendo como acontecimiento gozoso para toda la humanidad porque, como nos dice él mismo, «ha llegado vuestra liberación», la de todos los que somos sus seguidores (Lc 21,28).

[1] J. P. MEIER , Un Judío Marginal. Nueva visión del Jesús histórico, I: Las raíces del problema y de la persona (Estella: Verbo Divino, 2005), 29. [2] Ibid., 47. [3] Ibid., 48. [4] Ibid., 50. [5] R. AGUIRRE, C. BERNABÉ, C. GIL, Qué se sabe de...Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009), 21. [6] J. P. Meier, op. cit., 34. [7] Este autor, además de los términos «Jesús real» y «Jesús histórico», admite la existencia de otro, a saber, «Jesús terreno» o «Jesús durante su vida en la tierra». Respecto a este último, dice: «La ambigüedad del término “Jesús terreno” estriba en el hecho de que también se puede usar, con diferentes matices, para el Jesús real y el Jesús histórico: estos remiten también a Jesús en la tierra. Y la ambigüedad se agrava todavía más porque, para un teólogo, la simple expresión “Jesús terreno” puede implicar una existencia en el cielo, antes de la encarnación y después de la resurrección. Por esta falta de claridad en el concepto, no emplearé “Jesús terreno” como una categoría principal en este libro». (op. cit., 51). [8] Cf. J. D. G. DUNN, Redescubrir a Jesús de Nazaret. Lo que la investigación sobre el Jesús histórico ha olvidado (Salamanca: Sígueme, 2015), 36-42. [9] Ibid., 122.

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[10] R. FABRIS , Jesús de Nazaret. Historia e Interpretación (Salamanca: Sígueme, 1985), 11-34, ofrece una corta y señera introducción acerca del debate histórico sobre Jesús, bajo los epígrafes siguientes: a) El Jesús de los ilustrados, b) El Jesús de la escuela de Tubinga, c) El Jesús de la «escuela liberal», d) Jesús en la historia de las religiones, e) El Jesús «histórico» en el siglo XX. [11] A. SCHWEIT ZER , Geschichte der Leben Jesu Forschung (Tübingen: Mohr, 19849 ). [12] J. J EREMIAS , The Problem of the Historical Jesus (Phliladelphia: Fortress Press, 1964), 5. [13] Escribió Das Leben Jesu, kritisch bearbeitet (Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1969). Los evangelios, afirma, son relatos míticos, no falsificados, como sostiene Reimarus; libros de fe que no tienen explicación racional, escritos con una mentalidad precientífica. Los relatos evangélicos contienen materiales existentes en el Antiguo Testamento y en la historia de las religiones. El Jesús de la historia es simplemente mitológico. Ese mito representa verdad, pero no se realiza en la historia, sino que solamente se representa en la idea. Conforme a esta argumentación, escasamente interesada en buscar la verdad histórica de los relatos evangélicos, la figura de Jesús sería fácilmente prescindible, abriendo el camino a la negación de su existencia histórica. En su interpretación se aprecia la influencia de F. C. Baur, fundador de la famosa «Escuela de Tubinga». [14] Publicó Die Geschichte des Lebens Jesu mit steter Rücksicht auf die vorhandenen Quellen (Leipzig: Dr. Von Ammon, 1842). [15] Con su obra La Vie de Jésus (Paris: Calmann-Lévy, 1923) [Vida de Jesús (Madrid: Edaf, 1968)] contribuyó a la búsqueda del Jesús histórico desde las posiciones racionalistas de la escuela liberal. Según Renan, la Biblia está sujeta al escrutinio científico y crítico como cualquier libro, y la vida de Jesús ha de ser escrita como la de cualquier personaje histórico. En opinión de este autor, arropada con su lenguaje sentimental y pintoresco, Jesús aparece al comienzo como el bondadoso predicador del reino de Dios en Galilea, hasta convertirse en un revolucionario en sus últimos días en Jerusalén, dispuesto a dar su vida por la causa del reino de Dios, interpretado ahora de forma apocalíptica. [16] A Johannes Weiss se debe la denominación del documento Q. Para este teólogo protestante alemán, el tema central de Jesús de Nazaret es la llegada inminente del reino de Dios. Así puede observarse en su obra Die Predigt Jesu vom Reiche Gottes (Göttingen: Vandenhoeck & Ruprecht, 1964). Él insiste en el enraizamiento del cristianismo en las fuentes judías, alejándolo de interpretaciones provenientes de los cultos mistéricos. [17] El idioma alemán dispone de dos términos sinónimos, uno de raíz latina historisch (históricamente documentado), y otro de raíz germánica geschichtlich (históricamente significativo). En el debate sobre el Jesús histórico, estos términos han servido para distinguir entre el objeto de la ciencia historiográfica moderna historisch- y la historia entendida en un sentido más profundo, en cuanto acontecimiento significativo no solo para el presente, sino también para la posteridad -geschichtlich-. [18] W. WREDE, Das Messiasgeheimnis in den Evangelien. Zugleich ein Beitrag zum Verständnis des Markusevangeliums (Göttingen: Vandenhoeck and Ruprecht, 1901). [19] R. AGUIRRE, C. BERNABÉ, C. GIL, Qué se sabe de...Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009), 27. [20] A. Schweitzer, The Quest of the Historical Jesus: A Critical Study of its Progress from Reimarus to Wrede (Londres: A. & C. Black, 1910), 398. [trad. esp., Investigaciones sobre la vida de Jesús, 2 vols., Edicep, Valencia 1990-2002]. [21] M. DIBELIUS , Die Formgeschichte des Evangeliums (Tübingen: Mohr, 1919). [22] J. J EREMIAS , Abba y el mensaje central del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1981); ID., Las Parábolas de Jesús (Estella: Verbo Divino, 1981); Id., Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009). [23] E. KÄSEMANN, «El problema del Jesús histórico», en Ensayos exegéticos (Salamanca: Sígueme, 1978), 159-189. [24] E. KÄSEMANN, Ensayos exegéticos (Salamanca: Sígueme, 1978), 159. [25] G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret (Salamanca: Sígueme, 2002), 24-25.

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[26] E. SCHILLEBEECKX, Jesús La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 63-64. [27] Ibid., 65. [28] Flavio Josefo nació en Palestina, en el año 37 d.C. Comandó las fuerzas judías en Galilea durante la rebelión contra Roma (66-70). Se rindió a Vespasiano y, posteriormente, fue cliente de la familia imperial Flavia (de ahí, el nombre de Flavio). Tito, hijo de Vespasiano, lo llevó a Roma y lo aposentó en el palacio imperial. En Roma escribió sus obras más conocidas. [29] Los manuscritos del Mar Muerto, hallados en las cuevas de Qumrán en la ribera noroccidental del Mar Muerto, en el año 1947, comprenden rollos y fragmentos escritos entre finales del siglo III a.C. y principios del siglo I d.C. Entre ellos, hay libros del Antiguo Testamento, escritos apócrifos y composiciones de la comunidad judía que habitaba en ese lugar. Entre las composiciones más importantes de la comunidad se encuentran las denominadas QS4, o regla de la comunidad (150-125 a.C.), QSa, que trata de los últimos días, QSb, que contiene bendiciones, QH, una colección de himnos o salmos, QM, una descripción de la guerra final entre las fuerzas del bien y las del mal. [30] Los autores del Jesus Seminar más importantes han quedado consignados en el capítulo IV de este libro, «Contexto de la vida de Jesús», en concreto, en el apartado IV.10 «El ministerio de Jesús». [31] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico, vols. I-IV (Estella: Verbo Divino, 2004-2010). [32] Cf. R. W. FUNK, Honest to Jesus: Jesus for a New Millennium (San Francisco: Harper, 1996), 208, 252, 300. [33] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico I: Las raíces del problema y de la persona (Estella: Verbo Divino, 2005), 26. [34] R. E. BROWN, Introducción al Nuevo Testamento II (Madrid: Trotta, 2002), 1057 [35] Ibid., 1058. [36] En este lugar egipcio, al sur del Cairo, no muy lejos del lugar de un antiguo monasterio cristiano del siglo IV, se descubrieron trece códices coptos, con tratados diferentes, de los cuales unos 40 eran desconocidos anteriormente. Son traducciones de documentos griegos, marcados muchos de ellos por el pensamiento gnóstico. El «Evangelio de Tomás» es una colección de dichos del Jesús viviente, muchos de los cuales tienen claras analogías en la tradición sinóptica. Es un documento sumamente importante para el estudio del Nuevo Testamento, que ofrece un adecuado paralelo de la famosa fuente Q. [37] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico I: Las raíces del problema y de la persona (Estella: Verbo Divino, 2005), 158-159. [38] Ibid., 159. El autor hace notar que esta observación vale solamente con referencia a la búsqueda del Jesús histórico, puesto que estos documentos tienen gran valor para la historia del cristianismo primitivo en el periodo patrístico. [39] Ibid., 160. [40] Ibid., 160. [41] Ibid., 29. [42] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico II/2: Los milagros (Estella: Verbo Divino, 2005), 1113. [43] J. A. FIT ZMYER , Catecismo cristológico. Respuestas del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1998), 16-21. [44] La obra de FLAVIO J OSEFO, Antigüedades de los Judíos (Terrassa: CLIE, 1988), contiene en el libro 18 el famoso fragmento Testimonium Flavianum, que hace referencia a la vida de Jesús. [45] J. A. FIT ZMYER , op. cit., 18.

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[46] E. KÄSEMANN, «Sackgassen im Streit um den historischen Jesus», en Exegetische Versuche und Besinnungen I (1960), 187-214. Citado por J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1995), 27. [47] R. E. BROWN, Introducción al Nuevo Testamento II (Madrid: Trotta, 2002), 1050-1051. [48] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico I: Las raíces del problema y de la persona (Estella: Verbo Divino, 2005), 51. [49] Ibid., 51. [50] Ibid., 57. [51] Ibid., 57. [52] R. E. BROWN, Introducción al Nuevo Testamento II, (Madrid: Trotta, 2002), 1059. [53] J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1995), 27. [54] L. T. J OHNSON, The Real Jesus: The Misguided Quest for the Historical Jesus and the Truth of the Traditional Gospels (San Francisco: HarperCollins, 1996), 121-122. ID., Living Jesus: Learning the Heart of the Gospel (San Francisco: Harper, 2000), 105-108. [55] R. E. BROWN, op. cit., 1059. [56] X. PIKAZA, Iglesia Viva 210 (2002). [57] Estos trazos del Jesús histórico están corroborados no solo en los evangelios, sino también en escritos no cristianos. Pueden comprobarse en: L. T. J OHNSON, The Real Jesus: The Misguided Quest for the Historical Jesus and the Truth of the Traditional Gospels (New York: HarperCollins Publishers, 1971), 121-122. J. A. FIT ZMYER , Catecismo cristológico. Respuestas del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1998), 21-22. [58] Para esta breve reflexión sobre la Iglesia, aparte de los tratados eclesiológicos más conocidos en lengua española, he utilizado escritos de eminentes teólogos y escrituristas que me han servido de inspiración. Entre estos autores, se encuentran R. E. Brown, N. Brox, A. D. Clarke, J. Dunn, P. Ester, D. J. Harrington, J. F. Nelly, G. Lohfink y G. Theissen. A todos ellos, mi sincero reconocimiento. [59] R. FABRIS , Jesús de Nazaret. Historia e interpretación (Salamanca: Sígueme, 1985), 128-135, expone sencillamente el tema de Jesús y sus discípulos, considerando los apartados de a) Los «doce», b) La llamada y c) El seguimiento y la misión. [60] Concilio Vaticano II: Lumen Gentium, c. 1, a. 5.

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CAPÍTULO 2:

Presupuestos de estudio y cuestiones metodológicas

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2.1. Euvagge,lion o buena noticia Sublime y esplendorosa es la manifestación de Dios a la humanidad en la obra de la creación, abierta a la curiosidad, a la admiración y al escudriñamiento de todo ser humano. Portentosa y misteriosa es la revelación de Dios al pueblo de Israel, elegido entre todos para seguir las sendas del Dios verdadero y preparar los caminos al mayor profeta de todos los tiempos. Más milagrosa y novedosa aún es la buena noticia o euvagge,lion que Jesús de Nazaret trae a toda la humanidad. La creación y la elección divina del pueblo de Israel quedan menguadas y ensombrecidas ante la grandeza de una noticia que anuncia la venida del reino de Dios en Jesús de Nazaret, en el que se enmarcan la liberación y salvación de toda la humanidad y la soberanía absoluta de Dios. Este evangelio, es decir, la buena noticia, es el objeto primordial de esta reflexión. Marcos comienza su evangelio con la expresión «el evangelio de Jesucristo Hijo de Dios», presentando el evangelio como «noticia» de la predicación acerca de Jesucristo, cuya novedad radica, más que en el mensaje, en la persona de Jesús de Nazaret (Mc 1,1). En el mismo capítulo, el evangelista habla del «Evangelio de Dios», asociado íntimamente a la desbordante noticia de la llegada del reino de Dios (Mc 1,14). En los restantes capítulos de su libro, Marcos emplea el término «evangelio» en sentido absoluto, significando siempre la buena noticia que representa Jesús de Nazaret (Mc 8,35; 13,10; 14,9). La palabra «evangelio», según Marcos, designa casi siempre la buena noticia que trae Jesús de parte de Dios para compartir con la humanidad. Esa buena noticia se predica (khru,ssw), es el kh,rugma, la predicación de la Iglesia, evidenciando de esta suerte que el evangelio solamente puede ser entendido en el contexto de la misión y que su carácter es universal, destinado a todos los pueblos, sean judíos o gentiles. Así lo entendieron los primeros judeocristianos de Palestina que llevaron el anuncio a Alejandría, a Antioquia y a Damasco. La «buena noticia» surge –antes que en el mundo pagano– en Palestina, entre los judíos de la diáspora, para dirigirse posteriormente a todos los pueblos de la tierra. Obviamente, el kh,rugma de esa extraordinaria noticia abarca toda la persona de Jesús, sus hechos y dichos, especialmente, su pasión, muerte y resurrección. El evangelio es inconcebible sin la asunción de la actividad terrena de Jesús y sin la proclamación de su muerte y su resurrección. De otra forma, la noticia del Nuevo Testamento no se diferenciaría mucho del mundo religioso del Antiguo, quedando desvirtuada la persona de Jesús de Nazaret. 59

Mateo habla del «evangelio del reino», en el que se incluye la actividad de Jesús y la comunicación de la acción graciosa de Dios a todas las gentes (Mt 4,23; 9,35; 24,14). Lucas prescinde del término «evangelio» en su propio evangelio (no así en Hechos, que aparece en dos ocasiones Hech 15,7; 20,24), si bien utiliza con frecuencia el verbo euvaggeli,xomai, «anunciar la buena noticia». El empleo de este verbo, afirma Schillebeeckx, «remite precisamente al contexto original a que pertenece el vocablo, es decir, a un contexto al principio puramente judío, en el que están mutuamente ligados los conceptos de “profeta escatológico” y “llevar la buena noticia a los pobres”» [1] . Y continúa diciendo: «En este contexto tradicional judío es sorprendente que el término “evangelio” se convirtiera en un concepto específicamente cristiano, en la palabra clave del movimiento en torno a Jesús, tan pronto como ese movimiento inició su misión en Palestina (misión entre los judíos, incluidos los de la diáspora) y, más tarde, en su misión a los paganos, donde el término “evangelio” adquirió un nuevo matiz» [2] . La novedad y la fuerza de este concepto vienen determinadas por la persona de Jesús de Nazaret, que trasciende todas las categorías del Antiguo Testamento, incluso las más bellas y liberadoras. Las nociones de «unción», «reino de Dios», «luz del mundo» y «buena nueva» y otras similares adquieren su plenitud en Jesús de Nazaret.

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2.2. Tras la huella de los Evangelios La tarea primordial, fascinante e interminable de los cristianos de todos los tiempos es seguir a Jesús de Nazaret y de esta forma proclamar la buena noticia a todos los pueblos de la tierra, cumpliendo la voluntad salvífica, en obediencia a la voluntad del Padre. Para seguir a Jesús es preciso conocerlo y a él se llega a través de su mensaje – reflejado en palabras, hechos y actitudes– recogido en los evangelios, relatos y testimonios de fe de aquellos que conocieron y experimentaron la presencia de Jesús en la tierra. La aproximación a los evangelios parece extremadamente sencilla. Los siglos de vivencia cristiana y los adelantos técnicos nos han deparado una lectura fácil, repleta de erudición e interpretación, de la buena noticia de Jesús. Pero, en realidad, el proceso para llegar a esta lectura ha sido largo y complejo. Los evangelios son el final de un complejo proceso, que se extiende a lo largo de más de medio siglo, resultado exquisito de la predicación cristiana y de la reflexión teológica de las primeras comunidades cristianas sobre los acontecimientos más significativos de la vida de Jesús, especialmente sus palabras y hechos, muerte y resurrección. Ellos representan, de forma respetuosa y crítica a la par, la reflexión de las primitivas comunidades cristianas sobre el acontecimiento único de Jesús de Nazaret, bajo el prisma de su propia percepción y visión personal. Esta reflexión apasionada de los primeros seguidores de Jesús de Nazaret se cimentó en múltiples tradiciones, unas orales y otras escritas, que cristalizaron en muchos escritos –unos en forma de libro– como lo confirman los evangelios de Lucas (Lc 1,1-2) y Juan (Jn 21,24-25). De estos escritos y libros, unos se han perdido; otros han llegado hasta nosotros de forma fragmentaria y algunos los hemos recibido de manera completa. Es obvio suponer, dadas las formas culturales de la época, que los primeros recuerdos de quienes conocieron a Jesús personalmente u oyeron hablar de él se divulgasen de forma oral y que, solo con el paso del tiempo, se pusieran por escrito. En el complicado proceso de la tradición sobre Jesús –oral y escrita– distinguen los biblistas tres fases, claramente diferenciadas, y que, a la par, interaccionan entre sí. La primera fase, con claro predominio del aspecto oral, se extiende desde el comienzo del ministerio público de Jesús hasta mediados del siglo I, fecha en la que las palabras y

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hechos del galileo comienzan a tomar forma escrita, como parece desprenderse de las cartas de Pablo a los Corintios y a los Tesalonicenses, que refieren tradiciones procedentes del «Señor» de contenidos diferentes (1 Cor 7,10; 9,14; 11,23-26; 1 Tes 4,15). En la segunda fase los recuerdos sobre Jesús coexistieron en forma oral y escrita, si bien los escritos se fueron imponiendo progresivamente, al ser aceptados de forma tan abierta y confiada por las primitivas comunidades cristianas. Esta fase se extiende desde mediados del siglo I hasta finales del siglo II. En la tercera fase, a pesar de que la tradición oral continuó existiendo en las comunidades cristianas, se observa claramente el predominio de los escritos sobre Jesús, cuyo conocimiento se extiende por estas agrupaciones a partir de la segunda mitad del siglo II. Aproximadamente en un periodo de tiempo de un siglo (desde mediados del siglo I a mediados del siglo II) aparece un buen número de escritos sobre Jesús, unos que no han llegado hasta nosotros y otros que han sido atestiguados por manuscritos (la mayor parte procedentes de Egipto) y por escritores eclesiásticos del siglo II. No es mi intención ofrecer un catálogo completo de los libros sobre Jesús. Es conveniente, no obstante, recordar escritos de suma importancia para el conocimiento de Jesús de Nazaret. En esta línea, y dejando constancia de las valiosísimas aportaciones de estos escritos, me atrevo a mencionar algunos de ellos. Existe una composición que suele denominarse de formas diversas, en función del aspecto que se pretenda resaltar, «Documento Q», «Fuente Q» o «Fuente sinóptica de dichos». La sigla «Q», tomada de la primera letra del término alemán Quelle (fuente) suele dar nombre a esta composición, que ha despertado el interés general de los estudiosos de la Biblia por su enorme valor para averiguar el proceso de formación de los evangelios. La reconstrucción de esta fuente –una colección de dichos de Jesús– se efectúa a partir de la coincidencia de los pasajes que los evangelios de Lucas y Mateo tienen en común, aunque solo sea posible llegar a una aproximación de las versiones utilizadas por estos evangelistas. El llamado «Relato de la pasión» (RP) previsiblemente sirvió de fuente a Marcos, a Juan y al evangelio de Pedro. Las características que configuran el relato de la pasión en los evangelios –los sinópticos coinciden sorprendentemente con Juan, el orden de los episodios narrados y la propia cohesión narrativa– sugieren la posibilidad de la existencia de un relato anterior que explicase las coincidencias entre ellos. Otra composición de vital importancia en el proceso de formación de los evangelios es la conocida como «Fuente

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de los signos» o Semeia (Shmei/a) Quelle (SQ), nombre con el que son conocidos los milagros de Jesús en el evangelio de Juan. Esta fuente, bastante compleja tanto literaria como teológicamente, solo está recogida en el cuarto evangelio y, como sucede con el resto de composiciones, es de gran importancia para comprender el proceso de la formación de los libros sobre Jesús. Otros escritos antiguos sobre Jesús, ya más conocidos, enumerados por el número y la importancia de los testimonios sobre ellos, son: los evangelios de Mateo (Mt), de Juan (Jn), de Lucas (Lc), el evangelio de Pedro (EvPe), el de Tomás (EvTom), el evangelio de Marcos (Mc), el evangelio de la infancia de Jesús (InfJes), el protoevangelio de Santiago (PEvSant), el evangelio del papiro Egerton (PEg), el evangelio de la Verdad (EvVer), el evangelio de Judas (EvJud), el evangelio de los Hebreos (EvHebr), el evangelio de los Nazarenos (EvNaz) y el evangelio de los Egipcios (EvEg) [3] . Increíblemente, estos datos fríos y asépticos teóricamente permiten entrever ciertas sugerencias, extremadamente valiosas para conocer la persona de Jesús. Parece evidente que las formas y los temas en que se plasmó la tradición sobre Jesús de Nazaret fueron variados y de índole diversa. La mayor parte de los escritos tienen forma narrativa, centrada en el ministerio público de Jesús. Otros narran la infancia o la pasión de Jesús. Otros refieren dichos, discursos o diálogos del Señor. Por otra parte, se observa fácilmente la procedencia de estos escritos, vinculados unos a determinados grupos judeocristianos y gnósticos y por tanto de carácter más restringido y local, mientras que otros presentan una condición más universal. Últimamente, se observa nítidamente la importancia concedida a la apostolicidad, ya que los escritos mejor atestiguados y más ampliamente difundidos son aquellos que hacen referencia a un apóstol. Estos libros sobre Jesús contienen escritos de índole diversa, tanto en su contenido como en su forma. Nos encontramos en ellos las denominadas colecciones de dichos, en las que se incluyen pequeñas composiciones de dichos, anécdotas, controversias y parábolas de Jesús. Este material, utilizado por las primeras comunidades cristianas para indagar su identidad y formar un estilo de vida, sirvió de gran utilidad para la composición de los evangelios de Mateo y Lucas, elaborados a partir del «Documento Q». Los dichos originaron otra forma de composición muy conocida, los llamados discursos y diálogos. Ambos, discursos y diálogos, utilizan la misma técnica, 63

construyéndose sobre los dichos de Jesús, ampliados mediante mecanismos exegéticos de la tradición hebrea o de la tradición helenística. Encuentran su máxima expresión y elaboración en el evangelio de Juan (Jn 14–16), aunque también existan en Mateo y en Lucas. Junto a estas tradiciones sobre los dichos de Jesús, se desarrollaron otras, referidas a las acciones y a los acontecimientos más importantes de su vida. Son las «colecciones de milagros». Dichas colecciones, desarrolladas ampliamente en la literatura sobre los apóstoles de Jesús, apenas encuentran cabida en los escritos evangélicos, a excepción del evangelio de Marcos que incorpora en sus contenidos tradiciones populares sobre el tema. Una de las tradiciones narrativas más señeras, incorporada a los escritos sobre Jesús, es la que hace referencia a la pasión de Jesús. Amparados en relatos tradicionales distintos, Marcos y Juan utilizan estas tempranas tradiciones del cristianismo naciente relatando escenas de la pasión, desde el prendimiento hasta el sepulcro vacío. La trama narrada por ambos evangelistas es prácticamente idéntica, si bien elaborada conforme a la visión teológica particular de cada uno de ellos (Mc 14–16; Jn 18–19). Finalmente, otra tradición sobre los escritos de Jesús es la que trata de los orígenes de Jesús, conocida como «relatos de la infancia». A diferencia de las anteriores, estas composiciones, que responden a la curiosidad de los cristianos por el nacimiento e infancia de Jesús, son más tardías y de menor importancia. Están recogidas por Mateo y Lucas (Mt 1–2; Lc 1–2) [4] .

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2.3. La recepción de la comunidad eclesial Resulta una obviedad decir que los escritos sobre Jesús se produjeron en las comunidades que, sintiéndose seguidoras de Jesús, pusieron todo su empeño en conocer su vida y encarnar sus enseñanzas. Sin la comunidad de los seguidores de Jesús hubiera sido imposible la escritura de los evangelios. De haberse hecho, habrían sido algo diferente. Escritos en los que se integra la fe en Jesús han de realizarse necesariamente en una comunidad que nace y vive de la fe. La dimensión comunitaria de los escritos evangélicos es innegable y solo desde ella se comprende el auténtico sentido del evangelio de Jesús. Con fórmulas consagradas a partir de la segunda mitad del siglo II, los evangelios llevan la autoría personal de un evangelista: «Evangelio según...», pero son pertenencia de la comunidad y por tanto a ella corresponde pronunciarse sobre la inclusión de los mismos en su seno, lo que equivale a reconocer la autenticidad de su doctrina. Como resultado del conocimiento y vivencia de las primeras comunidades cristianas sobre la persona de Jesús de Nazaret y tras un largo proceso de discernimiento, aparece la distinción entre los llamados escritos canónicos y los que, posteriormente, se definirían como apócrifos. En este proceso se implicaron todas las comunidades eclesiales, ratificando con su autoridad y su vida el valor y la autenticidad de aquellos escritos que, finalmente, serían reconocidos como evangelio de Jesús. Los escritos canónicos son aquellos que fueron considerados normativos por las comunidades cristianas (norma, medida de la fe) y apócrifos, los restantes. La distinción entre escritos canónicos y apócrifos es relativamente tardía, ya que ambos coexistieron durante bastante tiempo, prácticamente hasta el siglo IV, época en que adquirieron el sentido que le atribuimos en la actualidad. A partir de estas fechas, el adjetivo «apócrifo» que originariamente había significado «arcano», «escondido», «oculto», adquiriría el sentido de «falso», «adulterado» «espurio», en contraposición a aquellos libros canónicos que contenían la fe auténtica de las iglesias. El texto canónico, aparte de contener una escritura sagrada, gozaba además de autoridad normativa. Este largo y complejo proceso de formación y definición del canon de los libros sobre Jesús no se efectuó simultáneamente ni de la misma forma en todas las comunidades cristianas. Es cierto que los escritos que hoy conforman los cuatro evangelios habían sido ampliamente reconocidos hacia finales del siglo II y que los 65

grandes concilios de la época constantiniana (siglo IV) confirmaron su carácter normativo, pero algunas iglesias –concretamente, las de Siria– continuaron concediendo más importancia al Diatéssaron (dia. tessa,rwn, genitivo de te,ssarej, hecho de cuatro), la armonía de los evangelios más importante, compuesta por el asceta y apologista Taciano (ca. 160-175) [5] . El largo y escrupuloso proceso de las comunidades cristianas acerca de los escritos sobre Jesús de Nazaret, que finalizó con la aceptación y veneración de los cuatro evangelios que hoy conocemos, fue un hecho de vital importancia eclesial, tanto desde el punto de vista bíblico como desde el dogmático. La memoria de Jesús quedó esclarecida de forma viva y fiable, sirviendo como norma de fe y modelo de vida para cuantos creían en él. Quedaban zanjadas para siempre las diferencias entre lo «normativo» y lo «falso», al tiempo que los «evangelios» (cuatro) se leían en las celebraciones litúrgicas y configuraban con robustez al cristianismo naciente. Pero el pronunciamiento de las comunidades sobre la definición del canon no se produjo caprichosamente. Guiadas por la presencia del Espíritu y críticas con la adaptación del mensaje de Jesús a los tiempos que vivían, utilizaron los criterios más adecuados para distinguir la autenticidad de los escritos que hacían referencia a su maestro. Uno de estos criterios, quizá el más determinante, fue la estrecha vinculación de los escritos sobre Jesús con la tradición apostólica. Necesariamente, los escritos y los apóstoles debían estar íntimamente relacionados, puesto que estos fueron los testigos y los trasmisores del mensaje de Jesús. De hecho, los evangelios más conocidos en el siglo II fueron los relacionados con el nombre de un apóstol y los escritores más antiguos presentan a los autores de los evangelios vinculados a alguno de ellos [6] . Otro criterio de selección de gran fuerza eclesial fue el uso de los textos evangélicos en las celebraciones litúrgicas de las comunidades. La lectura de los textos en las celebraciones confirmaba la validez de los mismos y, de hecho, aquellos más leídos formarían más tarde parte del canon. Se apreciaba así la catolicidad de las primeras comunidades cristianas, que dejaban fuera los escritos más sectarios y de grupos restringidos, mientras aceptaban aquellos de carácter universal. La coincidencia de los contenidos de los escritos con la fe de las comunidades fue otro criterio básico para determinar la canonicidad de los mismos. Es lógico pensar que la 66

fe vivida en las comunidades fuera la norma para determinar la fidelidad de los escritos al espíritu de Jesús. Se trataba de hacer coincidir la fe vivida y la fe expresada, sin el menor atisbo de discrepancias. Los criterios se ceñían escrupulosamente a la concepción de auténtica catolicidad de las comunidades eclesiales. Estas se sentían y se concebían conforme a esa catolicidad y, desde esta perspectiva, es legítimo pensar que ellas fueran quienes determinasen, en última instancia, el valor de los escritos que, como depositarias, les pertenecían [7] . Se llegaba así, hacia finales del siglo II, a una denominación de los libros sobre Jesús, muy familiar entre nosotros, «evangelios», con el sentido de «buena noticia» de Jesús y sobre Jesús. El carácter normativo de esta «buena noticia» queda abierto aún por cierto tiempo. La palabra euvagge,lion con el significado de «buena noticia» formaba parte del lenguaje ordinario de la cultura helenística y de la tradición israelita. Además de esta acepción común, el término se utilizaba en ambas culturas para designar, por un lado, la propaganda imperial, concebida como buena noticia, plasmada en los grandes acontecimientos militares [8] y, por otro, la llegada salvadora de Dios, anunciado como rey del universo [9] . En ambos casos la buena noticia se percibe como anuncio de salvación, que se establece en un nuevo reinado. Muy pronto, los seguidores de Jesús, conocedores de la cultura de su mundo, se apoyaron en ella, dando un significado nuevo a la palabra euvagge,lion, refiriéndose expresamente al mensaje de salvación que ellos proclamaban. Jesús se convirtió en el centro de este mensaje y, mientras las comunidades de la diáspora, más influidas por la mentalidad imperial, interpretaban el evangelio como la buena nueva «sobre Jesús», es decir, centrada en los acontecimientos salvadores de su muerte y resurrección, las de Siria y Palestina lo concebían como la llegada del reino de Dios, anunciada «por Jesús», realización última de las promesas proféticas de Israel. En cualquier caso, la palabra «evangelio» se utilizó preferentemente en referencia a un mensaje, aunque, con el tiempo, pasase a designar también un texto escrito. Los evangelios apócrifos, es decir, los libros «escondidos», «secretos», quedaban excluidos de la condición de escrituras sagradas y del carácter de normatividad, atribuido a los escritos canónicos. Nadie pone en duda la antigüedad de algunos de estos escritos (como el Evangelio de Tomás, el Evangelio de Pedro o el Protoevangelio de Santiago) 67

y su contribución al conocimiento de algunos dichos y hechos de la vida de Jesús. Tampoco puede negarse la proximidad de estos escritos a ciertas formas de piedad cristiana, pese a la desviación en cuestiones doctrinales, o incluso sus contribuciones a la teología, al arte y a la liturgia. Pese a que dichos escritos hayan surgido de la tradición enraizada en el ministerio de Jesús de Nazaret y que algunos detalles referidos puedan ser considerados históricos, sus construcciones son básicamente imaginativas y sus aportaciones sobre Jesús de Nazaret resultan realmente de escaso valor [10] .

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2.4. Los cuatro evangelios A partir de la segunda mitad del siglo II, los evangelios o «buena noticia» de Jesús y sobre Jesús comenzaron a ser titulados de tal forma que reflejan el sentido auténtico del término evangelio. Los evangelios se denominaron «Evangelio según Marcos», «según Mateo» etc., resaltando la convicción de que el mensaje es idéntico, pese a que la autoría se atribuya a diferentes personas. Hay un único Evangelio –el de Jesús– con cuatro versiones diferentes. Se confirmaba, al tiempo, la autoridad y veneración de estos escritos y la autenticidad del contenido de la salvación de Jesús de Nazaret. Escritura y autoridad quedaban engarzadas de forma indisoluble. Los cuatro libros canónicos sobre Jesús presentan diferencias y semejanzas entre ellos. La diferencia más notable es la que existe entre los tres evangelios llamados «sinópticos» y el evangelio de Juan. Los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) son muy parecidos en las formas que utilizan al referir dichos, parábolas, milagros, etc., de Jesús de las diversas tradiciones que reciben. Por esta razón se les denomina «evangelios sinópticos» (de «sinopsis», palabra griega que significa «visión de conjunto»), cuya lectura puede abarcarse con una sola mirada. Desde el punto de vista formal, presentan un carácter narrativo, son auténticos relatos, dih,ghsij, que cuentan la actividad pública de Jesús, comenzando con la predicación de Juan Bautista y terminando con el relato de la pasión, al que se concede una importancia excepcional. Felipe Fernández Ramos resume estas ideas de la forma siguiente: «Los tres (sinópticos) nos ofrecen el mismo esquema: actuación ininterrumpida de Jesús en Galilea; solo después de haber terminado la actividad en Galilea se nos cuenta su ministerio en Jerusalén. El contenido y el orden de la materia sinóptica es el siguiente: el Bautista, bautismo de Jesús, tentaciones, vida pública, Galilea-viaje a Jerusalén, muerte y resurrección» [11] . Con todo, los «sinópticos» también presentan notables diferencias entre sí, siendo las más significativas las existentes entre Marcos, por un lado, y Mateo y Lucas, por otro. En el evangelio de Marcos, el más antiguo de ellos, no se encuentran muchas de las enseñanzas recogidas en Mateo y Lucas, así como los relatos de la infancia de Jesús o de las apariciones del resucitado. Pero las diferencias más importantes aparecen cuando se comparan los tres sinópticos con el evangelio de Juan, tanto en contenidos como en forma literaria. En Juan abundan, sobre todo, los diálogos y los grandes discursos de Jesús y la importancia de la 69

fe, al tiempo que desaparecen los temas centrales de su predicación (el reino de Dios), se ofrecen versiones distintas de acontecimientos idénticos y se sitúan en escenarios diferentes los mismos relatos. (Mc 1,16-20 par y Jn 1,35-50; Mc 11,15-17 par. y Jn 2,14-16) [12] .

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2.5. El desarrollo de la tradición del Evangelio de Jesús En el proceso de formación de los escritos sobre Jesús han podido apreciarse de forma palmaria la centralidad de la persona de Jesús, la fidelidad de las comunidades cristianas, manifestada tanto en sus creencias como en su estilo de vida y la acción del Espíritu, que vela por estas comunidades, inspirándoles las formas de permanencia hasta el final de los tiempos. Jesús es el único evangelio que, venido de Dios, revela a los hombres el gran misterio de la salvación. Antes de que Jesús tomase carne y viviese entre nosotros, antes de que su ministerio profético se realizase en tierras de Palestina y, por supuesto, antes de que existiesen las tradiciones orales y escritas sobre él, el evangelio de la salvación se encontraba prefigurado en los escritos del Antiguo Testamento. Si la salvación de Dios a los hombres es única, los escritos antiguos sobre Jesús han de confluir con los nuevos, aunque estos revistan un carácter de radical innovación. Esta es la razón de que los textos del Antiguo Testamento fueran tan minuciosamente examinados por las primeras comunidades cristianas, que percibieron el pasado del pueblo de Dios como anuncio de los nuevos tiempos. Dios no podía contradecirse a sí mismo, modificando su designio sobre la humanidad. La dinámica entre el Antiguo y el Nuevo Testamento es transferible a la acción de las primeras comunidades cristianas en busca del mensaje de Jesús de Nazaret. Los evangelios son la bella concreción de la fe y esperanza de las comunidades cristianas. Su fe indagó tradiciones orales de tiempos antiguos y plasmó de formas diversas sus vivencias en textos literarios. Hay testimonios múltiples, correspondientes a comunidades cristianas diferentes, que profesaban idéntica fe en el Señor Jesús. El Espíritu vela por la permanencia en la fe de estas comunidades a lo largo de los tiempos. La tradición no es historia muerta ni mero recuerdo del pasado; es, más bien, vivencia continuada de la siempre nueva noticia de la salvación. Por esta razón, el tiempo presente se convierte en tradición viva, sin confrontaciones estériles con el pasado y reclama, con la enorme potencialidad de lo nuevo, toda su fuerza. Conforme a las enseñanzas de los documentos de la Iglesia, el desarrollo de la tradición del evangelio de Jesús ha experimentado tres fases, nítidamente diferenciadas: las palabras y los hechos de Jesús durante su ministerio público, la predicación de los apóstoles después de la resurrección y la composición escrita de los evangelios. 71

El Concilio Vaticano II, integrando sabiamente las Escrituras de ambos Testamentos, afirma de manera sencilla y magistral, en la Constitución sobre la divina revelación: «Dios quiso que lo que había revelado para la salvación de todos los pueblos, se conservara íntegro y fuera transmitido a todas las edades. Por eso Cristo nuestro Señor, plenitud de la revelación (cf. 2 Cor 1,20 y 3,16–4,6), mandó a los Apóstoles predicar a todo el mundo el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos; el Evangelio prometido por los profetas, que él mismo cumplió y promulgó con su boca. Este mandato se cumplió fielmente, pues los Apóstoles con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó; además, los mismos Apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo» [13] . En el año 1964, una Instrucción sobre la verdad histórica de los evangelios de la Pontificia Comisión Bíblica se pronunciaba de la siguiente forma: «El exegeta, para afirmar el fundamento de cuanto los evangelios nos refieren, atienda con diligencia a los tres momentos que atravesaron la vida y las doctrinas de Cristo antes de llegar hasta nosotros. Cristo escogió a los discípulos, que lo siguieron desde el comienzo, vieron sus obras, oyeron sus palabras y pudieron así ser testigos de su vida y de su enseñanza. El Señor, al exponer de viva voz su doctrina, siguió las normas del pensamiento y expresión entonces en uso, adaptándose a la mentalidad de sus oyentes, haciendo que cuanto les enseñaba se grabara firmemente en su mente, pudiera ser retenido con facilidad por los discípulos... Los apóstoles anunciaron ante todo la muerte y la resurrección del Señor; dando testimonio de Cristo y, exponían fielmente su vida, repetían sus palabras, teniendo presente en su predicación las exigencias de los diversos oyentes... Esta instrucción primitiva, hecha primero oralmente y luego puesta por escrito –de hecho, muchos se dedicaron a “ordenar la narración de los hechos” que se referían a Jesús–, los autores sagrados la consignaron en los cuatro evangelios para bien de la Iglesia, con un método correspondiente al fin que cada uno se proponía. Escogieron algunas cosas; otras las sintetizaron; desarrollaron algunos elementos mirando la situación de cada una de las iglesias, buscando por todos los medios que los lectores conocieran el fundamento de cuanto se les enseñaba» [14] .

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En el año 1984, otro documento de la Pontificia Comisión Bíblica sobre Sagrada Escritura y cristología expresaba la misma idea bajo estos términos: «Las tradiciones evangélicas se reunieron y pusieron poco a poco por escrito bajo esta luz pascual hasta recibir, finalmente, su forma estable en cuatro libros. Estos contienen no solo “lo que Jesús comenzó a hacer y enseñar” (Hch 1,1), sino que ofrecen también sus interpretaciones teológicas. En ellos hay que buscar por tanto la cristología de cada evangelista. Esto vale especialmente para san Juan, que en época de los Padres recibirá el sobrenombre de “teólogo”. Igualmente, los demás autores cuyos escritos se conservan en el Nuevo Testamento interpretaron de formas diversas los hechos y palabras de Jesús, y mucho más su muerte y resurrección» [15] . Veamos con más detalle estas tres fases, descritas por el magisterio eclesial: a) Las palabras y los hechos de Jesús Se incluyen en este apartado las palabras, frases, sentencias, parábolas y relatos de la vida de Jesús, recogidos por los evangelistas de distintas e independientes tradiciones, antes de ser consignados por escrito y atribuirles un determinado contexto histórico. Estas palabras responden, unas veces, a la dimensión profética de Jesús que, al estilo de los profetas del Antiguo Testamento, anuncia la venida del reino de Dios, la hora de la salvación para todos los pueblos (Mc 1,15); en otras ocasiones, revelan la conciencia mesiánica de Jesús y la relación con el Padre (Mt 11,27); a veces, aparecen en el contexto de discusiones entre Jesús y sus adversarios sobre las tradiciones de los fariseos y la ley de Dios (Mt 5,21ss; Mc 7). En otros momentos, las palabras de Jesús refieren situaciones normales de la vida ante las que se reflexiona con inusitada sabiduría (Mt 6,25-7,29). Las parábolas también pertenecen a sus palabras y, aunque en buena medida hayan sido reformuladas, constituyen el recurso didáctico más utilizado por Jesús para enseñar a sus discípulos. El relato de la pasión merece especial consideración por su carácter histórico, su unidad y la fidelidad en la tradición. A todo esto hay que añadir la palabra abbâ’, la oración del Señor, las formas de las bienaventuranzas y algunas expresiones referidas al núcleo del mensaje de Jesús. Los hechos de Jesús hacen referencia expresa a las curaciones y milagros que efectuó a lo largo de su ministerio público. Nadie pone en duda el poder de Jesús sobre el mal, pero su actuación en la curación de «posesos» y otras acciones a las que se atribuye 73

el carácter de milagrosas, deben enmarcarse en la perspectiva misericordiosa de Jesús hacia los más necesitados. En realidad, él es el «Santo de Dios» y «el Hijo de Dios», reconocido por los espíritus impuros (Mc 1,24; 3,11), y no un taumaturgo cualquiera. Evidente y lamentablemente, muchas palabras y hechos de Jesús se han perdido definitivamente para la historia, especialmente aquellos que hacen referencia a su vida anterior al ministerio profético en Galilea. No en vano, el vacío histórico de este periodo es conocido tradicionalmente como la «vida oculta» de Jesús. b) La predicación apostólica La predicación cristiana comienza con el kh,rugma (proclamación, anuncio) de la resurrección de Jesús. Discípulos y Apóstoles de Jesús proclaman los dichos y los hechos de su maestro, los interpretan conforme a las necesidades de sus oyentes y los predican con formas literarias sacadas de las Escrituras. Este proceso en la predicación apostólica queda perfectamente reflejado en la Instrucción de la Pontificia Comisión Bíblica, que dice así: «No se puede negar, sin embargo, que los apóstoles presentaron a sus oyentes los auténticos dichos de Cristo y los acontecimientos de su vida con aquella más plena inteligencia que gozaron a continuación de los acontecimientos gloriosos de Cristo y por la iluminación del Espíritu de verdad. De aquí se deduce que, como el mismo Cristo después de su resurrección les interpretaba tanto las palabras del Antiguo Testamento como las suyas propias, de esta forma ellos explicaron sus hechos y palabras de acuerdo con las exigencias de sus oyentes. “Asiduos en el ministerio de la palabra”, predicaron con formas de expresión adaptadas a su fin específico y a la mentalidad de sus oyentes, pues eran “deudores de griegos y bárbaros, sabios e ignorantes”. Se pueden, pues, distinguir en la predicación que tenía por tema a Cristo: catequesis, narraciones, testimonios, himnos, doxologías, oraciones y otras formas literarias semejantes que aparecen en la Sagrada Escritura y que estaban en uso entre los hombres de aquel tiempo» [16] . En esta predicación se encuentran primordialmente el kh,rugma pascual, es decir, la resurrección de Jesús, que ha de convertirse en una vida nueva en Cristo para cuantos se consideren seguidores suyos, y las narraciones pascuales acerca de la tumba vacía y de las apariciones del resucitado a sus discípulos. También aparecen los relatos acerca de 74

Jesús (su bautismo, la elección de los doce, etc.) y sus dichos, así como las parábolas y las narraciones de milagros. Se utilizan, además, fórmulas litúrgicas e himnos, ambos empleados por las primitivas comunidades cristianas (Mt 26,26-29; Mc 12,22-25; Lc 22,17-19). Finalmente, se proclaman los títulos cristológicos, que los cristianos de los comienzos atribuían a Jesús, como Mesías, Hijo de David, Hijo del hombre, Hijo de Dios y Señor, entre otros. La riqueza y vitalidad de las primeras comunidades cristianas son fácilmente observables. Ellas proclamaron su fe en Jesús como Señor en variedad de formas, al tiempo que celebraron la acción de gracias en la cena de Jesús, memorial hasta que él vuelva. Los evangelistas plasmarían por escrito toda esa tradición. c) La composición escrita de los evangelios Los evangelistas pusieron por escrito lo que recibieron de múltiples tradiciones, orales y escritas, de las comunidades que fueron atraídas por el mensaje de Jesús de Nazaret. Recogieron y seleccionaron el abundante material que llegó a sus manos, lo estructuraron y, conforme a sus capacidades y elaboraciones propias y las necesidades de las comunidades a las que se dirigieron, escribieron los evangelios que hoy conocemos. Todos vivieron contextos culturales diferentes, tuvieron diferentes perspectivas, escribieron de forma distinta, aunque persiguiesen los mismos objetivos: proclamar el Evangelio de Jesús. Es obvio que los evangelistas están interesados en la vida de Jesús, pero sus escritos no son crónicas fiables de su existencia terrena y, menos aún, relatos apologéticos de su fama y milagros. Tampoco tienen un carácter biográfico, ni se ajustan a normas históricas o exigencias geográficas y temporales, pese a que no desdeñen el interés por datos de esta naturaleza. Sus escritos se enmarcan en un género literario nuevo, que se centra en la fe en Jesús y se anuncia al mundo entero. Marcos, discípulo de Pedro, es el autor del segundo evangelio, tal como lo atestiguan abundantes testimonios de la tradición cristiana. La relación de Marcos con Pedro parece iniciarse ya en Jerusalén (Hech 12,12) y se constata cuando es mencionado junto a él y llamado «Marcos, mi hijo», o sea, discípulo queridísimo (1 Pe 5,13). Aparece también con Pablo y Bernabé en Antioquía (Hech 12,25) y solo con Pablo en Roma (Col 4,10; 2 Tim 4,11). 75

Acerca del lugar donde se escribió este evangelio, existen discrepancias entre los biblistas: unos lo sitúan en Roma y otros, en Palestina o Siria. En cuanto al tiempo, es indudable que este es el primero de los evangelios sinópticos, ya que Mateo y Lucas dependen de él en sus contenidos, y fue compuesto con anterioridad al año 70, puesto que no existen en él referencias a la destrucción de la ciudad de Jerusalén. Los destinatarios del libro son cristianos procedentes del mundo gentil, tal como parecen confirmar los frecuentes latinismos y la traducción de términos aramaicos. La comunidad a la que Marcos se dirige afrontó indudablemente la violencia y la persecución, situada en un contexto de confrontación y hostilidad ambiental. El evangelio quiere presentar a Jesús como el Cristo, Hijo de Dios. Estructurado claramente en dos partes casi iguales, la primera de ellas, que muestra en un clima secreto el mesianismo de Jesús, culmina con la confesión de Pedro (Mc 8,29), a partir de la cual el «Hijo del hombre» (Mc 14,62) aparecerá con toda gloria y esplendor, es decir, como Hijo de Dios (Mc 15,39). Mateo es el autor del evangelio que lleva su nombre, según testimonios múltiples y unánimes de la tradición. Es el apóstol llamado por Jesús cuando estaba sentado en su despacho de recaudador (Mt 9,9) y muy bien pudo haber sido un escriba judeo-cristiano que, como dice el evangelio, «saca de sus provisiones cosas nuevas y antiguas» (Mt 13,52). El evangelio fue escrito probablemente después de la ruptura entre los cristianos judíos y el grupo de los fariseos, dominante en el judaísmo, tras el impulso dado a su religión en Yamnia, alrededor del año 80 [17] . Los destinatarios son claramente cristianos procedentes del judaísmo, como aparece en las continuas expresiones de sabor semítico, en las abundantes referencias a costumbres judías y en las múltiples alusiones al Antiguo Testamento. El plan trazado en el evangelio es una llamada de Jesús al pueblo judío, la repulsa de este pueblo elegido y la apertura a todas las gentes. Jesús es el nuevo Moisés, que enseña y confirma con sus obras el poder de su palabra. El rechazo de Israel a Jesús conduce a la fundación de la Iglesia, abierta a todos los pueblos. Jesús permanecerá en medio de ella hasta el fin del mundo. El tercer evangelio se atribuye a Lucas, médico, converso al judaísmo antes de la conversión al cristianismo. Parece ser que fue un cristiano gentil, de la tradición de 76

Antioquía, cuyos escritos evidencian la simpatía por los pueblos de la gentilidad y la apertura hacia ellos. No resulta fácil determinar con precisión la composición de este evangelio. Es, indudablemente, posterior al evangelio de Marcos por la dependencia que muestra de él. Lucas estuvo familiarizado con la traducción de los LXX, con el resto de los evangelios sinópticos y fue el que mejor utilizó la lengua griega. La estructura del evangelio se ajusta a la propia de los sinópticos, con la peculiaridad de que toda la actividad de Jesús está orientada hacia Jerusalén. Jesús, además de ser el profeta por excelencia, es el Señor y Salvador del universo. Entre los temas, esmeradamente tratados por el evangelista, figuran la bondad de Dios, las exigencias en el seguimiento de Jesús y la acción del Espíritu que actúa fundamentalmente en la persona de Jesús de Nazaret. El evangelio de Juan representa, teológica y simbólicamente, un mundo distinto al de los evangelios sinópticos, más rico y más completo. Este evangelio, aunque comparta algunas tradiciones comunes con los sinópticos, se fundamenta principalmente en la tradición del «discípulo amado», en un principio tal vez discípulo de Juan Bautista y posteriormente, seguidor de Jesús. El «discípulo amado» no perteneció al grupo de los Doce y en consecuencia no fue el hijo del Zebedeo. El evangelio en sí mismo es obra de un discípulo de la comunidad joánica y la conclusión del final puede ser atribuida a un redactor que aportó nuevos materiales (Jn 20,30-31). La composición del cuarto evangelio es, indudablemente, posterior a la de todos los sinópticos y habría que situarla hacia finales del siglo I, entre los años 90 y 100. Este evangelio difiere de los sinópticos en los datos cronológicos, en las referencias de lugares y, sobre todo, en el contenido teológico. El evangelio presenta una gran originalidad en sus discursos, desarrollados en forma de diálogo o en compacta unidad temática, siendo el más extenso y significativo el de la última cena. Jesús es la luz, acogida por unos y rechazada por otros, y la revelación de su mesianismo y divinidad exige una respuesta de fe y adhesión a él, que conducirá a una participación de su propia vida. Esta vida del nuevo pueblo de Dios comienza con el nacimiento del bautismo (Jn 3,5) y se preserva mediante la eucaristía (Jn 6,35).

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2.6. Reconocer al Jesús histórico Las diversas tradiciones orales de las comunidades primitivas sobre Jesús de Nazaret, la labor redaccional de los evangelistas y la distancia temporal entre estos hechos y el mundo actual están indicando la dificultad de acceso a los orígenes de Jesús. Es cierto, como dice E. Schillebeeckx, que «la identificación absoluta del Jesús terreno con el Cristo proclamado por las comunidades cristianas es un presupuesto fundamental en todas las tradiciones precanónicas y neotestamentarias del cristianismo primitivo» [18] . Pero no es menos indiscutible la legitimidad de la búsqueda del Jesús histórico, escondido entre la riqueza y variedad de las primeras tradiciones orales de la comunidad eclesial y las manifestaciones de fe en el Resucitado, presentes fehacientemente en los evangelios canónicos. La teología y la historia no deben ser ciencias excluyentes, sino complementarias. La búsqueda no es fácil. El teólogo se mueve entre un mundo de esperanza e ilusión, anhelando ver la realidad de Jesús en todas las manifestaciones tradicionales bien orales o escritas, y unas normas rígidas, impuestas por criterios científicos de historicidad. Para pesar de muchos, no todo lo razonable en los relatos evangélicos goza del carácter de historicidad, ni la certeza que podamos alcanzar con los métodos históricos modernos es siempre absoluta. La búsqueda del Jesús histórico está condicionada por la utilización de criterios de historicidad, unos más fiables que otros. Pero, en cualquier caso, es necesario tener presente que la realidad histórica de Jesús se enmarca en la religiosidad del judaísmo palestino del siglo I. Son loables y meritorios los esfuerzos de ciertos estudiosos de la Escritura que se aproximan a la figura histórica de Jesús utilizando criterios antropológicos y culturales, con un alto grado de desconsideración a su dimensión religiosa. Pero es imposible ignorar que Jesús forma parte de la historia de Israel, que su mundo pertenece al de las Escrituras hebreas y que toda su vida, desde su bautismo por Juan hasta su muerte y resurrección, está ubicada en un contexto de fuerte religiosidad. Los criterios de los biblistas para asegurarnos el camino hacia las palabras y los hechos de Jesús de Nazaret se han ido configurando a lo largo de los últimos años. Varían en cuanto al número e importancia, según la opinión de los autores. Conformándome a un investigador bíblico de prestigio universal [19] , enumero los criterios que pueden ayudarnos en la búsqueda del Jesús histórico. Son los siguientes: 78

a) Criterio de dificultad El criterio de «dificultad» o de «contradicción» supone que los dichos o hechos de Jesús que hubieran causado extrañeza o complicaciones a las comunidades primitivas no habrían sido consignados en los evangelios. Resultaría chocante que las comunidades cristianas de los comienzos hubieran creado un material que pudiera ser utilizado por sus adversarios religiosos en contra de sus intereses. Así sucedería, por ejemplo, en el relato del bautismo de Jesús, sometido a un bautismo destinado a pecadores (Mc 1,4-11), y en la afirmación, según la cual solo el Padre (y no el Hijo) conoce la hora exacta del juicio final (Mc 13,32). Este criterio que, como dice Meier, «tiene para el historiador una importancia que va mucho más allá de los datos aislados que ese criterio puede ayudar a verificar» [20] , no está exento de limitaciones. Es lógico suponer, por una parte, que los casos escabrosos para la comunidad cristiana no abunden en los evangelios y, por otra, que no todo lo «difícil» para nuestra mentalidad se corresponde con las categorías de los comienzos del cristianismo. b) Criterio de discontinuidad Este criterio, llamado también de disimilitud y de originalidad, se fija en las palabras y hechos de Jesús que no concuerdan con las prácticas del judaísmo de la época, ni corresponden a la mentalidad de las comunidades primitivas. Se presupone aquí que cualquier expresión o acción, contraria al judaísmo y a la Iglesia primitiva, ha de ser considerada auténtica con toda probabilidad. Suelen aportarse como ejemplos la prohibición de todo juramento por Jesús (Mt 5,34-37), el rechazo del ayuno de los discípulos de Jesús (Mc 2,18-22 par) y la prohibición del divorcio (Mc 10,2-12 par). Este criterio, aunque útil, implica también, a juicio de Meier, algunas limitaciones. El investigador debe ser consciente de su modestia en su labor de redescubrir el ambiente religioso de Palestina en el siglo I. Además, no se puede divorciar la persona de Jesús del judaísmo de la época ni de la comunidad cristiana primitiva, a no ser arriesgando la auténtica dimensión del ministerio profético de Jesús. Finalmente, el concepto de «unicidad» (valorado siempre bajo el criterio de la discontinuidad) indica que Jesús no

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pudo dejar de sentirse influido por la historia de su pueblo. Sería más apropiado hablar de lo «característico» o «insólito» en las formas de actuación de Jesús [21] . c) Criterio de testimonio múltiple Este criterio (llamado también de «referencias cruzadas» o de «sección transversal») se basa en los dichos y hechos de Jesús que están atestiguados en diversas fuentes literarias independientes y aparecen en diferentes formas o géneros literarios. Se considera que los testimonios sobre Jesús que cumplan estas condiciones son auténticos con un alto grado de probabilidad. Esto sucede con la predicación de Jesús acerca del reino de Dios (o reino de los cielos), formulada en diversos géneros literarios (parábolas, bienaventuranzas, relatos de milagros, etc.) y presente en múltiples fuentes literarias independientes, como el documento Q, los evangelios sinópticos y Juan. Otro tanto puede afirmarse del discurso de Jesús sobre la destrucción del templo de Jerusalén (Mc 13,2; 14,58; Jn 2,14-22), de las palabras sobre el pan y el vino en la última cena (Mc 14,22-35; Jn 6,51-58) y de la prohibición del divorcio (Mc 10,11-12; Lc 16,18). Este criterio, aunque sea altamente fiable, no es, en modo alguno, infalible. Y, por supuesto, no excluye que un solo hecho o dicho de Jesús, testimoniado en una sola fuente, pueda ser considerado auténtico. Este es el caso de la invocación aramea por Jesús abbâ’ (el Padre), que aparece solo una vez en Marcos (Mc 14,36) [22] y la «posibilidad histórica de que Jesús fuera, al principio, discípulo de Juan y, como tal, también bautizara» (Jn 3,22) [23] . d) Criterio de coherencia Este criterio, llamado también criterio de coherencia o de conformidad, solo puede aplicarse una vez que, mediante los criterios anteriormente citados, se haya establecido un material histórico acerca de Jesús y, por coherencia, otros hechos y dichos relativos a su persona encajen de tal modo en ellos que puedan ser considerados probablemente históricos. Este sería el caso, por ejemplo, de los dichos de Jesús acerca de la llegada del reino de Dios o de las disputas con sus enemigos sobre la ley de Moisés.

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Es un criterio de carácter claramente complementario y no debe utilizarse de forma negativa, declarando no auténticos hechos o dichos de Jesús por no ser congruentes con otros probados como tales. No deben olvidarse, en este sentido, las diferencias tan radicales entre el pensamiento semítico y la filosofía occidental. Por eso, resulta un contrasentido contraponer el carácter escatológico del mensaje de Jesús de Nazaret y su dimensión sapiencial [24] . e) Criterio de rechazo y ejecución Este criterio, a diferencia de los anteriores, no puede aprobar o desmentir por sí mismo la autenticidad de ningún hecho o dicho de Jesús. Se enfoca particularmente al hecho histórico incuestionable del final violento de Jesús y se pregunta por las razones que condujeron al mismo. J. P. Meier escribe así a este respecto: «El Jesús histórico amenazó, molestó, irritó a mucha gente: desde los intérpretes de la ley hasta la aristocracia sacerdotal, pasando por el prefecto romano, que finalmente lo procesó y crucificó. Este énfasis en el violento final de Jesús no es simplemente una perspectiva impuesta a los datos por la teología cristiana. Para autores no cristianos, como Josefo, Tácito y Luciano de Samosata, una de las cosas más llamativas en torno a Jesús fue su crucifixión o ejecución por Roma. Un Jesús, cuyas palabras y hechos no encontraran rechazo, sobre todo entre los poderosos, no es el Jesús histórico» [25] . Además de los criterios referidos, existen otros, llamados por Meier «secundarios» (o dudosos) [26] y por Schillebeeckx, «utilizados, pero no válidos» [27] , entre los que se incluyen: f) Criterio de huellas del arameo Este criterio pretende aceptar como auténticas aquellas expresiones de Jesús que se atengan a vestigios lingüísticos del arameo, ya sea en su vocabulario, en su gramática y sintaxis, o en su ritmo y rima. Quien popularizó este criterio fue Joachim Jeremias, apoyado en los estudios filológicos arameos de sobresalientes escrituristas del siglo XX. A propósito de esta cuestión, escribe: «Hay que afirmar sin rodeos que la manera en que hoy día se utiliza el “criterio de desemejanza” como una especie de shibboleth o “santo y seña”, contiene una grave fuente de error. Mengua y deforma el hecho histórico porque

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desatiende una realidad: la continuidad entre Jesús y el judaísmo. Por eso, será muy importante que, además del método comparativo, tengamos otra ayuda para investigar la tradición prepascual. Y esta ayuda será un examen del lenguaje y del estilo» [28] . A tal fin dedica este destacado exegeta alemán el estudio de la base aramaica de los «logia» de Jesús en los sinópticos, las maneras de hablar preferidas por Jesús y las características de la ipsissima vox [29] . La validez de este criterio está seriamente cuestionada en la actualidad y no sin razones. Todo hace suponer que, si buena parte de los primeros cristianos eran judíos palestinos de lengua aramea, ellos mismos pudieron recrear palabras en esa lengua, sin que necesariamente podamos atribuirlas al propio Jesús. Por otra parte, los semitismos que se hallan en los textos griegos pueden pertenecer al dominio de la gente común o al intento de los escritores cristianos de lengua griega por imitar la lengua de los LXX y no al vocabulario utilizado por Jesús. g) Criterio del ambiente palestino Este criterio es similar y complementario del anterior. Pretende afirmar que aquellos dichos y hechos de Jesús, que correspondan a prácticas religiosas, sociales y culturales de la Palestina del siglo I, tienen un alto grado de probabilidad de ser auténticos y al revés. El criterio es muy dudoso, puesto que las diferencias entre la Palestina de la época de Jesús y la de los tiempos de los primeros judíos cristianos apenas son apreciables. En todo caso, la aplicación negativa de este criterio resulta más fiable, es decir, cualquier dicho que refleje situaciones existentes fuera de Palestina o con posterioridad a la muerte de Jesús ha de considerarse con toda probabilidad creación pospascual. h) Otros criterios varios Aparte de los dos últimos criterios, existen otros de escasa fiabilidad. Entre ellos se encuentran los relativos a la tendencia evolutiva de la tradición sinóptica, a la viveza de la narración, a la presunción de historicidad y a las expresiones y fórmulas de carácter singular. Resulta imposible trazar leyes que rijan la tradición sinóptica. Tampoco pueden considerarse históricos hechos o dichos de Jesús por estar relatados de forma viva y 82

detallada. La crítica actual presupone que la prueba de historicidad recaiga en quien pretenda probar algo y no aceptar la presunción de historicidad. Los dichos que emplean fórmulas como: «en verdad, en verdad os digo» o «pero yo os digo» no gozan necesariamente de autenticidad. De hecho, estas fórmulas son muy frecuentes en los escritos apocalípticos judeo-helenísticos. Asimismo, aunque la palabra aba abbâ’ saliera de la boca de Jesús, no puede concluirse que las expresiones que contienen esta palabra sean necesariamente auténticas. Ninguno de los criterios examinados, incluso los llamados primarios, carece de limitaciones y dificultades. Todos ellos pueden conducir a un alto grado de probabilidad en la búsqueda del Jesús histórico, pero nunca proporcionarán la certeza absoluta. En esto, como en otras cuestiones de la vida, nos guiamos más por convicciones morales que por verdades apodícticas, sin que ello destruya la realidad y la evidencia de nuestra existencia. Los escritos de los evangelios sobre Jesús se fundamentan en el Jesús de la historia. El mundo de la modernidad y posmodernidad ha dejado atrás concepciones sobre la Biblia que, aparte de proveer la narrativa de la fe cristiana, se suponían la norma absoluta de la visión del mundo. La ciencia y el conocimiento crítico de la historia han dejado desfasados ciertos modos de pensamiento que contraponían la verdad de la Biblia y el saber científico. En nuestros días, aparece claro que la fe no se hará inteligible sin el reconocimiento de la ciencia, una forma de expresar la clásica complementariedad de la fe y la razón [30] . Y, en consecuencia, solo a través de la historia podemos llegar a Jesús y el Cristo de la fe no puede ser disociado del Jesús de la historia.

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2.7. La Iglesia católica y la investigación de la Biblia La Biblia siempre ha sido para el cristiano la palabra de Dios, que encierra un relato de salvación a la humanidad, manifestada en la persona de Jesús de Nazaret, singularmente en su pasión, muerte y resurrección. Es más, este relato bíblico funcionó durante muchos siglos como arquetipo de interpretación en la visión del mundo, tanto desde el punto de vista espiritual como material. Los creyentes se sintieron obligados a seguir una interpretación bíblica precientífica, si deseaban seguir perteneciendo a la comunidad eclesial. Si nos atenemos a los comentarios sobre la crítica moderna del Nuevo Testamento en el Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo [31] , es obligado reconocer que algunos escritores de la antigüedad se aproximaron a la Biblia con visión crítica. Así, el hereje Marción (ca. 150), en consonancia con su concepción sobre Dios, rechazó el judaísmo y el Antiguo Testamento, a la par que redujo el texto evangélico. Taciano (ca. 175) intentó armonizar en su famoso Diatessaron los cuatro evangelios, reconociendo sus diferencias cronológicas y de contenidos. Orígenes (ca. 185-254) se significó por su Hexapla, considerado el primer intento de crítica textual del Antiguo Testamento, y por la interpretación alegórica de la Sagrada Escritura. Agustín (354-430) reconoció en De consenso evangelistarum que las narraciones evangélicas y el orden que mantienen no reflejan un estricto sentido histórico. Sus reflexiones bíblicas fueron el fundamento durante siglos en la interpretación de las diferencias sinópticas. A pesar de estas notables excepciones, la orientación crítica no llegó a los estudios bíblicos hasta el siglo XVII. La revolución científica del siglo XVII y la Ilustración del siglo XVIII, es decir, la verificación empírica y el racionalismo, condujeron al surgimiento del método científico que, aplicado a la historia, concretamente a la historia bíblica, aportó la ciencia de la crítica histórica de la Biblia. Esta ciencia crítica histórica fue introducida en el mundo bíblico por el sacerdote francés Richard Simon (1638-1712), el primero en aplicar el método crítico a los estudios del Nuevo Testamento en su obra Histoire critique du texte du Nouveau Testament. Años más tarde, aparecería una figura fundamental en esta materia, H. S. Reimarus (1694-1768), que distinguió entre el Jesús histórico (un judío que fracasó en su intento mesiánico) y el Cristo de la fe (invención de sus discípulos, que robaron el cuerpo y

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predicaron la resurrección y la parusía). El interés por el Jesús de la historia, de plena vigencia en la actualidad, se debe en gran medida a este historiador alemán. El desarrollo de los métodos históricos y literarios para la investigación bíblica – crítica de las fuentes, crítica textual, crítica de la redacción, etc.– serían asumidos por la famosa escuela de Tubinga, entre cuyos maestros se encuentran F. C. Baur (1792-1860) y D. Strauss (1808-1874). La Iglesia católica, al considerar peligrosos los cambios producidos por la revolución científica y la Ilustración, se opuso vigorosamente a cualquier innovación en el campo bíblico, considerándola una amenaza a la esencia del cristianismo. La teología católica se marginó del espíritu de los tiempos, arrinconándose cada vez más, conforme se avecinaba la crisis modernista de comienzos del siglo XX. A comienzos del siglo XX, en el año 1902, León XIII creó, mediante la publicación de la Carta apostólica Vigilantiae, la Pontificia Comisión Bíblica, complemento práctico de la encíclica Providentissimus Deus. La Comisión tenía un doble objetivo: promover en el mundo católico el estudio científico de la Biblia e incorporar a la interpretación bíblica los avances de las ciencias y suprimir y tapar así la brecha abierta en la ortodoxia. A partir de esta fecha, la Pontificia Comisión Bíblica promulgó una serie de decisiones, manifiestamente contrarias al espíritu de la investigación moderna en los temas bíblicos. Esta clara oposición a las nuevas corrientes en la interpretación bíblica puede observarse, por citar solo dos casos, uno sobre el Antiguo y otro sobre el Nuevo Testamento, en cuestiones como el carácter histórico de los tres primeros capítulos del Génesis [32] y el orden cronológico de los evangelios [33] . Hacia la mitad del siglo XX, la Iglesia católica modificó su actitud reticente a las nuevas técnicas de investigación histórico-críticas respecto a la Biblia, con la publicación de la encíclica Divino Afflante Spiritu del papa Pío XII. En la misma línea seguirían otros documentos magisteriales, que trato de explicar brevemente. La encíclica Divino Afflante Spiritu abre las puertas de la investigación católica a las técnicas modernas, existentes en el campo de los estudios bíblicos. Reconoce el cambio producido durante los últimos cincuenta años en los estudios bíblicos y en otras disciplinas que les son útiles, así como la importancia de las investigaciones en esta materia que «crece más todavía por el frecuente hallazgo de documentos escritos, que contribuyen mucho al conocimiento de las lenguas, literaturas, costumbres y cultos de los 85

más antiguos. No es de menor importancia el hallazgo y la investigación, tan frecuente en nuestro tiempo, de los papiros que tan útiles han sido para conocer la literatura y las instituciones públicas y privadas, principalmente del tiempo de nuestro Salvador» [34] . La encíclica recomienda al exegeta católico la utilización de las lenguas bíblicas y explicar el texto original, de mayor autoridad y peso que cualquier versión: «Ponga pues (el exegeta) diligentemente los medios para adquirir una pericia cada día mayor en las lenguas bíblicas y aun en las demás lenguas orientales, de modo que su interpretación se apoye en todos los subsidios que proporciona la filología en sus diversos géneros... De un modo semejante, por tanto, conviene explicar el texto original que, en cuanto escrito inmediatamente por el mismo autor sagrado, tiene mayor autoridad y mayor peso que cualquier versión, ya antigua, ya moderna, por muy buena que sea» [35] . También reconoce la importancia de la crítica textual para la interpretación de la Biblia: «Hoy este arte, que se llama crítica textual y que se explica con mérito y provecho en la edición de los textos profanos, se ejerce también con toda legitimidad sobre los sagrados libros, precisamente en nombre de la reverencia debida a la palabra divina» [36] . Los temores a este tipo de crítica, plagados de prejuicios en épocas anteriores, han dado paso a la utilización razonable de la misma, posibilitando así la limpieza y corrección de los textos bíblicos. Todos estos instrumentos han de conducir al exegeta a determinar claramente el sentido de las palabras bíblicas: «Que descubran este significado literal de las palabras con toda diligencia por el conocimiento de las lenguas, teniendo en cuenta el contexto y la comparación con lugares semejantes; pues de todo esto es costumbre también ayudarse en la interpretación de los escritos profanos para que aparezca más clara la mente del autor» [37] . La encíclica deja abierto el futuro de la interpretación de las Sagradas Escrituras, corrigiendo a quienes dicen que: «al exegeta católico de nuestros días no le queda ya nada que añadir a cuanto la antigüedad cristiana produjo; cuando, al contrario, son muchos los problemas planteados por nuestro tiempo que reclaman una nueva investigación y un nuevo examen, y estimulan no poco la dedicación activa del intérprete moderno» [38] . Con toda nitidez se expresa, además, la importancia del género literario para determinar el auténtico sentido de los escritos bíblicos. Aquello que los escritores sagrados quisieron expresar con sus palabras «no se determina solo por las leyes de la 86

gramática o de la filología, ni solo por el contexto del discurso; es preciso que el intérprete vuelva mentalmente a aquellos remotos siglos de Oriente, y con el debido auxilio de la historia, de la arqueología, de la etnología y de otras disciplinas, discierna y considere qué género literario, como lo llaman, quisieron emplear y de hecho emplearon los escritores de aquella vetusta edad» [39] . Finalmente, la encíclica no tiene dificultad alguna en admitir que aún haya cuestiones que agiten la mente de los exegetas católicos, al tiempo que estimula la esperanza. Más expresamente, se expresa con valentía diciendo: «entre lo mucho que proponen los libros sagrados, legales, históricos, sapienciales y proféticos, son muy pocas las cosas cuyo sentido ha sido declarado por la autoridad de la Iglesia, y no son más tampoco aquellas sobre las que hay una sentencia unánime de los Santos Padres. Quedan pues muchas cosas, y muy importantes, en cuyo examen y exposición puede y debe ejercitarse libremente el ingenio y la agudeza de los intérpretes católicos, a fin de que cada uno por su parte haga una contribución para la utilidad de todos, para un adelantamiento cada día mayor de la doctrina sagrada, y para la defensa y honor de la Iglesia» [40] . La Instrucción de la Pontificia Comisión Bíblica sobre la verdad histórica de los Evangelios, Sancta Mater Ecclesia, es de capital importancia en los estudios de cristología [41] . La instrucción anima al exegeta católico a emplear cuidadosamente «las normas de la hermenéutica racional y católica, los nuevos medios de la exégesis, sobre todo los que ofrece el método histórico globalmente considerado. Este método (asegura) investiga con cuidado las fuentes y delimita su naturaleza y valor, sirviéndose para ello de la crítica textual, la crítica literaria y el conocimiento de las lenguas» [42] . Aunque con mucha cautela y advirtiendo de los peligros del racionalismo, permite al intérprete «investigar qué elementos válidos hay en el “método de la historia de las formas”, elementos que podrá usar adecuadamente para una más plena inteligencia de los Evangelios» [43] . Los evangelios, argumenta la Instrucción, son el producto del desarrollo de una tradición que comienza con el ministerio del Jesús histórico, sigue con la predicación de los apóstoles, que anunciaban ante todo la muerte y resurrección del Señor y termina con los escritos de los evangelistas [44] . Por otra parte, las palabras y hechos atribuidos a Jesús pueden proceder de las tradiciones de las comunidades cristianas o de la 87

elaboración de los evangelistas porque, según los términos de la citada Instrucción, los autores sagrados «seleccionando algunas cosas de entre las muchas transmitidas, sintetizando otras y desarrollando otras en atención a la situación de las iglesias, por todos los medios se esforzaron para que los lectores conocieran la solidez de las palabras en las que habían sido instruidos (cf. Lc 1,4)» [45] . Se comprende, por tanto, la afirmación según la cual «en nada se opone a la verdad de la narración el que los evangelistas refieran en orden distinto los dichos o los hechos del Señor y expresen sus palabras –conservando su sentido– de formas diversas, y no literalmente» [46] . Como cabía presumir, la Instrucción deja abierta la discusión en muchas cuestiones bíblicas e impulsa al exegeta católico a ejercitar libremente, según sus palabras, la agudeza de su ingenio. Un año más tarde de la publicación de Sancta Mater Ecclesia, aparecía la constitución dogmática sobre la Divina Revelación, Dei Verbum, del Concilio Vaticano II. Es una alegría renovada y un gozo reiterado acercarse al estudio de los documentos de este Concilio de la Iglesia, lleno de vitalidad, sabiduría inagotable y actualidad. El Vaticano II comienza la exposición sobre la divina revelación proclamando con valentía la palabra de Dios, escuchada previamente con devoción, para que todo el mundo la «escuche y crea, creyendo espere, esperando ame» [47] . La revelación no se concibe como una verdad abstracta, formulada en intrincados términos que albergan el núcleo de la fe cristiana, sino como la comunicación graciosa y bondadosa de Dios a la humanidad a lo largo de la historia, culminada en plenitud en la persona de Jesús de Nazaret, para que los hombres puedan llegar a participar de la naturaleza divina mediante la acción del Espíritu Santo [48] . Queda así de manifiesto la dimensión personal de la revelación, prevaleciendo a cualquier expresión de fe, aunque su formulación pueda ser considerada perfecta. Por otra parte, la revelación no es algo estático, sino que continúa dinamizando la historia humana. Aun siendo Cristo la plenitud, el Concilio afirma: «Esta tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo; es decir, crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón, cuando comprenden internamente los misterios que viven, cuando las proclaman los Obispos, sucesores de los Apóstoles en el carisma 88

de la verdad. La Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios» [49] . Realmente, estas palabras son un canto a la actitud de humildad y servicio del cristiano, que debe estar siempre a la escucha de la palabra de Dios, a la esperanza, cimentada en la fuerza de Jesús y al optimismo que procede de la acción del Espíritu en el mundo. Según Dei Verbum, la Biblia está escrita bajo la inspiración del Espíritu Santo, pero insiste a la par, en que «Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y solo lo que Dios quería» [50] . La autoría de los escritos bíblicos queda expresamente confirmada en el sentido más estricto del término. Al hablar Dios en la Escritura por medio de hombres y en lenguaje humano, continúa la constitución, el intérprete «debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y lo que Dios quería dar a conocer con dichas palabras». Para esto se reconoce la necesidad de utilizar los «géneros literarios». A tal efecto se dice pormenorizadamente: «Para descubrir la intención del autor, hay que tener en cuenta, entre otras cosas, “los géneros literarios”. Pues la verdad se presenta y se enuncia de modo diverso en obras de diversa índole histórica, en libros proféticos o poéticos, o en otros géneros literarios. El intérprete indagará lo que el autor sagrado dice e intenta decir, según su tiempo y cultura, por medio de los géneros literarios propios de su época» [51] . La misma afirmación aparece en otro lugar, formulada en un símil de increíble belleza: «La palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres» [52] . Otro documento de la Pontificia Comisión Bíblica realmente trascendental es La interpretación de la Biblia en la Iglesia, del año 1993. En él se afirma que: «las cuestiones de interpretación (de la Biblia) se han vuelto más complejas en los tiempos modernos a causa de los progresos realizados por las ciencias humanas» [53] . A partir de esta afirmación, el documento valora los distintos métodos contemporáneos para la interpretación de la Escritura y las aproximaciones de los movimientos de liberación y del feminismo. Se reafirma el valor del estudio histórico-crítico de la Biblia. «El método históricocrítico es el método indispensable para el estudio científico del sentido de los textos 89

antiguos. Puesto que la Sagrada Escritura, en cuanto “palabra de Dios en lenguaje humano”, ha sido compuesta por autores humanos en todas sus partes y todas sus fuentes, su justa comprensión no solamente admite como legítima, sino que requiere la utilización de este método» [54] . Sin embargo, se reconocen sus inherentes limitaciones y por eso se dice: «Ciertamente, el uso clásico del método histórico-crítico manifiesta límites, porque se restringe a la búsqueda del sentido del texto bíblico en las circunstancias históricas de su producción, y no se interesa por las otras posibilidades de sentido que se manifiestan en el curso de las épocas posteriores de la revelación bíblica y de la historia de la Iglesia. Sin embargo, este método ha contribuido a la producción de obras de exégesis y de teología bíblica de gran valor» [55] . El documento de la PCB es altamente crítico con la lectura fundamentalista de la Biblia. Aunque el fundamentalismo tenga razón al insistir en la inspiración divina de las Escrituras, acentúa indebidamente la inerrancia de los detalles en los textos bíblicos, ignora el crecimiento de la tradición en los escritos evangélicos, es antieclesial y en el problema de base está: «que, al no querer tomar en cuenta el carácter histórico de la revelación bíblica, se vuelve incapaz de aceptar plenamente la verdad de la Encarnación misma. El fundamentalismo rehuye la estrecha relación de lo divino y lo humano en las relaciones con Dios. Rechaza admitir que la Palabra de Dios inspirada se ha expresado en lenguaje humano y que ha sido compuesta, bajo la inspiración divina, por autores humanos cuyas capacidades y posibilidades eran limitadas. Por esta razón, tiende a tratar el texto bíblico como si hubiera sido dictado palabra por palabra por el Espíritu y no llega a reconocer que la Palabra de Dios ha sido formulada en un lenguaje y una fraseología condicionados por tal o cual época. No concede ninguna atención a las formas literarias y a los modos humanos de pensar presentes en los textos bíblicos, muchos de los cuales son el fruto de una elaboración que se ha extendido por largos periodos de tiempo y lleva la marca de situaciones históricas muy distintas» [56] . El carácter de la exégesis bíblica católica no puede reducirse a un método particular, sino que debe ajustarse, más bien, a la rica y siempre viva tradición de la Iglesia, con fidelidad inquebrantable a la revelación, empleando todos los métodos que le permitan captar mejor el sentido del texto bíblico. En este sentido, se afirma: «En consecuencia, ella (la exégesis católica) utiliza, sin segundas intenciones, todos los métodos y acercamientos científicos que permiten captar mejor el sentido de los textos en su

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contexto lingüístico, literario, socio-cultural, religioso e histórico, iluminándolos también por el estudio de sus fuentes y teniendo en cuenta la personalidad de cada autor (cf. Divino Afflante Spiritu, Enchiridion biblico, 557). Contribuye así activamente al desarrollo de los métodos y al progreso de la investigación. Lo que la caracteriza es que se sitúa conscientemente en la tradición viviente de la Iglesia, cuya primera preocupación es la fidelidad a la revelación testimoniada por la Biblia. Las hermenéuticas modernas han sacado a la luz, como hemos recordado, la imposibilidad de interpretar un texto sin partir de una “precomprensión” de uno u otro género. El exegeta católico aborda los escritos bíblicos con una precomprensión que une estrechamente la cultura moderna científica y la tradición religiosa proveniente de Israel y de la comunidad cristiana primitiva. Su interpretación se encuentra así en continuidad con el dinamismo de interpretación que se manifiesta en el interior mismo de la Biblia, y que se prolonga después en la vida de la Iglesia» [57] . El documento de la PCB concluye con unas afirmaciones de incalculable valor. Por una parte, estima que las investigaciones «diacrónicas» serán siempre indispensables para la exégesis y que los acercamientos «sincrónicos» son contribuciones muy útiles para este fin; y por otra, que «en la organización de conjunto de la tarea exegética, la orientación hacia el fin principal debe ser siempre efectiva y hacer evitar dispersiones de energía. La exégesis católica no tiene el derecho de asemejarse a una corriente de agua que se pierde en la arena de un análisis hipercrítico. Ha de cumplir, en la Iglesia y en el mundo, una función vital, la de contribuir a una transmisión más auténtica del contenido de la Escritura inspirada» [58] . Sabios contenidos bíblicos, envueltos en una bella metáfora. En el año 2010, aparecía una extensa y valiosa Exhortación apostólica del papa Benedicto XVI, Verbum Domini, que recoge las reflexiones del Sínodo sobre la Palabra de Dios, celebrado en el año 2008. Verbum Domini, en clara continuidad con los documentos anteriores en esta materia, incluye aspectos novedosos para las personas y la sociedad de nuestros días. En la primera parte, se habla de Dios, que inicia y mantiene un diálogo con el ser humano, revelándose de diversas maneras a través de la historia y del hombre, llamado a entrar en comunicación con Dios que escucha y responde a sus preguntas. También se trata de la hermenéutica de la Sagrada Escritura en la Iglesia, sobre la que comentaré más abajo. La 91

segunda parte subraya la presencia de Jesucristo en el mundo gracias a la Palabra y a la acción sacramental, insiste en el vínculo entre la Escritura y los sacramentos, especialmente la eucaristía, y resalta la importancia de la Biblia en la vida de la Iglesia. La tercera parte señala que es misión de la Iglesia anunciar al mundo la Palabra de Dios, recuerda el compromiso de los cristianos con la reconciliación y la paz entre los pueblos y trata el tema de la inculturación de la Escritura y la vital importancia y actualidad de la Biblia en el diálogo interreligioso. Volviendo al tercer capítulo de la primera parte, dedicado al tema de la hermenéutica de la Sagrada Escritura en la Iglesia, podemos resaltar las siguientes consideraciones: La exhortación, en conformidad con lo expresado en la Constitución dogmática Dei Verbum del Concilio Vaticano II, afirma que la Sagrada Escritura ha de ser «el alma de la teología» [59] . El lugar originario de la interpretación escriturística no puede ser otro que la Iglesia. Así se dice: «precisamente el vínculo intrínseco entre Palabra y fe muestra que la auténtica hermenéutica de la Biblia solo es posible en la fe eclesial» [60] . Expresado de otra forma: «la Biblia ha sido escrita por el Pueblo de Dios y para el Pueblo de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Solo en esta comunión con el Pueblo de Dios podemos entrar realmente, con el “nosotros”, en el núcleo de la verdad que Dios mismo quiere comunicarnos» [61] . Se reconoce la aportación innegable de la investigación histórico-crítica al conocimiento de la Biblia, al tiempo que se afirma que «solo donde se aplican los dos niveles metodológicos, el histórico-crítico y el teológico, se puede hablar de una exégesis teológica, de una exégesis adecuada a este libro» [62] . Una estéril separación entre estos dos niveles metodológicos conduciría al grave riesgo de dualismo al abordar las Sagradas Escrituras y a una hermenéutica secularizada, positivista, que aparta a Dios de la historia humana [63] . La unidad de ambos niveles en la interpretación bíblica presupone una armonía entre la fe y la razón. Dice la exhortación: «por una parte, se necesita una fe que, manteniendo una relación adecuada con la recta razón, nunca degenere en fideísmo, el cual, por lo que se refiere a la Escritura, llevaría a lecturas fundamentalistas. Por otra parte, se necesita una razón que, investigando los elementos históricos presentes en la Biblia, se muestra abierta y no rechaza a priori todo lo que exceda su propia medida» [64] . 92

La perspectiva de la unidad de las Escrituras en Cristo ilumina la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. La exhortación hace suya la afirmación de san Agustín, según la cual: «el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo y el Antiguo es manifiesto en el Nuevo» [65] . En este contexto han de interpretarse también las llamadas páginas «oscuras» y difíciles de la Biblia, por la violencia y las inmoralidades que a veces contienen. Es preciso percatarse de que «la revelación bíblica está arraigada profundamente en la historia», de que el plan de Dios se manifiesta «progresivamente» en ella y que se realiza lentamente «por etapas sucesivas», no obstante la resistencia de los hombres [66] . Una cuestión que preocupó a los padres sinodales fue la interpretación fundamentalista de la Sagrada Escritura. La exhortación la aborda crítica y severamente en estos términos: «en efecto, el “literalismo” propugnado por la lectura fundamentalista, representa en realidad una traición, tanto del sentido literal como espiritual, abriendo el camino a instrumentalizaciones de diversa índole, como, por ejemplo, la difusión de interpretaciones antieclesiales de las mismas Escrituras. El aspecto problemático de esta lectura es que, rechazando tener en cuenta el carácter histórico de la revelación bíblica, se vuelve incapaz de aceptar plenamente la verdad de la Encarnación misma» [67] . Verbum Domini, aunque aborda un temario más amplio que los documentos analizados anteriormente, se pronuncia de forma muy parecida a ellos en lo que hace referencia a la cuestión de la hermenéutica católica de la Biblia.

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2.8. Conclusión La manifestación de Dios a la humanidad, siempre graciosa y generosa, visibilizada en un principio en el pueblo de Israel, se ha convertido en «buena noticia» para todas las gentes en la persona de Jesús de Nazaret. La «buena noticia», manifestada en la historia a través de las palabras y hechos de Jesús, se convirtió en reflexión y vida de las primeras comunidades cristianas, prolongadas hasta nuestros días en forma de tradiciones orales y escritas, en primer lugar, y en los escritos que llamamos «evangelios». El proceso de la tradición sobre Jesús –oral y escrita– ha sido largo y complejo. El ministerio público de Jesús fue recogido con fe y esmero por las múltiples tradiciones orales y escritas de las primeras comunidades cristianas y escrito bajo las formas de los cuatro evangelios. En el proceso sobresalen especialmente la centralidad de Jesús de Nazaret, la fidelidad de las comunidades cristianas y la acción del Espíritu que vela por ellas. Los evangelios contienen material histórico, pero no son documentos históricos o simples biografías, en el sentido científico moderno. Son auténticos testimonios de fe. Es legítima la búsqueda del Jesús histórico. Más aún, la fe cristológica de la comunidad eclesial debe fundarse en el Jesús de la historia, visto desde la perspectiva de la tradición religiosa de Israel, y cuyo estudio debe abordarse en conformidad con los métodos aprobados por la Iglesia católica. En todo caso, ha de preservarse la absoluta identificación entre el Jesús terreno y el Cristo proclamado por la comunidad eclesial. El contexto para la interpretación cristológica debe ser la fe de la Iglesia, expresada en su credo y su liturgia, es decir, en su fe y en su vida; de otra forma, el conocimiento de Jesús resultaría incompleto y desfigurado.

[1] E. SCHILLEBEECKX, Jesús La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 98. [2] Ibid., 99. [3] El orden de los evangelios canónicos corresponde al P45 , un códice de mediados del siglo III, el primero en consignarlos. El orden actual corresponde a las ediciones del Nuevo Testamento, fijadas a partir del siglo IV. [4] Para más información acerca de los escritos sobre Jesús pueden consultarse: S. GUIJARRO, Jesús y sus primeros discípulos (Estella: Verbo Divino, 2007), 11-34; ID., Los Cuatro Evangelios (Salamanca: Sígueme,

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2010), 21-34. W. H. KELBER , The Oral and the Written Gospel. Hermeneutics of Speaking and Writing in the Synoptic Tradition, Mark, Paul, and Q (Bloomington: Indiana University Press, 19972 ). E. NEST LE – K. ALAND (eds.), Novum Testamentum Graece et Latine (Stuttgart: Deutsche Bibelgesellschaft, 2008), 683-720. H. KÖST ER , Ancient Christian Gospels. Their History and Development (London: SCM Press, 1990). [5] Sobre la recepción eclesial de los escritos sobre Jesús pueden consultarse: H. GAMBLE, The New Testament Canon, Its Making and Meaning (Philadelphia: Fortress Press, 1985). T. C. SKEAT , «The Oldest Manuscript of the Four Gospels»: New Testament Studies 43 (1997), 1-34. D. M. SMIT H, «When Did the Gospels Become Scripture?»: Journal of Biblical Literature 119 (2000), 3-20. J. T REBOLLE, «Los comienzos o APXAI del Nuevo Testamento y de la biografía de Jesús», en A. AGIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL (eds.), Reimaginando los orígenes del cristianismo (Estella: Verbo Divino, 2008), 401-431. S. GUIJARRO, Los Cuatro Evangelios (Salamanca: Sígueme, 2010), 36-42. [6] EUSEBIO DE CESAREA, Historiae Ecclesiasticae, lib. III, cap. III, J. P. Migne, Patrologia Graeca (en adelante PG), t. 20, 215-218; IRENEO, Adv. Haer. 3,1,1, PG, t. 7-1, 844-845. [7] Sobre los criterios en el proceso de selección de los libros sobre Jesús pueden consultarse: S. GUIJARRO, Los Cuatro Evangelios (Salamanca: Sígueme, 2010), 42-44. L. M. MC DONALD, The Biblical Canon: Its Origin, Transmision, and Authority (Peabody: Hendrickson Publisher, 2007), 401-421. [8] FLAVIO J OSEFO, Las Guerras de los Judíos II (Terrassa: CLIE, 1990), lib. IV, cap. I-VII, 43-81. [9] El anuncio de la buena noticia aparece sobre todo en los últimos capítulos del libro del profeta Isaías (Is 40-66). [10] J. A. FIT ZMYER , Catecismo Cristológico, respuestas del nuevo testamento (Salamanca: Sígueme, 1998), 23-25. G. RAVASI, Cuestiones de Fe: 150 respuestas a preguntas de creyentes y no creyentes (Estella: Verbo Divino, 2011), 31-34. [11] F. FERNÁNDEZ RAMOS , La Biblia, claves para una lectura actualizada, II: Nuevo Testamento (León, 2011), 60. [12] S. GUIJARRO, Los Cuatro Evangelios (Salamanca: Sígueme, 2010), 51-57. F. FERNÁNDEZ, op. cit., 5973. J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009), 53-57. G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret (Salamanca: Sígueme, 2002), 207-212. [13] Concilio Vaticano II: Dei Verbum, II, 7. [14] Sancta Mater Ecclesia, Instrucción sobre la verdad histórica de los Evangelios, PCB (1964), VI, VII, VIII, IX. [15] Sagrada Escritura y cristología, PCB (1984), C. GRANADOS – L. SÁNCHEZ NAVARRO, Enchiridion bíblico. Documentos de la Iglesia sobre la Sagrada Escritura (Madrid: BAC, 2010), 1015-1017. [16] Sancta Mater Ecclesia, Instrucción sobre la verdad histórica de los Evangelios PCB (1964), VIII. [17] En Yamnia, la actual Yabné o Yavné, al sur de Tel Aviv, se tomaron medidas por parte del judaísmo fariseo para combatir al cristianismo, con fuerte presencia en Palestina, Asia Menor, Grecia y Egipto. En el Nuevo Testamento no aparece Yamnia, pero ciertos detalles de los evangelios (especialmente del evangelio de Mateo) no logran explicarse sin la existencia de este judaísmo renaciente en Yamnia, en estrecho contacto con las tradiciones de las comunidades cristianas que vivían en Siria-Palestina. [18] E. SCHILLEBEECKX, Jesús La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 71. [19] J. P. MEIER , Un judío marginal I: Las raíces del problema y de la persona (Estella: Verbo Divino, 2005), 184-199. [20] Ibid., 186. [21] Ibid., 187-190. [22] Ibid., 191.

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[23] E. SCHILLEBEECKX, Jesús, La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 84. [24] J. P. MEIER , op. cit., 192; E. SCHILLEBEECKX, op. cit., 85. [25] J. P. MEIER , op. cit., 193. [26] Ibid., 193. [27] E. SCHILLEBEECKX, Jesús, La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 87. [28] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009), 15. [29] J. J EREMIAS , op. cit., 15-52. [30] J UAN PABLO II, Fides et Ratio (1998) n. 48, se expresa así: «No es inoportuna, por tanto, mi llamada fuerte e incisiva para que la fe y la filosofía recuperen la unidad profunda que les hace capaces de ser coherentes con su naturaleza en el respeto de la recíproca autonomía. A la parresía de la fe debe corresponder la audacia de la razón». [31] R. E. BROWN – J. A. FIT ZMYER – R. E. MURPHY (eds.), Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo, Nuevo Testamento (Estella: Verbo Divino, 2004), 804-807. [32] Sobre el carácter histórico de los tres primeros capítulos del Génesis. Respuestas de la PCB (30 de junio de 1909) I: «Si los diversos sistemas exegéticos que han sido elaborados bajo una apariencia pretendidamente científica para excluir el sentido literal histórico de los tres primeros capítulos del libro del Génesis se apoyan en un sólido fundamento». Respuesta: No [33] Cuestiones sobre los evangelios según Marcos y según Lucas. Respuestas de la PCB (26 de junio de 1912) V: «Si, por lo que se refiere al orden cronológico de los Evangelios, es lícito rechazar aquella opinión, confirmada con el antiquísimo y constante testimonio de la tradición, según la cual después de Mateo, que fue el primero de todos en escribir su Evangelio en su lengua nativa, Marcos habría escrito en segundo lugar y Lucas en tercero; o si hay que considerar contraria a esta sentencia la opinión que afirma que el segundo y tercer Evangelios fueron compuestos antes que la versión griega del primer Evangelio». Respuesta: No a ambas partes. [34] Divino Afflante Spiritu (1943), C. GRANADOS – L. SÁNCHEZ NAVARRO, Enchiridion bíblico. Documentos de la Iglesia sobre la Sagrada Escritura (Madrid: BAC, 2010), 546. [35] Ibid., 547. [36] Ibid., 548. [37] Ibid., 550. [38] Ibid., 555. [39] Ibid., 558. [40] Ibid., 565. [41] J. A. FIT ZMYER , Catecismo cristológico respuestas del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1998), 113-143. [42] Sancta Mater Ecclesia (1964), C. GRANADOS – L. SÁNCHEZ NAVARRO, Enchiridion bíblico. Documentos de la Iglesia sobre la Sagrada Escritura (Madrid: BAC, 2010), 646. [43] Ibid., 647. [44] Ibid., 648-651. [45] Ibid., 651. [46] Ibid., 651. [47] Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 1. [48] Ibid., 2.

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[49] Ibid., 8. [50] Ibid., 11. [51] Ibid., 12. [52] Ibid., 13. [53] La interpretación de la Biblia en la Iglesia (1993), C. GRANADOS – L. SÁNCHEZ NAVARRO, Enchiridion bíblico. Documentos de la Iglesia sobre la Sagrada Escritura (Madrid: BAC, 2010), 1266. [54] Ibid., 1275. [55] Ibid., 1287. [56] Ibid., 1384. [57] Ibid., 1423-1424. [58] Ibid., 1559. [59] BENEDICTO XVI, Exhortación Apostólica Postsinodal Verbum Domini, n. 31 [60] Ibid., n. 29. [61] Ibid., n. 30. [62] Ibid., n. 34. [63] Ibid., n. 35. [64] Ibid., n. 36. [65] Ibid., n. 41. [66] Ibid., n. 42. [67] Ibid., n. 44.

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CAPÍTULO 3:

La esperanza mesiánica en el Antiguo Testamento. Una introducción a la historia de Israel

Al hablar del Antiguo Testamento, nos acecha la impresión, a veces revestida de temor, de acercarnos a una palabra vieja, tal vez anticuada, casi inservible para entender la inimaginable e inagotable novedad de la persona de Jesús de Nazaret. No es así, en absoluto. Tal vez, hayamos llegado a esa conclusión por haber descuidado la distinción lingüística (y teológica, a la par) entre testamento y alianza. La Alianza, el pacto, entre Yahvé y el pueblo de Israel –histórica, real y trascendente– continúa en el tiempo, con vigencia y vigor, hasta culminar definitivamente en Jesús de Nazaret, prefigurado en los acontecimientos más señeros e importantes que distinguieron al pueblo de Dios de otros pueblos. La Alianza de Dios con Israel es una, si bien diferenciada en el tiempo y realizada de formas diversas a lo largo de la historia de la humanidad. Desde esta perspectiva, es lógico prever las prefiguraciones de Jesús de Nazaret en los escritos del Antiguo Testamento, vislumbrar su importancia y comprender su utilidad para descubrir con mayor nitidez la figura histórica del Mesías de Dios, que habría de colmar las ansias profundas de religiosidad de Israel y se anunciaría como Señor y Salvador de todos los pueblos de la tierra. No resulta fácil, ni siquiera de forma generalizada, trazar los rasgos más importantes de la historia del pueblo de Israel, donde pueda revelarse el trasfondo mesiánico, que oriente a la persona de Jesús de Nazaret. Sabemos que los relatos bíblicos no pueden ser interpretados en términos de métodos históricos, que correspondan a una concepción moderna de la historia, basada en fuentes propias de esa ciencia y de otras que, como la arqueología y la antropología, la sustentan y complementan. De hecho, con el enfoque de la ciencia histórica moderna pueden descubrirse diferentes reconstrucciones históricas en los textos del Antiguo Testamento, obviamente de carácter hipotético y, en cierta medida, alejados de la realidad científica. Y esto, pese a la existencia de tradiciones orales –más antiguas que los textos bíblicos– que, ciertamente, pueden albergar ciertos recuerdos de credibilidad histórica. Esta tarea he podido realizarla, apoyándome en escritos y opiniones 99

de excelentes exegetas e historiadores, que han abierto luz a mis ansias de conocimiento en esta materia [1] . A ellos, el reconocimiento y el mérito.

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3.1. Los orígenes de un pueblo: la tierra y sus habitantes. Los Patriarcas En los comienzos de la historia de Israel, se encuentra, como símbolo por antonomasia, la figura de Abrahán, llamado a formar un pueblo elegido y seguir y adorar a Yahvé, el único Dios verdadero entre los muchos que eran venerados por las gentes que habitaban el mundo de los grandes imperios de la época. Abrahán, en efecto, representa y simboliza la alianza de Yahvé con el pueblo de Israel, comprometido a obedecer sus mandatos. Abrahán, entroncado con los semitas, pueblos que emigraron de Arabia a las regiones vecinas, es oriundo de la ciudad de Ur, cerca de Uruk y Girsu, al sur de Babilonia. Ur pertenecía a Sumeria, región de Oriente Medio, en la parte sur de la antigua Mesopotamia, entre las planicies de los ríos Éufrates y Tigris, considerada como la primera y más antigua civilización del mundo. Hacia el año 2800 a.C., comienza el periodo sumerio con el desarrollo de grandes ciudades en el sur de Mesopotamia, como Ur y Uruk, al que seguirían otros pueblos como los amorreos, los babilonios, los hititas, los asirios, los caldeos y los persas. A Ur, ciudad próspera y tolerante, en la que convivían los nómadas semitas, dando culto al dios Sin babilónico y explotando las riquezas de la Mesopotamia central y meridional, llegaron tiempos funestos y calamitosos, bajo el reinado de Sîn Muballit (al que sucedería su hijo Hammurabi), que utilizó la fuerza militar contra esta ciudad. Tales hechos provocaron la emigración de Abrahán y su clan a otra ciudad, llamada Harán, situada sobre el río Balikh, afluente del Éufrates, una importantísima encrucijada en las grandes rutas comerciales entre Babilonia y Siria, Egipto y Asia Menor, así como sede de reconocidas divinidades, entre ellas la diosa Luna. En Harán, precisamente, recibió Abrahán la orden de Yahvé de abandonar su tierra, su casa paterna, y dirigirse a otro país, donde él formaría una gran nación, con las bendiciones de su Dios (Gn 12,1-3). Quien había vivido de forma casi nómada, entregado al pastoreo trashumante, aunque hubiera residido de manera más permanente en la zona de Mambré-Hebrón, se enfrentó a la llamada de Yahvé, iniciando con su vocación una relación singular entre Dios y su pueblo. En adelante, sus hechos tendrían valor paradigmático para todos los creyentes, abriendo la esperanza no solo a Israel, sino a todos los pueblos. El libro del Génesis narra, en efecto, la promesa de una tierra y de un pueblo, así como las bendiciones de Yahvé sobre Abrahán y su descendencia (cf. Gn 12; 15; 17; 18). Confiado y obediente, Abrahán partió con Sara, su mujer, con su 101

sobrino Lot y con sus esclavos y hacienda, rumbo a la tierra de Canaán (Gn 12,4-5). Si atendemos al testimonio del Génesis (Gn 14,1), e identificamos el nombre de Amrafel con el de Hammurabi, nos situamos, con bastantes visos de probabilidad, en la segunda mitad del siglo XVIII a.C. y, en todo caso, según el criterio de muchos historiadores, la emigración de Abrahán hacia Canaán se enmarcaría en el cuadro de los grandes éxodos de norte a sur de aquella zona, en los comienzos del segundo milenio a.C. La región de Canaán, una denominación antigua de un territorio de Asia occidental, está situada entre el Mar Mediterráneo y el río Jordán y se extiende desde el sur del Líbano y del monte Hermón, al norte, hasta el desierto de Egipto, al sur. Enclavada, en tiempos antiguos, entre los poderosos imperios de Mesopotamia y Egipto, su territorio se encuentra ocupado, en la actualidad, por Siria, el Líbano, Israel y Jordania. Esta tierra, ocupada ya por pequeños grupos de población no semítica a comienzos del cuarto milenio a.C., que habitaban en pueblos, protegidos por muros de barro, practicaban la agricultura y labraban rudimentarios instrumentos de piedra, fue invadida, al principio del tercer milenio a.C., por población semita, que se estableció en el oriente y occidente de las montañas, es decir, en la costa del Mar Mediterráneo, en el valle del río Jordán y de la Arabá, al sur del Mar Muerto. Estos invasores son los denominados cananeos en el Antiguo Testamento que, dentro de la gran variedad de tribus existentes (hititas, perezeos, jebuseos, etc., cf. Gn 10,16; Ex 3,8.17; 13,5; 23,28; Jos 3,10; 24,11; Dt 1,7; Nm 13,29), habla de dos grupos principales: los amorreos, que habitaban en las montañas, y los cananeos, establecidos en la costa del Mar Grande, ahora conocido como Mar Mediterráneo, y en el valle del río Jordán. Los testimonios que aparecen en la Biblia sobre estos pueblos, confirmados por los descubrimientos arqueológicos, nos hablan, a veces de forma exagerada y desmesurada, de un pueblo más grande y más alto que los hebreos, de gigantescas ciudades, fortificadas hasta el cielo (Dt 1,28), de carros de hierro (Jos 17,16), de gentes contaminadas por la idolatría, esclavos de sus dioses, como Baal , el «padre de los dioses», su esposa Astarté y Moloc, a quienes ofrecían sacrificios en altares de piedra, manchados por formas abominables. La estructura política de esta tierra se configura en ciudades-estado independientes, dominadas en el segundo milenio a.C. por Egipto, según consta en las «Cartas de ElAmarna», modificándose progresivamente con la irrupción de los filisteos (que se 102

asentaron en la costa meridional), de grupos seminómadas (moabitas y edomitas, entre otros), que poblaron la zona sureste del interior y, finalmente. de las tribus de Israel, establecidas en la franja central (tierra de colinas).

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3.2. Bajo el poder de Egipto En un periodo que se extiende, aproximadamente, entre los años 1600-1200 a.C., conocido como el Bronce Reciente, se desarrollan unos acontecimientos de extraordinaria importancia para el pueblo hebreo –esclavitud en Egipto, el éxodo, la peregrinación por el desierto– todos ellos originados en territorio del imperio egipcio, bien en el mismo Egipto, o en países, como Palestina y vecinos, bajo su dominio. Algunos de estos acontecimientos marcarán una huella profunda en la historia del pueblo de Israel, a la par que orientarán a una intervención generosa de salvación en la historia de la humanidad. Egipto, país conquistado por unos pueblos del Norte, llamados hicsos, fuertes por su armamento militar –sus carros y sus caballos– y gobernado por ellos hacia el año 17501580 a.C., comenzó su esplendor, tras la expulsión de estos, en tiempos de Tutmosis III (hacia 1485-1450 a.C.), que sentó las bases del imperio egipcio. En sus 34 años de reinado, invadió Siria, destronando a los príncipes (sirios) que se habían negado a pagar los tributos a Tutmosis I, avanzó hacia el Líbano y conquistó Palestina y Nubia. Su recuerdo fue duradero, conquistando un imperio que se extendía desde Napata, capital de Nubia, una región situada en el sur de Egipto y el norte de Sudán, hasta el río Éufrates. En sus dominios se encontraban por tanto Siria y Canaán. En sus numerosas campañas militares, el faraón llevó a Egipto muchos prisioneros de territorios conquistados, que habrían de prestar servicio en sus ejércitos, servir de mano de obra en sus suntuosas construcciones, realizadas principalmente en el Alto Egipto, la zona sur del país, o simplemente engrosar el número de esclavos y ser destinados a realizar trabajos forzados. Se sabe por los textos egipcios de la época que algunos de estos prisioneros eran llamados «aperu», relacionados probablemente con los «habiru» de los textos babilónicos y emparentados quizá con los israelitas, llamados hebreos por los extranjeros. En todo caso, ambos grupos no deben ser identificados ni confundidos entre sí, ya que los israelitas eran libres y residentes extranjeros, vivían en el delta del Nilo, al norte de Egipto, una región fértil y apta para la agricultura, y difícilmente podrían haber participado en las obras del Alto Egipto, situado en la zona sur del país. En el siglo XIV a.C., Egipto experimentó una etapa de inquietud y turbulencia, conocida como periodo de Amarna, que a punto estuvo de producir la división del país. Amenofis IV (conocido como Akenatón) propició el culto al dios del sol, Atón, declarándolo dios único, y enfrentándose así a los sacerdotes de Amón, el dios supremo 104

de Egipto. Las conocidas cartas de Amarna relatan el hecho y los conflictos provocados en el imperio egipcio. Afortunadamente, la dinastía de Amenofis IV duró poco tiempo y sus sucesores restauraron el culto de Amón. El general Horemheb devolvió la paz al país; a él le sucedieron Ramsés I y el hijo de este, Seti I, dando lugar a la fundación de la dinastía XIX. Egipto conoció su época de mayor esplendor con Ramsés II (hacia 1298-1232 a.C.), de la dinastía XIX. Durante su reinado, se ampliaron viejos templos y se construyeron otros nuevos, sobresaliendo los ubicados en Nubia, especialmente los de Abu Simbel. Y, sobre todo, se trasladó la capital y residencia real de Tebas, situada en la actual población de Luxor, al delta, recibiendo el nombre de Pi-Ramsés, edificada sobre Avaris, antigua ciudad de los hicsos. Reaccionó ante las amenazas de los hititas, que trataron de invadir las fronteras de su reino, luchando en la batalla de Qadesh, al norte de Siria, contra los ejércitos de la alianza sirio-hitita del rey Muwatalli II. El tratado de Qadesh firmaría la paz entre Ramsés II y Hattusili III, sucesor de Muwatalli II. Asentada la capital del imperio en el delta y consecuentemente en contacto directo con los israelitas que habitaban allí, el faraón reparó en la amenaza que suponía una eventual multiplicación de este pueblo para su imperio. Tal circunstancia le indujo a castigar y minar la moral de los israelitas, a quienes forzó a la construcción de Ramasés y Pitom (dos ciudades-granero), convertidas en lugar de aprovisionamiento para las dos rutas asiáticas y centro de operaciones militares en sus campañas contra Asiria (cf. Ex 1,11). A Ramsés II le sucedió su hijo, Mernephtah (1232-1234 a.C.). El nuevo faraón llevó a cabo numerosas campañas militares contra sus enemigos, especialmente los libios que, con la ayuda de los Pueblos del Mar, hostigaron a Egipto por la zona oeste. Egipto no pudo sobrevivir al caos y la confusión, que acabaron con esta famosa dinastía, presidida en sus últimos años por cuatro reyes de escasa importancia. Pero, para nuestro objetivo, es especialmente significativo el hecho de que, con este faraón se recrudeció la animosidad contra los israelitas, condenados a trabajos forzados, ocurrieron las conocidas plagas y comenzó el éxodo del pueblo de Israel hacia la tierra prometida. En el libro del Éxodo se lee que la señal de que Dios envía a Moisés para hablar con el faraón a favor de su pueblo es que, una vez sacados de Egipto, darán culto a Elohim «sobre esta montaña», es decir, en el Sinaí (Ex 3,12). El objetivo inmediato de los 105

israelitas en su salida de Egipto no fue la tierra de Canaán, sino el monte Sinaí. Esto explica que emprendieran no la ruta más directa a lo largo de la costa arenosa del Mar Grande o camino de los filisteos, sino la travesía del desierto que conducía al Mar Rojo y al Sinaí. Así, partiendo de Ramasés, acamparon en Sucot (el término significa «tienda», «campamento») y en Etam, de donde volvieron a Egipto, a la orilla del Mar Rojo, para acampar más tarde en Migdol. Saliendo de Pihahirot, se dirigieron al desierto del Sinaí, cruzando Marah, Elim, el desierto de Sin, Dofqá y Refidim. Desde el desierto del Sinaí partieron hacia Quibrot-hataaváh, Hazerot, Rimmón-peres, hasta acampar en el desierto de Sin, o sea, Cadés. En el monte Sinaí, cuya localización exacta se desconoce, bajo el liderazgo de Moisés, los israelitas experimentaron la protección de su Dios. Allí se estableció la Alianza, se proclamó la Ley y se organizó el culto. En un relato complejo, repleto de elementos yuxtapuestos y tradiciones diversas, Yahvé se había revelado a su pueblo de forma majestuosa, portentosa y aterradora, tras la que se escondía, no obstante, la benevolencia y la clemencia (cf. Ex 19-24; Nm 1–10). Tras la teofanía, se produjo la ratificación de la Alianza por parte del pueblo, recogida en dos tradiciones en el libro del Éxodo (Ex 24,1-11; Ex 24,1.9-11). La intención de los israelitas era invadir Canaán por el sur, partiendo desde Cadés, pero los informes de sus exploradores les disuadieron por completo, al confirmar que los habitantes de aquel país eran fornidos, protegidos por grandes ciudades fortificadas y descendientes de Anaq, es decir, gigantes (Nm 13,25-33). Se encaminaron, pues, rodeando el corazón de Edom, con sus animales y tiendas, cruzando impresionantes desfiladeros, hasta alcanzar finalmente el monte Nebo. Aquí murió Moisés, contemplando la tierra deseada (Dt 32,48-52). Fue Josué el encargado de introducir al pueblo de Israel en aquel lugar, cuyas fronteras se extendían «desde el desierto y el Líbano hasta el río Grande, el río Éufrates, todo el país de los hititas, y hasta el Mar Grande, a poniente» (Jos 1,4). La travesía había durado cuarenta años, colmados de dificultades, pero, también, henchidos de portentos y alianzas de Yahvé con Israel. Los historiadores fechan estos acontecimientos hacia el año 1200 a.C. El camino por el desierto fue una preparación lenta y penosa para la entrada en la tierra de Canaán, la patria prometida y definitiva del pueblo de Israel. Este pueblo había sido testigo de innumerables acontecimientos, todos ellos portentosos y de extraordinaria 106

repercusión. Pudo comprobar cómo para su propia supervivencia, las plagas y penalidades que Yahvé infligió a los egipcios, aparte de fenómenos naturales que tuvieran una explicación por las condiciones propias de aquel país, alcanzaron un carácter milagroso por su intensidad, sus efectos devastadores, su predeterminación temporal en su principio y final y, sobre todo, por la muerte de los primogénitos egipcios, carente de cualquier explicación natural (Ex 7-12) Yahvé guió el camino a la tierra de promisión, marchando al frente de los israelitas, de día en una columna de nube y de noche en una columna de fuego (Ex 13,21-22; 14,19-20). Nube y fuego son símbolos de la presencia de Dios. Yahvé ayudó también al pueblo para atravesar el mar hacia el desierto, ordenando a Moisés que alzase su cayado, extendiese su mano sobre él y lo abriese (Ex 14,16; Nm 33,8). En Marah, las aguas amargas se tornaron dulces, gracias a la intercesión de Moisés ante Yahvé (Ex 15,23-25). En el desierto de Sin, entre Elim y el Sinaí, ante las quejas de los israelitas contra Moisés y Aarón, la gloria de Yahvé se apareció en la nube, con la promesa de que «al atardecer comeréis carne y a la mañana os saciaréis de pan» (Ex 16,12). Y así sucedió, cuando las codornices cubrieron el campamento y apareció el maná, el pan que habría de servirles de alimento (Ex 16,13-15). La fuerza de Yahvé también se manifestó en las orientaciones y órdenes, dadas a los israelitas para atravesar el territorio de los hijos de Esaú, que habitaban en Seir, la región de los moabitas, y el país de los amorreos (Dt 2,4-24). A la generosa protección de Yahvé, el pueblo israelita respondió con murmuraciones, rebeliones, amotinamientos, e incluso, apostasía. Desconfiaron de su Dios, al juzgar que habían salido de Egipto para sucumbir a espada de sus enemigos (Nm 14,1-4). Se amotinaron contra Moisés y Aarón por desconfiar de su autoridad divina (Nm 16,3-4). Y apostataron de Yahvé en Sittim, ofreciendo sacrificios a los dioses, tras prostituirse con las hijas de Moab. Sabemos que la cólera de Yahvé, de la que quedan fehacientes testimonios bíblicos de extrema dureza, sobrevino con frecuencia ante el indigno comportamiento de Israel. Pero el amor prevaleció sobre la cólera. Y así, en el monte Sinaí, entre truenos y relámpagos, tras una temerosa y selecta preparación del pueblo, habló Elohim, diciendo: «Yo soy Yahvé, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí» (Ex 20,2-3). Yahvé estaba dispuesto a usar de misericordia infinita para quienes guardasen sus mandamientos, que ahora les entrega. 107

Algunos de estos mandamientos se encuentran, como es lógico suponer en un pueblo sometido a grandes civilizaciones, en textos egipcios y babilónicos; pero otros, como los referentes a la prohibición de la idolatría y de los malos deseos, son propios de un pueblo de religiosidad indiscutiblemente superior y única. Se había producido una alianza singular entre Yahvé y el pueblo elegido. Dios entregó al pueblo el decálogo y las leyes del código de la alianza sobre la vida y la libertad, la propiedad y las costumbres, y otras (Ex 20–23), y el pueblo respondió: «todas las palabras que ha pronunciado Yahvé ejecutaremos» (Ex 24,3). Se fabricó el Arca de madera de acacia, revestida de oro puro, la mesa de los panes, un candelabro de oro puro, el Tabernáculo o Morada, con diez tapices de lino fino, el Altar de los holocaustos, cuadrado y de madera de acacia, y el atrio del Tabernáculo (Ex 25-27).

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3.3. La conquista de Canaán Ni Moisés ni Aarón lograron entrar en Canaán. Josué fue el elegido para llevar a su pueblo a la tierra de promisión [2] . No resulta fácil extraer conclusiones históricas convincentes de las dos fuentes directas de las que disponemos, el libro de Josué y el de los Jueces. El primero habla de una conquista, que no fue total (Jos 13,1-6; 15,13; 16,10), y el segundo describe unas tribus, que luchan separadamente por el control de las montañas (sin asentarse en las llanuras), y que, con frecuencia, convivían con los habitantes de aquella región. Como ya sabemos, la Biblia hace referencia, aparte de otros pueblos –varios y diferentes entre sí–, a la población preisraelita de Palestina, nombrando a cananeos y amorreos. Los amorreos son semitas noroccidentales que se establecieron en las montañas del interior, mientras que los cananeos son el pueblo semita del noreste, asentados a lo largo de la zona costera, desde la frontera egipcia hasta Ugarit. Canaán, que se encontraba por esta época bajo el imperio egipcio, vivía absorbida en su religiosidad por el culto a la fertilidad, cuyas principales divinidades eran Baal y Anat, su esposa, y se organizaba políticamente en múltiples ciudades-estados independientes, fuertemente construidas y concentradas en la llanura y con capacidad de alianza con grupos de menor importancia y poder. Con el favor y el poder de Yahvé, el bien adiestrado y entrenado guerrero Josué decidió la invasión y conquista de esta tierra, al oeste del Jordán, teniendo en consideración todas estas circunstancias. La tarea era ardua y cruzar el río Jordán entrañaba serias dificultades. Al otro lado del río, se encontraban numerosas ciudades, bien amuralladas y dispuestas a resistir. Por otro lado, los distintos pueblos que habitaban esa tierra eran tremendamente independientes, recelosos de sí mismos y poco inclinados a unir sus fuerzas contra el invasor. Con la ayuda de Yahvé y confiado en su promesa, Josué, acompañado por todas las tribus y partiendo de Sittim, cruzó el río Jordán y acampó en Gilgal, en la frontera oriental de Jericó. La toma de Jericó, una de las ciudades clave para la región transjordánica, bien cerrada por miedo a los israelitas, se llevó a cabo, siguiendo las órdenes de Yahvé: «Daréis la vuelta a la ciudad todos los combatientes, contorneando la ciudad una vez; así harás durante seis días. Siete sacerdotes llevarán delante del Arca siete trompetas de los Jubileos, y al séptimo día daréis la vuelta a la ciudad siete veces, y los sacerdotes tocarán las trompetas. Y ocurrirá que, al sonar el cuerno de carnero, 109

cuando oigáis el sonido de la trompeta, todo el pueblo lanzará gran alarido y entonces se desplomará la muralla de la ciudad, y el pueblo escalará, cada uno por enfrente de sí» (Jos 6,1-5). La muralla se desplomó (Jos 6,20), y, tras las victorias sobre los reyes del mediodía y la conquista del norte de Canaán (Jos 10–11), Josué se apoderó de todo el país, repartiéndolo en herencia a Israel, según las suertes de las tribus (Jos 11,23). Y se dice categóricamente que «el país descansó de la guerra» (Jos 11,23). Sabemos, sin embargo, que muchas de las grandes ciudades, valles de cultivo y el litoral, se mantuvieron largo tiempo en poder de los antiguos habitantes de Canaán, cuyo final se completó en el reinado de Salomón [3] . El reparto de la tierra prometida entre las tribus de Israel es, asimismo, resumido y claramente idealizado. En la Transjordania, se asientan las tribus de Manasés, Gad y Rubén. Judá, Efraín y Manasés ocupan un territorio importante, demostrando su trascendencia en la historia de Israel. El territorio del resto de las tribus se encuentra más indefinido. En la tribu de Benjamín se halla Jerusalén, arrebatada por el rey David a los jebuseos. La tribu de Leví no posee territorio alguno por tratarse de una tribu sacerdotal. A sus miembros se les asignan algunas ciudades en los territorios de las otras tribus.

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3.4. La época de los Jueces La época de los Jueces –importante en la historia de Israel– se extiende desde la muerte de Josué hasta el nacimiento de Samuel, el último de los Jueces, que proporcionó a Israel el primer rey. Coincide con la segunda fase de la conquista de Canaán, hacia el año 1200-1050 a.C. Desaparecido ya el imperio hitita y debilitado también Egipto, el único enemigo de los israelitas eran los pequeños pueblos vecinos. El pueblo de Israel se dividió en tribus, con intereses dispares y, a veces, contrarios. Así, las tribus del norte –Aser, Neftalí y Zabulón– se vieron inmersas en la lucha con los cananeos rebeldes, que los separaban de las tribus sureñas por sus fortalezas militares. Al sur se encontraban las tribus de Judá, Simeón y Dan, combatiendo a los filisteos en la llanura y a los amorreos en la montaña. En el centro del país se asentaban las tribus de Efraín, Benjamín y Manasés, ocupadas en la expulsión de los cananeos del valle de Esdrelón y en la defensa del norte de Samaría. El territorio que ocupaba la tribu de Isacar continuó por largo tiempo en poder de los cananeos. La dispersión y la diversidad de intereses de las tribus no deshicieron del todo su unidad, reforzada por la conciencia de ser el pueblo de Dios y por la intervención de los jueces. El libro de los Jueces relaciona la lenta y penosa instalación de las tribus en Canaán con la infidelidad del pueblo de Israel que, atraído por las formas y costumbres paganas de los pueblos vecinos, reniegan de Yahvé. Adoraron a dioses cananeos, construyeron un santuario a Baal en Ofra, precisamente allí, en Silo, donde habían sido instalados el Arca de la Alianza y el Tabernáculo; en Siquem se mezclaron con los cananeos, dando culto a la divinidad El-berit, o dios de la alianza. Algo parecido sucedió con la tribu de Dan. La depravación queda perfectamente descrita en el brutal comportamiento de Abimelec y en los amoríos de Sansón. La misericordia de Dios no abandona a su pueblo, llamándolo a la fidelidad y enviándole hombres justos y liberadores, es decir, los jueces. La función principal del juez es por tanto hacer justicia a los oprimidos, liberar al pueblo de sus opresores y pecados y salvar de las esclavitudes terrenales, orientando a Israel hacia Yahvé. El juez ejerce su poder de forma limitada, circunscrita a la región en la que vive y al pueblo que quiere liberar. Su poder nunca se extiende a todo el pueblo de Israel. Así se concluye de la historia de los doce jueces de Israel, los seis «jueces menores», que merecen una escasa mención (Jue 3,31; 10,1-2.3-5; 12,8-10.11-12.13-15), y otros seis «jueces 111

mayores»: Otniel (Jue 3,7-11), que consiguió para el país cuarenta años de paz, tras el olvido de su pueblo, adorando a los Baales; Ehúd (Jue 3,12-30), de la tribu de Benjamín, que obtuvo el favor de Yahvé, derrotando al rey de Moab y estabilizando su país durante ochenta años; Débora (Jue 4–5); Gedeón (Jue 6–9), vencedor de los madianitas, que habían atemorizado a Israel, obligándolo a refugiarse en las cavernas de la montaña y devastando sus cosechas hasta la entrada de Gaza; Jefté (Jue 10–12,7), juez durante seis años y guerrero jefe contra los amonitas que atacaron a Israel; y Sansón (Jue 13–16), famoso por sus proezas contra los filisteos, por su enamoramiento con Dalila y por su legendaria fuerza, que dificulta una correcta valoración de sus hazañas. Mención especial merece Débora, juez y profetisa, a la par. Nos dice el libro de los Jueces que Débora, hija de Lapidot, juzgaba a Israel, sentada bajo la «palmera de Débora», entre Ramá y Betel, y que los israelitas subían a ella a juicio (Jue 4,4-5). Débora, ante la amenaza de esclavitud de su pueblo por los cananeos, profiere un oráculo, dirigido a Barac, diciendo: «Ve y ocupa el monte Tabor. Toma contigo diez mil hombres de los hijos de Neftalí y Zabulón. Yo atraeré a ti, hacia el torrente Quisón, a Sísara, general del ejército de Yabín, con sus carros y su tropa, y lo entregaré en tu mano» (Jue 4,6-7). El combate tuvo lugar junto al monte Tabor. Los carros de los cananeos se atrancaron en las aguas del Quisón y Sísara, el general enemigo, murió en su huida, a manos de una mujer, Yael, que lo mató en su tienda. Todo terminó con la humillación y aniquilación de Yabín, rey de Canaán. Débora entona un cántico a Yahvé, Dios de Israel (Jue 5), uno de los textos más antiguos y bellos de la Biblia. Se canta a la acción de Yahvé en la historia del pueblo de Israel, de forma mística y sublime, se alaba o se increpa a las tribus, conforme a su comportamiento bélico, y ella misma se exalta de forma espléndida como madre de su pueblo: «¡Cesaron las gentes de lugares abiertos, en Israel cesaron, hasta que surgí yo, Débora, surgí como una madre en Israel!» (Jue 5,7).

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3.5. La institución monárquica La mera instalación de las tribus de Israel en la nueva tierra de promisión no constituye, por sí misma, la identidad de un pueblo, complejo, por otra parte, en sus realidades sociales, políticas y religiosas. De hecho, las tribus de Israel necesitaron tiempo para alcanzar la unidad nacional, amenazada aún por intereses internos y fuertes enemigos del exterior, como eran las superpotencias de la época y otros pueblos vecinos. Los rasgos fundamentales de las potencias de aquel tiempo –Egipto, Asiria, Babilonia y Persia– son sobradamente conocidos. Junto a ellas, se encontraban varios reinos y países vecinos, cuyo conocimiento facilita la comprensión de la historia de Israel. Apuntaré unos sencillos datos sobre ellos. En la Transjordania, zona por la que los hebreos penetraron en Palestina, se encontraban, partiendo del sur hacia el norte y en este orden, los reinos de Edom, Moab y Amón. Edom perdió su independencia en los reinados de David y Salomón, pero, una vez dividido el reino, la recuperó un corto espacio de tiempo, terminando bajo el poder asirio. Este reino fue sometido finalmente al poder de los nabateos. Moab, recordado por el oráculo de Balaam de maldición a Israel, fue también conquistado por algún tiempo por el rey David. Fue vencido y ocupado por el imperio asirio. Amón, escenario de numerosas contiendas bélicas, fue asimismo incorporado temporalmente al reino de David, una vez conquistada su capital, Rabat-Amón. Fue dominado por Asiria y en el siglo VI a.C., incorporado al imperio persa. En la zona sur de Siria, se hallaban las tribus arameas, donde se asentaban los pequeños reinos de Aram-Zobah, Tob y Maakah. Las relaciones entre estas tribus arameas e Israel fueron siempre conflictivas, singularmente tras la división del reino, cuando Benadad de Aram-Damasco se apoderó de la parte oriental del reino del Norte. En el año 732 a.C., Tiglatpiléser III sometió definitivamente a los arameos. A partir de esta fecha, Aram se constituyó una provincia asiria, como sucedió con parte de los territorios de Israel –Galaad, la Galilea y el país de Neftalí, entre otros– tras la victoriosa operación militar de Asiria, en el año 733 a.C. En la costa del Mar Mediterráneo se asentaban dos pueblos: los fenicios y los filisteos. Los fenicios ocupaban la región costera del Mediterráneo, que se extendía desde el monte Carmelo al golfo de Alejandreta, también conocido antiguamente como golfo de Issos. Son famosos por sus centros de Tiro, Sidón y Biblos, importantísimos puertos de mar, por la influencia de su religión y por ser los creadores del alfabeto, pese a que 113

apenas hayan quedado vestigios literarios de importancia, si exceptuamos los famosos documentos de Ugarit, del siglo XIV a.C., de extraordinaria importancia para el estudio de las Escrituras. Los filisteos (Palestina les debe su nombre) integraban aquellos Pueblos del Mar, que intentaban invadir el Próximo Oriente. Expulsados de Egipto, se establecieron en la famosa pentápolis filistea: Gaza, Ascalón, Asdod, Gat y Ecrón, en la costa sudoeste de Palestina. Saúl y David lucharon para contener su poderío que llegó hasta Gelboé, pero no consiguieron integrarlos en sus reinos. Desaparecieron del escenario político, tras las brutales invasiones de Asiria y Babilonia. La convivencia con estas naciones y pueblos vecinos, las constantes amenazas militares y la creciente convicción de que su sistema de tribus confederadas resultaba ineficaz para luchar contra sus enemigos y atrasado para una forma de vida más estable que se proponían consolidar, impulsaron al pueblo de Israel a buscar formas de gobierno más apropiadas para su entorno geográfico-político. Gobernados en los últimos tiempos por ancianos de las respectivas tribus y por Yahvé a través de su profeta Samuel, quisieron tener un rey como las demás naciones circundantes. Y Dios accedió a sus ruegos, según la versión de 1 Samuel, revelando a Samuel que ungiera por jefe de su pueblo a un hombre del país de Benjamín para salvarlo del poder de los filisteos (1 Sm 9,16-17). Saúl, de una tribu pequeña y de escasa influencia, aceptada sin temores por las otras, fue elegido rey, el primer rey de Israel. Hijo de Quis, perteneciente a una tribu pequeña, aunque vinculada a la casa de José, destacó por su sencillez y cualidades de caudillo militar. Luchó contra el ejército filisteo y los amonitas. El primer libro de Samuel describe el levantamiento del sitio de Yabés de Galaad por Saúl, con la movilización del pueblo de Israel y la ayuda de Yahvé, y dice así: «A la mañana siguiente dispuso Saúl al pueblo en tres cuerpos, que penetraron en medio del campamento enemigo al tiempo de la vela matutina y batieron a los amonitas hasta el calor del día. Resultó que los que escaparon se dispersaron de forma que no quedaron dos juntos» (1 Sm 11,11). Refiere el mismo libro (y esta es una de varias versiones) que, una vez vencidos estos enemigos del sur y ante la invitación del propio Saúl, el pueblo de Israel marchó a Gilgal y allí proclamaron rey a Saúl, inaugurando de este modo la monarquía (1 Sm 11,14-15). Los relatos del texto bíblico se centran principalmente en los pecados de Saúl, que condujeron a la enemistad con el profeta Samuel y al rechazo de Yahvé. Dios le había 114

marcado un camino, diciéndole que consagrase al anatema a los amalecitas y los combatiese hasta aniquilarlos y él se contentó con el botín. Por eso Samuel exclamó: «Por cuanto rechazaste la palabra de Yahvé, él te ha rechazado de la dignidad real» (1 Sm 15,22). También se aprecia el carácter envidioso y malicioso de este rey respecto a David, a quien odió por ser aclamado por las mujeres del pueblo, tras dar muerte al filisteo, e intentó matar con su lanza (1 Sm 18,6-11). Murió en una batalla contra los filisteos, en el monte de Gilboa, juntamente con «sus tres hijos y su escudero, como también toda su gente» (1 Sm 31,6). Fue enterrado bajo el tamarisco de Jabes de Galaad. Su reinado no consiguió cercenar la amenaza de los filisteos, asentados en el valle de Esdrelón. Y su nombre quedaría oscurecido por la figura de David. David, hijo menor de Jesé de Belén, fue el auténtico fundador de la monarquía de Israel. Tradiciones paralelas, no exentas de discrepancia en los sentimientos de sus redactores, aunque con tono claramente apologético, presentan la figura de este rey en la corte de Saúl, recreando al monarca con su cítara, y dando muerte al gigante filisteo Goliat, al tiempo que conducido por Abner, hijo de Ner, de la tribu de Benjamín, a la presencia de Saúl (1 Sm 17). La rápida amistad con Jonatán, tras el episodio de Goliat, y el matrimonio con Mical precipitaron su ascenso, que muy pronto despertaría los celos de su señor. La doble tradición resalta la magnanimidad de David que, en la cueva de Engadí, perdonó la vida de Saúl, «pues que es el ungido de Yahvé» (1 Sm 24,7). Muerto el rey Saúl, y tras la guerra civil en las tribus del norte, asesinados Isbaal y Abner, los gobernantes ancianos de Israel se acercaron a David, en Hebrón, suplicándole que fuera el caudillo de su pueblo. Pactaron entre ellos, delante de Yahvé, y ungieron a David como monarca sobre Israel. En Hebrón reinó sobre Judá (2 Sm 5,5). La victoria sobre las naciones vecinas –filisteos (2 Sm 5,17), arameos, moabitas y edomitas (2 Sm 8) y amonitas (2 Sm 10)– a excepción de los fenicios, sus aliados, consolidó un gran reino, que se extendía desde el desierto de Egipto hasta Jamat, en Siria, y desde el desierto arábigo hasta el Mar Grande o Mediterráneo. Al reino se incorporaron, asimismo, amplios núcleos de pobladores cananeos que habitaban Palestina. El rey David se beneficiaba así de la decadencia del imperio egipcio y antes de que tomase cuerpo el poderío de Asiria. Su mayor éxito, político y religioso a la vez, fue la conquista de Jerusalén, antigua ciudad jebusea (no pertenecía antes a ninguna tribu), a

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la que convierte en capital del reino y en heredad de las tradiciones religiosas del santuario de Siló, llevando allí el Arca de la Alianza. Desde el punto de vista político, el reinado de David tiende a parecerse al de otros grandes monarcas orientales de la antigüedad. Como ellos, representantes de divinidades protectoras, también él se consideraba delegado de Yahvé. Accedió a compromisos políticos con reyes paganos, compró para su defensa y protección mercenarios extranjeros y poseía su propio harén. Desde la vertiente religiosa, David, el elegido de Dios, de religiosidad profunda, fiel servidor de su Dios, modelo de reyes, aunque también cargado de pecados, llevó a término grandes proyectos de reforma religiosa, concibiendo la idea –ejecutada por Salomón– de levantar un santuario en Jerusalén, trasladando el Arca de la Alianza desde Quiriat-Jearim hasta el monte Moria y reorganizando a los sacerdotes y levitas. También se le atribuye la composición de salmos y otras obras poéticas, reflejo de su profunda espiritualidad, y se pone de manifiesto el claro y notable arrepentimiento de sus graves pecados. El resentimiento de los seguidores de Saúl hacia David y la amenaza de la sucesión en el reino, disputada por los hijos de sus distintas mujeres, presagiaban el fin de una etapa gloriosa. El adulterio de David con Betsabé, la censura del profeta Natán, la rebelión de su hijo Absalón (2 Sm 11–12; 15–18) nos muestran a un rey prisionero de sus propias debilidades. Dando instrucciones a Salomón para que caminase rectamente y observase las órdenes de Yahvé, David murió y fue enterrado en la ciudad de David. Reinó sobre Israel cuarenta años; en Hebrón siete y en Jerusalén treinta y tres (1 Re 2,11). Salomón, hijo de David y Betsabé, subió al trono de Israel por una conjuración palaciega entre Betsabé y el profeta Natán, arrebatándole el reino a Adonías (1 Re 1,1127). Su reino, según Crónicas, estaba destinado a ser pacífico y amistoso con los que habían sido enemigos de Israel (1 Cr 22,9). Dotado con grandes cualidades diplomáticas, estrechó relaciones con los países vecinos, incluso sellando matrimonio con la hija del faraón de Egipto (1 Re 3,1). Son, asimismo, legendarias su actividad y relaciones diplomáticas con otras naciones, destacando el acuerdo con Hiram, rey de Tiro, que le proporcionó maderas de cedro y de ciprés para edificar una «Casa al Nombre de Yahvé», además de trigo y aceite para la corte, así como carpinteros y canteros que 116

modelaban las maderas y las piedras para la construcción del Templo (1 Re 5,15-32). Su proverbial sabiduría cautivó a la reina de Sabá que, tras bendecir al Dios de Salomón, le regaló oro, aromas y piedras preciosas en grandísima cantidad (1 Re 10,1-13). La administración real fue también ampliada y reorganizada, posibilitando el origen de una nueva clase de escribas e intelectuales. Aparte de fortificaciones en diversas ciudades e instalaciones militares para carros y caballos, las grandes construcciones salomónicas son el Milló (1 Re 9,24) [4] , el palacio real y sus anejos (1 Re 7,1-12) y, la más famosa, el Templo, en cuya dirección, construcción y materiales colaboraron los tirios (1 Re 5,15-26; 6,1-38; 7,13-51). El Templo, edificado en la cumbre del monte Moria, sería, en adelante, lugar de referencia de la religiosidad del pueblo hebreo, en el que la gloria de Yahvé se manifestaría a sus adoradores. Su glorioso reinado terminó en desgracia y catástrofe. La bendición de Yahvé, que le alzó al trono, se convirtió en castigo por sus numerosas infidelidades, su desmedido afán por las riquezas, sus injusticias y especialmente por haberse dado a la adoración de falsos dioses. La unidad de su reinado había llegado a su fin. En adelante, tenemos que hablar de la monarquía dividida. Al llegar aquí, he de detenerme en aquellos textos bíblicos que, en este largo periodo de la historia de Israel, prefiguran algún tipo de esperanza mesiánica singular para el pueblo elegido. Es obvio que, en muchas páginas de la Biblia, figuran personajes, enviados por Dios, que liberan y salvan al pueblo de Israel, apartándolo de constantes y graves peligros en su fe al Dios verdadero y señalándole el camino recto. Estas personas, reyes, profetas, jueces y sacerdotes, son realmente «mesías» como dice R. E. Brown. Pero el «mesianismo», en cuanto tal, como liberación singular y especialísima de Yahvé a su pueblo, que se inserta en el marco de la institución monárquica, aparece por vez primera en tiempos del rey David [5] . En este sentido, y probablemente como primer documento de carácter mesiánico, encontramos el oráculo de Natán, presentado en tres formas o versiones, a saber, en el segundo libro de Samuel (2 Sm 7,1-16), en el Salmo 89 (Sal 89,20-38) y en el primer libro de las Crónicas (1 Cr 17,4-14). Veamos detalladamente cada uno de estos textos.

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Los biblistas afirman que los dos libros de Samuel, aunque sus contenidos no tengan un carácter unitario –en ellos se detectan concepciones diferentes, reiteraciones, e incluso, contradicciones– formaban originariamente una unidad, dividida en dos en la Biblia griega. Los libros tratan, como sabemos, del juez Samuel y de los dos primeros reyes de Israel, Saúl y David, y se calcula que su composición se realiza entre los comienzos de la monarquía de Israel y los periodos exílico y posexílico [6] . El texto de 2 Samuel (2 Sm 7,1-16) pertenece, según la opinión de los exegetas, al estrato más antiguo del libro y dice así: «Desde el día en que establecí jueces sobre mi pueblo Israel, a ti he procurado el descanso de parte de todos sus enemigos, y a ti ha anunciado Yahvé que Yahvé te haría una casa. Y cuando se cumplan tus días y reposes con tus padres, suscitaré detrás de ti a un vástago tuyo, salido de tus entrañas, y consolidaré su realeza. Él construirá una casa a mi Nombre y consolidaré el trono de su realeza para siempre. Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo; que si él se pervierte, le castigaré con vara de hombre y con golpes habituales entre humanos. No apartaré de él mi benignidad, como la aparté de Saúl, al cual aparté de tu presencia. Y tu casa y tu realeza permanecerán firmes para siempre ante mí: tu trono será estable por siempre» (2 Sm 7,11-16). La versión del primer libro de Crónicas utiliza casi las mismas palabras y dice así: «Cuando se hayan cumplido tus días para ir a reunirte con tus padres, suscitaré después de ti un descendiente tuyo que pertenezca a tus hijos, y consolidaré su realeza. Él me construirá una casa y consolidaré su trono para siempre. Yo seré para él un padre y él será para mi un hijo. No retiraré de él mi benignidad, como la retiré de aquel que te ha precedido. Le estableceré para siempre en mi casa y en mi reino, y su trono será firme perpetuamente» (1 Cr 17,11-14). En el capítulo séptimo del segundo libro de Samuel se ensamblan perfectamente el oráculo del profeta Natán y la oración del rey David, algo que es esencial para la comprensión del mesianismo real del pueblo de Israel y de la fe cristiana. En el v. 5 se dice que David no construirá una «casa», un templo, para morada de Yahvé, dejando entrever el sistema tribal por el que se regía el pueblo de Israel, pese a las palabras de consuelo y fortaleza que le dirige su Dios (v. 8-10). En el v. 11, Yahvé garantiza una «casa», una descendencia a David. «Casa» y «Templo» son términos en los que se puede observar, aparte de la unidad del capítulo, el cambio radical entre el antiguo 118

gobierno de tribus separadas y el sistema monárquico hereditario, acogido al pacto de amistad entre Yahvé y su pueblo, sin excluir el castigo, en caso de perversión de este. En el v. 13, «él construirá una casa a mi nombre y consolidaré el trono de su realeza para siempre» (2 Sm 7,13) y en el 16, «y tu casa y tu realeza permanecerán firmes para siempre ante mí; tu trono será estable para siempre» (2 Sm 7,16), las tradiciones judía y cristiana ven un anuncio mesiánico. Más allá del contexto histórico inmediato, según el cual Salomón construiría un Templo en Jerusalén, se introduce en el texto una nueva idea, la de un mesías de la descendencia de David, una de cuyas características es su perpetuidad: «Has constituido a tu pueblo Israel como pueblo tuyo para siempre, y tú, Yahvé, has venido a ser su Dios» (2 Sm 7,24). El Salmo 89 es un himno preexílico, que exalta el poder de Yahvé, Dios de Israel, sobre otros poderes del mundo. Es un salmo complejo, en el que caben la lamentación y la alabanza. Comienza cantando las mercedes de Yahvé, concretamente, su lealtad, bondad y generosidad. De ahí se pasa a la consideración de la dinastía davídica, celebrando las maravillas de la creación y la alabanza a Yahvé por los poderes del cielo. Este Dios, señor único de toda la creación, es quien pronuncia el nombre de David y dice: «He hallado a David, mi servidor, con mi óleo santo lo he ungido» (v. 21) y «él me invocará : eres mi Padre, mi Dios, y mi Roca salvadora». Además, «yo le constituiré primogénito, el más excelso de los reyes de la tierra. Por siempre le guardaré mi gracia, y mi pacto respecto a él será firme. Y haré que dure siempre su semilla, y su trono cual los días de los cielos» (vv. 27-30). La dinastía perdurará y ni siquiera las infidelidades humanas podrán destruirla. Yahvé no violará su pacto y el trono de David será duradero, como el sol y la luna que permanecen para siempre (vv. 35-38). Los salmos reales, aplicables a cualquier monarca de la dinastía de David, aunque no hayan sido compuestos por este rey, como se creía tradicionalmente, se orientan en el mismo sentido [7] . Así, el Salmo 2, preexílico con bastante probabilidad, en el que se describe la trama de una rebelión contra el rey y, por consiguiente, contra Yahvé, dice: «¡Pero yo he consagrado a mi rey sobre Sión, mi santa montaña!» (v. 6). El rey responde con la fórmula típica de adopción divina, propia del lenguaje cortesano: «Mi hijo eres tú, yo mismo te he engendrado» (v. 7). El preexílico Salmo 72 canta al rey como representante de Yahvé en expresiones tomadas de las monarquías del antiguo Oriente y anuncia el reino mesiánico. El rey hace 119

y ejecuta justicia, defendiendo la causa de los pobres, salvando a los indigentes y aniquilando al opresor (vv. 1-4). El rey es también principio del orden cósmico y dominador de mar a mar, en referencia al mar Grande, al oeste, y al golfo Pérsico, al este. Y, un deseo: «¡Sean en él benditas las familias todas de la tierra» (Sal 72,17). La idea de un rey «salvador» aparece muy clara, encarnada en el sucesor de David, aunque no existe referencia alguna a un futuro escatológico. El Salmo 110, preexílico, culmina una serie de himnos, dedicados a la entronización de un rey. Consta de una colección de oráculos, cuyas ideas son las siguientes: a) Yahvé honra al rey, haciéndolo sentar a su derecha; b) desde el día de su nacimiento, al rey le acompaña el principado, el esplendor sagrado, es decir, su origen divino; c) se dice que el rey es sacerdote para siempre, a la manera de Melquisedec; d) con Adonai a su derecha, el rey es capaz de derrocar a otros reyes y hacer justicia a todas las naciones. Todo el lenguaje del salmo describe simbólicamente al rey como representante de Yahvé y como sacerdote eterno, a la manera de Melquisedec, según las costumbres de los reyes cananeos de Israel, pero no podemos atribuirlo literalmente a Jesús de Nazaret.

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3.6. La monarquía dividida: el reino del Norte y el reino de Judá Con la muerte de Salomón concluyó la unidad del reino de Israel, sobre el que habían gobernado Saúl, David y el mismo Salomón. El castigo de Yahvé a Salomón por dar culto a falsas divinidades, la enemistad endémica entre las tribus del norte y del sur por el trato favorable concedido a estas últimas –el Norte estaba más poblado y era más rico y activo política y culturalmente– el empobrecimiento y el malestar social del reino por la suntuosidad del monarca y la negativa de Roboán a modificar la política de su padre provocaron la división y la guerra del pueblo. La unidad se rompió, territorial y políticamente hablando, y el reino de Israel se dividió en lo que se denomina reino del Norte (continuó llamándose reino de Israel), que abarcaba las regiones de Samaría y Galilea, y reino del Sur o reino de Judá, que comprendía la región de Judea. El reino del Norte, iniciado por Jeroboán (931-910 a.C.) y concluido con Oseas (730-722 a.C.), estableció la capital primero en Siquem y, más tarde, en Samaría, que terminaría asediada y arrasada por los asirios, bajo los reinados de Salmanasar V (727721 a.C.) y Sargón II (721-705 a.C.). Desde el punto de vista político, vivió bajo la amenaza del imperio asirio, oponiéndose a él militarmente, experimentó un fuerte deterioro social y acusó una profunda descomposición moral y religiosa, adorando a dioses extranjeros. Frente a estas desviaciones, la voz de Yahvé se hizo siempre presente en su pueblo a través de los profetas que, recordando las anteriores tradiciones de Israel, interpretaron las nuevas situaciones, criticando los abusos e injusticias y señalando el camino recto. Los profetas más destacados de este periodo son Elías y Eliseo, del siglo IX a.C., que desempeñaron su ministerio en tiempos del rey Ajab (874-853 a.C.) y Amós y Oseas, del siglo VIII, durante el reinado de Jeroboán II (787-747 a.C.) [8] . La última fase del reino del Norte (841-721 a.C.), si exceptuamos el largo y exitoso reinado de Jeroboán II, está marcada por luchas sucesorias, reinados cortos y sangrientos y guerras con países extranjeros. Efectivamente, la caída del reino del Norte fue rápida y estrepitosa. A ello contribuyeron significativamente las campañas militares de Tiglatpiléser III de Asiria, la anarquía política que siguió al reinado de Jeroboán II y la represalia del nuevo monarca asirio, Salmanasar VI, contra el rey Oseas, cercando primeramente y, posteriormente, conquistando Samaría, en el año 722 a.C. En conformidad con la política tradicional, la población conquistada fue deportada y el resto –mezclado con

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gentes venidas desde el otro extremo del creciente fértil– pasó a ser una provincia más del imperio asirio. En el reino de Judá, tras el breve reinado de Ocozías (845 a.C.), la reina madre Atalía usurpó el trono y, para asegurarlo y continuar con sus maléficos y ambiciosos planes, mató a todos los descendientes de la familia real. El dominio que había ejercido durante el reinado de Joram, su padre, y del mismo Ocozías se incrementó, perjudicando seriamente los intereses religiosos de su pueblo, hasta el punto de establecer oficialmente el culto del dios Baal en la ciudad de Jerusalén. El único que se libró de su ira fue el niño Joás, que a la edad de siete años fue proclamado rey en el Templo y Atalía, asesinada en las afueras del mismo. Joás (836-797 a.C.) fue un rey que tutelado por el sumo sacerdote Joyada se ocupó de la restauración del Templo, administrando las contribuciones aportadas por el pueblo para esta causa, pero después de morir Joyada y atendiendo los deseos de aquellos que habían apoyado a Atalía, restauró el culto a dioses profanos. Desatendió las amenazas del profeta Zacarías, hijo de Joyada, por haber abandonado a Yahvé y por orden del monarca murió lapidado en la Casa de Yahvé, como relata el segundo libro de las Crónicas (2 Cr 24,20-22). Derrotado por Jazael, rey de Damasco, a quien reparó con ingentes tesoros del Templo y del palacio, y con el descontento de su pueblo, Joás murió asesinado en una revuelta. Amasías (796-767 a.C.) comenzó su reinado, vengando a los asesinos de su padre, Joás. Llevó a cabo una expedición, reconquistando Edom, que se había independizado en tiempos del rey Joram del reino del Norte, y restableciendo el comercio por el Mar Rojo. Envalentonado por el triunfo y el botín, entre los que se encontraban ídolos del pueblo sojuzgado, hizo frente a Joás, rey de Israel, siendo derrotado en Betsames y llevado prisionero a Jerusalén. Tales hechos desastrosos provocaron una insurrección militar, que le obligaron a huir y refugiarse en Laquis, donde fue asesinado. Azarías, llamado también Ozías (767-739 a.C.), su hijo y sucesor, fue un rey de grandes cualidades, afortunado, tanto en sus relaciones con el exterior como en el desarrollo y prosperidad de su tierra. Reorganizó el ejercito, fortificó ciudades, Jerusalén incluida, y favoreció el campo, especialmente la agricultura y la vinicultura. Organizó y desarrolló grandes campañas militares contra los edomitas, los amonitas, los filisteos y algunas tribus árabes. Mantuvo excelentes relaciones con Jeroboán II, rey de Israel. Preservó el celo por el culto a Yahvé, alentado por los consejos del profeta Zacarías. En 122

los últimos años de su reinado, usurpó la función sacerdotal de ofrecer incienso en el Templo, a lo que se opusieron muchos sacerdotes, encabezados por otro sacerdote, Azarías. Fue castigado con la lepra, obligándolo a abandonar el gobierno. Hasta su muerte, fue sustituido por su hijo Jotán, que hizo de regente. El nuevo rey (739-734 a.C.) se mantuvo fiel a Yahvé, edificó la puerta superior del Templo, construyó algunas ciudades y fortalezas y derrotó a los amonitas. Durante su reinado, comenzaron las hostilidades siroisraelitas contra el reino del Sur, que se endurecerían en tiempos de su hijo y sucesor, Ajaz. También surgió la actividad profética de Isaías, iniciada con la muerte de Azarías, que se prolongaría durante los reinados de Ajaz, Ezequías y Manasés. Ajaz (734-728 a.C.), conocido como Joacaz en los documentos asirios que registraban los tributos, es considerado uno de los peores reyes de Judá. Falto de fe en el Dios de Israel, puso su confianza en los dioses de sus poderosos vecinos, los reyes de Damasco y de Asiria. De hecho, el rey de Asiria, Tiglatpiléser III, atacó Judá y Ajaz se vio obligado a entregar al monarca asirio los tesoros del Templo y del palacio, dejando su reino a merced de Asiria. El deterioro cultural y religioso del reino de Judá fue notable, evidenciándose el culto a dioses extranjeros. Los grandes profetas, Oseas, Isaías y Miqueas, alertaron de los graves problemas del reino, evitando su catástrofe. El impío rey fue sepultado en la ciudad de David, pero no en el panteón de los reyes de Israel. Ezequías (728-699 a.C.) sucedió en el trono a su padre, Ajaz, y comenzó su reinado en línea opuesta a su predecesor, tanto política como religiosamente hablando. Obediente a la palabra de Yahvé, expresada en los oráculos de los profetas, especialmente de Isaías, Ezequías comenzó una profunda reforma religiosa. Nos dice la Biblia que «hizo lo recto a los ojos de Yahvé, enteramente como había hecho su antepasado David. Suprimió el culto de los altares, quebró los massebás, taló las aserás y machacó la serpiente de bronce que había fabricado Moisés; porque hasta aquel tiempo los israelitas le habían quemado incienso, y se la denominaba Nehustán» (2 Re 18,3-4) [9] . Y así fue, en efecto. Purificó el Templo y restauró los lugares de culto. Reunió a los sacerdotes y levitas para santificar la Casa de Yahvé, borrando las prevaricaciones y pecados que había cometido su pueblo. Ellos sacaron al atrio de la Casa de Yahvé toda inmundicia que hallaron en el Santuario (2 Cr 29). Purificado el Templo y destrozado cualquier vestigio de modelos asirios, Ezequías ofreció un sacrificio expiatorio por los

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pecados de Israel. Intentó, además, atraer a la pureza del culto de Yahvé a los supervivientes del recién destruido reino de Israel, enviando emisarios por todo Israel y Judá para celebrar la Pascua en Jerusalén. Puso todo el empeño en recuperar las tradiciones del reino de Israel. El libro de los Proverbios habla de una comisión, instituida por Ezequías, para recoger y elaborar las sentencias de Salomón (Prov 25). El esplendor religioso estuvo acompañado por la prosperidad económica, como puede apreciarse en la descripción que hace el libro segundo de los Reyes de los tesoros de Ezequías ante los emisarios del rey de Babilonia: «les mostró toda su tesorería, la plata, el oro, los bálsamos, el aceite aromática, su armería y cuanto se hallaba en su erario» (2 Re 20,13). En el terreno político, Ezequías se enfrentó con éxito a los filisteos, reforzando las defensas de la capital y construyendo un acueducto subterráneo, que conducía las aguas de la fuente de Guijón a Jerusalén. Como sabemos, el reino de Judá sufría el vasallaje del imperio de Asiria. Pues bien, aprovechando el resurgimiento de Egipto y uniéndose a la insurrección de los reinos de Filistea, Moab y Edom, Ezequías se sumó a la rebelión contra Asiria. Filistea fue arrasada por Sargón (711 a.C.), y Judá se salvó momentáneamente por haber presentado su sumisión. El papel de Judá en la nueva insurrección de los reinos citados, en el año 702 a.C., contra Asiria fue más importante y el castigo que sufrió fue duro cuando Senaquerib invadió Palestina, en el año 701 a.C. Muchas de sus ciudades fueron capturadas y algunas de ellas, entregadas a los partidarios de Asiria en Filistea. Muchos de sus habitantes fueron deportados (se calcula que serían alrededor de 20.000). Jerusalén fue severamente asediada y, aunque no tengamos testimonios históricamente fiables de la retirada de Senaquerib, la Biblia nos habla de la intervención de Yahvé para su liberación. Y así «Senaquerib, rey de Asiria, levantó el campo y partió y, vuelto, se estableció en Nínive» (2 Re 19,36). Al fiel y piadoso Ezequías le sucedió su hijo, Manasés (699-643 a.C.), en cuyo largo reinado aparecieron nuevamente las execraciones del culto asirio, consecuencia, en cierta forma, de su sumisión a los asirios. El contraste con la actitud de su padre fue enorme. Introdujo, de nuevo, en Jerusalén el culto a dioses extraños, particularmente asirios y cananeos, a quienes el rey sacrificó a su propio hijo (2 Re 21,6). Nos dice la Biblia que «se dio al nefelismo y a los encantamientos e instituyó nigromantes y adivinos y repetidamente obró lo malo a los ojos de Yahvé, irritándole» (2 Re 21,6). En el año 652 a.C., se alió en una insurrección, organizada por el rey de Babilonia; fue derrotado y

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llevado prisionero a Nínive. Asurbanipal, el rey asirio, lo puso en libertad, reintegrándolo en su reino. Le sucedió su hijo Amón (641-640 a.C.), cuyo corto reinado es considerado más impío incluso que el de su padre. Reabrió el culto a dioses extranjeros y cometió numerosos crímenes. Fue asesinado por sus súbditos, condenados, a su vez, por el pueblo. Josías (641-609 a.C.) subió al trono con apenas ocho años de edad. Influyó enormemente en el aspecto político y religioso de su reino, convirtiéndose en el último gran monarca del reino de Judá. En el año octavo de su reinado comenzó a buscar al Dios de David, limpiando a Jerusalén y a todos sus dominios de toda suerte de culto que no estuviera conforme a la ley de Yahvé (2 Cr 34,3-8). Ordenó restaurar el edificio del Templo (2 Re 22,3-7), donde se produjo el hallazgo del Libro de la Ley (2 Re 21,8). El Libro de la Ley, leído al pueblo, y la voz de los profetas Sofonías y Jeremías, exhortando a la conversión, propiciaron el clima para la renovación religiosa, que se visibilizó en la solemne celebración de la Pascua (2 Re 23,21-23). La Biblia resume elogiosamente su obra, diciendo: «Hizo lo recto a los ojos de Yahvé y siguió los derroteros de David, su antepasado, sin apartarse ni a derecha ni a izquierda» (2 Cr 34,2). En política interior, sus éxitos no se corresponden con la importancia de las reformas religiosas. El debilitamiento del imperio asirio le permitió ampliar el ámbito de influencia hasta Meguido, en el extremo suroccidental de la llanura de Yezrael, punto importante de la ruta comercial que iba de Egipto a Siria y Babilonia. Los asirios, tras la caída de Nínive, en el año 612 a.C., continuaron en Harán la resistencia, bajo el mando de Asuruballit. Los egipcios, temerosos de que un nuevo enemigo –Babilonia en este caso– sustituyera a Asiria, constituyeron un poderoso ejército, al mando del faraón Necao, dispuestos a ayudar a los asirios. Josías, al pasar, intentó cerrarle el paso, y Necao murió en Meguido. Fue sepultado en Jerusalén (2 Re 23,29-30) [10] . A Josías le sucedió su hijo menor, que tomó el nombre de Joajaz (609 a.C.), que, durante su breve reinado, continuó la política de su padre. Reinó solo unos meses. Fue depuesto del trono y llevado prisionero a Egipto por el faraón Necao, que se había inclinado por su hermano para gobernar Judá. Joaquim (609-597 a.C.). Sabemos que Babilonia alcanzó su esplendor bajo Nabucodonosor, rey desde c. 605-562 a.C. A comienzos del reinado de Joaquim, Nabucodonosor derrotó a los asirios y a sus aliados a las orillas del río Éufrates, en la 125

ciudad de Carquemis, ocupada por el faraón Necao después de la caída y destrucción de Nínive. Jerusalén fue también tomada y destruida, en el año 607 a.C., produciéndose la primera deportación. Cuenta el segundo libro de las Crónicas que «contra él (Joaquim) subió Nabucodonosor, rey de Babilonia, y le prendió con grilletes para conducirle a Babilonia. Nabucodonosor llevó asimismo a Babilonia parte de los objetos de la Casa de Yahvé y los colocó en su palacio de Babilonia» (2 Cr 36,6-7). En esta primera deportación se encontraban Daniel y sus tres compañeros. Una segunda deportación se produjo, en el año 597 a.C., ya en el reinado de Joaquín, hijo del rey anterior, que gobernó Judá solo tres meses. Fueron llevados a Babilonia el rey, su corte y los tesoros del Templo. Sedecías (597-586 a.C.). Este monarca, mediocre, débil y vacilante, desatendiendo los sabios consejos del profeta Jeremías, se echó en brazos de los egipcios, rebelándose contra el todopoderoso Nabucodonosor, quien, el año 587 a.C., tomó la ciudad de Jerusalén, la saqueó, destruyó sus murallas y expolió sus riquezas. Numerosos habitantes de Judá fueron deportados a varias localidades de Babilonia, quedando en el país los campesinos y aquellos que no presentaban ningún peligro militar. Estos deportados, aleccionados fundamentalmente por Ezequiel, continuarían la historia del pueblo elegido, constituyendo el llamado «resto de Israel», del que habían hablado Jeremías y otros profetas. Comenzaba así con la caída del reino de Judá y el exilio en Babilonia, una nueva etapa de la historia de Israel. En el periodo comprendido entre la muerte del rey Salomón, comienzo de la monarquía dividida en el reino de Israel, y la restauración o regreso del exilio de Babilonia, los textos bíblicos experimentan un acusado desarrollo en el mesianismo regio, que se pone de manifiesto en la predicación de los grandes profetas del reino de Judá, durante los grandes poderes imperiales de Asiria y de Babilonia. Isaías (735 a.C.) ofrece un pasaje de extraordinaria importancia en la expectativa mesiánica de la dinastía davídica (Is 7,14-17). El contexto histórico en el que se sitúa el pasaje es la llamada guerra siro-efraimita, es decir, el ataque de Siria (Aram) e Israel (Efraín) contra Judá, con la intención de forzarla a una coalición contra el imperio asirio. El rey Ajaz, desoyendo la recomendación del profeta Isaías y la ayuda tendida por Yahvé, que le dice: «Cuida de estar tranquilo, no temas ni desmaye tu corazón» (v. 4), presta vasallaje a Asiria y, con ella, combate contra Siria e Israel. A Ajaz se le pide fe 126

para reinar indefinidamente, buscando la ayuda solamente en Yahvé. Ante la continuada e indecisa actitud del monarca, el profeta interviene de nuevo y le suplica que le pida un signo de Yahvé. Ajaz se niega, indicando con ello que su mente estaba cerrada para tomar la decisión aconsejada. Yahvé, a través de Isaías, le dice: «Pues bien, Adonai mismo os dará una señal: He aquí que la doncella concebirá y parirá un hijo, a quien denominará con el nombre de Emmanuel. Leche cuajada y miel comerá hasta que sepa rechazar lo malo y elegir lo bueno. Pues antes de que el niño sepa rechazar el mal y elegir el bien será abandonado el país por el que sientes horror a causa de sus dos reyes. Yahvé hará venir sobre ti y sobre tu pueblo y sobre la casa de tu padre días tales cual nunca han venido desde los días en que Efraín se separó de Judá, a [saber] el rey de Asiria» (Is 7,14-17). El signo es la confirmación del futuro, anunciado por el profeta. La doncella, h'ml.[; almah, término entendido en la tradición cristiana como parqe,noj o virgo y aplicado a María, se puede interpretar de varias formas, pero lo más probable es que aluda a una esposa de Ajaz, cuyo niño prometido garantizaría el futuro de la dinastía de David [11] . Por esa razón se le llamará Emmanuel. El niño comerá leche y miel –lo propio de una tierra devastada– desarrollará una vida en conformidad con Yahvé (la antítesis del rey Ajaz) y discernirá entre el bien y el mal. Siria e Israel serían destruidos. El Emmanuel, signo de la presencia de Yahvé en su pueblo en la persona del rey davídico, se nos dice en otro pasaje de Isaías que «se llamará Consejero maravilloso, el Fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz... y se sentará sobre el trono de David y sobre su reino» (Is 9,5-6). Aunque es probable que la expresión «un niño nos ha nacido» (Is 9,5) haga referencia al futuro rey Ezequías, las expectativas del profeta son mucho más amplias y tienen connotaciones de futuro, que anuncian la paz, característica de las cualidades del rey, de las promesas de Yahvé a la dinastía davídica y de la justicia sobre la que se asienta el trono de David. En otro pasaje, el profeta Isaías eleva sus expectativas a un futuro más claro y remoto (Is 11,1ss). El monarca ideal está marcado por las cualidades carismáticas que le vienen del Espíritu de Yahvé: sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y de fuerza, espíritu de conocimiento y de temor de Dios (Is 11,2). Y, con estas cualidades, traerá la paz universal, que implica la carencia de injusticia en el reino y la victoria sobre el enemigo exterior. Todo deriva del «conocimiento de Yahvé», que llenará a todo el país. El pasaje, considerado por muchos especialistas como añadido exílico, es bellísimo, y

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dice así: «Ahora bien, saldrá un brote del tocón de Jesé y un vástago de sus raíces germinará. Sobre él se posará el Espíritu de Yahvé, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y de fuerza, espíritu de conocimiento y de temor de Yahvé, y le alentará en el temor de Yahvé. No juzgará por lo que vean sus ojos ni fallará según lo que oigan sus oídos, sino que juzgará con justicia a los pobres y fallará con rectitud respecto a los humildes del país; y golpeará al tirano con la vara de su boca y con el soplo de sus labios hará morir al impío. Y será la justicia el ceñidor de sus lomos y la verdad el cinturón de sus caderas. Entonces morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se echará; y el ternero y el leoncillo pacerán juntos y un muchachuelo podrá conducirlos. Vaca y oso pastarán; juntos se tumbarán sus cachorros, y el león, como una res vacuna, comerá paja. Entonces el niño de pecho jugará junto al agujero del áspid, y hacia la caverna del basilisco extenderá su mano el destetado. Pues no obrarán mal ni causarán daño en toda mi Montaña Santa; porque lleno estará el país del conocimiento de Yahvé como las aguas cubren el mar» (Is 11,1-9). Estas afirmaciones dan pie a R. E. Brown para decir que «estas dos ideas, la restauración de la dinastía de David y el alcance religioso y universal de la salvación de la que es instrumento la dinastía de David, probablemente aparecen aquí combinadas por primera vez en el antiguo testamento» [12] . El profeta Amós, cuya actividad profética se desarrolla en los reinados de Ozías de Judá y Jeroboán II de Israel (s. VIII a.C.), ganadero de profesión, profetizó en Betel, un centro de culto importante del reino del Norte. En el capítulo noveno de su libro, hace referencia a la restauración de todo el pueblo de Israel. Habla en términos de salvación y liberación, utilizando expresiones como llegarán días en que «el arador se encontrará con el segador», «el que pisa la uva con quien esparce la semilla» y «las montañas destilarán mosto» (Am 9,13). El contenido del capítulo tiene evidentes connotaciones históricas, pero deja entrever un mesianismo escatológico, que comporta la intervención de Yahvé y, con ella, la salvación de todos los pueblos. El profeta Miqueas procede, como Amós, del ambiente campesino y es contemporáneo de Isaías. Crítico y duro con las diferencias entre ricos y pobres, e inclinado a la misericordia con los campesinos explotados, predice un tiempo nuevo, en el que se afianzan la dinastía y los valores davídicos. De Belén Efrata, la ciudad de Jesé y de su hijo David, saldrá el que ha de ser «dominador en Israel» (Miq 5,1). Él pastoreará, 128

con la potestad de Yahvé, al pueblo, será grande hasta los confines de la tierra y él mismo será la Paz (Miq 5,4). El mesías que viene de Belén garantizará la victoria sobre el imperio asirio y entonces se consolidará con poder «el resto de Jacob en medio de pueblos numerosos, como rocío procedente de Yahvé, cual lluvia sobre la hierba» (Miq 5,6). El profeta Jeremías, que vivió uno de los periodos más turbadores de la historia del Próximo Oriente antiguo, con la caída del imperio asirio, el nacimiento poderoso de Babilonia y el caos del reino de Judá, predijo un tiempo en el que, en boca de Yahvé, «suscitaré a David un vástago legítimo, y reinará como rey y obrará sabiamente, y ejercitará derecho y justicia en la tierra. En sus días será salvada Judá e Israel habitará en seguridad, y este será el nombre con que se le llamará: “Yahvé nuestra justicia”» (Jer 23,5-6). La mención de un mesías, que obra sabiamente, ejercita el derecho y salva a todo el pueblo de Israel, es evidente. La disparidad de opinión comienza al determinar el tiempo en que se ejerce este mesianismo. Unos autores se inclinan por un mesianismo regio, vinculado a la historia del pueblo judío, y otros lo entienden en sentido futuro escatológico. El profeta Ezequiel de familia sacerdotal y uno de los deportados a Babilonia, dirige un mensaje a los exiliados, preocupado por la suerte de su patria y de la ciudad de Jerusalén. Bajo la alegoría del buen pastor, anuncia la restauración de Judá con estas palabras: «Luego suscitaré sobre ellas (las ovejas) un solo pastor que las apaciente, mi siervo David: él las apacentará y les servirá de pastor. Entonces yo, Yahvé, seré su Dios, y mi siervo David será príncipe en medio de ellas. Yo, Yahvé, he hablado» (Ez 34,2324). David permanecerá en un rey de su dinastía, pero su función real se plasma aquí, no en términos de poder y gobierno, ni de salvación, sino bajo la forma de pastoreo y custodia (Ez 37,24).

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3.7. El exilio en Babilonia El reino del Norte (Israel) fue asediado por Salmanasar y su sucesor, Sargón, llevó en cautividad a sus habitantes a Asiria. Los vestigios dejados en la historia son escasos, si excluimos su culto a la idolatría. Algo diametralmente opuesto ocurre con el reino de Judá en su cautiverio en Babilonia. Su destierro duró medio siglo (587-537 a.C.). Los judíos deportados pertenecían a las clases altas de la sociedad, que vivían en las ciudades. Aunque se vieron obligados a trabajos forzados en la construcción de canales y ciudades, muchos de ellos vivieron juntos en colonias e incluso ocuparon tierras en propiedad y ejercieron cargos importantes en la administración. En tal sentido, habla la Biblia –los libros de Ester y Daniel– de la prosperidad del pueblo judío en Babilonia, que explica, a la par, el hecho de que algunos exiliados permaneciesen allí para siempre, aunque se sintiesen obligados por su patriotismo a la reconstrucción del Templo de Jerusalén. Ellos continuaron practicando el culto a Yahvé, vigorizado por las reformas de Ezequías y de Josías, e impulsado por la predicación de grandes profetas como Isaías, Miqueas y Jeremías. La presencia en el destierro de otro gran profeta, Ezequiel, les mantuvo firmes en la fe de Yahvé y en la esperanza de su poder. Sus profecías, en efecto, se orientaron hacia la fidelidad de Yahvé y la confianza de su pueblo, abierto – casi por necesidad– a una esperanza futura. Es más, los sufrimientos en el exilio, considerados como castigo a sus infidelidades, fueron causa de un resurgimiento religioso, que trazaba un futuro ideal, cimentado en la estricta observancia de la Torá. En su preparación para el regreso a su patria, jugaron un papel importante los escribas (aparecen por primera vez aquí), dedicados al estudio y enseñanza de la ley y la observancia de preceptos tan importantes como la circuncisión y el sábado.

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3.8. La restauración en la época persa La hegemonía del imperio persa y la caída de Babilonia cambiaron radicalmente el ambiente político en todo el Mediterráneo oriental y especialmente la historia del pueblo de Israel. A diferencia de los asirios, que deportaban a los vencidos, y de los babilonios, que destruían el sistema político y religioso de sus enemigos, los persas intentaron mantener la unidad de su vasto imperio respetando las identidades nacionales de sus súbditos, en el caso de Israel, la religión de Yahvé. En el año 538 a.C., el rey persa, Ciro el Grande, conquistó Babilonia y destruyó su imperio. Él, fundador del imperio persa, el mayor conocido hasta ese momento, fue el ejecutor de los designios misericordiosos de Yahvé sobre el pueblo de Israel. En sintonía con su política de respeto a las religiones existentes en su imperio, Ciro autorizó el regreso de los judíos exiliados a Judá, permitiéndoles reedificar el Templo y adorar a su Dios (Esd 1,1-4). Otro tanto hicieron Darío I, Artajerjes I y Artajerjes II, según consta en los libros de Esdras y Nehemías y en el rescripto de Darío II sobre la Pascua (Papiro de Elefantina). La vuelta de Babilonia a los territorios de Judá y Benjamín, inaugurada en la primavera del año 537 a.C., la iniciaron miles de judíos, de diversos clanes y familias, con esclavos, camellos, caballos y asnos, y fue conducida por Zorobabel, representante del monarca persa, y el sumo sacerdote Josué. El retorno no resultó fácil. Los nuevos habitantes del territorio tuvieron que levantar sus hogares y aposentos, arruinados u ocupados por extraños, comenzar la penosa reconstrucción del Templo, iniciar sus ritos y defender su fe en Yahvé, enfrentándose a la hostilidad de sus vecinos, especialmente los samaritanos, que se convertirían en enemigos irreconciliables. El celo religioso de los exilados, expuesto a dificultades de todo tipo, se vio impulsado por el profeta Ageo, en el reinado de Darío I. Recriminó la suntuosidad de las mansiones de muchos jerosolimitanos, a diferencia del abandono de las obras del Templo (Ag 1,4) y vislumbró un segundo Templo, más famoso que el primero, por la futura presencia del Mesías y los presentes que lo embellecerían: «conmoveré, pues, a todas las naciones, y afluirán las cosas más preciadas de todas las naciones, y henchiré de gloria esta Casa, dice Yahvé Sebaot. Mía es la plata, mío el oro –oráculo de Yahvé Sebaot. Mayor será la gloria postrera de esta Casa que la primera, dice Yahvé Sebaot, y en este

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lugar daré la paz –oráculo de Yahvé Sebaot» (Ag 2,7-9). La predicación de otro profeta, Zacarías, estuvo orientada en el mismo sentido, es decir, a la reconstrucción del Templo, cuyo esplendor no dependería de fuerzas y obras humanas, sino de la intervención del Espíritu de Yahvé (Zac 4,6). Las obras de reconstrucción del Templo, tras no pocas dificultades políticas y económicas que las entorpecieron, incluso paralizaron temporalmente, finalizaron en la primavera del año 515 a.C., fecha en la que se celebró la Pascua por primera vez después de la vuelta de Babilonia. En la ciudad de Jerusalén se reedificaron los muros, en tiempos de los monarcas persas Jerjes y Artajerjes I. Este último, interpretando la reedificación como una amenaza militar, suspendió las obras y ordenó demoler lo construido. Un judío seglar, Nehemías, copero de Artajerjes I en la corte persa, nacido en el exilio y temeroso del Dios de Israel, informado de lo que sucedía en Jerusalén, incluso de los abusos religiosos y morales, y con el permiso de las autoridades del gobierno, marchó a Judá, y allí, tras haber conseguido el nombramiento de gobernador de Judá y luchando contra la oposición de hombres tan poderosos como Sanballat, gobernador de la provincia de Samaría, y Tobías, gobernador de la provincia de Amón, expuso sus planes para la edificación de los muros que, en menos de dos meses, estuvieron levantados. Nehemías emprendió, además, la repoblación de Jerusalén, ensanchada por el lado Norte, luchó contra las desigualdades económicas provocadas por la avaricia de los poderosos, castigando la usura y condonando las deudas de la gente más pobre y así reduciendo el intenso desorden social y promovió la reforma religiosa, expulsando del Templo a ocupantes indignos, como Tobías, prohibiendo en él la actividad comercial en el día del sábado, recriminando el matrimonio de judíos con extranjeros, restableciendo los ministerios de sacerdotes y levitas, que implicaba la renovación de la alianza con Yahvé (Neh 13,4-31). La alianza estuvo precedida por la lectura y explicación de la Torá, encargadas a Esdras, un joven sacerdote y escriba. La Biblia dice así: «Esdras abrió el Libro a la vista de todo el pueblo, pues él estaba más elevado que toda la gente, y cuando lo abrió, el pueblo entero se puso de pie. Esdras bendijo a Yahvé, el Dios grande, y respondió todo el pueblo, alzando sus manos: “Amén, amén”. Luego se inclinaron y prosternaron ante Yahvé, rostro en tierra» (Neh 8,5-6).

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Esta solemne promulgación de la Ley, ante el pueblo que, «como un solo hombre», se había congregado en la plaza, delante de la Puerta del Agua (Neh 8,1), se convirtió en marco constitucional religioso y civil del pueblo judío, aprobado por la autoridad soberana del imperio persa.

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3.9. La época helenística Filipo II, rey de Macedonia, aprovechándose de las debilidades y rivalidades internas de los pequeños estados de Grecia, logró la unidad de los griegos y en el año 338 a.C. se proclamó soberano de toda Grecia. Su hijo y sucesor, Alejandro Magno, asumió el proyecto de su padre de conquistar el imperio persa. En el año 334 a.C., Alejandro Magno derrotó al ejército de Darío III en Isos. Desde allí se dirigió hacia Damasco, Fenicia y Palestina, llegando hasta Egipto, donde, en el año 331 a.C., fundó la famosa ciudad de Alejandría. Con esta conquista se inicia una nueva época, en la que se mezclan las culturas de Oriente y de Grecia, dando lugar al fenómeno cultural que conocemos con el nombre de «helenismo». Este fenómeno se propagará a través de las ciudades, tanto de nueva fundación, como de las existentes con anterioridad. En el año 331 a.C., Alejandro Magno derrotó al imperio persa, en el que estaba incluido Israel. Es probable que Jerusalén no fuera atacada por el rey macedonio, bien por la benevolencia y tolerancia que le caracterizaba hacia los pueblos dominados o por las noticias que le habían llegado del pueblo judío, respecto a su lealtad y fidelidad (cf. Dan 11,3-4). En el año 323 a.C., moría Alejandro Magno, dejando un grave problema sucesorio en el imperio y una lucha abierta por el poder. Después de las guerras de los Diadocos (en las que intervinieron fuerzas de los sucesores de Alejandro, entre los años 323-281 a.C.), en el reparto de su imperio Palestina fue adjudicada a Egipto y obligada a pagar tributos a los Ptolomeos, aunque sin ser perturbada en sus formas de vida religiosas y sociales. De hecho, el pueblo judío contribuyó de forma extraordinaria al esplendor de la nueva capital de Alejandría, convertida en el corazón del helenismo judío. A mediados del siglo III a.C., comenzó la traducción de los libros sagrados al griego. La situación cambió drásticamente cuando Antíoco III el Grande, rey del imperio seléucida (223-187 a.C.), derrotó a los egipcios en la batalla de Baniyás. Los seléucidas, que gobernaron en Siria desde el año 312 a.C., se adueñaron de Palestina, con la renuencia de todo el pueblo judío. En este ambiente de disgusto y desesperación, llegó al trono Antíoco IV Epífanes (175-163 a.C.), helenizante fanático y hostil a las tradiciones y prácticas del judaísmo. Fascinado por el esplendor de Roma, donde había vivido, pretendió imponer en los territorios de su imperio la unidad y grandeza de esta, 134

impulsando vehementemente la helenización, incluso en Judea. Sus hechos – nombramientos de sumos sacerdotes entre sus amigos, saqueo y profanación del Templo, erección de estatuas de dioses paganos, abolición de los preceptos de la circuncisión y el sábado y persecución religiosa– demostraron fehacientemente su idea de la incompatibilidad entre el helenismo y la religión judía. Pese a todo, la población campesina mantuvo la fidelidad a su Dios. La insurrección contra esta execrable tiranía fue iniciada por los hermanos Macabeos, nombre que reciben de Judas Macabeo, el primer jefe, hijos de Matatías, de estirpe sacerdotal (1 Mac 2,1-5). La fuerza de su rebelión contra el imperio sirio radica en su fe y su pasión por la nobleza de su causa. El padre de la insurrección, Matatías, murió poco después de haber comenzado esta. Sus hijos, Judas, Jonatán y Simón llevarían a cabo tan justa y digna causa. Judas, tras conseguir una tregua con el ejército sirio de Antíoco Epífanes, purificó el Templo y fortificó el recinto sagrado. Derrotado por el ejército de Lisias, regente de Antíoco Epífanes, fue asediado en el recinto del Templo, librándose de la muerte por unos disturbios en Antioquía que reclamaron la presencia urgente de Lisias y, en consecuencia, se retornó a la situación de tregua vivida anteriormente. Años más tarde (160 a.C.), Demetrio I, habiendo dado muerte a Lisias y a Antíoco, venció al caudillo judío y le mató. El sucesor de Judas fue su hermano Jonatán, encargado de dirigir la lucha de los Macabeos contra los enemigos de Israel. En un principio, se limitó a una guerra de guerrillas contra el enemigo sirio. Pero, cuando, en el año 153 a.C., rivalizaron por el poder Demetrio I, rey de Siria, y Alejandro Balas (quien reclamaba ser hijo de Antíoco IV), Jonatán se puso al lado de Balas, quien le nombró sumo sacerdote, ejerciendo como tal en la fiesta de los tabernáculos (1Mac 10,21), y en el transcurso de su boda con Cleopatra, hija de Ptolomeo Filometor, lo hizo «estratega», con rango ligeramente inferior al del rey. Jugó con gran habilidad y provecho durante el periodo de luchas al trono de Siria entre Demetrio II Nicátor, hijo de Demetrio I Sóter, y Antíoco VI, hijo de Balas, obteniendo inmensos beneficios territoriales –incluso fuera del territorio judío– ciudades fortificadas e importantes sumas de dinero (1Mac 11,59; 12,31-38). Fue ejecutado, en el año 143 a.C., tras una emboscada en Tolemaida. Pese a sus numerosos

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éxitos políticos y económicos, no consiguió liberar la ciudad de Jerusalén, tarea que correspondería a su hermano y sucesor, Simón. Simón, el último de los hermanos, se alió con Demetrio II, al proclamarse rey Trifón. Con él comenzó una nueva era de independencia por las numerosas concesiones que le otorgó Demetrio II. Fortificó Jerusalén, bloqueó la amenaza siria de Acra, que acabó rindiéndose, se constituyó sumo sacerdote, confirmado por el pueblo, obtuvo el reconocimiento diplomático de Roma, y fue aceptado por todos como general y etnarca del pueblo judío. Desde entonces, se mantuvo independiente hasta su muerte, en el año 134 a.C., cuando fue asesinado en un banquete. Juan Hircano, el tercero y último hijo de Simón, que fue avisado de las intenciones de sus enemigos, se constituyó en etnarca y sumo sacerdote de Judea, de la familia de los asmoneos, gobernando desde el año 134 a.C. hasta el 104 a.C. La era de los Macabeos terminó el año 63 a.C., cuando el general romano Pompeyo llegó a Siria. Jerusalén fue conquistada, saqueada y profanada. A partir de este momento, Roma dominó el territorio y el pueblo judío dejó de ser completamente independiente. La historia posterior está recogida en el capítulo IV: «El contexto de la vida de Jesús», y a él me remito. Desde el periodo del exilio hasta el final de la era de los Macabeos, cuando Roma comienza el dominio sobre el pueblo judío, se produce una diferencia importante en la concepción mesiánica, tanto en los escritos tardíos del Antiguo Testamento, como en los intertestamentarios. Me refiero al cambio entre un «mesianismo davídico» y otro, más orientado hacia un futuro indefinido, carente de institución monárquica. Resultaba ya inconcebible la idea de un «mesías» que se fundase en la rehabilitación de la línea de David. El pueblo de Israel orientaba sus expectativas hacia un futuro indefinido, que esperaría la intervención última y definitiva de Dios para su liberación. En este sentido, y pese a que nombres de «mesías» aparezcan tanto en los escritos del Nuevo Testamento como en la literatura profana, solamente en esta etapa podemos hablar estrictamente de «Mesías», con carácter indefinido, aunque sus rasgos difícilmente puedan ser identificados con el Jesús de Nazaret de los evangelios canónicos. El profeta Zacarías, contemporáneo de Ageo, regresado del exilio junto con Zorobabel, evoca la figura de un rey singular; «¡Alégrate sobremanera, hija de Sión; grita jubilosa, oh hija de Jerusalén! He aquí que tu rey viene a ti; es justo y victorioso, 136

humilde y montado sobre un asno, sobre un pollino, cría de asnas» (Zac 9,9). El rey descrito aquí es un rey terrenal con proyección de futuro; justo porque cumple la voluntad de Dios y que no salva, sino que es salvado por Dios; montado en un asno, como signo de paz (y no de humildad). Y, también, su gobierno pacífico se extenderá a todo el mundo (Zac 9,10). Junto a esta versión mesiánica, aparece otra en los conocidos Salmos de Salomón, obra apócrifa del siglo I d.C., en la que se incluyen características espirituales y políticas por igual en la descripción del mesías. Me fijo en dos de estos salmos. En el titulado «Salmo de Salomón, con canto. Para el Rey» se dice, entre otras cosas: «Tú, Señor, escogiste a David como rey sobre Israel; tú le hiciste juramento sobre su posteridad, de que nunca dejaría de existir ante ti su casa real. Por nuestras transgresiones se alzaron contra nosotros los pecadores; aquellos a quienes nada prometiste nos asaltaron y expulsaron, nos despojaron por la fuerza y no glorificaron tu honroso Nombre. Dispusieron su casa real con fausto cual corresponde a su excelencia, dejaron desierto el trono de David con la soberbia de cambiarlo. Pero tú, oh Dios, los derribas y borras su posteridad de la tierra, suscitando contra ellos un extraño a nuestra raza» (SalSl 17,4-7). Y, en otro lugar del mismo, se afirma: «Él será sobre ellos un rey justo, instruido por Dios; no existe injusticia durante su reinado sobre ellos, porque todos son santos y su rey es el ungido del Señor» (SalSl 17,32). En otro salmo, titulado «Salmo de Salomón. De nuevo sobre el Ungido del Señor», se dice: «Felices los que nazcan en aquellos días, para contemplar los bienes que el Señor procurará a la generación futura, bajo la férula correctora del ungido del Señor, en la fidelidad a su Dios; con la sabiduría, la justicia y la fuerza del Espíritu» (SalSl 18,6-7) [13] . Sobre el mesianismo de la comunidad de Qumrán existen muchos estudios especializados, con dificultades aún por resolver. Realmente, es una cuestión compleja y abierta a la interpretación. Como se sabe, esta comunidad, que vivía su existencia en el contexto escatológico que le proporcionaba la rica historia de Israel en tal sentido, tenía un «Maestro de Justicia» que, sin ser calificado como mesías, ni reivindicar ningún título, era concebido como salvador de Israel. La muerte del «Maestro» y la incorporación de numerosos fariseos a la secta facilitaron las ansias mesiánicas, abriendo en la comunidad un tiempo indefinido de espera. Se esperaba, como dice algún manuscrito, «la venida de 137

un profeta y de los Mesías de Aarón e Israel» (1 QS 9-11). Es altamente probable que la figura del «profeta» se refiera a Moisés o a Elías y los dos Mesías, el Mesías de Aarón al sumo sacerdote ungido y el Mesías de Israel al rey davídico, ungido, por supuesto. Tendríamos por tanto un mesías sacerdotal y un mesías del tronco de David. Es lógico pensar que, como dice R. Brown, «puede haber habido una amalgama de Mesías en una sola figura compuesta con otros personajes salvadores, por ejemplo con el Hijo del hombre» [14] . La figura mesiánica, que ha podido ser percibida a lo largo de la historia de Israel, ha estado impregnada con tintes nacionalistas y espirituales. Así lo concibieron los contemporáneos de Jesús de Nazaret. Los escritos del Nuevo Testamento, iluminados por la resurrección de Jesús, hablarán del Ungido del Señor, del Cristo, cuyo reino no es de este mundo y está, además, orientado indefectiblemente a un futuro de salvación y liberación para todos los pueblos.

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3.10. Conclusión La historia de Israel, cuya comprensión resulta extremadamente difícil con criterios meramente críticos de la ciencia histórica moderna, es realmente singular y apasionante. Desde sus comienzos hasta el final se descubre en ella la intervención de Yahvé, manifestada en múltiples y diversos acontecimientos, para liberar a un pueblo –su pueblo– de los enemigos e infundir en él la esperanza, no exclusivamente personal y material, sino también colectiva y espiritual, a través de quien sería considerado por todos el Mesías de Dios. La esperanza mesiánica se simboliza, si bien con tonalidades e intensidad diferentes, en la vocación de Abrahán, en el seguimiento de los patriarcas, en la promisión de la tierra de Canaán, en la protección del pueblo judío contra los abusos de los faraones egipcios, en la iluminadora y penosa a la par peregrinación por el desierto y en la ayuda divina en la conquista de la tierra prometida. También los jueces de Israel fueron liberadores y salvadores y la institución monárquica marcó la línea de la que surgiría el futuro Mesías; en ella se encuadran también las grandes reformas religiosas, la purificación del templo y la celebración de importantes ritos sagrados. Los grandes profetas, con su voz autorizada y su ejemplo incontestable, pregonan siempre esperanza y vislumbran bienes futuros no solo para Israel, sino para toda la humanidad. Algo distinto de la esperanza son los contenidos de la misma y el tiempo y forma de su realización. En este campo el «mesianismo» de Israel ofrece múltiples interpretaciones. En todo caso, en la historia de Israel cabe siempre la figura de un Mesías, que establecería un reino espiritual, cuyos valores transformarían los ideales del pueblo judío y constituiría además, aunque esto se afirme con menor insistencia, la salvación para todos los pueblos de la tierra.

[1] S. HERMANN, Historia de Israel en la época del Antiguo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2003). J. SOGGIN ALBERTO , Nueva Historia de Israel (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1999). R. M. BOGAERT – M. DELCOR – E. LIPINSKI et al., Diccionario enciclopédico de la Biblia (Barcelona: Herder, 1993). F. KOGLER – R. EGGER -WENZEL – M. ERNST , Diccionario de la Biblia (Bilbao–Santander: Mensajero–Sal Terrae, 2012). A. G. WRIGHT – R. E. MURPHY – J. A. FIT ZMEYER , Historia de Israel, en (R. E. BROWN – J. A. FIT ZMEYER – R. E MURPHY [eds.]) Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo (Estella: Verbo Divino, 2004), 946-973. E. POWER , «Historia de Israel (hasta 130 a.C.)», en B. ORCHARD – E. F. SUT CLIFFE – R. C. FULLER – R. RUSSELL, Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura I (Barcelona: Herder, 1956), 207-237. T. CORBISHLEY, «Historia de Israel (130 a.C.- 70 d.C.)», en B. ORCHARD – E. P. SUT CLIFFE – R. C. FULLER – R. RUSSELL, op. cit., 240-253. R. E. BROWN, Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2005), 173-180. G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret

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(Salamanca: Sígueme, 2002), 27-35. T. P. RAUSCH, ¿Quién es Jesús? Introducción a la cristología (Bilbao: Mensajero, 2006), 69-87. R. E. BROWN – J. A. FIT ZMYER – R. E. MURPHY (eds.), Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo. Nuevo Testamento (Estella: Verbo Divino, 2004), 1070-1077. J. L. SICRE, Introducción al Antiguo Testamento (Estella: Verbo Divino, 2000). R. KESSLER , Historia social del Antiguo Israel (Salamanca: Sígueme, 2013). J. BRIGHT , La historia de Israel (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1970). L. MÁLEK – C. ZESAT I – C. J UNCO – R. DUART E, El Mundo del Antiguo Testamento (Estella: Verbo Divino, 2012). M. NOT H, Historia de Israel (Barcelona: Garriga, 1966). R. DE VAUX, Historia Antigua de Israel (Madrid: Cristiandad, 1975). [2] Cf. P-M. BOGAERT – M. DELCOR – E. LIPINSKI et al., Diccionario enciclopédico de la Biblia (Barcelona: Herder, 1993), 267-268. Se afirma que la conquista de Canaán es una de las cuestiones históricas más discutidas. Se invocan diferentes teorías: a) la de la infiltración pacífica, lenta y en un periodo largo; b) la de una conquista propiamente dicha; c) la que habla de una revuelta de campesinos contra la opresión de las ciudades-estado cananeas; y d) la que se inclina no por una, sino por múltiples entradas de los israelitas en Canaán. [3] El relato bíblico de la conquista es esquemático y fuertemente idealizado, centrado exclusivamente en la figura de Josué. Más que historia, parecen describirse hechos, percibidos por la fe en la promesa de la nueva tierra. [4] Una ostentosa fortificación en la ciudad de Jerusalén, situada probablemente en su extremo norte. [5] R. E. BROWN, Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2005), 173. [6] A. F. CAMPBELL – J. W. FLANAGAN, en Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo. Antiguo Testamento (Estella: Verbo Divino, 2005), 224-226. [7] Los Salmos reales son aquellos que, en su temática: lamentaciones, alabanza, etc. tienen al rey como sujeto o como objeto. Continúa siendo una cuestión debatida tanto su número como la fecha de su composición. En cualquier caso, son admitidos como tales los salmos 2; 18; 21; 45; 72; 101; 110; 144, 1-11. [8] Estimo que no es necesario un desarrollo más pormenorizado de la historia del reino del Norte porque, según los historiadores y biblistas, no se perciben en este periodo signos que orienten a una esperanza mesiánica del pueblo de Israel, el tema que quiero dilucidar. Me centraré, por tanto, en el estudio del reino de Judá, sumamente rico e indicativo en lo referente a los contenidos de este apartado. [9] Nota: Massebá significa piedra conmemorativa/sagrada, y Aserá, diosa de la vegetación, venerada en todo el ámbito fenicio-cananeo; el término en plural hace referencia a la existencia de ciertos lugares de culto de esta diosa. [10] Una versión distinta se ofrece en 2 Cr 35, 20-25. [11] Almah (joven, doncella) no se utiliza técnicamente para designar a una «virgen», que en hebreo se dice betûlâh. [12] R. E. BROWN, Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2005), 176. [13] A. DÍEZ MACHO (ed.), Apócrifos del Antiguo Testamento III (Madrid: Cristiandad, 1982), 49-57. [14] R. E. BROWN, Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2005), 179.

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CAPÍTULO 4:

El contexto de la vida de Jesús

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4.1. La figura de Jesús de Nazaret: una semblanza Relatar una semblanza de la vida de Jesús de Nazaret no resulta tarea fácil. Las fuentes son escasas, de índole muy diversa y en ocasiones aparentemente irreconciliables, tanto en el campo de la investigación histórica como en el de la exégesis bíblica y la teología. No obstante la seriedad de estas dificultades, es posible señalar unos trazos generales que nos orienten, apenas sin discusión de ningún tipo, en el conocimiento de su figura y actividad histórica. Nació en Palestina, una región alejada, compleja y conflictiva del poderoso imperio romano, que había sometido estas tierras en el año 63 a.C., una vez que el general Pompeyo conquistara la ciudad de Jerusalén y pusiera fin al reinado de la dinastía asmonea [1] . El nacimiento de Jesús tuvo lugar en el reinado del emperador romano Augusto, poco tiempo antes (de uno a tres años) de la muerte del rey Herodes el Grande, que ocurrió en el año 4 a.C. [2] Su nombre, Jesús ([:wvy [Yeshuá], en hebreo) [3] , significa y realiza a la vez la salvación de Dios, comprometida desde antiguo con el pueblo elegido de Israel, y ampliada desde ahora a todas las gentes. Pese a evidentes complicaciones históricas y salvando rigurosas exigencias hermenéuticas y exegéticas, la figura de Jesús de Nazaret se vislumbra prefigurada en el Antiguo Testamento, anunciando liberación y salvación para el pueblo de Israel en tiempos históricos y en el futuro escatológico. Dicha liberación se haría realidad gozosa para todos los pueblos. La tradición mesiánica, que hunde sus raíces en la monarquía del pueblo de Dios una vez que este deja atrás su vida nómada, hace referencia no solo a un rey temporal, sino que alude a una alianza de Yahvé con Israel, realizada en plenitud en un futuro rey «ungido» (xyvm [mâssiah, en hebreo]; cristoj [cristos], en griego; mesías, en español). El oráculo del profeta Natán así lo deja entrever en el relato del libro de Samuel (2 Sm 7,1-16), y de esta manera lo confirma la teología oficial del reino sureño de Judá (Sal 2,7; 89,20-38; 132,11-12; 1 Cr 17,4-14). Los profetas hablan asimismo de diferentes formas de la salvación de Dios a su pueblo en el futuro, y esto desde el siglo VIII a.C. hasta después del exilio en el siglo VI a.C. Las palabras de los profetas recogen ejemplarmente las imágenes de una tradición a la que daría vida la persona de Jesús de Nazaret. 143

La imagen del «ungido», alguien que liberaría a Israel de sus enemigos con plena justicia y equidad, aparece frecuentemente en el discurso de los profetas. Así lo apuntan Miqueas (Miq 5,1-5), Amós (Am 9,11ss), Isaías (Is 11,1-9), Jeremías (Jer 23,5), Zacarías (Zac 9,9) y Ezequiel (Ez 37,24). La expresión «el día de Yahvé», con connotaciones de juicio severísimo a Israel y a otras naciones y con dimensiones rigurosamente escatológicas, se encuentra en la tradición profética, tanto antes como después del exilio. Así se observa, por ejemplo, en Isaías (Is 2,11) y en Joel (Jl 4,14). También se esboza la misteriosa figura del «siervo de Yahvé». Unas veces tiene carácter de colectividad, otras es una figura individual que, cargando sobre sí los pecados del pueblo y sufriendo por ellos, librará a Israel y llevará la salvación a los confines del mundo (Is 42,1-4; 50,4-9; 52,13-53,12). Otra tradición, la sapiencial o de la sabiduría, aparece en Israel en el periodo posexílico. Hace referencia a la vida del individuo, centrada en Yahvé, a la vez que supone una meditación sobre la sabiduría divina. La sabiduría (sofi,a, en griego) procede de Dios (Eclo 24,3), es imagen suya (Sab 7,25-26) y está presente en la creación (Eclo 1,4; Sab 7,22). El justo en su sufrimiento, víctima de las maquinaciones de los malvados (Sab 2,12-24), se considera «hijo del Señor» (Sab 2,13) que entiende su vida más allá de la muerte por considerarse imagen de su creador (Sab 2,23-24). La tradición apocalíptica –significativamente envuelta en un lenguaje simbólico o alegórico– se mezcla profusamente en la vida de Jesús de Nazaret. El libro de Daniel, plagado en la segunda mitad de escabrosas visiones apocalípticas, presenta entre ellas una figura humana, «el hijo del hombre», que el profeta describe de esta manera: «Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un hombre, y llegó hasta el anciano y fue llevado ante él. Y se le concedió señorío, gloria e imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron; su señorío es un señorío eterno que no pasará, y su imperio no ha de ser destruido» (Dan 7,13-14). Algo similar sucede con escritos judíos no canónicos de composición tardía (4 Esdras, llamado también 2 Esdras), aunque la identificación de figuras «de hijo de hombre» con Jesús pueda ser atribuida con bastante grado de probabilidad a la primitiva comunidad cristiana. Volviendo a los escritos del Nuevo Testamento, existen muchas cosas acerca de la vida de Jesús que aglutinan un amplio consenso entre los historiadores y los biblistas y 144

teólogos. Las diferencias más significativas giran en torno a la contextualización y a la interpretación de su vida y su mensaje, singularmente en aquellos temas que constituyen el núcleo de su discurso. Siempre, en cualquier caso, al tratar de acercarnos a la figura de Jesús, surgen incertidumbres, acordes con la misteriosa profundidad de su enseñanza y la extraordinaria singularidad de su persona. Vivió los años de su infancia y juventud –oscuros desde el punto de vista histórico– en Nazaret, una pequeña aldea en las montañas de la baja Galilea, a 23 kilómetros al oeste del lago de Tiberíades, semipagana y apenas conocida y, ciertamente, apartada de las grandes rutas que marcaban la civilización de aquel tiempo. Los destinos de esta región durante la vida de Jesús estuvieron dirigidos por Herodes el Grande (justo en los comienzos) y Herodes Antipas, uno de sus herederos. Sus padres fueron José y María, una de tantas familias judías, estrechamente vinculadas al culto del templo de Jerusalén y a la observancia legal del judaísmo. Los evangelios mencionan también a sus hermanos (Mc 6,3, recuérdese que, según la tradición semítica, el término «hermano» es un concepto amplio que abarca también a primos hermanos/as) y a otros familiares que, inicialmente reacios a sus enseñanzas (Mc 3,21), formaron parte de la primitiva comunidad misionera (Hch 1,14). Vivió célibe, orientando su genuina religiosidad a la enseñanza de hombres y mujeres de aldeas innominadas y pueblos cercanos al mar de Galilea y relegando de su ministerio público a las grandes ciudades de la región, como Séforis o Bet Sheán (Escitópolis). No es extraño, pues, que sus primeros seguidores fueran pescadores, gente sencilla, y que las bellas imágenes de su doctrina fueran extraídas del mundo rural. Su lengua materna fue el arameo, en la forma dialectal de Galilea, como parece desprenderse del episodio de las negaciones de Pedro ante el sanedrín (Mt 26,73), aunque comprendía el hebreo, la lengua culta, reservada para el estudio de la Biblia y la práctica religiosa. No se sabe con exactitud hasta qué extremo conocía la lengua griega, bastante generalizada en el mundo de la administración, aunque apenas existen visos de influencia del pensamiento heleno en la vida de Jesús. El comienzo del ministerio público de Jesús está estrechamente vinculado a la predicación de Juan el Bautista. Abandonó Nazaret y escuchó el mensaje de conversión del Bautista, que bautizaba en el desierto, junto al río Jordán. Allí fue bautizado por Juan y ese bautismo fue un acontecimiento singular que transformó enteramente su vida. Así 145

lo atestiguan los evangelios (Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21-22). Jesús, aún admitiendo la autoridad de Juan y reconociendo su apremiante llamada al arrepentimiento, no continuó la obra del Bautista ni siguió su ejemplo, sino que inició su propia misión en Galilea, como profeta itinerante del reino de Dios. No puede precisarse la duración de su ministerio profético, que se calcula entre uno y tres años. Lo comenzó, aproximadamente, en el año decimoquinto del emperador Tiberio (año 28 d.C.), bajo la tetrarquía de Herodes Antipas en Galilea, la prefectura de Poncio Pilato en Jerusalén y el sumo sacerdocio de Caifás. El escenario de su actividad son las aldeas y pueblos de Galilea, especialmente los lugares junto al bello y fascinante lago de Genesaret, donde Jesús predica y cura a las gentes sencillas, anunciándoles el reino de Dios. El reino es el tema central de su doctrina, sin el cual se hace inexplicable la misión de Jesús. El reino es él y él se ha convertido en la expresión del reino – la última– para la humanidad. Es la gozosa y liberadora realidad que ha irrumpido definitivamente en el mundo, redimido en adelante de cualquier esclavitud. El reino expresa el amor de Dios al mundo a través de Jesús [4] . La predicación de su mensaje estuvo abierta a todo el pueblo de Israel. La gente se aglomeraba a su alrededor, seguía con curiosidad su predicación y buscaba su asistencia en los momentos de dificultad y de dolor. Hablaba en un lenguaje claro y sugerente, en forma de aforismos y, sobre todo, de bellas parábolas, unificando en la cautivadora fuerza de su persona las enseñanzas de las tradiciones pasadas y futuras de su pueblo. Él era el centro y la plenitud de las alianzas del pasado y de las esperanzas del futuro. Su discurso, nacido de la estrecha experiencia con Dios, a quien llama Padre, no se dirigía a un grupo selecto, sino a los pobres, marginados social y religiosamente. También tuvo importantes adversarios, aferrados a ritos y leyes tiranizantes y opuestos a cualquier mensaje liberador. En todo caso, fue tanta la fuerza y la grandeza de Jesús de Nazaret que su presencia humanizó tanto a justos como a pecadores. El ser humano quedó siempre engrandecido con la presencia de Jesús, que invitaba constantemente a la confianza en la misericordia acogedora de Dios. La soberanía de Jesús, reconocible en sus palabras y acciones, y la inmediatez de sus enseñanzas –la «autoridad», dicho en otros términos– son impresionantes. Él conoce las intenciones de sus adversarios, atiende las peticiones de los enfermos, reprocha las ambiciones de sus discípulos y destruye las

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barreras de las tradiciones vacías de religiosidad. Solo Jesús puede invocar esta autoridad para hablar del mundo de Dios. Destacó, sobre todo, un grupo de seguidores o discípulos, hombres y mujeres, que acompañaron a Jesús a lo largo de su vida pública. Unos lo hicieron por motivos de curiosidad o admiración hacia el gran sanador; otros le profesaron una adhesión inquebrantable, hasta el extremo de acogerlo y hospedarlo en sus casas, convencidos de su fuerza y bondad; un grupo reducido –elegido por él mismo– al que llamamos «los Doce», seducido por la grandeza de su personalidad y la radicalidad de su doctrina, vivió y sufrió con él, se empapó de su mensaje y lo difundió al mundo tras la resurrección del Maestro. En los últimos días de su vida, en un enérgico y arriesgado intento de confrontar al pueblo con su mensaje del reino de Dios, Jesús subió a Jerusalén a celebrar la pascua con sus amigos. Entró en la ciudad montado sobre un asno y, pese a que el gentío lo aclamó como «Hijo de David» (Mt 21,9), el sumo sacerdote y su consejo determinaron que el que se confesaba «Mesías, el Hijo del Bendito» (Mc 14,61-62) y «el Rey de los judíos» (Mt 27,11) debía morir. Para la aristocracia sacerdotal estaban suficientemente confirmadas la peligrosidad de la doctrina y la actitud hostil hacia el Templo del profeta galileo. Celebrada la cena pascual con sus discípulos, recitadas las amargas oraciones en la finca de Getsemaní, traicionado por uno de los Doce y tras un proceso judicial envuelto en burda farsa, Jesús de Nazaret murió crucificado a las afueras de Jerusalén, junto con otros dos malhechores, bajo el sumo sacerdocio de Caifás y siendo prefecto de aquella provincia romana Poncio Pilato. Algunos de sus discípulos le dieron sepultura. La muerte en cruz no terminó con el movimiento iniciado por Jesús. «Pasado el sábado a la (hora) en que clareaba al primer (día) de la semana, fue María Magdalena, y la otra María, a observar el monumento» (Mt 28,1). Y Jesús «había resucitado como había dicho» (Mt 28,6). Sus seguidores lo vieron y experimentaron su resurrección, comenzaron a hablar a la gente de estas apariciones del «resucitado» y creyeron que Dios había actuado en Jesús para salvar a la humanidad. Los discípulos, en un comienzo afincados en su restringido y excluyente mundo judío, extendieron por el orbe entero la buena noticia, el evangelio de Jesús, a quien consideraron el «Cristo» y «Señor». Comenzó así un movimiento nuevo, separándose gradualmente del judaísmo, al que hoy llamamos Iglesia, humilde servidora del reino que 147

Jesús predicó. La humanidad entera, de una forma o de otra, está bajo la novedad esplendorosa y salvífica del reino de Dios.

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4.2. La tierra de Jesús Costumbres inveteradas sobre lecturas evangélicas de la vida y acontecimientos de Jesús, asociadas con frecuencia a la enorme pujanza del imperio de Roma de aquellos tiempos, han influido en nosotros de tal forma que apenas pensamos en la tierra de Jesús más allá de la época de la dominación romana. Y detrás de aquella región, conformándola y configurándola en buena medida, existían muchos años de historia, asociados generalmente a grandes imperios que dejaron tras de sí grandiosas civilizaciones que marcaron el rumbo del mundo entero [5] . La memoria de los primeros y sobresalientes personajes bíblicos, que solemos asociar con los orígenes del pueblo de Dios, se remonta a unos 2.000 años a.C., época en que pueblos nómadas se establecen con sus rebaños de cabras y ovejas en los pequeños reinos cananeos, en unos tiempos convulsos en las todopoderosas civilizaciones de Egipto y de Mesopotamia. Al delta del Nilo, en Egipto, se dirigen clanes de la región de Palestina en busca de pastos para sus ganados. Tras las severísimas medidas de Ramsés II contra los emigrantes extranjeros y la experiencia espiritual de Moisés en el monte Horeb, Josué tuvo el privilegio de conquistar y entrar en Canaán, la tierra prometida. El pueblo nómada que siguió a Josué se mezcló con los cananeos de la zona del interior y con los filisteos que ocupaban la costa. La convivencia no resultó ni fácil ni pacífica y, en adelante, acostumbraremos a ver al pueblo de Israel, liderado por jueces, regido por monarcas y guiado por profetas. Pero acerquémonos a épocas más próximas en el tiempo y más acordes con los propósitos específicos de este apartado. Entre los siglos VI y II a.C., Palestina era una nación pequeña, si bien conectada con las grandes rutas del comercio [6] y protegida en su territorio y en sus instituciones por los imperios de Persia y de Macedonia. Ciro II el Grande, cuyo reinado se extiende entre los años 559 y 529 a.C., autorizó el retorno de los deportados a sus tierras, reconstruyó la ciudad de Jerusalén y su Templo y dignificó el estamento clerical, encargado del culto a Yahvé y de la cohesión religiosa del Templo. A la muerte de Alejandro Magno y desatada la lucha por su sucesión entre sus generales, los ptolomeos de Egipto gobernaron Palestina (durante el siglo III a.C.), mostrando un exquisito respeto por las instituciones del pueblo de Israel, especialmente por el sumo sacerdote y por el sanedrín o senado de las familias influyentes de Jerusalén. El proceso de helenización o asimilación de la lengua y cultura griegas por las naciones de Oriente a 149

través de la convivencia entre los pueblos y del comercio se realiza con perfecta normalidad. En un prolongado periodo de aproximadamente cuatro siglos apenas existieron problemas importantes entre los poderes imperiales y Palestina [7] . Esta situación de armonía entre los pueblos comenzó a deteriorarse con la subida al trono de Antíoco IV Epífanes del imperio seléucida, hacia el año 175 a.C. El año 201 a.C., Roma impuso la paz a los cartaginenses, implantando su potencia militar en el Mediterráneo occidental y avanzando hacia Asia Menor y Siria. Aquí precisamente reinaba Antíoco IV, ambicioso y sin escrúpulos, hasta el extremo de traspasar las sagradas barreras religiosas del pueblo judío como no lo había hecho ningún soberano de épocas anteriores [8] . Las relaciones comerciales que ptolomeos y sirios habían impulsado comenzaron a declinar. Otro tanto sucedió en el campo militar y de la administración. La cultura y las formas de vida helenísticas fueron impuestas a los judíos, forzando su helenización hasta el extremo de profanar el lugar sagrado del Templo, imponer sacrificios a dioses paganos suprimiendo el culto a Yahvé, permitir que se comieran alimentos impuros y transgredir la venerada ley mosaica. La resistencia del pueblo no se hizo esperar, encabezada por los Macabeos, dando paso a la formación de diversos grupos e ideologías, que conformarían las bases de la compleja estructura del judaísmo en el siglo I a.C., según el historiador S. Herrmann [9] . Las devastadoras guerras dinásticas en el imperio seléucida, acaecidas tras la muerte de Antíoco IV, facilitaron la revolución de los asmoneos (o hasmoneos), una familia sacerdotal conocida como «macabea», apodo de Judas, uno de los hermanos que acaudilló la revolución. Los asmoneos gobernaron Palestina como una casta sacerdotal, con sumos sacerdotes a los que designaron con el título de «reyes». Extendieron las fronteras del reino judío hasta llegar casi a las dimensiones de los tiempos del rey David, un reino que duró desde el año 134 a.C. hasta el año 63 a.C., cuando Jerusalén fue conquistada por el general romano Pompeyo. El general Pompeyo, al que habían recurrido dos hermanos asmoneos en su lucha por el poder, Hircano II y Aristóbulo II, designó sumo sacerdote y etnarca a Hircano II y a un idumeo, Antípatro, gobernador militar. Uno de los hijos de Antípatro, conocido posteriormente como Herodes el Grande, fue nombrado gobernador de Galilea. 150

La conquista de Jerusalén por el general Pompeyo cambió drásticamente el régimen jurídico del pueblo judío. Dejó de ser completamente independiente. Hircano II fue gobernante «cliente», es decir, sometido a pagar tributos y a obedecer las directrices de Roma a cambio de preservar la autonomía dentro de sus fronteras y gozar de la defensa del imperio. Herodes fue declarado rey de Judea, en el año 40 a.C., por el senado romano, recibiendo a la par el apoyo del ejército imperial.

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4.3. Bajo el imperio de Roma Todos estamos familiarizados con la narración del evangelista Lucas, según la cual el emperador César Augusto promulgó un edicto para que se empadronara pa/san th.n oivkoume,nhn, todo el orbe o mundo habitado (Lc 2,1). Con la victoria de Accio, en el año 31 a.C., Roma había impuesto la paz a los mundos romano y helenístico y Caesar Octavianus fue proclamado «Augustus», en el año 27 a.C. El imperio fue dirigido y conservado en relativa paz por sus sucesores: Tiberio, Gayo (Calígula), Claudio y Nerón. El dominio de Roma sobre Oriente no supuso una extraña realidad. De hecho, el nuevo imperio no era más que una cadena en la sucesión de imperios anteriores, como el persa o el de Alejandro Magno y cuantos imperios helenísticos sucedieron a este. El sistema de los distintos imperios era muy semejante. Los ejércitos victoriosos protegían a las naciones sometidas de los pueblos invasores y estas pagaban tributo a sus defensores. Más específicamente, en el caso de Roma, los estados conquistados eran regidos, unas veces por gobernantes «independientes» de ámbito local y otras, por gobernadores imperiales que utilizaban a su antojo a los jerarcas del lugar en el ejercicio ordinario del poder. En regiones alejadas y difíciles, no aptas aún para ser consideradas provincias romanas, se establecían los llamados reinos «clientes» –«protegidos»–, en definitiva regidos por monarcas nativos, nombrados y controlados por Roma. La maquinaria del imperio se desplazaba por un vasto territorio, controlado por las eficientes y temibles legiones romanas, repartiendo a la población entera la paz y la cultura, desde las grandes ciudades que, como Roma o Alejandría, hacían presente el poderío del imperio hasta los lugares más alejados y casi olvidados. En un rincón de este poderoso mundo, ajeno a toda concepción de poder político y militar, vivió Jesús, en la aldea de Nazaret, región de Galilea, no muy lejos del bello lago de Genesaret y al margen de las grandes rutas comerciales que partiendo de la región del Éufrates atravesaban Siria y Galilea hasta llegar a Egipto. Jesús conocería estas rutas muy tardíamente, al principio de su ministerio profético, cuando hizo de Cafarnaún su propia casa [10] .

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4.4. Herodes el Grande Como dije anteriormente, la conquista de Jerusalén por el general Pompeyo cambió el panorama político y religioso del pueblo judío. Herodes, beneficiado por las intrigas de dos hermanos asmoneos que luchaban por el poder (Hircano II y Aristóbulo II), excelente y fiel soldado y conveniente para los intereses de la política de Roma, fue nombrado, en el año 37 a.C., rey de los judíos. Su poder se extendió por un amplio territorio, Galilea, Samaría y Judea, la región situada al este del río Jordán (Perea) y algunas tierras situadas al este y noreste de Galilea. Fuera de su jurisdicción, aunque de suma importancia para los intereses estratégicos y económicos de Roma, se encontraba al norte la provincia de Siria, bajo la autoridad de un gobernador, y al sur el reino de los nabateos, con Petra como capital. El grupo de ciudades autónomas, que conocemos como la Decápolis, también quedaban fuera de su control. En cualquier caso, Herodes, mediante argucias y astutas maniobras ajenas a toda clase de escrúpulos, se consolidó como señor incuestionable de Palestina, sujeto únicamente al emperador de Roma en cuestiones relacionadas con la guerra y la política exterior. En asuntos políticos y sociales disfrutó de autonomía absoluta, evitando incluso el pago de tributos al César. No sé si es posible afirmar que Herodes «fue un buen rey» [11] . Tampoco creo que sea realista sostener que «fue sin duda el más cruel» [12] . Tales categorías son tal vez poco acordes con la ciencia histórica actual. En cualquier caso, durante su largo reinado (treinta y cuatro años) hubo momentos de descontento, de intrigas, de conspiraciones y de muertes, aunque también periodos de paz y estabilidad. Es bastante probable que la personalidad de Herodes estuviera ribeteada de complejos y manías que desembocasen en odios, venganzas y fuertes represiones con objeto de permanecer en el trono. Descendiente de familia idumea [13] , estuvo obsesionado por eliminar a sus opositores, incluidos su mujer Mariamne, una princesa asmonea, y tres de sus hijos: Alejandro, Aristóbulo y Antípatro, al creer que su reino corría peligro. Su estrategia para llegar al poder fue únicamente su propia conveniencia, manejando hábilmente y sin escrúpulos sus relaciones con el imperio romano, evitando siempre el

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foco del conflicto y traicionando, llegado el momento, a las altas instancias del imperio. Así ocurrió en la lucha entre Antonio y Octavio, tras el asesinato del dictador Julio César (44 a.C.), inclinándose en un principio por el primero y sometiéndose al segundo después de la batalla de Accio, en el año 31 a.C. Fiel servidor de Roma y considerado por el pueblo judío como un extranjero invasor, castigó severamente las protestas populares, gravó al pueblo con duros impuestos, al tiempo que premiaba con los cargos más honrosos a sus amigos idumeos que, aunque paganos muchos de ellos, controlaron el gobierno del reino. Nunca se interesó por el judaísmo, ni el pueblo judío lo tuvo por amigo. Más bien, se rodeó de consejeros griegos, que trataron de helenizar culturalmente su reino. A sus devaneos por la permanencia en el poder se deben también las grandes construcciones y obras de defensa de su periodo, como la Torre Antonia en Jerusalén, que lleva el nombre de su protector, o palacios como el Herodium, al sureste de Belén, Masada, en la ribera occidental del Mar Muerto, Maqueronte, donde murió Juan el Bautista, y algunos más. Modernizó, además, la puerta occidental de Jerusalén, proveyéndola de tres torres, y allí construyó su palacio. Restauró Samaría, a la que dio el nombre de Sebaste (Augusta) y mandó construir el puerto de Cesarea. Jericó fue elegida como ciudad de residencia preferida y engalanada al efecto con obras de arte y lugares de recreo. Pese a su paganismo y tendencias helenizantes que le impulsaron a la construcción de edificios paganos en los que se celebraban actividades reñidas con el espíritu del judaísmo, supo entender el valor de la religión de sus súbditos, ordenando reedificar el Templo de Jerusalén, ampliándolo considerablemente. La Palestina judía gozó indudablemente de un prestigio en el mundo anteriormente desconocido y sus habitantes no fueron molestados por el ejército de Roma. La estabilidad y fortaleza del reino hoy parecen incuestionables. A la muerte de Herodes, en el año 4 a.C., su cadáver fue trasladado desde Jericó hasta el Herodium, donde recibió sepultura con gran pompa y suntuosidad. Sus territorios quedaron repartidos entre tres de sus hijos: Arquelao recibió Judea, Samaría e Idumea, con título de rey; Antipas obtuvo Galilea y Perea, con el título de tetrarca, y a Filipo se le concedió, con el título de tetrarca, Iturea y Traconítide (Lc 3,1). La vida de Jesús de Nazaret se enmarca plenamente en el gobierno de Herodes Antipas [14] .

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4.5. Palestina Los diversos nombres con los que se designa a Palestina –Palestina, Israel, Tierra de Canaán, Tierra Santa– aunque con frecuencia se utilizan indistintamente, no corresponden con exactitud a la realidad geográfica, cultural e histórica de esta región. La vaguedad e imprecisión de la terminología vienen determinadas por los constantes cambios políticos y culturales que se han producido en esta agitada parte del mundo. No obstante, cualquiera de las citadas denominaciones puede utilizarse correctamente para designar la tierra en la que vivió Jesús. Palestina (el nombre no es bíblico) se encuentra en el extremo occidental del llamado creciente fértil, una vasta extensión, en forma de arco, que discurre desde Israel y Jordania hasta la fértil Mesopotamia, regada por los ríos Éufrates y Tigris, después de atravesar oasis y montañas de Siria y Líbano y el sur de la meseta de Anatolia. Esta región se halla atravesada de arriba abajo por las fallas del valle del Rift, originando la fosa tectónica del río Jordán, y flanqueada por la costa del Mar Mediterráneo en la parte occidental y por el Gran Desierto, en la oriental. El río Jordán cruza Palestina de norte a sur, dando vida y diferenciando las tierras que componen esta histórica región. Sus aguas recogen las nieves y los arroyos que nacen en el monte Hermón (frontera entre Palestina y el Líbano), las de Ain Leddan, y las del arroyo Hasbani. Penetra en el paradisíaco lago de Genesaret, de agua dulce y rico en pesca, y desemboca en el Mar Muerto, cuya superficie se encuentra a más de 400 metros bajo el nivel del Mar Mediterráneo, de aguas muy salobres, sin peces y sin rastros de vegetación en sus márgenes. A escasos kilómetros del Mar Muerto, se encuentra un impresionante oasis, lleno de luz, de flores y de árboles frutales. Es Jericó, conocida en el Antiguo Testamento como «Ciudad de las Palmeras», pertenencia de Cleopatra de Egipto, en su día, y lugar de invierno de Herodes el Grande. En la ribera occidental del Mar Muerto se encuentra el desierto de Judá, donde vivió y predicó Juan el Bautista y donde, con toda probabilidad, tuvieron lugar las tentaciones de Jesús. Es un paraje inhóspito, sin vegetación y dominado por montículos de acceso áspero y peligroso y quebradas gargantas, con altísimas temperaturas en verano, aunque de exótica belleza por los impresionantes barrancos o wadis que se forman por las lluvias torrenciales, caídas en algunos días del invierno, y el color verdoso de las montañas, originado por tales circunstancias. Al sur del Mar Muerto se extiende un gran valle, 155

surcado por el río Arabá, que también desemboca en el Mar Muerto, trazando un curso en sentido contrario al del río Jordán. El golfo de Akaba, donde hoy se asientan la ciudad jordana de este nombre y la israelí de Elat, servía de lazo de unión entre Israel y las costas del Índico, de donde se suministraban los productos lujosos a la corte de Jerusalén. El curso del Jordán divide las tierras en dos partes netamente diferenciadas en todos los aspectos: Cisjordania, en la zona oeste del río y con acceso al mar y Transjordania, al este del mismo y orientada al desierto. Cisjordania, continuación por el extremo sur de la cordillera de Líbano, comienza al sur del río Litani o Leontes y termina en el desierto de Negev. En Transjordania se distinguen básicamente tres regiones: el territorio de El-Haurán, que termina en la cuenca del río Yarmuk; las tierras comprendidas entre los ríos Yarmuk y Yabok que, en su día, formaron parte del famoso bosque de Galaad (2 Sm 18,8-18); y la región llamada El-Belqa, entre los ríos Yabok y Arnón. En ella se encuentran la ciudad de Mádaba, el monte Nebo y Ammán, antigua capital del reino amonita y en la actualidad capital del reino de Jordania [15] .

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4.6. Galilea Galilea (en hebreo, Lylg [gâlil], «círculo», «distrito») es una región al norte de Palestina limitada por la llanura de Izreel, el río Jordán y los territorios de Tiro y Sidón. País de Zabulón y de Neftalí, su nombre aparece mencionado en el profeta Isaías: «pero en el último (tiempo) honrará la ruta del mar, la Transjordania, “mywgh lylg gelil-hagoyim”» o «Galilea de los gentiles», evocando las invasiones siria y caldea, la mezcla de civilizaciones que trajeron consigo y la presencia de elementos paganos en el judaísmo (Is 8,23). Conquistada en la época de los asmoneos, formó parte de los territorios de Alejandro Janneo, hijo menor de Juan Hircano, hermano de Aristóbulo I, y rey y sumo sacerdote de los judíos entre los años 103 a.C. y 76 a.C. Sucesivamente estuvo bajo la autoridad de Juan Hircano II, de Herodes el Grande y finalmente de Antipas. Antipas, que heredó Galilea (y Perea), detentó el poder durante cuarenta y tres años. Con escasas diferencias, su gobierno siguió las líneas trazadas por su antecesor. Mantuvo el orden público, evitando así problemas con Roma, pagó tributos al imperio a cambio de seguridad en su reino, propició cierta independencia económica a su pueblo y guardó el respeto a las instituciones judías, como escuelas y sinagogas, sin imponer en absoluto las formas de vida grecorromanas a la población galilea. Pese a estos logros políticos, económicos y religiosos, su política agraria enfrentó los intereses de unos cuantos terratenientes con los de los campesinos, forzados a cultivar la tierra a precios exagerados por el alza de los arrendamientos. Ese enfrentamiento entre la población urbana y la rural se manifestó también en la construcción de grandes ciudades, como Séforis y Tiberias, creando ciertos problemas religiosos a causa de la penetración de la helenización en el mundo judío. Tal vez, el acontecimiento más singular de su gobierno lo constituya el caso narrado por el evangelista Marcos, relacionado con Juan el Bautista (Mc 6,17-29). El Bautista fue ejecutado por atreverse a criticar abiertamente el casamiento de Antipas con la mujer de su hermano Filipo, Herodías, repudiando a la anterior [16] . Fue decapitado por ser un gran profeta y por temor a que incitara al pueblo a la rebelión. Los herodianos, casados con un gran número de esposas y con muchos descendientes y sin prohibición expresa por parte de la Biblia hebrea de contraer matrimonios de semiparentesco de sangre, no encontraron motivos suficientes para desaprobar tal acción [17] . Pero resultó que un rey 157

árabe, Aretas, padre de la esposa despedida, invadió el territorio de Antipas, causándole una severísima derrota. Las tropas de Roma, estacionadas en Siria, intervinieron más tarde para vengarse de la invasión del rey Aretas contra su «gobernante cliente». Mientras tanto, la ambición de Herodías, que buscaba para su marido el título de rey, no conformándose con el de tetrarca, provocó la caída de Antipas, depuesto por el emperador romano. Marido y mujer, en desgracia con el imperio, se vieron obligados a exiliarse. Galilea presenta dos regiones nítidamente diferenciadas: la alta Galilea, una región de espectacular y agreste belleza, con grandes picos montañosos y borbotones de aguas cristalinas que forman el nacimiento del río Jordán, y la baja Galilea, salpicada de pequeñas aldeas y desamparadas montañas. En la zona montañosa, se encuentra Nazaret y un poco más arriba Séforis, la capital; contiguo se encuentra el inmenso valle de Izreel o llanura de Esdrelón (importante cruce de caminos y llanura regada por el río Quisón), que limita con la cadena del Carmelo y Samaría al sureste, al norte con las montañas de Galilea y al este con la colina de Moré, a escasos kilómetros del monte Tabor y el corredor de Bet San, que lleva al río Jordán [18] y el fértil valle del río Jordán, donde habitaba una población bastante numerosa y relativamente acomodada, además de expuesta –no se sabe a ciencia cierta hasta qué extremo– a las grandes rutas comerciales que atravesaban la zona. Junto al bellísimo y aparentemente sereno y apacible lago de Quinéret (Genesaret), extremadamente sugerente por sus aguas y la sobrecogedora paz de su paisaje y abundante en pesca, se enmarcan ciudades importantes como Cafarnaún, Magdala y Tiberíades, escenarios frecuentes de momentos significativos de la vida de Jesús. Las formas de vida de la sociedad contemporánea de Jesús corresponden a las de un pueblo sencillo, sujeto a una disciplina de grupo familiar, obligado a pagar los tributos a Roma, ocupado en los asuntos del campo y de la pesca y respetuoso con sus propias tradiciones legales. Galilea era una región de gentes sencillas [19] . Es cierto que en las grandes ciudades de Séforis, antigua capital de Galilea, y Tiberíades o Tiberias, la capital fundada por Antipas en la década de los años 20 de nuestra era junto al lago de Genesaret, vivían las clases dirigentes del pueblo, militares, administradores, jueces y grandes terratenientes, en edificios cubiertos de tejas y alfombrados con exquisitos mosaicos y pinturas al fresco, 158

con acceso a calles o avenidas, en ocasiones flanqueadas por columnas. Pero la gente sencilla vivía en poblados pequeños y en casas humildes, hechas de barro, cubiertas por endebles techumbres de ramajes, y amplios patios comunes que facilitaban la administración de una familia, entendida en el sentido extensivo del término. Las calles no tenían elementos decorativos y eran de tierra sin pavimentar. El campo, y no la ciudad –es evidente la tensión originada en bastantes ocasiones entre las gentes del campo y de la ciudad– era considerado el lugar básico de la economía y mantenimiento de la familia y el espacio de formación de los valores religiosos y sociales. Así se mantenía la cohesión de la familia que marcaba la disciplina del pueblo [20] . El pueblo sencillo pagaba tributos a Roma. Dichos tributos correspondían, bien a la tierra, bien a las personas (tanto hombres como mujeres), y se pagaban en moneda o en especie, la forma preferida por los administradores para evitar la escasez de alimentos que se producía en ocasiones en el imperio romano. El sistema recaudatorio se extendía también al ámbito religioso, contribuyendo así al mantenimiento del Templo de Jerusalén, aunque se desconozcan las formas exactas en que se ejecutaba. En cualquier caso, las cargas tributarias pesaban como una losa en la precaria economía de Galilea; los campesinos observaban con preocupación su endeudamiento, en unos casos, y su ruina, en otros, comprobando cómo sus tierras eran confiscadas y viéndose forzados a prestar sus servicios como aparceros a los grandes señores. En términos generales puede afirmarse que en la Galilea de Antipas, un tetrarca cliente «semiindependiente» del imperio romano, los impuestos eran suyos, él designaba los gobernadores de distrito y los magistrados locales, pero los tributos se pagaban a Roma [21] . La Galilea de tiempos de Jesús era una región campesina, dedicada al labrado y cultivo del campo y a la pesca. Labrar la tierra era la ocupación del pueblo llano, una tarea tediosa y escasamente rentable cuyos frutos eran destinados, en buena medida, al mantenimiento de las elites de las ciudades. En el lago de Genesaret, de apenas 21 kilómetros de longitud y 13 en su punto más ancho, alimentado por las aguas del Jordán, se desarrollaba la actividad de la pesca, bien desde la orilla o desde pequeñas barcas, rudimentariamente equipadas [22] . De la tierra, en la que se sembraban trigo y cebada y se plantaban viñedos, y del lago, rico en pesca desconocida en otros lagos del mundo, vivía a duras penas la población campesina de Galilea, resignada a salarios insuficientes y

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a veces abocada a la mendicidad. En casos extremos se advertían también la disgregación familiar, el bandidaje, la prostitución e incluso la esclavitud. Resulta difícil conocer la importancia del comercio en la vida del vecino de Galilea. Parece cierto el hecho de la exportación del aceite y otros productos del campo a zonas de la costa fenicia; también cabe suponer el uso y venta particular de productos de cerámica de barro, frecuentes en las viviendas galileas. Más compleja resulta la tarea de determinar la importancia del comercio con el exterior, pese a que Galilea constituyera un centro de comunicaciones que facilitaba el intercambio de mercancías. Para unos, la importancia del comercio exterior en la Galilea de tiempos de Jesús es exigua; otros, en cambio, opinan que esta región generó mucha riqueza en el intercambio con el exterior. Una cosa parece cierta: la riqueza no se quedaba en Galilea y sus habitantes se beneficiaban muy poco de ella. Los galileos se distinguieron por el respeto a sus propias tradiciones legales. El hecho de considerarse un pueblo campesino, alejado de las formas de vida de las grandes ciudades, había marcado su forma de religiosidad, claramente diferenciada de la practicada por los seguidores del movimiento fariseo, centrado en el cumplimiento escrupuloso de la Torá y el respeto por las instituciones y la autoridad, bien religiosa o civil. Sin ser irrespetuosos con la Torá, que interpretaban más suavemente alejándose del rigorismo rabínico, los galileos se atuvieron a sus propias tradiciones, la halaká (hklh en hebreo), recopilación de las principales leyes judías (incluyen los 613 mitzvot (twcm), «mandamientos» o preceptos de la Torá), las leyes talmúdicas y rabínicas y las propias tradiciones y costumbres, menos helenizadas y más reacias al influjo del gobierno de Roma. Su relación con el Templo de Jerusalén también es chocante. Respetan el Templo, pagan los diezmos para su mantenimiento, encabezan protestas cuando consideran que el santo lugar es profanado, pero, al mismo tiempo, perciben su lejanía, y al considerarse, de algún modo, una región «gentil» [23] se sienten incómodos por mancillar, en cierto sentido, la tierra concedida por su Dios. La lejanía del Templo de Jerusalén, al que visitaban en raras ocasiones, se suavizaba con el respeto y la estima por otra institución, la sinagoga. La sinagoga (una estructura física específica, una casa particular o algún espacio público) era una asamblea donde los judíos leían e interpretaban la Escritura, oraban y comentaban los asuntos cotidianos, siempre relacionados con su vida religiosa.

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Esta tensión de la visión religiosa de Galilea con la de Jerusalén se pone de manifiesto en la vida de Jesús [24] . En esta bellísima región, bajo el poder soberano del imperio romano, entre complejos conglomerados sociales y religiosos, en una aldea perdida de la zona montañosa de la baja Galilea llamada Nazaret, bajo la autoridad familiar de José y María, en un ambiente de honrado trabajo y fuerte religiosidad, vivió Jesús. Y, más importante aún, allí comenzó su ministerio público, según el testimonio de los sinópticos (Mt 10,515; Mc 6,7-13; Lc 9,1-6) [25] . La región, conocida por su acento particular (Mt 26,73; Mc 14,70; Lc 22,59) y despreciada por no haber dado al judaísmo profeta alguno (Jn 7,52), aparece en el marco de la historia universal con un maestro y un mensaje que dejarán antiguo todo lo sucedido anteriormente.

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4.7. Judea En tiempos antiguos, en la época del imperio persa, el término hdwhy (Yêhudah, en hebreo; Ioudai,a, en griego, designa el país ocupado por el pueblo judío tras el regreso de Babilonia (Tob 1,18). Era un pequeño territorio, reducido a Jerusalén y sus alrededores. A partir de las conquistas de los asmoneos, el vocablo puede hacer referencia bien al país de Judá propiamente dicho o al reino judío en un sentido mucho más amplio. En los primeros años de la era cristiana Judea, que, como unidad política, constaba de las regiones de Idumea, Samaría y la propia Judea (Jerusalén incluida), gozaba de una historia propia y altamente significativa en la vida de Jesús. Geográficamente, Judea es una región árida, en gran medida desértica, con montañas que sobrepasan los 1000 metros de altitud hasta descender a los 400 bajo el nivel del mar. En sus regiones se encuentran las colinas de Hebrón, Jerusalén, las colinas de Betel y el desierto de Judá, que desciende hasta el Mar Muerto. Desde el punto de vista político, Arquelao, uno de los hijos de Herodes el Grande, obtuvo el título de rey de Judea, el único que alcanzó tan alto rango. Poco le duró el honor y el cargo. Algunas decisiones de su padre al final de su reinado, concernientes a la ejecución de personajes populares judíos y al nombramiento caprichoso de un sumo sacerdote, levantaron las iras del pueblo. A ello se unía el ejercicio despótico del poder, tanto civil como religioso. Arquelao, que ejercía su reinado en una zona de Palestina altamente conflictiva, aunque no fuese más que por las rivalidades entre Samaría y Judea y por las frecuentes concentraciones públicas en la ciudad de Jerusalén, no supo apaciguar las protestas, en las que murieron muchas personas, y fue depuesto por las autoridades de Roma. El emperador Augusto prescindió del «gobernante cliente» y nombró un gobernador a quien asignó dicho territorio. El «prefecto» –es el título de la época de Jesús– vivía en Cesarea, una ciudad helenizada de la costa mediterránea, bien comunicada con Roma; disponía de suficiente número de tropas romanas para hacer frente a cualquier problema serio y respetaba la vida cotidiana del pueblo judío. Solamente en contadas ocasiones, en momentos de graves revueltas y convulsiones políticas o religiosas, se justificaba la intervención del legado de Siria, provincia romana en la que se concentraban grandes contingentes de fuerza militar. Conviene saber que, para evitar tales intervenciones extraordinarias, el prefecto romano solía acudir a las grandes fiestas religiosas de

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Jerusalén acompañado de algún refuerzo militar que pudiera disuadir cualquier tipo de escaramuzas. Los conflictos existieron y la intervención del ejército se produjo en ciertas ocasiones. El historiador Flavio Josefo nos cuenta algunas importantes, como la de Quirino, gobernador de Siria, en el año 6 d.C. a causa del censo [26] ; las de Poncio Pilato, entre los años 26-30 d.C., por intento de profanación del Templo con la introducción de estandartes del César de Roma y utilización de dineros sagrados para la construcción de un acueducto [27] y la del emperador Calígula, en al año 39 d.C., por mandar erigir una estatua suya en el Templo judío [28] . El prefecto romano tenía absoluto y exclusivo derecho de condenar a alguien a muerte. Solo se contemplaba una excepción, la trasgresión de determinados lugares del Templo de Jerusalén, que conllevaba una ejecución inmediata, sin contar con el consentimiento del prefecto. El prefecto solía actuar con responsabilidad y cautela. Y es que los emperadores, tanto Augusto como Tiberio, no querían complicaciones que vinieran del exterior. Jerusalén merece una mención especial en el espacio de Judea [29] . Y, dentro de Jerusalén, el sumo sacerdote y su consejo o «sanedrín». El sacerdocio, de carácter hereditario, entroncaba sus funciones en el linaje de Aarón, el primero de los sacerdotes de Yahvé, según narra el libro del Éxodo (Ex 28,1). Así se entendió en los periodos persa y helenístico (herederos de Sadoq, 1 Re 1,34), en tiempos de los asmoneos, aunque no fueran sadoquitas, y en los años que marcan el comienzo de nuestra era (entre el 6 y el 66 d.C.). En tiempos de Jesús el sumo sacerdote y su consejo controlaban las cuestiones cotidianas de Jerusalén. Ellos eran quienes organizaban el culto y los tributos, quienes dirigían la escuela y la vida religiosa, los intermediarios responsables, en definitiva, entre el pueblo y las autoridades romanas [30] . El pueblo judío veneraba la figura del sumo sacerdote y el prefecto romano respetaba esta tradición secular. Por eso no corresponde a la realidad la estereotipada opinión de la ocupación militar de Roma en Jerusalén. En esta ciudad no había ocupación romana, como tampoco existía dominación de gentiles. Roma nunca estuvo interesada en imponer la cultura y las instituciones grecorromanas al pueblo judío. Palestina nunca fue «anexionada» al imperio, aunque Judea fuera una de sus provincias. Todo ello no pretende indicar que Roma y el pueblo judío se encontrasen en una perfecta paz y estabilidad. El poder siempre presiente amenazas y los pueblos 163

dominados, esperanzas de liberación. La religiosidad del pueblo judío cifraba esa esperanza en Dios. La forma de hacerse realidad tal esperanza era tan variada que mientras algunos esperaban un Mesías libertador, otros se conformaban con un signo espectacular o una fuerza que confirmara a los justos ante el temor y la adversidad de aquellos tiempos.

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4.8. La familia de Jesús Puede dar la impresión de que el estudio de la familia de Jesús sea un tema intrascendente o, a lo sumo, de mera curiosidad o erudición. No es así. Sencillamente, estamos en la entraña para conocer la dimensión humana de Jesús, para entender su misión y para profundizar en nuestra genuina humanización, que se realiza con la venida de Jesús a este mundo. Para conocer este proceso de humanización, que lleva a la divinización, tenemos que remontarnos a los comienzos de la vida de Jesús. También es un tema vital para conocer el cometido del cristiano, siguiendo las huellas del movimiento iniciado por Jesús. En los comienzos de la vida de Jesús se trazan las líneas de nuestra actitud ante la vida como seguidores suyos. Pero no conviene hacerse excesivas ilusiones, ni pretender establecer un árbol genealógico acabado. Sabemos muy poco sobre la vida de Jesús de Nazaret antes de ser bautizado por Juan. Nació hacia el año 4 a.C. Y, aunque los evangelistas Mateo y Lucas relatan su nacimiento en Belén –según algunos exegetas podría tratarse de una construcción teológica (theologoumenon), basada en una profecía del Antiguo Testamento (Miq 5,13), para demostrar su mesianismo davídico– [31] nació probablemente en Nazaret, un lugar insignificante, desconocido en el Antiguo Testamento. Los evangelistas, cuando se refieren a Jesús, lo llaman «nazareno» (Mt 2,23; Lc 1,26) y sitúan su «casa» o su «ciudad» en Galilea (Mc 1,9; 3,20; 6,1-6). Las fuentes tampoco nos ilustran mucho sobre su familia, más allá de algunas generalidades, propias de un grupo familiar judío de aquella época. Él se llamaba Yeshuá‘ ([:wvy en hebreo), y su madre Maryam (myrmi): Jesús y María. Además de su madre, aparecen en fuentes canónicas y extracanónicas, los nombres del padre (escasamente mencionado) y de sus hermanos y hermanas [32] . La concepción virginal de Jesús está afirmada por los evangelios de Mateo y de Lucas (Mt 1,18-25; Lc 1,26-38). Por otra parte, esta concepción virginal está atestiguada en el texto de Isaías, que dice: «He aquí que la doncella concebirá y parirá un hijo, a quien denominará con el nombre de Emmanuel» (Is 7,14). El término hebreo hlwtb (betulah) lo ratifica. Y, pese a que algunos exegetas consideren el término hebreo mencionado poco definido y genérico, la tradición eclesial afirma contundentemente la interpretación del mismo referido a la virginidad de María.

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Al amparo de la costumbre judía que entendía la institución matrimonial como creación de una nueva familia, algunos autores –con escasa consistencia histórica en las fuentes utilizadas– hablan de un posible matrimonio de Jesús. En cambio, la tradición eclesial es unánime en afirmar el celibato en la vida de Jesús. Respecto a la existencia de hermanos y hermanas en la familia de Jesús, y remitiéndome a la tradición semítica que he reflejado anteriormente, una vez que la virginidad de María comienza a ser afirmada y elaborada en los siglos II y III de nuestra era por Ireneo de Lyon, Clemente de Alejandría y Orígenes, los términos avdelfo,j / avdelfh, son traducidos no por «hermano/a», sino por «hermanastro/a» o por «primo/a». Determinar la educación de Jesús resulta una cuestión enigmática, a la que podemos acceder únicamente desde ciertas consideraciones de tipo general. En la Palestina del siglo I de la era cristiana abundan restos arqueológicos donde se muestran grabados en arameo de objetos utilizados en la vida cotidiana. También se conservan inscripciones y documentos en arameo, hebreo, latín y griego, aunque sabemos que estas lenguas no eran conocidas por todos los judíos, ni se empleaban para el mismo fin. Unas, como el latín y el griego, se utilizaban por las elites para asuntos políticos y económicos; el hebreo se usaba principalmente en la liturgia del Templo y en el estudio de la Escritura y el arameo era el medio de comunicación entre el pueblo sencillo. Otra evidencia de la época es la alta consideración del pueblo judío a la Sagrada Escritura, el aprendizaje de la misma en el Templo, en las sinagogas o en las casas, y su religiosidad, vinculada a las exigencias de la misma. Desde estas consideraciones puede concluirse que Jesús tuviese como lengua materna el arameo, conociese el hebreo para poder discutir e interpretar la Biblia hebrea y poseyera conocimientos del griego que le permitieran algún trato con el mundo de los gentiles. El evangelio de Marcos (Mc 6,3), que ofrece respecto a Mateo (Mt 13,55) la versión más antigua, afirma indirectamente que Jesús tenía el oficio de te,ktwn, un término genérico que puede significar carpintero, ebanista, cantero o cualquier oficio relacionado con un trabajo de artesanía, ejercido con destreza. Jesús abandonó Nazaret cuando se presentó Juan «bautizando en el desierto y predicando un bautismo de arrepentimiento para perdón de (los) pecados» (Mc 1,4). En aquellos días, fue bautizado por Juan en el Jordán (Mc 1,9).

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4.9. Jesús y Juan el Bautista La vida y la actividad de Juan el Bautista están estrechamente vinculadas a la historia de Jesús. El evangelista Marcos presenta a Juan al comienzo del evangelio de Jesús, salvación para el mundo entero, en la que se enmarca y se incluye la persona de Juan el Bautista (Mc 1,1ss). Esta misma visión la ha percibido la propia tradición cristiana, que lo considera precursor del Mesías y portavoz de los profetas que con anterioridad anunciaron la venida del Mesías. Su figura, por tanto, no es un mero recuerdo o ambientación de la persona de Jesús, sino parte de la historia de salvación que él trae al mundo. Juan es un personaje histórico, referido con singular presencia en los cuatro evangelios y mencionado por el historiador judío Flavio Josefo [33] . En Mateo, Marcos y Juan la figura del Bautista aparece repentinamente, sin precedentes de vocación alguna y sin detalles biográficos que pudieran ilustrar su vida. Lucas, en cambio, nos ofrece un marco histórico singular y unos detalles extremadamente significativos. Siguiendo el esquema bíblico trazado para los grandes personajes del pueblo de Israel (cf. Gn 18; Jue 6.13; 1 Sm 1.3), Lucas relata que Juan es uno de los grandes profetas que anuncian el reino de Dios que viene (Lc 1,5ss). Hijo de un sacerdote de nombre Zacarías, en tiempo de Herodes, rey de Judea, Juan tiene un evidente origen en una familia sacerdotal desde el que pueden explicarse más fácilmente algunos rasgos característicos de su misión. No es un agitador más entre los que pululaban en aquellos tiempos, anunciando un mesianismo político. Su ruda vestimenta –pieles de camello y un cinturón de cuero– y su sobria comida –langostas y miel del campo– recuerdan, más bien, a los grandes profetas de Israel. Se presenta bautizando en el desierto de Judea, en la estepa del río Jordán, en el año 27-28, el decimoquinto del reinado de Tiberio, bautizando y predicando un bautismo de arrepentimiento para perdón de (los) pecados (Mc 1,4). Al desierto precisamente se vinculaban las esperanzas escatológicas del pueblo de Dios y Juan, con su predicación y su bautismo de arrepentimiento, renovaba con fuerza esas tradiciones sagradas de Israel. Hay algunos datos de la vida de Juan que son extremadamente difíciles de verificar. Y así, pese a las dudas que pueda plantear la tradición lucana, en la que aparece un parentesco entre Juan y Jesús, autores muy autorizados, como Meier y Senén Vidal, encuentran admisible la idea de que Juan fuera hijo de un sacerdote rural que oficiaba en 167

el templo de Jerusalén y que hubiera pasado un tiempo de su vida en contacto con el movimiento esenio, más concretamente en la comunidad de Qumrán, a escasa distancia de la estepa del Jordán, donde Juan desempeñó su ministerio profético [34] . En contraposición a la incertidumbre de estos datos, aparece con toda nitidez el mensaje de Juan. Es cierto que la tradición evangélica no registra ningún relato de su vocación; pero su voz profética exhorta a la conversión, al estilo de los grandes profetas de Israel. En un ambiente de soledad, alejado de su pueblo y de los lugares sagrados, Juan llama a la conversión, no solo de Israel, sumido en una profunda crisis material y de identidad religiosa, sino de todo el mundo porque, ante el que juzga no se puede invocar la pertenencia al pueblo elegido de Dios: «Engendros de víboras –les dice a los fariseos y saduceos– ¿quién os mostró (el modo de) escapar de la ira inminente? Así que producid fruto correspondiente al arrepentimiento. Y no se os ocurra decir: ¡Tenemos por padre a Abrahán! Pues os digo que Dios tiene poder para suscitarle a Abrahán hijos de estas piedras. Ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles, así que todo árbol que no produzca buen fruto se corta y se echa al fuego» (Mt 3,7-10). Como dice E. Schillebeeckx, la llamada a la conversión de Juan está en línea con los mensajes de otros profetas de Israel; es «un profeta de juicio, un mensajero que anuncia la calamidad que ha de sobrevenir al que no es justo». Sin embargo, aporta algo nuevo, a saber, «la necesidad del bautismo, concretamente del bautismo de Juan». [35] Pero es chocante la inminente irrupción del reino de Dios y la intranquilizadora llamada al arrepentimiento (Mt 3,2). La conversión consiste fundamentalmente en un cambio de orientación hacia esa inmensa realidad del reino de Dios. La conversión no es un mero rito, ni siquiera un cambio de mentalidad personal, sino más bien la apertura total al mundo nuevo que nos viene de Dios. El escenario donde comenzaba esta conversión eran las aguas del Jordán. En la cuenca oriental de este río se realizaba el rito del bautismo, íntimamente unido a la conversión y atravesando las aguas hacia la ribera occidental se recordaba el paso del desierto a la tierra prometida, que suponía la liberación. En este sentido, Wright afirma que el bautismo de Juan incorporaba al bautizado al verdadero Israel, a quien Yahvé traería la salvación [36] . En la predicación de Juan resuena de forma especial otro anuncio: «Viene detrás de mí el que es más fuerte que yo, ante el que no soy digno de agacharme a desatar la correa de su calzado. Yo os bautizo con agua, pero él os bautizará con espíritu santo» 168

(Mc 1,7-8). Él anuncia no a un personaje político, sino al juez del mundo, al que bautizará no solo con agua, sino con «Espíritu Santo y fuego» (Mt 3,11; Lc 3,16) o sencillamente «con Espíritu santo» (Mc 1,8; Jn 1,33). Juan no puede ensombrecer al auténtico Mesías; por eso se muestra en actitud de servicio y de humildad, con el único empeño de anunciar al que ha de venir. La voz que clamaba potente en el desierto fue escuchada solamente en el interior de algunos corazones rectos y sinceros. Ellos siguieron las prácticas ascéticas y piadosas del maestro en el quehacer diario de la vida del pueblo judío (Mc 2,18). Pero no impulsó ningún movimiento que crease escuela en el futuro. Las autoridades del tiempo, religiosas y civiles, ignoraron su mensaje, aunque fueron objeto de su dura recriminación por violar las sacrosantas tradiciones del pueblo judío. Así sucedió con el rey Antipas, por construir Tiberiades sobre un antiguo cementerio o casarse con Herodías, y con los grupos religiosos de sacerdotes, saduceos, fariseos y herodianos. Su mensaje, centrado en la inminente condena de los impíos que no se convirtieran y fueran bautizados, no puede calificarse de «buena noticia». El euvagge,lion, la buena noticia, pertenece al que él anunciaba como «más fuerte que yo» (Mc 1,7). Él no era más que el precursor. La tradición cristiana ha sido sumamente respetuosa con la figura de Juan, en cuanto que su anuncio profético ha reconocido el mesianismo de Jesús. Los datos históricos invitan, no obstante, a una reflexión más crítica y menos firme. Es muy probable que Juan tuviera dudas acerca del ministerio de Jesús, tal como relata el documento Q, al enviar a sus discípulos a averiguar si era él el que había de venir: «Juan, (al oír hablar de todas estas cosas), envió a algunos de sus discípulos para preguntar(le): ¿Eres tú el que ha de venir, o hemos de esperar a otro?» [37] . (Lc 7,20; Mt 11,3). Por otra parte, la evocación de Juan de un juez del mundo con poder destructor no se aplica muy bien a la figura y al mensaje de Jesús, que enseña al mundo el hermoso significado de la palabra «padre». Es muy probable que Juan muriera con sus dudas acerca de la misión de Jesús; pero, en todo caso, su singular figura brilló en la estepa del Jordán, influyendo no solo en sus propios discípulos, sino en los de Jesús y, si cabe, en el mismo Jesús. La admiración de Jesús por el Bautista resulta evidente, aunque los testimonios de Jesús sobre él hayan estado sometidos a la elaboración de la comunidad cristiana 169

primitiva. Entre la multitud de personas que se acercaron al Jordán para recibir el bautismo de penitencia estaba Jesús. Quien lo bautizó era más que un profeta. Así lo plasmó después Mateo diciendo: «¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Un hombre vestido delicadamente?... Pero, entonces, ¿qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que profeta» (Mt 11,7-10). Es posible –sin poder llegar a una demostración– que algunos discípulos de Juan estuvieran en el grupo de Jesús; es seguro que la predicación de Juan llegó a los corazones de los judíos piadosos, entre los que se encontraba Jesús, conocedores de su tradición religiosa. Y es casi imposible explicar completamente el hecho del bautismo de Jesús sin establecer una relación muy estrecha entre ambos profetas. Es cierto que Jesús no comenzó su misión como discípulo de Juan y que en ningún momento puede ser considerado su sucesor, pero defiende y aprueba su ministerio. De forma muy enigmática y desconcertante para los sumos sacerdotes y los escribas y los ancianos, Jesús afirma la autenticidad del bautismo de Juan y su sentido cuando, paseando en el templo, les pregunta: «El bautismo de Juan ¿era del cielo o de los hombres? Y le responden así a Jesús: “No sabemos”. Y Jesús les dice: “Tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto”» (Mc 11,30-33). Y en otra ocasión, más explícitamente, reconoce que «todo el pueblo que lo oyó, y los publicanos, reconocieron la justicia de Dios al bautizarse con el bautismo de Juan» (Lc 7,29). Juan, según la tradición del documento Q, es el más grande entre los nacidos de mujer: «Yo os digo: No ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan; pero el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él» [38] . (Mt 11,11; Lc 7,28). La vida pública de Jesús comienza inmediatamente después de ser bautizado por Juan, un hecho histórico incuestionable. El galileo dejó su pacífico hogar de Nazaret, abandonó su oficio y viajó de Galilea a Judea para escuchar al nuevo profeta de Israel. Allí, en las riberas del Jordán, Jesús acudió a ser bautizado por Juan. El bautismo es un hecho de tal trascendencia en la vida de Jesús que las fuentes que lo narran son muy abundantes. Joachim Jeremias afirma que está recogido en «quíntuple tradición» [39] . Pero veamos los textos evangélicos con detención. El relato más antiguo es el de Marcos, y dice así: «Y se dio el caso de que, en aquellos días, llegó Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y en seguida, al subir del agua, vio rasgados los cielos, y al Espíritu, que descendía hacia él como una paloma; y sonó una voz desde los cielos: “Tú eres mi Hijo querido, en ti me agradé”» (Mc 1,9-11).

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El texto latino describe el bautismo de esta forma: «Et factum est in diebus illis, venit Iesus a Nazareth Galilae et baptizatus est in Iordane ab Ioanne. Et statim ascendens de aqua vidit apertos caelos et Spiritum tamquam columbam descendentem in ipsum; et vox facta est de coelis: “Tu es Filius meus dilectus; in te complacui”» [40] . Y el griego lo hace así: «kai. evge,neto evn evkei,naij tai/j h`me,raij h=lqen VIhsou/j avpo. Nazare.t th/j Galilai,aj kai. evbapti,sqh eivj to.n VIorda,nhn u`po. VIwa,nnou) Kai. euvqu.j avnabai,nwn evk tou/ u[datoj ei=den scizome,nouj tou.j ouvranou.j kai. to. pneu/ma w`j peristera.n katabai/non eivj auvto,n\ Kai. fwnh. evge,neto evk tw/n ouvranw/n( Su. ei= o` ui`o,j mou o` avgaphto,j( evn soi. euvdo,khsa» [41] . Los evangelistas Mateo, Lucas y Juan nos ofrecen algunas variantes, que podrían reducirse a las siguientes: según Mateo, Jesús llega de Galilea al Jordán, habiendo reconocido a Juan, para hacerse bautizar por él. Da la impresión de que quien debería bautizar era Jesús, y no Juan, consciente plenamente de la superioridad de aquel que humildemente se acercaba al rito penitencial entre los judíos piadosos de Israel (Mt 3,14). Lucas introduce en el bautismo del pueblo y en el de Jesús tiempos de participio pasado y subraya el hecho de que la visión de Jesús se produce «estando en oración» (Lc 3,21). El evangelio de Juan no hace referencia expresa al bautismo de Jesús. Solamente se dice en él que «Juan testificó diciendo: “He visto al Espíritu, que descendía del cielo como una paloma y se posó sobre él”» (Jn 1,32). Tal vez escritos posteriores, como este evangelio, tuvieran cierto pudor por colocar a Jesús entre la muchedumbre de pecadores que buscaban el lavado de sus culpas. Jesús, no obstante, aún siendo él la absoluta inocencia, se mezcló entre los hijos del pueblo de Israel, entre aquellos que se abrían auténticamente al juicio compasivo de Dios. A la vista de estos relatos evangélicos, me permito hacer algunas consideraciones. En lo concerniente al rito bautismal, es preciso observar que el verbo griego usado en voz pasiva, bapti,sqh/nai y correspondiente al arameo qal (qal) activo intransitivo dm[ (‘amad), significa «inmergirse», «recibir un baño de inmersión», y no simplemente «ser bautizado». Habría que terminar con la imagen que tenemos del Bautista, con la mano alzada derramando agua sobre la cabeza de Jesús. Los que iban a ser bautizados se inmergían ellos mismos, al tiempo que Juan actuaba de testigo. Y Jesús, en medio de la muchedumbre, participó en un bautismo colectivo, lejos de todo tipo de actividad a solas entre él y Juan. Esto lo esclarece estupendamente Lucas cuando dice: «Y se dio el caso 171

de que mientras se bautizaba todo el pueblo (a[panta to.n lao.n), cuando también se bautizó Jesús...» (Lc 3,21). El bautismo tuvo lugar en el Jordán, es decir, dentro del río. Y, en seguida (Kai. euvqu.j avnabai,nwn) al subir del agua, como nos dice Marcos con un término favorito que omiten otros evangelistas, dando a entender la rapidez con que se iban a suceder los grandiosos acontecimientos de Dios con su pueblo, los cielos se rasgaron (scizome,nouj) –no solo se abrieron, como escriben los paralelos de otros evangelios– para dejar paso al Espíritu de Dios, de tal forma que permanezca siempre con Jesús y sus seguidores. Y el Espíritu descendía sobre él como una paloma. En un lenguaje simbólico, típico de los textos apocalípticos y con claras evocaciones a la narración de los inicios del mundo en el primer capítulo del Génesis, se apuntan los comienzos de la nueva creación, centrada en la persona de Jesús. Y sonó una voz desde los cielos. Es la voz que, desde el cielo, ratifica la condición de filiación de Jesús: «Tú eres mi Hijo» (Mc 1,11), una frase que reproduce casi con exactitud el Salmo 2,7, aunque invirtiendo el orden del primer verso y omitiendo el segundo. Para Marcos, que en este momento cita un salmo real, la palabra «hijo» que, en principio, puede ser atribuida a reyes o a ángeles de Yahvé, se concibe de un modo mesiánico. Además, es un hijo «querido» (avgaphto,j), palabra que podría incluso ser interpretada como título de Jesús, aunque quizá lo más correcto sea traducirla como «amado». «En ti me agradé» (evn soi. euvdo,khsa), una clara alusión a Isaías (Is 2,1) y que, aunque gramaticalmente permita un uso de presente (en quien yo me deleito), tiene un bello y real sentido de pasado. Jesús, según Marcos, sería el elegido antes de todos los tiempos, antes de la creación del mundo, y ahora ratificado en el bautismo del Jordán. El bautismo es una teofanía clara y a la vez extraña. La voz de Dios es escuchada solamente por Jesús, si bien es cierto que todos sus seguidores estamos también llamados a escucharla [42] . Todos los autores están de acuerdo en admitir que el bautismo fue una experiencia determinante en la vida de Jesús y que con ella se distanció radicalmente de la misión de Juan el Bautista. Si interpretamos a Marcos (Mc 11,27-33 par), descubrimos que la autoridad que Jesús se arroga se sustenta en la experiencia de su bautismo. Allí descubre (se le revela) que es el Hijo amado de Dios, al que se le encarga la misión de comunicar la salvación del Padre a todas las gentes. Él tiene conciencia de ser poseído por el Espíritu para infundir el aliento de vida a toda la nueva creación. Él inaugura un tiempo

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nuevo y definitivo, en el que no solo el pueblo de Israel, sino todos los pueblos presenciarán la llegada del reino de Dios, que se traduce en amor compasivo de Dios a la humanidad entera. Es una experiencia original y única, no tenida por ningún profeta de Israel, porque no solo escuchó la voz de Yahvé para anunciarla a su pueblo, sino que fue proclamado Hijo amado de Dios. A él se le encargó una misión singular, anunciando y haciendo suya la bondad de Dios con la humanidad hasta el extremo de encarnar en su persona esa misma bondad. Todo ello trasciende los límites de cualquier ser humano, de cualquier proyecto, por noble que fuera, aún realizado por el mayor de los profetas. Pero él tenía la fuerza del Espíritu que guiaría toda su vida, desde los momentos más duros y precarios hasta el más esplendoroso y sublime de la resurrección. Resultan evidentes las diferencias entre la misión de Juan y la de Jesús. La visión que Juan tenía de Dios y de su salvación era más bien de amenaza y amonestación. Su Dios estaba lejano del ser humano. Nunca habló del reino de Dios. Tampoco curó a enfermos, ni comió con pecadores. En cambio, Jesús encarnó un Dios presente entre nosotros y predicó la buena noticia (euvagge,lion) de la salvación para todos. Después de la experiencia vocacional del bautismo, Jesús regresó a Galilea, moviéndose alrededor de unos pequeños poblados de la ribera norte y occidental del bello lago de Genesaret, como Magdala, Tabgha, Tiberias y, especialmente, Cafarnaún, la que hoy llamamos su casa. Allí comenzó su breve y arduo ministerio.

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4.10. El ministerio de Jesús La experiencia del bautismo transformó la vida de Jesús. Aunque resulte imposible reconstruir la secuencia de los hechos, es muy probable que, una vez abandonado el desierto del Jordán, Jesús regresase a Nazaret con su familia. El desconcierto y la extrañeza de su pueblo, incapaz de ver en Jesús un nuevo profeta, comprometido con el reino de Dios, –liberación para todos, especialmente los pobres y los oprimidos de la tierra– ocasionaron la marcha a las ciudades del lago de Genesaret, donde Jesús crearía la gran familia de los hijos de Dios, que le ayudó a conformar su propia personalidad y experiencia vital y que, más tarde, difundiría su mensaje a todos los pueblos (cf. Mc 6,16). En los alrededores del mar de Galilea, apartado de su familia natural y abierto a otras gentes, incluso a las más alejadas de las creencias judías, Jesús anuncia la llegada del reino de Dios y, para comunicarla al pueblo, se rodea de seguidores que recorrerán las aldeas de Galilea y Judea, compartiendo su forma de vida, iniciando así el movimiento que sería el germen del cristianismo. La actividad de Jesús y sus seguidores y seguidoras se desarrollará con autentica pasión y profunda humildad a la par, con firmeza y convicción, con estrecha fidelidad al Padre y con el fresco contagio del espíritu que anuncia a las conciencias la proximidad liberadora de Dios, especialmente a los pobres de la tierra. Jesús comenzó su ministerio con la proclamación de la venida del reino de Dios. Esto resulta innegable. También es evidente que el anuncio del reino de Dios debe ser entendido como «buena noticia», no solo para Israel, sino para el mundo entero. El ministerio de Jesús, aparentemente reducido al pueblo de Israel, tenía vocación de universalidad, entroncado en las propias raíces del Antiguo Testamento y en el amor de Dios a todo el universo. Otra cuestión muy diferente es explicar en qué consiste ese reino o reinado, cuál es su relación con las estructuras religiosas del pueblo judío, cuál la comprensión del mismo por la primitiva comunidad cristiana y en qué sentido la Iglesia se relaciona con la realidad suprema del reino de Dios. Todas estas cuestiones están abiertas a la interpretación teológica. Ciertamente, el anuncio del reino de Dios originó lo que se conoce con el nombre de «movimiento de Jesús». Esta expresión popular se interpreta también de formas diferentes. A raíz de la creación del Jesus Seminar en el año 1985, proyecto del Westar 174

Institute, con sede en Sonoma, California, biblistas y teólogos de distintas confesiones cristianas han buceado en el tema, con enormes logros y resultados de extraordinaria importancia. Todos ellos comparten presupuestos metodológicos similares, conocen a la perfección las lenguas bíblicas, están al corriente de los descubrimientos arqueológicos relacionados con el mundo de Israel y son expertos en el conocimiento histórico del judaísmo del siglo I de nuestra era cristiana. Las semejanzas descritas no impiden que, en muchas ocasiones, sus conclusiones sean muy diferentes, mostrando una amplia gama de imágenes referidas a Jesús. J. D. Crossan, biblista estadounidense de origen irlandés, concibe el «movimiento del reino de Dios» de Jesús como un grupo de «itinerantes», como el propio Jesús, principalmente propietarios o campesinos desposeídos, que aceptarían la pérdida de todo como juicio sobre el sistema que les había arruinado. Las enseñanzas y comportamientos de Jesús, sometido a un proceso tenso de helenización de su tierra, trasmitían un mensaje social innovador y liberador, en oposición a las estructuras patriarcales que alimentaban las desigualdades de aquella época. Jesús, al estilo de los numerosos filósofos cínicos que recorrían entonces el imperio romano, no tenía otro sentido que trasformar el orden establecido. Abogaba por un igualitarismo radical, sin consideración de normas sociales ni religiosas, como prueban sus prácticas de comensalidad, abiertas a desheredados y pecadores. Su enorme ingenio, su absoluta libertad en su modo de actuar y sus sanaciones estaban claramente orientados a la transformación del orden establecido. Sus enseñanzas se encontraban muy alejadas de las expectativas apocalípticas judías, basándose, más bien, en normas universales de experiencia humana. En el sentido estricto del término, Jesús no realizó exorcismos por estimar que las convulsiones de ciertos enfermos no correspondían a una posesión diabólica. Más que milagros, las acciones de Jesús se consideran elementos mágicos, fuera de los cauces habituales de la religión. En los últimos días de su vida subió a Jerusalén, donde murió, sin mediar proceso alguno, ejecutado por los romanos, abandonado por todos, para ser enterrado con toda probabilidad en una fosa común. A lo largo de su ministerio, nunca llamó aba abbâ’ a Dios, ni tuvo intención de formar discípulos que continuasen su obra. Sin embargo, una vez muerto en la cruz, sus seguidores interpretaron su muerte a la luz de las profecías del Antiguo Testamento, creando el mito de su pasión y resurrección [43] .

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Burton L. Mack, especialista en los orígenes del cristianismo, trabaja sobre hipótesis altamente arriesgadas y con enfoques muy escépticos acerca de los escritos sobre Jesús. Dichos escritos, según este autor, sin que puedan ser tachados de falsedad, tienen realmente un carácter mítico, opuesto a la historia, y, más que otra cosa, reflejan las situaciones sociales, políticas y culturales de sus autores. Son auténticos documentos del movimiento cristiano primitivo más que versiones fiables de la vida de Jesús. Centrado desmesuradamente en la fuente Q, Mack considera al evangelista Marcos el verdadero fundador del cristianismo, inventor de la historia del conflicto entre Jesús y los líderes religiosos de Israel, y el constructor de la figura de Jesús como maestro de sabiduría y fundador de un experimento social. Más tarde (entre los años 70 y 100 de nuestra era), Mateo y Lucas hicieron uso de los escritos de Marcos y de la fuente Q, convirtiendo a Jesús en Hijo de Dios [44] . Elisabeth Schüssler, teóloga feminista, describe el movimiento de Jesús como un «discipulado de iguales», alternativa a las estructuras patriarcales del judaísmo, sin que ello suponga rechazar sus normas y sus prácticas [45] . Para E. P. Sanders, Jesús fue un profeta escatológico (no un reformador social), plenamente consciente de ser el último enviado de Dios para anunciar la restauración de Israel, es decir, profundamente insertado en las tradiciones del pueblo judío. Tuvo plena conciencia de ser el último profeta enviado de Dios y de vivir un momento decisivo en la historia. Ahí radica su personalidad irrepetible y la originalidad de su actuación. Su predicación estuvo orientada a preparar al pueblo para la venida definitiva del reino (o reinado) de Dios y tanto sus milagros como su muerte deben explicarse en este contexto. Acepta los milagros obrados por Jesús (no pueden ser considerados pura magia), pero los atribuye a causas naturales y no sobrenaturales. Lo más excéntrico y ofensivo de este profeta para el ambiente judío del tiempo fue el ofrecimiento a los pecadores de un puesto en el reino de Dios, sin necesidad de arrepentimiento ni de penitencia ritual. Sus discípulos continuaron tras su muerte la predicación escatológica, aunque, gradualmente, fueron orientándola hacia la figura de Jesús, convirtiendo así su persona en el eje central de su anuncio. En opinión de este biblista de Texas, lo importante no es la situación política de Palestina, sino la estrecha relación de Jesús con los movimientos judíos de aquel tiempo [46] .

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R. A. Horsley, al entender que Jesús fue un militante del cambio social, político y económico, opina que el movimiento de Jesús estaba orientado hacia la renovación social de la Galilea de aquella época, fuertemente marcada por la explotación de las clases dominantes. Las comunidades campesinas de las aldeas y ciudades de Galilea estaban llamadas a promover una ética nueva, cimentada en el amor a los enemigos y la supresión de las estructuras patriarcales, generadoras de desigualdades y de rencor entre sus miembros. Toda la actividad ministerial de Jesús debe ser entendida en el marco de la situación política, social y económica de Galilea, alejada de la tranquilidad aparente del reinado de Tiberio [47] . Jesús fue, efectivamente, un revolucionario social en contra de las élites poderosas de su tiempo más que un predicador o un carismático que recorría las aldeas de Galilea. Fue un profeta más de Israel y no un Mesías. El movimiento liberador de Jesús fue, de hecho, uno más de los movimientos de renovación, que surgieron en la Palestina de la época, en espera de que los gobernantes políticos, judíos y romanos a la par, fueran expulsados por Dios de aquella tierra. Marcus J. Borg, influido por las obras de G. Vermes y de J. Dunn, presenta la figura de Jesús como la de un carismático espiritual, enraizado en la más genuina tradición del pueblo de Israel –pueblo santo de Dios– y lleno del Espíritu de Yahvé. Jesús es un sabio lleno de carisma y un mediador de lo sagrado, pero no puede apropiarse el título de Mesías. Su doctrina y sus hechos, lejos de contener tintes escatológicos, están llenos de la experiencia de Dios, que él manifiesta especialmente en sus milagros. En estos milagros se aprecia la relación de Jesús con otros maestros carismáticos del judaísmo y la autenticidad de su mensaje. Su postura respecto a la vida futura, a la resurrección de Jesús, está inmersa en el agnosticismo, pese a que reconozca que la convicción de que «Dios lo resucitó (a Jesús) de entre los muertos» (Rom 10,9; Gal 1,1; Col 2,12; 1 Pe 1,21) está ampliamente difundida en los escritos del Nuevo Testamento [48] . Estas opiniones parecen prescindir del carácter teológico del movimiento de Jesús, tan específico de su misión. Por otra parte, resulta extremadamente simplista enmarcar la persona de Jesús en un grupo de predicadores itinerantes, sin propósito específico y al margen de la fuerte religiosidad del pueblo de Israel. Es prácticamente imposible concebir el movimiento de Jesús sin apenas vinculación con el pueblo de Israel, del que Jesús formaba parte. De hecho, según Meier, los fariseos y Jesús representaban los dos principales movimientos religiosos de Palestina en aquella época [49] . En los evangelios

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existen suficientes evidencias que prueban la relación de los seguidores de Jesús con los movimientos proféticos de etapas anteriores, al tiempo que determinan la identidad de los mismos. Los relatos de la gran familia de Jesús son muy minuciosos al distinguir «mucha gente» (Mc 6,34), «sus discípulos» (Mc 14,13), «algunas mujeres» (Lc 8,2) y el grupo más íntimo, «los doce» (Lc 8,1; Mc 3,14). Estamos hablando ya de una familia nueva de Jesús, de hombres y mujeres que se sienten llamados por él, que lo siguen y que pretenden continuar su misión, una vez que resucite de entre los muertos. Ya no importan los lazos de sangre, ni la pertenencia a un clan; tampoco el vínculo con instituciones tan significativas en la cultura semítica oriental, ni siquiera la elección de un pueblo, Israel, al que pertenecen los judíos, en el que tanto contaba el amor de Yahvé. Son sencillamente sus seguidores, los continuadores de su ministerio en el tiempo y por todos los lugares de la tierra.

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4.11. La familia nueva de Jesús Jesús es el gran fascinador. Una familia nueva no se hace desde la apatía y la inactividad. Los lazos naturales funcionan por sí mismos, espontáneamente, mientras que las nuevas conquistas de familia responden a la innovación y al anuncio de nuevos retos e ideales. Y así lo hizo Jesús [50] . La atracción que ejerce Jesús sobre las gentes sencillas es realmente abrumadora. Él está siempre abierto a las necesidades de los más pobres, a los que atentamente escucha con sincera compasión. Y consecuentemente muchas personas caminan detrás del maestro, contentos de compartir la alegría presente y la esperanza de un mundo mejor. Su llamada es radical; llama a todos, aunque de diferentes maneras, e invita a dejarlo todo –incluso tierras y la propia familia natural– para lanzarse a la aventura de la inseguridad, plasmada en sus duras y gráficas palabras: «las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos; en cambio, el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). La llamada de Jesús lleva consigo una vida compartida. Las gentes siguen a Jesús y viven como él, tras los pasos del nuevo profeta itinerante. No siguen a un sabio maestro, al estilo de los grandes pensadores del mundo griego; tampoco son aleccionados por un famoso rabí que les instruya en las Escrituras hebreas; él transmite la sabiduría de la vida, centrada absolutamente en el reino de Dios, es decir, curando y perdonando con amor a las personas y enseñándoles a ver a Dios como padre. Todo está, pues, al servicio del reino de Dios. Y reino significa liberación y salvación. Por eso, Jesús aparta de sus seguidores la servidumbre a los poderes de Roma, libera asimismo al pueblo de las ataduras esclavizantes de la ley mosaica, al tiempo que enseña a sus seguidores el amor a los demás, aun a costa de ser rechazados por su causa. En la propia inseguridad encontrarán los discípulos la auténtica alegría, compartiendo con toda la humanidad el amor de Dios a este mundo. Esta es la misión del discípulo: anunciar con alegría el reino de Dios, no con imposiciones, sino como servicio, curando las dolencias y sufrimientos de las gentes y diciéndoles que Dios está con ellas. Jesús expresa estas bellas realidades en extrañas metáforas que hablan de seguidores que se convertirán en «pescadores de hombres» (Mc 1,17), que no deben llevar «alforja para el camino» (Mt 10,10), que «sacudan el polvo de sus pies» cuando no sean bien recibidos en una casa (Mt 10,14), que no se preocupen de «qué van a hablar» cuando sean entregados a los sanedrines y a las sinagogas (Mt 10,19), y otras similares. Así aparece en el mundo el reino de Dios, 179

suscitando una comunidad viva, que recibe la buena noticia de la salvación y que ofrece hospitalidad a los más necesitados [51] . Innegablemente, Jesús despierta el interés de la multitud cuando recorre las aldeas y ciudades de Galilea y Judea. No es el primer profeta al que las gentes, oprimidas política y religiosamente en la Palestina de aquel tiempo, persiguen anhelando su liberación, en espera de tantas promesas mesiánicas aún incumplidas. Pero ahora, todo es distinto y novedoso [52] . Pobres campesinos, atormentados por su miseria y el peso de las leyes religiosas, siguen a Jesús, que anuncia la llegada del reino de Dios. Salen al encuentro del maestro, escuchándole y llevándole los enfermos, en ocasiones con entusiasmo y auténtica entrega; otras, de forma menos comprometida, pero siempre fiándose de su especial autoridad. En el grupo de seguidores hay hombres, perfectamente identificados por sus nombres y su actividad, pero también figuran mujeres, que aunque no aparezcan en los llamados relatos de vocación, en los que se incluyen únicamente varones, siguen a Jesús y sirven como auténticas seguidoras (avkolouqe,in y diakone,in). Estas mujeres, seguidoras de Jesús en Galilea (Mt 27,41; Mc 15,40-41; Lc 23,49), fueron testigos del hecho excepcional de la pasión de Jesús –relato que contiene tradiciones muy antiguas de la comunidad de Jerusalén– junto con algunos varones, tal como aparecen consignadas en varios escritos evangélicos (Mt 27,56.61; 28,1; Mc 15,40.47; Lc 8,2-3; Jn 19,25; 20,1). Nunca son llamadas maqhth,j (discípulas) de Jesús, pero, aunque nominalmente no aparezcan como tales en los evangelios, así pueden ser consideradas en realidad [53] . Estas gentes fascinadas por la noticia del reino de Dios son la nueva familia de Jesús. Lo que he dicho anteriormente acerca del seguimiento de Jesús lo expresan los evangelios de forma mucho más contundente y exigente. El evangelio de Marcos nos enfrenta a un pasaje en el que aprendemos que el ser «familia» de Jesús no equivale a estar con él. Los que están a su lado no pertenecen a su círculo mesiánico. Los familiares de Jesús que tratan de alejarlo de su misión, que han dicho que «estaba fuera de sí», se encuentran realmente fuera de su ámbito familiar. Por eso, cuando a Jesús le anuncian que «tu madre y tus hermanos te buscan fuera», «dirige en torno su mirada a los que estaban sentados en corro alrededor de él, peri` auvto.n (evocando una imagen patriarcal), y les dice: “Ahí tenéis a mi madre y a mis hermanos. Pues el que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano, y hermana, y madre”» (Mc 3,32-35).

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Claramente, sus hermanos, hermanas y madre son aquellos que cumplan la voluntad de Dios. Jesús, en términos similares al profeta Isaías (Is 49,18-21; 60,4), expresa la esperanza de la llegada de la familia escatológica, en perfecta consonancia con el reino de Dios que está anunciando. Lucas expresa enérgicamente la misma idea: «Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre y a su madre, a (su) mujer y a (sus) hijos, a (sus) hermanos y hermanas, y más aún, incluso a su vida, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,26). Jesús propone una forma de seguimiento, ciertamente chocante y extraña. Otro tanto cabe decir del dicho de Jesús: «pues vine a desunir: el hombre contra su padre, la hija contra su madre, la nuera contra su suegra» (Mt 10,35). Y el cuarto evangelio enfatiza que, por la cruz y desde ese mismo momento nace la nueva familia de Jesús.

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4.12. Los discípulos A excepción de Lucas, que presenta un Jesús solitario y ambulante, que ha predicado en la sinagoga de Nazaret y ha realizado diversas curaciones en Cafarnaún (Lc 4,16-44), los evangelios nos dicen que Jesús comenzó su ministerio rodeándose de discípulos (Mt 4,18-22; Mc 1,16-20; Jn 1,35-51). No se puede descartar la posibilidad de que Jesús, aunque solo fuera por un corto espacio de tiempo, hubiera comenzado su actividad sin la compañía de discípulos [54] ; pero lo más relevante en este caso es la elección de personas que acompañarían a Jesús durante todo su ministerio [55] . Siempre me ha parecido que los relatos vocacionales de los evangelios –encuentro de Jesús con personas que son invitadas a su seguimiento– son genuinos modelos de narrativa. Enmarcada en un ambiente natural de intensa belleza y reflejando un profundo conocimiento de la psicología humana, la palabra de Jesús se dirige a las personas con una sencillez estremecedora, una ternura y exquisitez entrañables y una proyección amorosa desbordante. Es cierto que, como dice R. Aguirre, «el fenómeno del seguimiento de Jesús fue complejo», produciéndose probablemente diferentes formas, unas más personales y otras que hacen clara referencia a la familia o a la sociedad en general (cf. Mc 1,16-20; Mc 10,46-52; Jn 1,40-42) [56] , pero el trasfondo del mismo es idéntico. Veamos cómo expresa estas realidades el evangelista Marcos, en el escenario de Galilea, una región de vital importancia para él en la actividad ministerial de Jesús. Dice así: «Y según iba por la orilla del mar de Galilea vio a Simón y a Andrés, hermano de Simón, echando la red en el mar, pues eran pescadores. Y Jesús les dijo: “Venid detrás de mí, y haré que seáis pescadores de hombres”. Y en seguida, dejando las redes, lo siguieron. Y según iba un poco adelante vio a Santiago el de Zebedeo y a su hermano Juan, también ellos en la barca, arreglando las redes. Y en seguida los llamó. Y dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, fueron tras él». (Mc 1,16-20). La llamada de Jesús siempre es absoluta, radical, soberana, inapelable; nunca es brusca, ni violenta ni amenazante. Y, en todas las ocasiones, muestra una gran generosidad, orientada claramente al servicio de los pobres, que tienen a Dios como única esperanza. Aunque en estas historias de vocación se invoquen frecuentemente las coincidencias y similitudes con la de Eliseo por el profeta Elías, es evidente que los elementos que 182

configuran a unas y a otra son completamente diferentes. En el Antiguo Testamento aparece raramente la relación entre maestro y discípulo, establecida en el Nuevo Testamento, y el término maqhth,j no se encuentra en la traducción de los LXX. Este término griego, si bien se utiliza para designar a los discípulos de Juan el Bautista (Mt 11,1) y, en alguna ocasión, a los de los fariseos (Mt 22,16), es específico de los seguidores de Jesús y lo convierte realmente en único [57] . En poco se parecen, además, las actitudes de Jesús con las de profetas y rabinos judíos. En el mundo de la Torá, eran los discípulos –solamente varones– quienes elegían al maestro, del que aprendían y al que servían. Los discípulos de los maestros de la ley y los que se adherían a algún movimiento profético se diferencian substancialmente de los seguidores de Jesús. El mencionado texto de Marcos (Mc 1,16-20) comienza con una palabra: para,gwn (praeteriens), «pasando» o «según iba» por la orilla del mar de Galilea. Marcos recuerda con este término la manifestación de Dios a Moisés (Ex 33,18-23) y el paso del profeta Elías antes de confiar su misión a Eliseo (1 Re 19,11), realzando así la acción de Jesús al llamar a sus discípulos. Y esto ocurre en un lugar singular, no simplemente en «el mar», como dice en otros lugares (Mc 2,13; 3,7; 4,1; 5,1.13.21), sino «en el mar de Galilea», para demostrar el interés del evangelista por esta región en la misión de Jesús [58] . Este mar es el lugar de trabajo de aquellos que van a ser sus discípulos. Jesús, moviéndose por la orilla del mar, inquieto por el amor a la humanidad, ve a Simón y a Andrés. Él toma la iniciativa, interpretándose su acción no como la de un mero observador, sino como la de alguien interesado en la vida de los seres humanos. En este caso, los discípulos no eligen al maestro, como en el judaísmo rabínico, sino al revés. El seguimiento a Jesús supone una llamada personal, dirigida a un grupo reducido, sin que ello se contraponga a la llamada universal al arrepentimiento y al amor, es decir, a los valores del reino de Dios. Siempre la invitación al reino es superior y más amplia que la llamada al discipulado. El discípulo está al servicio del reino de Dios y no al revés. Uno es el servidor del otro; el discípulo, en definitiva, es servidor de Jesús, que personifica y realiza ese reino. No importa que los llamados a ser discípulos gocen de cualidades especiales; lo importante es la fuerza de Jesús que los convierte en seguidores suyos y la misión que él les va a confiar. Jesús no restringe su llamada. Se dirige a todos, hombres y mujeres, puros e impuros, observantes de la ley y gentes alejadas de Yahvé. Así vio y llamó a Simón (a quien posteriormente impone el apodo de Pedro), que tiene el honor de

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ocupar el primer puesto en los acontecimientos más trascendentes de la vida de Jesús, y a Andrés, su hermano. Estaban echando la red en el mar, probablemente utilizando una red circular, arrojada al mar desde la costa o a escasos metros de ella, pues eran pescadores [59] . También llamó a Santiago y a su hermano Juan, hijos de Zebedeo, para distinguirlos claramente de Santiago, el hermano del Señor, y Juan Bautista. En los sinópticos los hijos de Zebedeo aparecen siempre juntos y, con Pedro, forman un grupo estrechamente relacionado con los acontecimientos más significativos de la vida del maestro (Mc 5,7; 9,2; 14,33; Lc 9,51-56). Venid detrás de mí (deu/te ovpi,sw mou), dijo Jesús. En la literatura rabínica, el discípulo va detrás del maestro, acompañándolo y aprendiendo de sus enseñanzas, pero siempre a una distancia prudencial, que marca diferencias. El seguimiento del discípulo de Jesús es entrega total, vivir su vida en la ruta del camino trazado por el maestro. Los primeros discípulos dejaron las redes, es decir su trabajo y su negocio, tal vez próspero y en todo caso seguro para seguir a Jesús (hvkolou,qhsan auvtw[). La llamada de Jesús (evka,lesen au,tou,j, los llamó), con el trasfondo de la llamada de Dios a los profetas y al pueblo de Israel, se traduce por el seguimiento de los discípulos, avkolouqe,in, un término empleado con muchísima frecuencia en los sinópticos y en Juan; y aunque en ocasiones hace referencia a la muchedumbre que iba tras de Jesús, se aplica de forma característica y diferenciada a los discípulos [60] . Si la llamada de Jesús es personal, el seguimiento es total y radical. Elías permitió a Eliseo despedirse de sus padres y atenderlos (1 Re 19,20). Jesús exige del discípulo una ruptura fundamental, en lo personal y en lo cultural. Y los evangelios lo narran claramente de esta manera. El discípulo debe dejar su trabajo (Mc 1,18), incluso a su familia, rompiendo así los esquemas de valores del Antiguo Testamento (Mc 1,20; 10,29-30), dejarlo todo (Lc 5,11), para compartir la vida itinerante, pobre y dolorosa del maestro. Las exigencias que conlleva el seguimiento de Jesús han de terminar en un servicio auténtico y completo a los demás y en un amor desinteresado, incluso a los enemigos. En lugar de aspirar a los primeros puestos, el discípulo ha de estar atento a las necesidades de los otros e incluso soportar injurias por Jesús (Mc 9,35; Mt 5,38-42). En resumen, todo se reduce a seguir los pasos de Jesús, a amar a los demás como él nos amó, entregando su vida de forma tan radical, hasta llegar a la muerte por sus amigos (Jn 15,12-13). Todo quedaría compendiado en los dos dichos de Marcos: «Si alguno quiere

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venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, lleve a cuestas su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y el Evangelio, la salvará» (Mc 8,34-35). La renuncia a todo del discípulo –no llevar «ni pan ni alforja, ni calderilla en la faja; sino calzados con sandalias; y no llevar dos túnicas» (Mc 6,8-9)– no es simplemente un desapego hacia los bienes del mundo, marcando diferencias con el estilo de vida de los demás que habitan la misma tierra, sino un signo y una proclamación del reino de Dios anunciado por Jesús. Desde el anuncio del reino de Dios se entiende perfectamente la pobreza y desnudez del discípulo, la inseguridad material que le orienta a confiar en la providencia y el mismo distanciamiento con la familia y con el mundo. Es que el reino de Dios ha llegado y ha llegado a los pobres (se bendice a los pobres, no la pobreza), a los enfermos y poseídos por el mal –personas que solo confían en Dios para su realización y felicidad– a quienes Dios llama dichosos porque les ha prometido su salvación, su basileia. El discípulo de Jesús asume voluntariamente la condición de marginado, de postergado de aquellos valores que le aparten de la novedosa realidad del reino de Dios; recibe asimismo la misión de anunciar ese reino con los poderes de curación conferidos por el carisma de Jesús para poder llevarla a término y obtiene la promesa de desempeñar un lugar privilegiado en el nuevo Israel escatológico, tal como dice el evangelio de Mateo: «Vosotros, los que me seguisteis, cuando en la regeneración se siente el Hijo del hombre en su trono esplendoroso, os sentaréis también vosotros en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Mt 19,28). Aparece evidente que la función del discípulo gira en torno a la misión del anuncio del reino de Dios, repleto de realidades presentes y signo de sucesos futuros Y sin esta singular y liberadora realidad la figura carecería de sentido. El discípulo es, simplemente, la persona que continúa anunciando el reino, hecho presente en Jesús de Nazaret.

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4.13. Los Doce Los Doce constituyen el grupo más conocido y más íntimo de los seguidores de Jesús. Los relatos evangélicos se refieren a ellos como los Doce (Mc 3,14; 6,7; 9,35; 10,32; 11,11; 14,17), los Doce discípulos (Mt 10,1), o los Doce apóstoles, una terminología muy propia de Lucas (Lc 6,13; 9,10; 17,5; 22,4; 24,10), que obliga a una nítida distinción entre el concepto de los Doce y el de Apóstol, un grupo más amplio y con connotaciones específicamente pospascuales. Aunque continúa siendo una cuestión abierta a la discusión teológica, la mayoría de los exegetas opinan que el círculo de los Doce se remonta al Jesús histórico, pese a la ausencia de mención en la fuente de los logia y a la rápida desaparición en la conciencia de las primeras comunidades cristianas [61] . El grupo se halla muy establecido y afianzado en la memoria de los seguidores de Jesús, según consta en los evangelios, y difícilmente se explicaría la mención a Judas Iscariote como «uno de los Doce» (Mc 14,10.20.43; Mt 26,14) o las apariciones del Resucitado a este grupo en la tradición más antigua, citada por Pablo en la carta a los Corintios (1 Cor 15,3-5), aparte de que el significado del mismo se ajusta perfectamente a la actuación profética de Jesús de Nazaret. Resulta poco verosímil que los Doce fueran una creación de la primitiva comunidad cristiana y que desaparecieran poco después de las apariciones del Resucitado, sin apenas dejar huella significativa en ella. El Nuevo Testamento presenta cuatro listas con los nombres de los Doce, tres de ellas en los evangelios sinópticos y una en los Hechos de los Apóstoles (Mc 3,16-19; Mt 10,2-4; Lc 6,14-16 y Hch 1,13). En el evangelio de Juan no aparece lista alguna, aunque haya referencias a los Doce en general (Jn 6,67), a Judas (el) de Simón Iscariote, como «uno de los Doce» (Jn 6,71), y de igual manera, a Tomás, que se llamaba Dídimo (Jn 20,24). Paso a considerar la narración de Marcos que, aparte de presentar una palmaria coincidencia con las restantes listas de los Doce, hace una aportación a la perícopa consistente, según dice J. Gnilka, «en que empalmó con una lista de nombres un relato que narraba la constitución de los doce y la asignación de nombre a tres. Además introduce en el relato la idea del envío y del poder. Tal vez a causa de la preferencia de los tres, se produjo el desplazamiento de Andrés del segundo al cuarto lugar y la caracterización de Judas Iscariote como el traidor» [62] . 186

Este es el texto: «Y subió al monte y convocó a los que quiso él, y se le acercaron. E instituyó a doce, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, y que tuvieran autoridad para expulsar los demonios. E instituyó los Doce; e impuso a Simón el nombre de Pedro; a Santiago el de Zebedeo y a Juan el hermano de Santiago, y les impuso el nombre de Boanergés (que significa “hijos del trueno”); y a Andrés, a Felipe, a Bartolomé, a Mateo, a Tomás, a Santiago el de Alfeo, a Tadeo, a Simón el Cananeo, y a Judas Iscariote, el que lo entregó» (Mc 3,13-19). La región del mar de Galilea, el escenario habitual donde el maestro enseñaba a sus discípulos, da paso ahora a la montaña, un lugar aislado y solitario, al que accede Jesús y un pequeño grupo de seguidores, atraído por la fuerza arrolladora de su persona. El acontecimiento narrado se desarrolla en la intimidad, lejos de las aglomeraciones del mar y bajo el signo de la ternura y confianza, inspiradas por la relación entre el Padre y el Hijo. Como dice J. Ratzinger, es «un lugar en lo alto, por encima del ajetreo y la actividad cotidianos», un lugar de oración, de intimidad con Dios, indicando claramente que «la llamada de los Doce tiene, muy por encima de cualquier otro aspecto funcional, un profundo sentido teológico: su elección nace del diálogo del Hijo con el Padre y está anclada en él» [63] . Jesús subió a la montaña. Es muy probable que, detrás de esta expresión, avnabai,nei eivj to, o;roj, Marcos tenga presente las significativas alusiones del Antiguo Testamento a la presencia de Dios en la montaña, como sucede en el monte Sinaí (Ex 19,3; 19,24; 24,1-4; Nm 27; Dt 9,10.32). Más importante aún es la elección que se produce. El texto nos dice que Jesús proskalei/tai (llamó a sí: el verbo en voz media, compuesto de kale,w y la partícula pro,j) a los que él mismo quiso, poniendo de manifiesto la soberanía de la elección (reflejada también en el Antiguo Testamento, Dt 7,6-8; Is 41,8-10; 45,4), y que los elegidos siguen indefectiblemente la llamada de Jesús, alejándose de sus quehaceres cotidianos para estar con él, kai. avph/lqon pro,j auvto,n. La fuerza del verbo utilizado (se separaron) recuerda al profeta Isaías cuando afirma que «tal será mi palabra, que salga de mi boca: no volverá a mí de vacío, sin que haya realizado lo que yo deseaba» (Is 55,11). Instituyó a doce, kai` evpoi,hsen dw,deka. El verbo griego utilizado (poie,in), que no aparece en la lengua clásica y significa literalmente «hacer», es reflejo de un semitismo utilizado en los LXX (1 Re 12,6) y evoca la creación del mundo en el libro del Génesis, 187

dando a entender la acción de Jesús como una nueva creación, un signo de carácter escatológico, confirmado además por la proclamación de la buena noticia a los pobres y la expulsión de los demonios cuando se acerca el reino de Dios. Los Doce están llamados a estar con Jesús y a ser enviados, sin que una cosa excluya la otra. Primero, los Doce han de estar con Jesús, es decir, ahora, y más tarde, serán enviados a predicar y a expulsar los demonios. De una forma clarividente, J. Ratzinger afirma: «Estar con Jesús y ser enviados parecen a primera vista excluirse recíprocamente, pero ambos aspectos están íntimamente unidos. Los Doce tienen que aprender a vivir con él de tal modo que puedan estar con él incluso cuando vayan hasta los confines de la tierra. El estar con Jesús conlleva por sí mismo la dinámica de la misión, pues, en efecto, todo el ser de Jesús es misión» [64] . A la llamada de los discípulos y a la «creación» de los Doce, realidades altamente simbólicas, Marcos añade el nombre de los mismos. Son los siguientes: Simón (!w[mv: Simeón), nombre muy común en el mundo judío, llamado Pedro (pe,troj), forma griega del arameo apk, Kêpha, Roca. En el Nuevo Testamento aparece en forma aramea y traducida al griego. Es nombrado el primero en la lista (el primero en ser llamado por Jesús), es uno del grupo más íntimo de Jesús (Mc 5,37; 9,2; 14,33), portavoz del grupo de discípulos, primer testigo del Resucitado, asociado a la tarea fundacional de la Iglesia por la primitiva comunidad cristiana (Mt 16,18), concebido como uno de los «pilares» de la Iglesia de Jerusalén (Gal 2,9), y con un claro significado escatológico. Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que forman con Pedro el círculo más íntimo de discípulos, según Marcos. Son apodados «Boanergés» o «hijos del trueno». Andrés, el hermano de Pedro, separado de él y colocado en cuarto lugar en esta lista. Felipe. Bartolomé. Mateo. Tomás. Santiago, el hijo de Alfeo, posiblemente hermano de «Leví», que aparece también como discípulo de Jesús en Marcos (Mc 2,14). Tadeo, reemplazado por Judas de Santiago (Lc 6,16). 188

Simón el Cananeo, epíteto que parece estar relacionado con una transliteración de la voz aramea ![nk, (kana´an), con el significado de «celota». Judas Iscariote, cuyo epíteto ha dado lugar a múltiples interpretaciones, aunque tal vez la más probable de ellas tenga que ver con los «sicarios», uno de los partidos rebeldes en la Palestina de tiempos de Jesús. Judas fue quien traicionó a Jesús, pare,dwken, un término cargado de sentido negativo, pero que deja abierta la interpretación de «la entrega o traición» más allá de la responsabilidad humana. En suma, todas las listas de discípulos comienzan con Simón Pedro y terminan con Judas Iscariote. Los cuatro primeros, entendida la posición como una valoración, corresponden a las dos parejas de hermanos que fueron llamados en primer lugar. Simón Pedro y Andrés, a quienes llamó en las orillas del mar de Galilea, eran procedentes de Betsaida, al este del río Jordán, perteneciente a Gaulanítide y no a Galilea, pese la referencia de Juan (Jn 12,21), que la sitúa en este lugar. Entre los Doce, Pedro ocupa un puesto único y singular. Si la institución de los Doce se remonta ciertamente a tiempos del Jesús histórico, es obvio suponer que el número doce tenga un carácter simbólico, acorde con la vida y la predicación del maestro, más allá de la mera precisión numérica. Los Doce representan de forma nueva al antiguo pueblo de Dios, a Israel, integrado por doce tribus. La esperanza de los tiempos mesiánicos visibiliza la restauración del pueblo de Israel. Y todo ello se cumple en Jesús, en sus gestos proféticos, en sus palabras, en sus hechos y en la propia institución de los Doce, porque se anuncian los tiempos últimos, la salvación de Dios a todos los pueblos, en definitiva, el reino de Dios. Así lo resume magistralmente K. Berger cuando afirma: «En la medida en que, en el Nuevo Testamento, Jesús reúne de nuevo en torno a sí a una docena de apóstoles, inserta su acción en la continuidad de Israel y su gran tradición del doce y, al mismo tiempo, remite a la consumación que acontecerá al final de los tiempos, que ha empezado ya con ello» [65] . Los Doce están llamados a proclamar la buena nueva del reino de Dios y más que un cuerpo constituido en autoridad, deben ser un símbolo de la llegada de los tiempos escatológicos [66] .

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4.14. Enemigos de Jesús A simple vista, resulta difícil entender que Jesús pudiera haber tenido enemigos. Sus intenciones fueron siempre sinceras y comprometidas, sin ningún ápice de doblez. Sus palabras en todo momento estuvieron revestidas de ternura y de esperanza y sus acciones se encaminaron con entrega absoluta a hacer el bien de cuantos le rodeaban y, más concretamente, de los pobres y desheredados de la Palestina de aquellos tiempos. Por otra parte, no es preciso tener mucha imaginación para pensar que el anuncio del mensaje de Jesús pudiera provocar reacciones violentas en quienes lo escucharon. Él era un profeta y, por ello, incómodo para cuantos se habían alejado de los auténticos caminos de Yahvé. La predicación del amor a los enemigos, clave en su mensaje, su actitud de acogida a los más pobres, su amistad con publicanos y pecadores, su denuncia y enfrentamiento con las autoridades religiosas y políticas de la época, abrió el camino de la enemistad a todos aquellos que percibieron en el mensaje del reino de Dios un ataque frontal a las instituciones más sagradas del judaísmo –el Templo y la ley de Moisés– e incluso, al propio Yahvé. El gesto simbólico en el templo (Mt 21,12-13.17; Mc 11,15-19; Lc 19,45-48; Jn 2,14-16) resquebrajaba la columna vertebral de la fe del pueblo judío. Sus enemigos planearon y, al final, acabaron con su vida. Un gran enemigo de Jesús fue la aristocracia sacerdotal de Jerusalén que, formada en gran medida por el partido saduceo, aparte de los ancianos del pueblo, bajo la presidencia del gran sacerdote, constituía la suprema autoridad jurídica y religiosa, con poder hasta la destrucción de Jerusalén en el año 70 de nuestra era. Los saduceos, cuyo nombre, más que «justo», qyds (saddiq), parece estar relacionado con Sadoc, rival de Ebiatar (Ez 40,46; Eclo 51,12) y cuya presencia queda constatada en los Evangelios, ejercían su ministerio sacerdotal en el Templo de Jerusalén. Tienen su origen como partido en el año 153 a.C., cuando Jonatán Macabeo (sin pertenecer a una familia sadiquita, aunque sí sacerdotal) reunió en su persona el poder del pontificado supremo y el político. A partir de estas fechas, saduceos y fariseos se turnan en el poder, aliándose con las autoridades civiles según conveniencias. Comprometidos seriamente con el poder político, se adaptaron tanto al helenismo de los seléucidas como a la dinastía asmonea y al imperio romano. El rancio tradicionalismo de su fe no fue obstáculo para hacer concesiones, tanto políticas como religiosas, a las creencias y costumbres paganas de los gobernantes poderosos de la época. Un ejemplo evidente de esta disponibilidad saducea 190

lo encontramos en las estrechas relaciones de colaboración con el prefecto romano Poncio Pilato, en el proceso de Jesús, pese a sus evidentes diferencias y oposición. Constituyen una auténtica casta, preocupada por el rango social, escasamente relacionada con el pueblo. Respecto a su doctrina, pertenecían a la ortodoxia judía. Aceptaban el Pentateuco como libro normativo, rechazaban prácticamente todo aquello que no estuviera documentado en la Biblia hebrea, eran partidarios de una exégesis literal, estaban estrechamente vinculados al Templo y sus tradiciones y negaban la resurrección de los muertos (Mt 12,28; 22,23; Mc 12,18; Lc 20,27), amén de disquisiciones sobre ángeles y demonios. Aunque aparecen raramente en los evangelios, muestran su rencor hacia Jesús al final de su vida (Mt 22,22-23 par; Lc 20,22-23) y es Caifás, un saduceo, quien desempeña un papel decisivo en el proceso de Jesús (Jn 11,49ss). La destrucción del Templo de Jerusalén en el año 70 d.C., trajo consigo la pérdida de la función religiosa y social –también la económica– de este partido y prácticamente su desaparición en cuanto grupo de poder y de influencia. Parece lógico suponer que el poder civil, representado en Poncio Pilato y el ejército romano, fuera otro enemigo de Jesús. El prefecto romano, gobernador de Judea del año 26 al 36, bajo el imperio de Tiberio, había reprimido ya tumultos en Jerusalén, donde subía para la fiesta de la Pascua, y matado a samaritanos que buscaban utensilios sagrados en el monte Garizim. No es de extrañar, pues, que la proclamación de la llegada del reino por parte de Jesús turbase su mente y constituyera una amenaza para todo el imperio romano. Los símbolos políticos y religiosos utilizados por Jesús podían ser interpretados en clave de dura e incómoda advertencia para el poder civil. El reino que predicaba Jesús se contraponía al de este mundo, porque en él Yahvé era el único soberano y su paz no se imponía por la fuerza y la espada, sino por el amor, ofrecido a todos, especialmente a los más pobres y necesitados. El título escrito en la cruz –rey de los judíos– pone de manifiesto la carga política como causa de la muerte de Jesús. Los fariseos aparecen en los evangelios como el grupo de adversarios más conflictivo con la persona y enseñanzas de Jesús [67] . Sus orígenes son bastante problemáticos, aunque, en parte al menos, pueda decirse que descienden del movimiento asideo, del que se escindieron en tiempos de Juan Hircano. Su nombre aparece por primera vez en tiempos de los Macabeos, hacia la primera mitad del siglo II a.C., con el término mydysx,, hassidim, o «piadosos». Los fariseos (del hebreo vrp parash,

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separar), procedentes de las clases humildes de la sociedad, comerciantes y artesanos fundamentalmente, tenían a gala distinguirse tanto de los grupos helenizantes como de los ignorantes de la ley de Yahvé, es decir, del pueblo llano de Israel. Entre ellos se encontraban numerosos escribas y doctores, empeñados en preservar la ley e interpretarla rigurosamente como fuente de inspiración para su comportamiento moral. Con mucha frecuencia, aparecen en los evangelios junto con los escribas, enseñando la Torá, intercalada con sutiles y raras interpretaciones que condujeron a una variadísima y onerosa casuística. Así sucede en dos pasajes de Marcos (Mc 2,16 y 7,1.5), donde escribas y fariseos cuestionan los compañeros de mesa de Jesús y el hecho de que sus discípulos coman con manos impuras. Disputan con Jesús sobre el ayuno (Mc 2,18), sobre la observancia del sábado (Mc 2,24; 3,2) y sobre el divorcio (Mc 10,2). Como afirma J. Jeremias, a sus miembros les imponían principalmente dos obligaciones: el cumplimiento de pagar el diezmo y la escrupulosa observancia de las leyes de pureza. A pesar de ser laicos, se consideraban a sí mismos pertenecientes al pueblo sacerdotal de los últimos tiempos, concibiéndose como los santos, los justos, el auténtico pueblo de Israel [68] . Desde el punto de vista doctrinal, se caracterizaban por la estricta observancia de la Torá, que les obligaba a rechazar tajantemente cualquier contacto con el mundo pagano, a no ser para conseguir su conversión a la verdadera fe de Yahvé. La Torá constituía el fundamento de su doctrina, tanto en los tiempos presentes como en los futuros y, desde su interpretación, entraban o no en diálogo con las nuevas doctrinas de los apocalípticos, como la resurrección en la vida futura, el juicio universal o las teorías sobre ángeles y demonios. Se constituyeron en guías espirituales y civiles del pueblo y echaron los cimientos para la supervivencia de la esencia específica de Israel tras la destrucción del Templo de Jerusalén. Su imagen intolerante e hipócrita, reflejada en los escritos del Nuevo Testamento y en sentencias de los monjes de Qumrán (y en la misma Iglesia primitiva) ha de ser interpretada en el marco de la polémica entre distintos grupos religiosos de la época, no siempre concordante con la verdad histórica. Los escribas, en cambio, grammatei/j, eran intérpretes de la Ley y, aunque identificados con los fariseos por la fuerza del capítulo veintitrés de Mateo (Mt 23,1ss), donde aparecen las invectivas contra ambos grupos, solo algunos de ellos pertenecían a su fracción. Habían surgido como clase después del destierro y se les consideraba teólogos eruditos, una vez realizado el rito de la imposición de ambas manos (&ms, samakh), por el que se confería a estos sabios maestros el derecho de interpretar cuestiones teológicas y judiciales [69] . 192

Marcos sitúa a los fariseos casi siempre en Galilea (Mc 2,16.18.24; 3,6; 7,1.5; 8,11.15; 10,2), y a los escribas en Jerusalén (Mc 8,31; 10,33; 11,18.27; 12,28.32.35.38; 14,1.43.53; 15,1.31). Los fariseos eran considerados por la gente por el rigor con que vivían, aunque tal vez hayan sido exageradas su autoridad y su influencia. Las críticas de los evangelios sobre ellos recaen no tanto en la observancia de los preceptos morales, sino en sus exigencias e imposiciones como maestros de conducta que, además de poner trabas a los demás, anteponen su sabiduría al espíritu de la fe del pueblo de Israel (Mt 12,11; 16,16; 22,36-39; 23,1-12; Mc 8,1; 12,28-33; Lc 12,1; 18,18; Jn 7,22) [70] . En el trasfondo de esta cuestión está el hecho que, tras la destrucción de Jerusalén y del Templo, los fariseos, como opina R. Aguirre, «comenzaron la recomposición del judaísmo configurándolo desde un modelo diferente que tenía como centro la Ley en lugar del Templo» [71] . Los seguidores de Jesús, en cambio, centraron su fe en el mismo Jesús, confesado como Mesías y Señor.

[1] Este territorio, tras numerosos avatares políticos y religiosos, quedó bajo el poder absoluto de Herodes el Grande, confirmado rey de los judíos por Roma, en el año 30 a.C. El reino limitaba al norte con la provincia romana de Siria; al sur y sureste, con el reino nabateo; al este y noreste se encontraba la Decápolis, una liga de ciudades autónomas. El reino quedó repartido entre sus hijos: Arquelao (Judea y Samaría), Herodes Antipas (Galilea y Perea), y Filipo (Iturea y Traconítide). Judea y Samaría, una vez depuesto Arquelao en el año 6 de nuestra era, fueron gobernadas por un funcionario de Roma, cuya autoridad dependía directamente del emperador. Poncio Pilato ejerció ese cargo. [2] E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2000), 28-29, refiere la curiosidad y extrañeza que produce el hecho de que la sigla a.C.(antes de Cristo) se utilice para acontecimientos que tuvieron lugar antes del comienzo de la era que se inicia con su nacimiento. El autor emplea las siglas AEC (antes de la era común) y EC (era común). El calendario actual se debe a un monje escita, llamado Dionisio el Exiguo, cuya información (limitada y defectuosa) obtuvo la aprobación general, a partir del siglo VI. [3] Abreviación de Yehoshúa, Yahvé salva. [4] Cuando Jesús predica el reino no se asemeja a un rabí cualquiera que interpreta con autoridad la letra de la Escritura; tampoco es un mero profeta que legitima su relato con la autoridad de Yahvé. Su autoridad se confunde con la voluntad de Dios. «Oísteis que se dijo... Pero yo os digo» (Mt 5,21-48). Todos quedaban pasmados de su enseñanza porque les enseñaba «como quien tiene autoridad» (Mt 7,29; Mc 1,22). [5] R. FABRIS , Jesús de Nazaret. Historia e Interpretación (Salamanca: Sígueme, 1985), 59-86, ofrece datos interesantes sobre el ambiente de Jesús, bajo los títulos de: a) Historia y geografía, b) La vida económica, c) Sociedad y familia, d) La vida religiosa, y e) Movimientos y grupos en el ambiente de Jesús. [6] A Palestina la cruzaban grandes rutas que unían las ciudades más importantes de aquellos tiempos. La más importante de ellas, la Via Maris, partía de Egipto y, costeando el Mediterráneo a través del Sinaí, se internaba en Palestina. La ruta continuaba a Damasco hasta llegar a la baja Mesopotamia. La segunda en importancia era el llamado «Camino Real», una ruta alternativa a la anterior, que sin bordear el Mediterráneo, llegaba al golfo de Akaba. El tráfico del interior se comunicaba a través de caminos existentes a lo largo del valle del Jordán, a un lado y a otro del río.

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[7] Cf. S. HERRMANN, Historia de Israel en la época del Antiguo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2003), 432. [8] Para apreciar la dificultad en la denominación exacta para las formaciones estatales de Israel y Judá en esta época véase S. HERRMANN, op. cit., 433, nota 1. [9] Cf. ibid., 452. Sobre la época de Antíoco IV tenemos una excelente fuente de información: el primer libro de los Macabeos. Y también, Josefo y Polibio. Véase: S. HERRMANN, op. cit., 453, nota 4. [10] La mayor información sobre la Palestina de tiempos de Jesús nos la proporciona el historiador Flavio Josefo, nacido en el año 37 de nuestra era. Escribió: Autobiografía. Contra Apión (Madrid: Gredos, 1994), Las Guerras de los Judíos I y II (Terrassa: CLIE, 1990), y Antigüedades de los Judíos I, II y III (Terrassa: CLIE, 1988). Las citas posteriores de las obras de Josefo están referidas a estas ediciones. [11] Cf. E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2000), 38. [12] Cf. J. A. PAGOLA, Jesús Aproximación histórica (Madrid: PPC, 2007), 15. [13] Idumea, región al sur de Judea, conquistada por los judíos durante el periodo asmoneo. [14] A los sucesores de Herodes se les llamó «Herodes». Esta es la razón de que en el Nuevo Testamento lleven este nombre personas diferentes. Véanse, por ejemplo, los pasajes de Mt 2,1-22 y Lc 15, que hacen referencia a Herodes el Grande; o los de Mt 14,1-6 y Mc 6,14-22, que hablan de Antipas, hijo de Herodes el Grande, tetrarca de Galilea. [15] J. GONZÁLEZ ECHEGARAY, El Creciente Fértil y la Biblia (Estella: Verbo Divino, 2011), 13-38. En el capítulo «Una tierra que mana leche y miel» puede encontrarse una descripción más detallada de esta región del mundo. [16] Cf. FLAVIO J OSEFO, Antigüedades de los Judíos III, lib. XX, cap. V, 239-243 [17] En Lev 18,6-18 se ofrece una lista de matrimonios prohibidos. Los esenios, en cambio, permitían el matrimonio entre parientes. [18] Esta llanura de Izreel se llamó «llanura de Esdrelón» en la época helenística. [19] Véase E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2000), 125-131. I. CARBAJOSA – J. GONZÁLEZ-ECHEGARAY – F. VARO, La Biblia en su entorno (Estella: Verbo Divino, 2013), 67-73. Se relatan con precisión y claridad: a) las divisiones administrativas de Palestina; y b) la geografía de los Evangelios. [20] J. A. PAGOLA, Jesús Aproximación histórica (Madrid: PPC, 2007), 21, nota 21: «Estudios comparativos llevan a la conclusión de que, en tiempos de Jesús, la población que trabajaba en los campos de Galilea representaba el 80-90%, mientras el 5-7% podía pertenecer a la elite (Lenski, Malina, Rohrbaugh, Hanson y Oakman)». [21] J. A. PAGOLA, op. cit., 24, notas 27, 28, 29 y 30: «Los estudios de Lenski, Freyne, Hanson, Oakman, Horsley, etc. están contribuyendo a adquirir una conciencia más precisa de la organización económica de Galilea. No existe prácticamente intercambio económico de reciprocidad entre campesinos y élites, sino imposición de una política que se resume en tres palabras: “exacción”, “tributo” y “redistribución desde el poder” (Oakman)». «Al parecer, el tributum soli consistía en pagar un cuarto de la producción cada dos años; por el tributum capitis, cada persona pagaba un denario al año: los varones, a partir de los catorce años, y las mujeres, desde los doce». «Flavio Josefo habla del “trigo del César” que estaba depositado en las aldeas de la Alta Galilea (Autobiografía, 71). Según Tácito, hacia el año 17, cuando Jesús tenía veintiuno o veintidós años, Judea, exhausta por los tributos, pidió a Tiberio que los redujera; no sabemos la respuesta del emperador. Sin embargo, Sanders está probablemente en lo cierto cuando observa que la situación de los campesinos de Egipto y del norte de África, los dos grandes “graneros” de Roma, era todavía peor». [22] El lago se conoce con los nombres de lago de Genesaret, por una ciudad del mismo nombre asentada en sus orillas; lago de Kinneret, por su forma de cítara; lago de Tiberíades, por la ciudad de Tiberias, situada en la orilla occidental, fundada por Herodes Antipas; y mar de Galilea, por sus excepcionales dimensiones. [23] Cf. «Galilea», en F. KOGLER – R. EGGER -WENZEL – M. ERNST , Diccionario de la Biblia (Bilbao-

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[23] Cf. «Galilea», en F. KOGLER – R. EGGER -WENZEL – M. ERNST , Diccionario de la Biblia (BilbaoSantander: Mensajero-Sal Terrae, 2012), 312-313. «La población judía en Galilea fue disminuyendo progresivamente, y el rey asmoneo Aristóbulo I (104-103 a.C.) llevó a cabo un programa de judaización forzosa tras su conquista». [24] Cf. R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret, (Estella: Verbo Divino, 2009), 41-43. [25] El evangelio de Juan narra el ministerio de Jesús desplazándose de Judea a Galilea (Jn 4,43-47.54; 7,9). [26] FLAVIO J OSEFO, Antigüedades de los Judíos III, lib. XVII, cap. I, 175-178. [27] ID., Las Guerras de los Judíos I, lib. II, cap. VIII, 224-226. [28] ID., Las Guerras de los Judíos III, lib. XVIII, cap. II, 228-232. [29] I. CARBAJOSA – J. GONZÁLEZ-ECHEGARAY – F. VARO, La Biblia en su entorno (Estella: Verbo Divino, 2013), 79-88. Se ofrece una visión sucinta y sumamente clarificadora de la ciudad de Jerusalén desde sus orígenes hasta la primera revuelta judía, en la que tuvo lugar el asedio y la destrucción, en el año 70 d.C. [30] FLAVIO J OSEFO, Las Guerras de los Judíos I, lib. II, cap. VIII, 224-226. [31] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico I: Las raíces del problema y la persona (Estella: Verbo Divino, 2005), 230-231. [32] Conviene recordar que, según la tradición semítica, los términos «hermano/hermana» responden a un concepto más amplio de lo que se entiende en la actualidad. Los primos hermanos/hermanas también son llamados hermanos/hermanas. [33] FLAVIO J OSEFO, Antigüedades judías, 93-94. [34] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico II/1: Juan y Jesús. El reino de Dios (Estella: Verbo Divino, 2004), 51-57. S. VIDAL, Jesús el Galileo (Santander: Sal Terrae, 2006), 22ss. [35] E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 117, ve a Juan con rasgos de zelota, mesiánico y apocalíptico. J. P. MEIER , op. cit., 61, lo describe como profeta escatológico, con trazos apocalípticos. [36] N. T. WRIGHT , Jesus and the Victory of God (Minneapolis: Fortress Press, 1996), 160. [37] Q 7,18-19. Cf. J. M. ROBINSON – P. HOFFMANN – J. S. KLOPPENBORG (eds.) – S. GUIJARRO (ed. esp.), El Documento Q en Griego y en Español (Salamanca: Sígueme, 2004), 125. [38] Q 7, 28. Ibid., 127. [39] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009), 67. [40] NEST LE-ALAND, Novum Testamentum Graece et Latine (Stuttgart: Deutsche Bibelgesellschaft, 1993). [41] Ibid. [42] Cf. J. MARCUS , El Evangelio según Marcos (Salamanca: Sígueme, 2010), 169-179. J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009), 67-74. J. GNILKA, El Evangelio según san Marcos I (Salamanca: Sígueme, 2005), 56-64. S. VIDAL, Jesús el Galileo (Santander: Sal Terrae, 2006), 61-67. T. P. RAUSCH, ¿Quién es Jesús? Introducción a la cristología (Bilbao: Mensajero, 2006), 101-104. [43] J. D. CROSSAN, El nacimiento del cristianismo: Qué sucedió en los años inmediatamente posteriores a la ejecución de Jesús (Santander: Sal Terrae, 2002), 281-282. ID., El Jesús de la historia: vida de un campesino judío (Barcelona: Crítica, 1994). ID., The Essential Jesus: Original Sayings and Earliest Images (San Francisco: Harper, 1994). ID., Jesús: biografía revolucionaria (Barcelona: Grijalbo Mondadori, 1996). J. P. MEIER , Un judío

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marginal. Nueva visión del Jesús histórico I: Las raíces del problema y la persona (Estella: Verbo Divino, 2005), 131-182, ofrece una crítica de estas opiniones. [44] B. L. MACK, A Myth of Innocence: Mark and Christian Origins (Philadelphia, Fortress, 1988), 322323. ID., The Christian Myth: Origins, Logic and Legacy (New York-London: Continuum, 2001). [45] E. SCHÜSSLER -FIORENZA, En memoria de ella. Una reconstrucción teológico-feminista de los orígenes del cristianismo (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1989), 147-148. [46] E. P. SANDERS , Jesús y el judaísmo (Madrid: Trotta, 2004). ID., La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2000). [47] R. A. HORSLEY, Sociology and the Jesus Movement (New York: Crossroad, 1989), 115ss. [48] M. J. BORG, Jesus, a New Vision: Spirit, Culture, and the Life of Discipleship (San Francisco: Harper, 1991). ID., Meeting Jesus Again for the First Time: The Historical Jesus and the Heart of Contemporary Faith (San Francisco: Harper Collins, 1994). ID., Jesus in Contemporary Scholarship (Harrisburg: Trinity Press International, 1994). ID., The God We Never Knew: Beyond Dogmatic Religion to a More Authentic Contemporary Faith (New York: HarperCollins, 1997). [49] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico III: Compañeros y competidores (Estella: Verbo Divino, 2005), 644-645. [50] R. A. HORSLEY, Sociology and the Jesus Movement (New York: Crossroad, 1989), 122-124. [51] Véase: J. A. PAGOLA, Jesús. Aproximación histórica (Madrid: PPC, 2007), 269-300, en el capítulo X, «Creador de un movimiento renovador». Aparte de una descripción detallada de este movimiento de Jesús, pueden encontrarse opiniones interesantes de diversos autores sobre este tema. [52] B. CHILTON – J. I. H. MC DONALD, Jesus and the Ethics of the Kingdom (London: SPCK, 1987), 96, afirman que la dinámica del reino de Dios rompe con los esquemas de valores religiosos de la época. [53] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico III: Compañeros y competidores (Estella: Verbo Divino, 2005), 105-108, ofrece la explicación en este punto afirmando que las palabras hebreas y arameas (dymlt [talmid en hebreo] y adymlt [talmidâ en arameo]) no tenían formas femeninas y que los evangelios griegos siguieron el uso judío en esta cuestión. [54] J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1995), 205-206. [55] E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2000), «Apéndice II: Los discípulos de Jesús», enumera la lista total de nombres, que son estos: Simón (apodado por Jesús apk Kepha, Cefas, que en arameo significa «roca»; pe,troj [Pedro] es la versión griega de su apodo), Andrés, su hermano, Santiago, Juan, Felipe, Tomás, Judas Iscariote (aparecen en los cuatro evangelios y en los Hechos), Bartolomé, Mateo, Santiago, el hijo de Alfeo, Simón el cananeo o el zelote (aparecen en Mateo, Marcos, Lucas y Hechos), Tadeo (aparece en Mateo y en Marcos), Judas, el hijo de Santiago (así en Lucas y Hechos; Juan lo llama «Judas, no el Iscariote»), aparece en Lucas, Hechos y Juan; y Natanael (aparece en Juan). A estos catorce nombres, Marcos y Lucas añaden a Leví, un recaudador de impuestos, seguidor de Jesús. [56] R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009), 131. [57] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico III: Compañeros y competidores (Estella: Verbo Divino, 2005), 67, comenta que el uso judío del término maqhtn,j, próximo a los escritos evangélicos, se encuentra muy posteriormente en el historiador Flavio Josefo. [58] Este mar (más exactamente, un lago) es conocido en las fuentes judías por mar de Kinneret, mar de Genesaret o mar de Tiberíades. En el Nuevo Testamento aparece comúnmente como «el mar»; solamente Marcos, en el pasaje citado y en Mc 7,31, con los paralelos de Mateo y Juan (Jn 6,1), utiliza la expresión completa «mar de Galilea».

[59] D. J. HARRINGTON, en (R. E. BROWN – J. A. FIT ZMYER – R. E. MURPHY [eds.]), Nuevo Comentario

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[59] D. J. HARRINGTON, en (R. E. BROWN – J. A. FIT ZMYER – R. E. MURPHY [eds.]), Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo. Nuevo Testamento (Estella: Verbo Divino, 2004), 21, afirma que «los primeros discípulos trabajaban como pescadores, una industria importante en Galilea. Poseían redes (1,16) y tenían empleados (1, 20)... Hay suficientes razones para pensar que sabían leer y escribir y que, quizá, estaban familiarizados con los textos bíblicos». [60] FLAVIO J OSEFO utiliza también este verbo en Antigüedades judías XX, 188. [61] R. BULT MANN, Historia de la tradición sinóptica (Salamanca: Sígueme, 2000), 345-351, considera que el grupo de los Doce no se constituyó durante la vida de Jesús, sino que surgió en la Iglesia primitiva, asumiendo las estructuras del judaísmo. [62] J. GNILKA, El Evangelio según San Marcos I (Salamanca: Sígueme, 2005), 162. [63] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret (Primera parte). Desde el Bautismo a la Transfiguración (Madrid: La Esfera de los Libros, 2007), 208. [64] Ibid., 211. [65] K. BERGER , Jesús (Santander: Sal Terrae, 2009), 452. [66] Cf. R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009), 133. [67] Sobre fariseos y saduceos, cf. J. WELLHAUSEN, Pharisäer und Sadducäer: Eine Untersuchung zur inneren jüdischen Geschichte (Göttingen: Vandenhoeck & Ruprecht, [1967). J. NEUSNER , The Rabbinic Traditions about the Pharisees before 70, 3 vols. (Leiden: E. J. Brill, 1971). P. CULBERT SON, «Changing Christian Images of the Pharisees»: Anglican Theological Review 64 (1982), 539-561. J. ALBERTO SOGGIN, Nueva Historia de Israel (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1999), 381-390. [68] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009), 172-173. [69] Ibid., 172. [70] K. BERGER , Jesús (Santander: Sal Terrae, 2009), 443, afirma que «Jesús critica la divergencia entre palabras y obras (de los fariseos). Lo cual, por lo demás, se llama gazmoñería, no hipocresía». Utiliza la palabra alemana scheinheilig. [71] R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009), 142.

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CAPÍTULO 5:

El anuncio del reino de Dios

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5.1. El reino de Dios El anuncio del reino de Dios en la predicación de Jesús de Nazaret es un mensaje insondable y perenne que envuelve la soberanía del Dios de Jesús –hecha amor y salvación para el hombre– y el estilo de vida de Jesús, comprometido totalmente con la causa de Dios. En la conocida y ambigua expresión «reino de Dios» o «reino de los cielos» se ocultan el eterno y supremo amor de Dios a la humanidad, expresado en la antigua alianza, la obediencia absoluta de Jesús a Dios y la estrecha relación entre el hombre y Dios, en quien aquel encuentra la auténtica felicidad y salvación. Refiere el evangelista Marcos (Mc 1,14) que, después de que Juan Bautista fuese entregado –en clara alusión a la acción de Dios que somete a sus escogidos al sufrimiento y a la muerte– Jesús marchó a Galilea, predicando el Evangelio de Dios y diciendo: «Se ha cumplido el tiempo, y ha llegado el reino de Dios. Arrepentíos y creed al Evangelio» (Mc 1,15). Efectivamente, se ha cumplido una «época» o «lapso» de tiempo (kairo,j) y ha llegado el reino de Dios o dominio de Dios, por el que él manifiesta su soberanía o dominio, conforme al sentido elemental de la expresión hebrea y aramea ~ymv twklm (malkut shamayim / aymvd atwklm malkuta´ d’shamayya), «reino del cielo». Y el evangelista, en perfecta sintonía con los profetas del Antiguo Testamento, que piden al pueblo de Israel que retorne a Dios, llama al arrepentimiento, al cambio de mente, en la orientación espiritual y a creer en la «buena nueva», en el euvagge,lion, en un sentido absoluto, sin cualificación alguna, algo que no se encuentra en los otros evangelistas. Con estas palabras tan escuetas y llenas de sentido queda presentada ante Israel la misión de Jesús. Mateo y Lucas consignan también la predicación que da comienzo al ministerio público de Jesús y lo hacen en términos similares, aunque con giros propios. Mateo escribe: «desde entonces Jesús empezó a predicar y decir: “Arrepentíos, pues ha llegado el reino de los cielos”» (Mt 4,17). El evangelista utiliza el lenguaje de la primera comunidad judeocristiana que recurre a la perífrasis para evitar el nombre de Dios, pero el sentido es el mismo. Lucas no emplea la expresión «reino de Dios» al introducir el ministerio profético de Jesús en Galilea, pero cita la profecía de Isaías acerca de la venida del reino, realizada en la sinagoga de Nazaret: «Hoy se ha cumplido esta escritura ante (este) vuestro auditorio» (Lc 4,21). Parece evidente que el tema central de la predicación de Jesús es el reino de Dios. Y así lo interpretan todos los biblistas y teólogos [1] . Esta idea, que aparece a lo largo de los escritos evangélicos (de forma preferente, en el 200

Documento Q, en la tradición marcana, en el evangelio de Mateo, en textos exclusivos de Lucas, y escasamente en el evangelio de Juan) y viene expresada de múltiples y variadas formas, aparece en algunas sentencias que interpretan la actividad de Jesús, manifestando su relación con el reino de Dios (Mt 12,28; Lc 11,20), a la vez que resume el mensaje central de la misión de los Doce (Mt 10,7) y de los setenta y dos discípulos (Lc 10,9). Si a esto se añade que la expresión «reino de Dios» o «reino de los cielos» aparece en contextos muy diversos y en distintos géneros literarios, podremos darnos cuenta de la importancia y de la riqueza del tema.

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5.2. Poder y soberanía de Dios en el Antiguo Testamento El poder y la soberanía, aunque sean realidades perfectamente diferenciadas –no siempre que existe poder se da soberanía– se han ejercido a lo largo de la historia de la humanidad. En los tiempos actuales estos conceptos suenan a autoritarismo, abuso y despotismo, difícilmente explicables para quienes viven en la libertad conquistada con esfuerzo durante siglos. Cuando pretendemos explicar la forma en que Dios actúa en la existencia humana, nos encontramos con la necesidad de superar los prejuicios que se derivan tanto del lenguaje como de los conceptos que, a veces, por ser antiguos y estar en discordancia con los esquemas del mundo de hoy, oscurecen la propia realidad. Innegablemente, Dios es soberano por la creación que se extiende a todo el universo. A primera vista, esta afirmación suena a prepotencia y superioridad, alejando a la débil criatura de su creador. Jesús aclararía que esta soberanía de Dios se traduce por benevolencia y amor supremo a la humanidad, aunque su mensaje y su vida dejen patente el sentido absoluto de dicha soberanía. En términos generales, podemos decir que la realeza de Dios es una idea abundantemente expresada en el Antiguo Testamento, aunque casi nunca aparezca la conocida expresión «reino de Dios» [2] . Yahvé reina sobre el hombre y sobre cualquier realidad de la creación. Su derecho a ser reconocido por las criaturas es absoluto, hasta el extremo de que la vida de todas ellas depende de su omnímoda voluntad. Esta absoluta influencia de Yahvé en la vida de los seres humanos, aunque ejercida en todos los ámbitos –humano, social, económico y cultural– se significa sobremanera en la dimensión religiosa, mostrando sus atributos de rectitud, de sabiduría y de fidelidad y, de manera especial, de misericordia y de perdón. Una vez que el pueblo de Israel vuelve del exilio, es decir, del año 539 a.C. en adelante, la soberanía de Yahvé adquiere un carácter escatológico, en el que queda comprometida una intervención especial de Dios en los asuntos del pueblo elegido, con promesas de restablecimiento total de la abundancia material y de la paz para aquellos que se sometan a su voluntad. Estas afirmaciones genéricas se hacen realidad viviente en la historia del pueblo de Israel. Veamos algunos detalles de esta realización: La soberanía y realeza de Dios, en las que descansará la idea del «reino de Dios» predicado por Jesús, hunden sus raíces en los mismos comienzos de la historia de Israel. El Señor de todos los pueblos es Dios de Israel de una forma especial: él los libró de la 202

esclavitud de Egipto y los condujo a la tierra de Canaán. Aunque no lo llamasen «rey», el pueblo sentía su poder y protección. Mucho antes del establecimiento de la monarquía (ca. 1030 a.C.), Moisés y los hijos de Israel cantaron a Yahvé, diciendo: «¡Ha de reinar Yahvé para siempre jamás!» (Ex 15,18). En el libro de los Números, en los oráculos de Balaam, se afirma: «No ha percibido iniquidad en Jacob, ni ha visto maldad en Israel. Yahvé, su Dios, está con él, resuena aclamación como por un rey» (Nm 23,21). En el Deuteronomio se celebra a Yahvé como rey victorioso en Israel, diciendo: «Una ley prescribió para nosotros Moisés, posesión de la comunidad de Jacob; y fue rey en Yesurún al congregarse los caudillos del pueblo y a una los gobernantes de Israel» (Dt 33,5). Y en 1 Samuel se dice: «Yahvé dijo a Samuel: “Atiende la voz del pueblo en todo lo que te digan, pues no es a ti a quien recusan, sino que a mí recusan para que no reine sobre ellos”» (1 Sm 8,7). El periodo de la monarquía ayudó a entender la soberanía de Yahvé y, poco a poco, el pueblo de Israel fue comprendiendo el poder real de Dios, reflexionando sobre la inutilidad de los ídolos de los países vecinos, sobre sus propios errores y, sobre todo, sobre la acción poderosa de su propio Dios. Los profetas proclaman a Yahvé rey de Israel. Isaías dice: «Yo soy Yahvé, vuestro Santo, el creador de Israel, vuestro rey» (Is 43,15). Y, en otra ocasión, imprime al reino de Yahvé una dimensión escatológica que aportará al pueblo elegido la salvación plena: «La luna se sonrojará entonces y se abochornará el sol, pues reinará Yahvé Seba’ot en el monte Sión y en Jerusalén, y ante sus ancianos (brillará su) Gloria» (Is 24,23). En el mismo sentido, profetizan Zacarías (Zac 14,16-21), Sofonías (Sof 3,15-20) y Abdías (Abd 21). Dios, por tanto, es el rey no solo de Israel, sino del mundo y manifestará su realeza a todas las naciones Los especialistas discuten sobre la forma que adoptará este reinado futuro de Dios en el mundo. Según G. Eldon Ladd, aunque la descripción de reino sea considerablemente diversa en el Antiguo Testamento, siempre envuelve la irrupción de Dios en la historia una vez realizado en plenitud su plan redentor. Sea cual fuere la esperanza profética, aquella que surja en la historia y se encarne en un descendiente de David en un entorno terreno o la que renuncie a este escenario, como sucedería después del exilio de Babilonia, el reino es siempre una esperanza terrena, si bien la tierra será redimida de la maldición del mal. Sin embargo, la esperanza del Antiguo Testamento es de carácter ético y el tiempo presente se ve envuelto por la luz del futuro. De esta forma,

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el tiempo presente y el futuro se fusionan. Dios actuará en el futuro próximo para salvar o juzgar a Israel, lo mismo que en el futuro indeterminado para llevar a cabo el cumplimiento de la esperanza escatológica. Según este autor, los profetas percibieron la acción de Dios a favor de su pueblo, aunque no distinguieran con clarividencia entre el futuro próximo y el lejano [3] . En la tradición primitiva de Israel aparece (aunque escasamente) la referencia al reinado de Dios. Los salmos llamados de entronización (Sal 47; 93; 96-99) proclaman el triunfo de Yahvé sobre los pueblos, lo alaban como creador y señor del universo y ensalzan su grandeza y misericordia. En los Salmos se dice también que la soberanía de Yahvé «en todo señorea» (Sal 103,19) y se invita a los hombres a dar a conocer «la gloria esplendente de tu reino» (Sal 145,12). En el periodo más tardío del Antiguo Testamento se menciona más frecuentemente la noción de reino o reinado de Dios. Así aparece en el libro de Tobías (Tob 13,1), en la Sabiduría (Sab 10,10) y especialmente en el profeta Daniel. Sabemos que, a partir del siglo VI a.C., ante el escenario desastroso de la historia de Israel, surge con fuerza la esperanza apocalíptica del pueblo, reafirmando la soberanía presente de Dios y aguardando un futuro prometedor. El libro de Daniel, aparecido durante el bárbaro reinado de Antíoco IV Epífanes, rey de Siria de la dinastía seléucida, que saqueó Jerusalén e intentó abolir el culto a Yahvé (175-164 a.C.), plasma diáfanamente estas esperanzas, en las que resalta la figura del «Hijo del hombre», encargado de establecer la soberanía de Dios. Las opiniones referentes al reinado de Dios en el judaísmo apocalíptico no son concordantes, ni en su importancia ni en su significado. Se habla de la escasa trascendencia que se concede en la apocalíptica al reino de Dios como futuro esperado o deseado. Y respecto a los contenidos de ese reino se enfatizan unas veces los aspectos históricos o terrenos del mismo y otras los más trascendentes y espirituales. En cualquier caso, parece evidente suponer que el acento de la apocalíptica sea de carácter escatológico y revista tonalidades pesimistas. Asumido el hecho del abandono de Dios en la historia del pueblo judío, entregado a las fuerzas del mal, el sufrimiento era incontestable y solo podría erradicarse con la acción de Dios, estableciendo su reino en la edad futura [4] . En la comunidad de Qumrán se observa un análogo concepto sobre el reinado de Dios. Su esperanza se centra en la consumación escatológica, en la que la comunidad de 204

seguidores aguarda la victoria de sus hijos –los hijos de la luz– sobre los hijos de la oscuridad, ayudada por los ángeles del cielo que vienen en su auxilio [5] . Otro tanto sucede con la literatura rabínica. El reino de Dios se corresponde con la observancia de la Ley. De esta forma, solo mediante el sometimiento a ella se puede percibir la soberanía de Dios, que, obviamente, quedaría restringida al pueblo de Israel y concretamente a aquellos que observasen la Ley. En el tiempo presente, la libre decisión del hombre puede rehusar la soberanía de Dios, pero al final de los tiempos, Dios manifestará su soberanía en todo el mundo, a toda la creación, ejerciendo su poder. Según palabras de J. Jeremias, el judaísmo antiguo entiende que el reinado de Dios en el eón presente (se habla de un reino duradero en este eón) se extiende solo sobre Israel y al final de los tiempos (en el eón futuro) se extenderá a todas las naciones (reino futuro) [6] . El movimiento de los zelotes estuvo siempre preocupado por la instauración del reino de Dios. En el escenario de las primeras décadas del siglo I de nuestra era se encuentran insurrecciones y protestas de zelotes que arrastrados por su impaciencia y radicalidad no se contentaban con esperar pacientemente el reino de Dios, sino que procuraron adelantarlo, incluso con el uso de la espada. En todo caso, el judaísmo entendía que la señoría de Dios, que trasciende la historia y se hace presente, a la vez, en la liturgia del Templo y en la oración de la sinagoga, es realmente un acto único de Dios, que reuniría al pueblo de Israel, liberándolo de todos sus enemigos y entregándole la tierra prometida, bajo el pastoreo del único rey verdadero [7] .

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5.3. El reino de Dios, centro del mensaje de Jesús La soberanía de Dios, que muchos judíos del tiempo de Jesús interpretaron en términos de liberación del poder de Roma o de esperanza mesiánica del pueblo elegido, encuentra su auténtico sentido en la predicación de Jesús de Nazaret. El reino de Dios o reino de los cielos constituye el núcleo de la predicación pública de Jesús. El tema central de su mensaje es la proclamación del poder de Dios con su palabra y con sus hechos. El tema del reino aparece frecuentemente en los evangelios sinópticos, en claro contraste con las escasas veces que se halla en el judaísmo contemporáneo y en el resto de escritos del Nuevo Testamento. Se encuentra en el comienzo del evangelio de Marcos (Mc 1,15) y en Mateo (Mt 4,23; 9,35) y en Lucas (Lc 4,43; 8,1), aunque con giros diferentes. También aparece en el documento Q y, si bien en contadas ocasiones, en Juan [8] . Las expresiones que hablan de este reino y los contextos en que aparece son extremadamente diversos. Así se habla de la cercanía del reino, que está «cerca», «llegando» o «aproximándose» (Mc 1,15; Mt 10,7; Lc 10,11), más aún, está «entre vosotros» (Lc 17,21); se nos invita a «entrar en él» (Mc 9,47; Mt 5,20; Jn 3,5); unos, se dice, «no están lejos» de él (Mc 12,34), mientras que a otros se les prohíbe entrar (Mc 10,15; Mt 7,21); también hay palabras acerca del misterio del reino (Mc 4,11), etc.

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5.4. Significado de basilei,a tou, Qeou/ o reino de Dios Es sorprendente constatar que el tema central de la predicación de Jesús se revele en una expresión compleja y ambigua, a saber, «reino de Dios» o «reino de los cielos». Todos los autores coinciden en afirmar tanto que el reino de Dios constituya el núcleo de la enseñanza de Jesús, como que su interpretación sea una de las cuestiones más discutidas en la investigación del Nuevo Testamento. Es obligado reconocer que la noción del reino de Dios aparece diáfana y precisa en algunos aspectos. Es evidente que al hablar de reino de Dios se manifiesta la soberanía de Dios, que actúa de forma distinta a la de los reyes de la tierra y que los valores de su reino se distancian de los de este mundo hasta el punto de reclamar una reestructuración radical del poder. Efectivamente, el reino que predicaba Jesús se distanciaba sustancialmente del concepto que pudieran tener los judíos de la Palestina del siglo I respecto a sus reyes y gobernantes. Dios reina en el cielo y en el futuro actuará definitivamente en la tierra. Pero las dificultades que rodean al tema son muchas y de índole diversa. La expresión «reino de Dios» tiene una significación y unas connotaciones claramente políticas, que contribuyen a entorpecer la clarificación de los contenidos, conduciendo, en numerosas ocasiones, a la identificación entre el reino de Dios y los regímenes políticos de los hombres, incluso aquellos que legitiman la privación de los derechos fundamentales de la persona. Por otra parte, como sabemos, la expresión «reino de Dios» aparece en contextos diversos y con significados distintos: unas veces, se menciona de forma abstracta, en sentido de reino o reinado; otras, hace referencia al orden apocalíptico futuro y, en ocasiones, se acentúa la dimensión presente del mismo. La forma de entender y explicar el reino por parte de Jesús, la relación que este tiene con su muerte, el papel que desempeña Jesús en el reino futuro y la idea de sus discípulos y enemigos acerca del mismo contribuyen a oscurecer esta sublime realidad. Jesús no se preocupó de definir con términos exactos en qué consistía el reino de Dios. Tal vez, esta indefinición por parte de Jesús corresponda, como opina J. P. Meier, a la propia naturaleza de dicha expresión, que encierra una realidad polifacética, todo un acontecimiento dinámico del poder de Dios sobre Israel en el tiempo final [9] . Compartía con sus seguidores las enseñanzas bíblicas que hablaban de la soberanía de Dios en todo el universo (Sab 10,10), a quien se daba culto en la sinagoga, proclamándolo rey de toda la tierra, entonándole cánticos, y anunciando su grandeza y misericordia (Sal 97-99). 207

Pero poco más. Únicamente anunció que estaba cerca. Pero, incluso esa cercanía fue captada de forma distinta por aquellos judíos que aguardaban vehementemente esa venida. Así, los fariseos seguían pensando en la plena observancia de la Ley; los zelotes, en la fuerza de las armas de su peculiar reino; los apocalípticos, en el eón futuro; y sus discípulos más íntimos, tal vez, en un reino reservado a Israel. En medio de tantas dificultades y ambigüedades, veamos qué nos aclara la filología. «Reino de Dios» es la traducción tradicional de la expresión griega basilei,a tou, Qeou/, consagrada en los estudios bíblicos y teológicos, así como en ambientes más populares. Pero no todos los exegetas tienen un sentir unánime en esta cuestión. Algunos piensan que el concepto de basilei,a puede traducirse indiferentemente por «reino» o por «reinado», aunque consideren que «reino» sea una traducción más fiel que «reinado», por expresar mejor la soberanía del rey sin evocar fronteras definidas [10] . Otros, en cambio, opinan que «reinado» es un concepto más exacto, sin dejar de admitir la conveniencia de «reino» por diversas razones [11] . La expresión hebrea o aramea empleada para designar el concepto de reino en griego se traduce por basilei,a. La palabra twklm (malkut) aparece en raras ocasiones en el Antiguo Testamento y casi siempre designa el poder o la autoridad de gobierno de un rey. Se entiende siempre en sentido concreto y dinámico y nunca se expresa como un concepto espacial, puramente interno, referido a la vida futura o abstracto. atwklm malkutâ significa primordialmente «autoridad real» o «reinado»; solo secundariamente, un territorio en el que se ejerce la autoridad del rey. Como escribe G. Lohfink, «reinado real» (en hebreo, malkuth) es una expresión relativamente tardía. Originalmente, se empleaba un verbo, evitando el nombre abstracto. Se decía: «Dios reina como rey». A partir del exilio, esta expresión derivó hacia una dinámica histórica [12] .

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5.5. La predicación de Juan el Bautista A nadie puede causar extrañeza la estrecha relación que existe entre el precursor y Jesús. Si Jesús abandonó Nazaret para escuchar a Juan, que predicaba en el desierto de Judea, incluso aceptando su mensaje y recibiendo su bautismo, es obvio colegir su interés y cercanía. Con ello, no pretendo establecer una relación de maestro y discípulo, ante la que los exegetas se pronuncian de forma muy distinta [13] . Solo intento sugerir que Juan y Jesús compartirían, de algún modo, algunos aspectos doctrinales y formas de vida, en concreto en lo referente al reino de Dios, y que, por tanto, el conocimiento de la predicación de Juan sirve para entender mejor los contenidos del mensaje de Jesús. Comprendiendo, por tanto, la predicación del Bautista, especialmente su escatología, nos aproximaremos con mayor certeza al mensaje de Jesús sobre el reino de Dios. La imagen del reino de Dios, la más significativa y dominante en la predicación de Jesús, aparece en los dichos de Jesús sobre el Bautista, signo inequívoco de la estrecha relación entre ambos. Así se expresa el evangelista Mateo: Juan es el más grande entre los nacidos de mujer, pero el menor en el reino de los cielos (Mt 11,11); desde su nacimiento, el reino de los cielos está irrumpiendo con violencia y los violentos lo arrebatan (Mt 11,12); y publicanos y prostitutas irán delante de sumos sacerdotes y ancianos hacia el reino de Dios por haber creído en la justicia de Juan (Mt 21,31). Juan es un profeta escatológico, que trae ante nuestros ojos la inmediatez del anuncio final de Jesús de Nazaret. En ese sentido, su predicación es altamente significativa para entender el ministerio profético de Jesús, preocupado también por la suerte de Israel, enfrentado al juicio de Dios, y por su respuesta a la urgente llamada al arrepentimiento. Es cierto que, aunque la voz del Bautista se dirija a las personas que acudían a escucharlo en el desierto de Judea, su mensaje iba destinado al pueblo de Israel, al pueblo de Dios, que decía tener como padre a Abrahán. A un pueblo descarriado, que se ha olvidado de las promesas de Dios, pero que acude de toda Judea a la región del Jordán a la llamada del profeta, Juan le dice airadamente: «Engendros de víboras, ¿quién os mostró (el modo de) escapar de la ira inminente? Así que producid fruto correspondiente al arrepentimiento. Y no se os ocurra decir en vuestro interior: ¡Tenemos por padre a Abrahán! Pues os digo que Dios tiene poder para suscitarle a Abrahán hijos de estas piedras. Ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles, así que todo árbol que no produzca buen fruto se corta y se echa al fuego. Yo os bautizo con 209

agua para que os arrepintáis; pero el que viene detrás de mí es más fuerte que yo, su calzado no soy digno de llevar (lo en la mano): él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. En su mano tiene su bieldo, y limpiará su era, y juntará su trigo en su granero; pero la paja la quemará con fuego inextinguible» (Mt 3,7-12). No es suficiente, por tanto, pertenecer a Israel, ni tener por padre a Abrahán, para evitar el duro e inminente juicio de Dios, pese a que la historia de este pueblo parezca indicar que sus raíces divinas no puedan erradicarse para siempre. Ya no vale escudarse en la salvación colectiva e Israel se enfrenta ahora, como pueblo, al juicio de Dios. El hacha está presta para cortar la raíz del árbol, que si no se arrepiente y da fruto, será cortado y arrojado al fuego. El criterio que se utilizará en el juicio son las obras humanas, el «fruto», a los que Mateo da tanta importancia (Mt 7,21-23; 12,50). Situado en el río Jordán Juan predica y bautiza, anunciando a Israel el camino de la conversión para entrar, de nuevo, en la tierra prometida. El compromiso de Dios con su pueblo llega a su fin y el juicio es inminente. Las imágenes que Juan utiliza para describir el juicio de Dios sobre Israel son realmente aterradoras. El hacha, que recuerda los vaticinios de Isaías contra Asiria (Is 10,33-34) y los de Jeremías contra Egipto (Jer 46,22), en los que se manifiesta el poder absoluto de Yahvé, está a punto de caer sobre el árbol. El bieldo separa el grano de la paja, llevando el grano al granero y quemando la paja con fuego inextinguible, en clara alusión al día del juicio (Is 48,10; Jer 7,20). El fuego destruye y consume, aunque la suerte de Israel no es la desdicha final, sino la esperanza, siempre que se arrepienta y dé frutos. Pero el tiempo está al caer y fariseos y saduceos (jefes judíos opuestos a Juan y también a Jesús, distintos al pueblo llano), como refiere Mateo, deben entrar en la renovación escatológica, acudiendo al Jordán, confesando sus pecados y dejándose bautizar por Juan. Toda la misión de Juan tiene un simbolismo exquisito. Él mismo es el profeta que se presenta al pueblo como el nuevo Elías, quien será enviado «antes de que llegue el día de Yahvé, grande y terrible» (Mal 3,23). Su vestido y alimentos, frutos espontáneos de una región pobre e inculta, indican no solamente la austeridad de su vida, sino la penuria del pueblo de Dios antes de entrar en la tierra de promisión. El río Jordán marca la línea fronteriza entre la aridez del desierto y la abundancia de la tierra prometida y el bautismo en sus aguas conduce al pueblo de Israel a la heredad de una tierra rica en leche y miel, 210

rememorando escenas bíblicas de Moisés y Josué (Dt 34,1-12; Jos 1,1-5). El rito bautismal del profeta se orienta a la purificación y al perdón de los pecados, una vez que las instituciones más sagradas habían sido adulteradas y corrompidas. Todo, por tanto, simboliza la existencia de Israel antes de entrar en la tierra de la gran promesa. La talla profética de Juan es realmente excelsa; de hecho, es el mayor de los nacidos de mujer, como reconoció Jesús. Con todo, entre los dos personajes media un abismo. Juan anuncia el juicio de Dios y en él confía para la transformación de Israel. Jesús predica el reino, que trae la salvación, presente ya en el mundo. Sus palabras y curaciones dan comienzo al tiempo nuevo, abierto a la hermandad entre los hombres y a la esperanza de la salvación para todas las gentes. Se inaugura la nueva alianza de Dios con los hombres, caracterizada por la paternidad de Dios y el espíritu transformador de las bienaventuranzas.

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5.6. El reino de Dios en la predicación de Jesús: el reino está cerca Al margen de las dificultades que entrañan las múltiples cuestiones abiertas en la investigación bíblica, las palabras de Jesús de Nazaret y sus hechos –especialmente los milagros y sanaciones– simbolizan la profunda y vigorosa realidad del reino de Dios. Sobre dicha realidad, pueden construirse pronunciamientos unánimemente incontestables, que ponen de manifiesto la centralidad de los mismos en la predicación de Jesús sobre esta materia. Paso a enumerar algunos de ellos, sobre los que existe conformidad entre exegetas y teólogos y a los que, de algún modo, me he referido anteriormente. Inequívocamente, el anuncio del reino de Dios como Señor que actúa en el tiempo presente, se encuentra en el centro del mensaje de Jesús de Nazaret. De hecho, aunque la expresión «reino de Dios» o «reino de los cielos» hunda sus raíces en la teología del Antiguo Testamento, resuena como propia de Jesús en la tradición Q, en Marcos, en los materiales propios de Mateo y de Lucas, incluso en el evangelio de Juan, y en algunas sentencias evangélicas que interpretan la actividad y la relación de Jesús con el reino. El anuncio se sintetiza en las palabras de Marcos: «Se ha cumplido el tiempo, y ha llegado el reino de Dios. Arrepentíos y creed al Evangelio» (Mc 1,15). El anuncio del reino de Dios, fuerza de salvación para el mundo –eso significa «evangelio»– es un hecho absolutamente novedoso y universal, alejado de las enseñanzas del judaísmo y de la mentalidad del Antiguo Testamento. Únicamente Jesús proclamó que el reino de Dios había llegado al hombre, que estaba presente entre nosotros, que la salvación había empezado ya, pese a que la plenitud de la misma quedase reservada para el tiempo futuro. Los valores que predica Jesús son también nuevos y revolucionarios. Dios entra en la historia de forma nueva y definitiva, ofreciendo generosamente al ser humano la liberación y la salvación, consumación de todas sus ansias de perfección. Desaparece el valor mítico de los bienes materiales e imperan el servicio y la humildad. El reino de Dios es anunciado en todas partes y a todos los hombres, tipificados en los pobres y marginados, pecadores, alejados y paganos. Todo el mundo tiene cabida en la bondad y misericordia de Dios. Establecidas estas opiniones, universalmente admitidas, paso a examinar aspectos más complejos y sometidos a interpretaciones diversas de este tema.

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5.7. Presente y futuro del reino de Dios El reino de Dios, un acontecimiento dinámico por el que, de forma nueva, se manifiesta la acción salvadora de Dios en la historia de la humanidad, se expresa en términos de presente y de futuro a la par. De hecho, Jesús proclamó que la salvación generosa de Dios estaba actuando ya en la vida de los hombres, corroborada por su actividad de perdón, de sanación y de acogida: «Se ha cumplido el tiempo, y ha llegado el reino de Dios» (kai` h;ggiken h` basilei,a tou/ Qeou/), dice el evangelista Marcos (Mc 1,15); y otro tanto afirma el evangelista Mateo: «Arrepentíos, pues ha llegado el reino de los cielos» (Mt 4,17). De igual forma, es necesario constatar la dimensión de futuro del reino de Dios, confirmada por numerosos dichos sobre el reino (Mc 14,25; Mt 6,10; Lc 11,2; etc.). Presente y futuro se ensamblan así, conformando la acción salvadora de Dios en el mundo, es decir, dando expresión temporal al reinado interminable de Dios sobre la creación. En opinión de G. Lohfink, ninguna escena evangélica ilustra tan diáfanamente la tensión entre el «ya» y el «aún no» como la que tiene lugar en la sinagoga de Nazaret. Jesús, comentando allí el texto profético de Isaías sobre el restablecimiento escatológico de Israel, dice: «Hoy se ha cumplido esta escritura ante (este) vuestro auditorio» (Lc 4,21). La predicación y las obras de Jesús dan cumplimiento a toda la Escritura y, en concreto, a la profecía de Isaías (Is 61,1-2). Con Jesús de Nazaret ha comenzado el futuro, el tiempo de la plenitud. Él mismo es la plenitud [14] . No resulta fácil explicar la relación que existe entre el reinado presente y futuro de Dios. En realidad, las opiniones entre los exegetas se encuentran divididas, inclinándose casi a partes iguales por la realidad presente (C. H. Dodd, N. A. Dahl, J. D. Crossan, etc.) y por la de futuro del reino (A. Schweitzer, J. Weiss, etc.), esgrimiendo razones de todo tipo, desde las estrictamente psicológicas –en las que se pretenden encontrar distintos estados en la conciencia mesiánica de Jesús– hasta las que pertenecen a la historia de la tradición, diferenciando las palabras de Jesús y las manifestaciones de la comunidad cristiana. En cualquier caso, las afirmaciones de Jesús sobre el reino de Dios relacionadas con el futuro no deben separarse de aquellas que se orientan al presente. Como afirma clarividentemente J. Gnilka, el reino de Dios no es una cualidad que pueda captarse totalmente, relacionándolo con los tiempos de presente y de futuro. Más bien, «el reinado de Dios cualifica al tiempo; no se halla únicamente en relación con el futuro, sino que es el futuro. Y esto no puede carecer de consecuencias para la definición del 213

presente» [15] . El mismo pensamiento subyace en las palabras de G. Bornkamm: «El por-venir de Dios es la llamada que Dios dirige al presente y este presente es el tiempo de la decisión a la luz del por-venir de Dios» [16] . Presente y futuro constituyen, pues, la hermosa realidad del reino de Dios. Examinaré estas dimensiones y su significado en seguida, pero antes conviene tener presentes algunas consideraciones elementales acerca del contexto en el que se produce el anuncio del reino de Dios.

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5.8. El contexto de la predicación de Jesús sobre el reino de Dios El anuncio del reino de Dios irrumpe en la historia de la salvación de la humanidad de forma escueta, contundente, determinante y novedosa. Frente a los ritualismos y prácticas de conversión, a los que se supeditaba el cumplimiento de las promesas de Yahvé, Jesús proclama abiertamente la llegada del reino, que exige conversión: «Se ha cumplido el tiempo, y ha llegado el reino de Dios. Arrepentíos y creed al Evangelio», dice el evangelista Marcos (Mc 1,15), y Mateo lo afirma de esta manera: «Arrepentíos, pues ha llegado el reino de los cielos» (Mt 4,17). En el primer plano, aparece el anuncio de la llegada del reino para todos los hombres, justos e injustos, al que sigue la conversión, plasmando así la importancia decisiva de la acción salvadora de Dios y rechazando falsas formas de penitencia, externas y farisaicas. El mensaje de Jesús aparece luminoso y reconfortante para quienes lo escuchen con sencillez y humildad. Sus palabras no se dirigen a los poderosos y satisfechos, sino a los pobres y necesitados (Mt 11,5). Tampoco se orientan sus acciones a los fuertes y pagados de sí mismos. A él lo siguen unos pescadores del mar de Galilea, afanados en su trabajo y con espíritu de pobres, y multitudes fascinadas por la autoridad de su palabra y ansiosas de un cambio radical en sus vidas. El mensaje del Galileo es universal, aunque ambientado en las circunstancias socio-religiosas de su pueblo, y, como dice R. Aguirre, bajo trazos de indignación (Mc 3,5; 8,11-12; Mt 23,4 etc.) y de misericordia (Mc 1,41; 6,34; Mt 9,36; 20,34), que ocultan la misma realidad [17] . Todo se centra en el restablecimiento de la dignidad de la persona. La predicación del reino de Dios dio un vuelco a las cosas. Jesús habló de la acción de Dios que habría de cambiarlo todo radicalmente, presentando un escenario de absoluta alegría e ilusión. No se trataba de una pura revolución política. Su idea de Dios como padre orientaba su predicación no al poder y al honor, sino al amor y al servicio, hasta el extremo de expresarlos sublimemente en una muerte en cruz. El reino de Dios llega así, sirviendo a los pobres y necesitados y aceptando el sacrificio, incluso la muerte. El mensaje del reino conforta y anima a los pobres y marginados presentándoles un horizonte de realización y de esperanzas ilimitadas. A los pobres y necesitados se les llama «bienaventurados» y se les ofrece no un atractivo programa moral que termine con la injusticia y la esclavitud, sino un mensaje de liberación y de salvación, inspirado en la generosa y misericordiosa paternidad de Dios. La pobreza no es una virtud idealizada a la 215

que tan frecuentemente nos aferramos los cristianos para eludir nuestro compromiso evangélico o justificar el desorden social y económico. La pobreza, el sufrimiento y la marginación son males en sí, a los que Jesús se enfrenta anunciando la liberación total. Con el anuncio del reino de Dios quedan orientadas las necesidades reales y las ansias más nobles del ser humano, a las que dará cumplimiento la acción de Dios, ya presente en la historia. Echando la vista atrás, sentimientos, teología y acción cristiana quedan tocados ante la presencia de tanta marginación y barbarie que conviven en nuestro civilizado mundo occidental. Da la impresión de que hayamos pretendido relegar el mensaje principal de la actividad profética de Jesús a la esfera de lo marginal o, quizás más sutilmente, al ámbito de lo puramente religioso y moral. Si algo distingue y especifica el mensaje del reino de Dios es el respeto y la acogida a los pobres y sencillos, para devolverles la dignidad de seres humanos en paz consigo mismos y con los demás, al amparo de la acción misericordiosa de Dios. La liberación que anuncia el reino es actual y absoluta (también futura), a la que nadie ni nada puede sustraerse en ningún tiempo. El hecho de que el reino de Dios irrumpa en la historia de forma nueva y definitiva exige del hombre una actitud, también nueva y decisiva. La conversión exigida ya no es un mero juego, en el que se valore la presuntuosa justicia de los perfectos, sino la actitud humilde de quienes confían plenamente en la salvación que viene de Dios. No es simplemente un «arrepentimiento» ο «dolor» por los pecados; ni siquiera, me atrevería a decir, un cambio de mentalidad y de corazón, que expresamos frecuentemente con el término griego metanoei/te. La conversión a los valores del reino de Dios es pura alegría y confianza, sin parangón. El reino de los cielos, como dice el evangelista Mateo, «es parecido a un tesoro oculto en el campo, que un hombre encontró y ocultó; y por la alegría de haberlo encontrado va a vender todo lo que tiene, para comprar aquel campo» (Mt 13,44). También es parecido «a un mercader que buscaba perlas preciosas; y en cuanto dio con una de gran valor fue, vendió todo lo que tenía y la compró» (Mt 13,45). Ya no hay excusas para rechazar la invitación de Dios. La renuncia encubierta se vuelve salvación para la vida. Solo se pide humildad para acoger la salvación, aquello que, de otra forma, dice Jesús a Nicodemo: «De verdad te aseguro: si uno no nace de nuevo, no puede ver el reino de Dios» (Jn 3,3).

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5.9. Ha llegado el reino de Dios ¡Cuántas veces utilizamos la feliz y liberadora expresión: «Se ha cumplido el tiempo, y ha llegado el reino de Dios» (Mc 1,15). Dicha expresión, con la que Marcos sintetiza la predicación de Jesús en Galilea, es, en opinión de C. H. Dodd, la característica más distintiva del mensaje del reino respecto a las profecías y creencias del judaísmo [18] . El reino «ha llegado» kai` h;ggiken h` basilei,a tou/ Qeou/, como dice el evangelio de Marcos (Mc 1,15), acertando a expresar, en opinión de J. Gnilka, «las intenciones esenciales de Jesús ... acerca de la cercanía del reino de Dios» [19] . Otro tanto afirma el evangelista Mateo: «Pero si yo expulso los demonios gracias al Espíritu de Dios, quiere decir que se os ha presentado el reino de Dios» (a;ra e;fqasen evfV u`ma/j h` basilei,a tou/ Qeou/: Mt 12,28). Los exorcismos de Jesús, como veremos después, significan la venida del reino a todos los hombres, incluso a los fariseos. El tiempo se ha cumplido y se ha acercado la buena noticia del reino de Dios. Y se anuncia con alborozo y alegría. El reino se anuncia, se proclama, se hace público, se revela a los hombres (aunque no se diga nada de él), dejando claro que es pura acción de Dios, sin intervención humana alguna, y que precede, incluso, al arrepentimiento. Lo primero es la salvación, ya presente; el arrepentimiento es la consecuencia, a la que se acoge la respuesta de la persona. Volviendo al pensamiento de C. H. Dodd, no me resisto al comentario que hace, interpretando las sentencias de Mt 12,28 y Lc 11,20, y que expresa de esta forma: «Aquí el reino de Dios es un hecho de experiencia actual, pero no en el sentido que hemos visto en el uso judío. Cualquier maestro judío podía haber dicho: “Si os arrepentís y os comprometéis a observar la Torá, habréis aceptado el reino de Dios”. Jesús, en cambio, dice: “Si yo expulso demonios por el dedo de Dios es que el reino de Dios ha llegado a vosotros”. Ha sucedido algo que el poder soberano de Dios ha comenzado a operar efectivamente. No se trata de tener a Dios por rey en el sentido de obedecer sus mandamientos, sino de ser confrontados con el poder de Dios que actúa en el mundo. En otras palabras: el reino “escatológico” de Dios se presenta como un hecho presente que los hombres deben reconocer, tanto si lo aceptan como si lo rechazan con sus acciones» [20] . Mateo y Marcos sitúan en el comienzo de la actividad profética de Jesús en Galilea la predicación del reino de Dios (Mt 4,17; Mc 1,15). El evangelista Mateo, una vez referido el elogio de Jesús acerca de Juan el Bautista, se pronuncia sobre la realidad del 217

reino de Dios en estos términos: «Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora el reino de los cielos está irrumpiendo con violencia, y violentos lo arrebatan» (Mt 11,12). La tradición común de Mateo y de Lucas recoge el mismo pensamiento. Lucas, en un contexto diferente al de Mateo, que hace referencia al valor de la ley, se pronuncia diciendo: «La ley y los profetas (llegaron) hasta Juan; desde entonces se predica el Evangelio del reino de Dios, y todo (el mundo) se hace violencia (por entrar) en él» (Lc 16,16). Una sentencia exclusiva de Lucas, en la que se describe el diálogo entre Jesús y los fariseos acerca de la venida del reino de Dios, dice: «El reino de Dios no viene visiblemente, ni podrán decir: “¡Mirad, (está) aquí, o allí”. Pues mirad, el reino de Dios está entre vosotros» (Lc 17,20-21). En todas estas sentencias, por más que se discuta el sentido de algunos de sus contenidos y los contextos en los que puedan ser interpretados, aparece claro que el reino de Dios se presenta como una realidad cercana, dejando atrás la etapa de la ley y los profetas, que actualiza el reinado de Dios, como Señor de la historia, presentado por Jesús de Nazaret. Los logia de Marcos (Mc 9,1; 13,30) y de Mateo (Mt 10,23) hablan también de la cercanía del reino, que viene con poder, antes de que pase la generación de los oyentes de Jesús. Pero ¿qué significa «estar cerca»? ¿Qué quiere decir «se ha cumplido el tiempo? ¿Cuál es el sentido de «se os ha presentado el reino de Dios? Los vocablos griegos h;ggiken y e;fqasen han provocado un intenso debate entre los exegetas. Algunos autores traducen estos términos por cercanía; otros, por presencia real. Algo parecido sucede con la expresión evnto,j u`mw/n, traducida, algunas veces, como «en vosotros» (dentro de vosotros), «a disposición de» y, otras, como «entre vosotros» [21] . A mi entender, la terminología del mensaje de Jesús sobre el reino habla de la presencia de Dios en la historia humana, no solo de una cercanía en el tiempo. De otra forma, estaríamos discutiendo la novedad radical del anuncio de Jesús. El «tiempo ha llegado» se funde con el «tiempo se ha cumplido». Es una realidad presente que está «entre nosotros», «en medio de nosotros», aunque de forma inesperada y aún por realizar plenamente [22] . La presencia del reino de Dios se pone de manifiesto en las parábolas. La tradición sinóptica ofrece pruebas indudables de que Jesús de Nazaret fue un auténtico maestro en utilizarlas para explicar los misterios más profundos de la vida de Dios y su relación con el hombre. Incluso, como afirma E. Schillebeeckx, «Jesús mismo –su persona, sus 218

relatos y sus acciones– es una parábola... una parábola viva de Dios en la solicitud por el hombre y su historia de dolor» [23] . Enraizado en el ambiente de la Palestina del siglo I y conocedor de la cultura narrativa de su pueblo, empleó el lenguaje de la gente, con el que interpelaba las actitudes más profundas y nobles, tanto de sus seguidores como de sus adversarios y enemigos. Sus palabras no se disfrazan de grandes proposiciones filosóficas. Su punto de partida es, más bien, un episodio de la vida cotidiana, ficticio casi siempre, un relato oportuno y sugerente, sencillo y sutil a la par, chocante y paradójico, ante el que el interlocutor se sienta abocado a reconocer su realidad más íntima y a pronunciarse en las cuestiones más vitales de su existencia. Al final de este recurso didáctico se encuentra una verdad, aquella que Jesús quiere enseñar de parte de Dios, aunque los símbolos que la envuelvan sean, en general, puramente humanos. Varias de estas parábolas hablan del reino de Dios. El capítulo 13 del evangelio de Mateo dice que Jesús expuso muchas cosas valiéndose de parábolas, explicando la preciosa realidad del reino. Ahí se habla de la semilla, cuyos granos cayeron unos junto al camino, otros en los pedregales, otros en los espinos, y otros en tierra buena. La misma parábola viene narrada en el evangelio de Marcos (Mc 4,1-20), advirtiendo del carácter capital y de la importancia de la misma para entender las demás (Mc 4,3; 4,13). La mala tierra, símbolo de la esterilidad de la edad antigua, aún persiste y, de hecho, produce malas cosechas, pero la edad nueva irrumpe y coexiste con ella constituyendo el gran misterio del reino de Dios. A pesar de la existencia del mal y las realidades opuestas a Dios, la parábola de la semilla tiene un carácter positivo y esperanzador. La semilla siempre nace, aunque se haya ido perdiendo a lo largo de su etapa de crecimiento. Los frutos, al final, son abundantes, apuntando a la generosidad del poder de Dios y desviándose de los cálculos puramente humanos: la cosecha puede ser del treinta, del sesenta, o del ciento por uno. El evangelio de Marcos registra otras dos parábolas sobre la semilla, una que compara el reino de Dios con la semilla echada en tierra, que germina y crece, pese a que el hombre no se entere, y otra que habla del grano de mostaza, la más pequeña de todas las semillas, pero que, una vez que brota, se hace tan grande que a su sombra pueden anidar los pájaros del cielo (Mc 4,26-29; 4,30-32). En la primera de estas parábolas se acentúa el contraste entre los insignificantes y tímidos comienzos del reino de Dios y la plena manifestación del mismo al final de los tiempos. El reino está ya presente y actúa, es obra exclusiva de Dios y su final será esplendoroso. La parábola de la semilla de mostaza significa la invisibilidad inicial del reino de Dios (probablemente 219

también la auto-percepción de la comunidad de Marcos), que se transformará en importancia y grandeza en el éschaton. Volviendo al capítulo 13 del evangelio de Mateo, nos encontramos con las bellas e ilusionantes parábolas del tesoro oculto en el campo y de la perla preciosa (Mt 13,44-46). Leyendas o historias sobre descubrimientos de tesoros en el campo eran muy frecuentes en la antigüedad, pero la hermosura y riqueza del reino de los cielos que describen las parábolas narradas por el evangelista Mateo desbordan la imaginación y la felicidad de quien experimenta el hallazgo de un tesoro. No se realza el valor del tesoro, ni siquiera la alegría de quien lo descubre, aunque ambas realidades sean inconmensurables. Lo sustancial es la decisión que toma el hombre que lo encuentra. En lugar de sustraerlo en secreto o cumplir con la justicia pregonando el hallazgo, el descubridor lo oculta, va a vender todo lo que tiene y compra aquel campo. Es la apuesta firme del hombre que vende todo lo que posee para adquirir el reino de los cielos. Sucede lo mismo con la parábola de la perla. Un mercader de perlas encuentra una (indicando la importancia de la misma); no se interesa por otras circunstancias. Lo fundamental es que el comerciante «vendió todo lo que tenía y la compró» (Mt 13,46). El camino hacia el reino de Dios se traza con absoluta nitidez: se exige la renuncia real y metafórica a los bienes, modelada siempre por el amor. Los milagros y exorcismos de Jesús también hablan del reino de Dios. Ante la curación de un endemoniado, ciego y mudo, los fariseos acusaron a Jesús de expulsar los demonios gracias a Belcebú y Jesús les responde: «Pero si yo expulso los demonios gracias al Espíritu de Dios, quiere decir que se os ha presentado el reino de Dios» (Mt 12,28). Idéntica afirmación se encuentra en Lucas, aunque con la novedosa locución «con el dedo de Dios» (evn daktu,lw Qeou/): «Pero si expulso los demonios gracias al dedo de Dios, quiere decir que se os ha presentado el reino de Dios» (Lc 11,20) [24] . El evangelista Marcos habla de poseídos por espíritus impuros (Mc 1,21-28), del adversario que se alza contra sí mismo y que está tocando a su fin (Mc 3,26) y de la autoridad concedida a los Doce para expulsar los demonios (Mc 3,15; 6,7). El reino de Dios ha llegado y la dignidad del ser humano ha quedado restablecida en su totalidad –cuerpo y espíritu– desterrando al poder del mal. El poder liberador de Dios prevalece así sobre las fuerzas del maligno y los actos de Jesús son signos del tiempo nuevo, que apunta a la consumación final. No es extraño que J. P. Meier afirme que «los exorcismos (de Jesús)

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son manifestaciones y realizaciones, al menos parciales, de la venida de Dios con poder para reinar sobre su pueblo en el tiempo final» [25] . Con el perdón de los pecados también anunció Jesús la presencia del reino de Dios entre los hombres. El profeta de Galilea no se ceñía a ningún rito vacío, ni practicaba cosas extrañas a la dignidad humana. Su poder, traducido en perdón, se alejaba de toda magia y fascinación. Él proclamó el perdón, perdonó y mandó perdonar, reconciliando al hombre con Dios y restableciendo las relaciones entre los miembros de la comunidad. Enseñó a sus discípulos a pedir el perdón de los pecados a Dios Padre (Lc 11,4), condicionando el perdón de Dios al perdón humano (Mt 6,14-15; 18,35; Mc 11,25; Lc 11,4). Con generosidad ilimitada e inmensa ternura Jesús perdona a los más marginados y excluidos de la sociedad de su tiempo. A un paralítico le dice: «Ánimo, hijo. Tus pecados quedan perdonados» (Mt 9,2; Mc 2,5; Lc 5,20). El perdón aparenta blasfemia a los fariseos, poco convencidos de la acción de Dios en Jesús y muy versados en las restricciones de la Misná sobre la blasfemia. Y es que, en el judaísmo, nadie sino Dios podía perdonar los pecados. El más alto poder de los hombres, reservado al sumo sacerdote, se limitaba a una simple «declaración» (declarar libre de pecado), que no iba más allá de una reconciliación del individuo con el Templo, con la Torá y con la comunidad. Pese a la duda y maldad de escribas y fariseos, los textos evangélicos dejan patente que el Hijo del hombre, es decir, Jesús, tiene autoridad para perdonar pecados en la tierra, ya ahora, que serán absueltos en el juicio final. El perdón y la salvación no quedaban confinados a justos e israelitas, pertenecientes al mundo privilegiado del Templo y de la Torá, sino que se ofrecían también a quienes se consideraban seguidores de Jesús y aceptaban los valores del reino que él predicaba. Como el maestro, también los discípulos debemos perdonar hasta setenta y siete veces (Mt 18,22), es decir, de forma ilimitada, sin restricciones, y perfecta. De este modo se perdona en dos momentos excepcionales de la vida de Jesús: en la institución de la eucaristía y en la muerte en cruz. En la institución de la eucaristía, la sangre de la alianza se derrama «en favor de muchos para perdón (de) los pecados (Mt 26,28) y en la cruz Jesús exclama: «Padre, perdónalos, pues no saben qué están haciendo» (Lc 23,34). Aquí, más que en cualquier otra situación, el reino de Dios se hace presente en el mundo. Las comidas de Jesús expresan con inmensa plasticidad la realidad del reino de Dios. En las tradiciones de Marcos, documento Q, las fuentes propias de Mateo y de

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Lucas e incluso en la de Juan, aparecen relatos de comidas de Jesús con pecadores y excluidos de la sociedad judía. Varias parábolas hablan de la experiencia de Jesús con publicanos y prostitutas, a quienes se ofrece la alegre noticia del reino de Dios. Es un hecho incontrovertible que Jesús comparte mesa y comida con personas de mala reputación en la sociedad de su tiempo (publicanos, pecadores, prostitutas, recaudadores, poseídos de espíritus inmundos, etc.), acogiéndolas con exquisita predilección, derribando barreras de incomunicación, revalorizando su dignidad perdida y enseñándoles el camino del reino de Dios (cf. Mc 2,15-17; 6,8-10; Lc 7,36-50; 11,37-54; 19,9; Mt 9,35; 21,31 etc.). Examinemos dos textos significativos, uno de Marcos y otro de Lucas. El pasaje de Marcos dice así: «Y es el caso que estaba él a la mesa en su casa, y muchos publicanos y pecadores estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos, pues eran muchos y lo seguían. Y los escribas de los fariseos, al ver que comía con los pecadores y publicanos, decían a los discípulos de Jesús: “¿Por qué come con los publicanos y pecadores?” Cuando Jesús (lo) oyó, les dice: “No tienen necesidad de médico los fuertes, sino los que se encuentran mal; no vine a llamar a justos, sino a pecadores”» (Mc 2,15-17). La escena, que se remonta a un hecho histórico, continúa con la discusión mantenida entre Jesús y los escribas sobre la elección de sus discípulos. En casa de Leví, hijo de Alfeo, se celebra una comida a la que asisten Jesús, sus discípulos y también algunos comensales incómodos, los escribas de los fariseos, que plantean una seria objeción sobre la conducta de Jesús: ¿Por qué come con los publicanos y pecadores? [26] Los publicanos eran considerados impuros ante la Ley y, por tanto, quienes participaban en sus actos, corrían el riesgo de impureza ritual. Los pecadores, por otra parte, no solo eran poco cuidadosos con las cuestiones rituales, sino que trasgredían leyes humanas y divinas rompiendo la armonía de la elección divina del pueblo de Israel. A la crítica de los fariseos, Jesús responde con un doble proverbio: «No tienen necesidad de médico los fuertes, sino los que se encuentran mal» y «no vine a llamar a justos, sino a pecadores». En adelante, «justos y pecadores» no van a contraponerse más, recordando la tradición y la práctica judías, sino que ambos quedarán incluidos en la invitación de integración en el reino de Dios. No es que los «justos» queden excluidos, sino que los «pecadores» quedan integrados. Los pecadores quedan también invitados a la mesa, pueden comer con Jesús y los ritos de purificación nunca más podrán romper la dignidad de la persona.

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La santidad de Jesús y su presencia salvadora son más poderosas que el pecado de los hombres y se contagian más que este en las comidas de alegría entre hermanos. El evangelista Lucas refiere una hermosa escena de banquete (Lc 7,36-50). El relato, con claros tintes eclesiales, cuenta que uno de los fariseos había invitado a comer a Jesús, tal vez impresionado por su fama de profeta. Ya recostado a la mesa, es decir, en actitud de celebrar una fiesta, como sucedía en especiales ocasiones en el mundo greco-romano y en el judío, una mujer (que pasaba por prostituta en la ciudad) entra en la casa con un pomo de alabastro, lleno de perfume, baña los pies de Jesús con sus lágrimas y lo unge con el perfume. El anfitrión, que observa escandalizado la situación, piensa para sus adentros que si Jesús fuera realmente un profeta tendría que darse cuenta de qué clase de mujer tenía delante de sí. Jesús, que lee el interior de los corazones, le cuenta al fariseo una parábola de un prestamista que perdona a dos deudores. Al serle perdonadas sus deudas, ambos agradecen la generosidad de su señor; y más aún aquel a quien se le perdonó más. La mujer pecadora ha cumplido con los deberes que Simón ha descuidado. Ella ha amado más y, por eso, será perdonada más. El pecado de la mujer se perdona no por normas escritas en la Ley, sino por un encuentro con Jesús en una comida. La gracia y la salvación vienen de Dios, proclamadas por Jesús en un convite en el que participan justos y pecadores. Jesús, además de aparecer como invitado en comidas compartidas por publicanos y pecadores, es presentado en los evangelios como anfitrión en las mismas. Un caso paradigmático se ofrece en el milagro de la multiplicación de los panes, narrado por los cuatro evangelistas, y repetido en Marcos y Mateo (Mc 6,34-44; 8,1-9; Mt 14,14-21; 15,32-38; Lc 9,11-17; 16,5-12; Jn 6,1-15). Tras el paréntesis del martirio de Juan el Bautista, Marcos retoma el argumento de la misión de los Doce, que acuden a Jesús para contarle lo que habían hecho y enseñado, buscando un despoblado para descansar. La multitud busca con ahínco a Jesús y él ejercita su compasión, atendiendo a sus necesidades materiales. No es el momento de entretenerme en los rasgos que este relato pueda aportar para una reelaboración eucarística del mismo. Sea cual fuere la relación que se establezca entre el relato de Marcos y la eucaristía, es indudable que en la comunidad cristiana existían numerosos recuerdos de comidas que cristalizaron en los relatos de la multiplicación. El punto central del relato, como observa E. Schillebeeckx, es la «comunidad de mesa», el «ofrecimiento de comunión por parte de Jesús» durante

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su vida terrena [27] . En los dos relatos que ofrece el evangelista Marcos se encuentran coincidencias y diferencias. La estructura de ambos es básicamente idéntica: el escenario, que corresponde a un lugar deshabitado, la conversación de Jesús con sus discípulos, en la que se ponen de manifiesto la compasión de Jesús y el desconcierto de los discípulos, la preparación para la comida, ofrecida por Jesús, el rezo de la bendición, la comida, la recogida de los pedazos sobrantes y la marcha hacia el distrito de Dalmanuta. En el primero de estos relatos (Mc 6,34-44), se alude de forma implícita al Antiguo Testamento, describiendo la solicitud de Jesús, como pastor que cuida de sus ovejas, proporcionándoles comida. En el segundo de ellos (Mc 8,1-10), a diferencia del anterior, se acentúa la extenuación de la gente que sigue a Jesús, apenas sin comida para subsistir y atrapada en el desierto. Las diferencias, llamativas aunque intrascendentes, se observan en el número de los panes, en los peces, en los cestos y en la multitud asistente. En todo caso, en este relato de «milagro de regalo», como lo califica J. Gnilka [28] , la bendición de Jesús sobre la comida, ajustada a la tradición judía, reparte entre sus seguidores no solo pan de trigo o de cebada (el alimento principal de los judíos) y pescado (el complemento habitual en el mar), sino abundancia de bienes materiales y espirituales, signo de la plenitud de los últimos tiempos. Una vez más, la comida de Jesús hace presente el reino de Dios. La comunidad de mesa también se da con el Señor resucitado. Así lo cuentan Lucas (Lc 24,28-31) y Juan (Jn 21,12-13). El relato de Emaús es muy familiar para nosotros. Dos discípulos de Jesús se dirigen a ese lugar, conversando sobre lo que había sucedido en Jerusalén. Y sucedió (una expresión muy típica de Lucas) que Jesús se acercó y caminaba con ellos, a quien contaron las cosas terribles que le habían sucedido al profeta de Nazaret. Ellos esperaban que fuese el libertador de Israel, pero ya habían pasado tres días y aunque algunas mujeres les habían dicho que vivía, a él no lo habían visto. Después de un repaso serio del acompañante a las Escrituras, y acercándose al final del camino, se dio el caso de que (aparece de nuevo esta expresión), «cuando estaba a la mesa con ellos, cogió el pan, rezó la bendición, (lo) partió y se lo daba» (Lc 24,30). Los caminantes reconocieron al Señor y contaron su experiencia a los Once y cómo se les dio a conocer en la fracción del pan. Después del camino, al atardecer, hora de sentarse a compartir la comida según la costumbre judía, Jesús, desempeñando la función de anfitrión, «parte el pan» y «lo da». La expresión «labw`n to`n a;rton euvlo,ghsen kai. kla,saj evpedi,dou auvtoi/j» se ajusta y recuerda lo acontecido en la última cena, 224

momentos antes de la pasión: «labw`n a;rton euvcaristh,saj e;klasen kai` e;dwken auvtoi/j» (Lc 22,19). Es una comida singular, enmarcada en el acontecimiento de la resurrección de Jesús, pero una comida auténtica, en la que se renuevan los vínculos de amistad entre los hombres y se trasluce de forma excelsa el reino de Dios. En el apéndice del evangelio de Juan aparece de nuevo la comida como elemento de cohesión entre la comunidad de discípulos y Jesús (Jn 21,1-14). De forma hábil, se produce la unión entre un milagro, el de la pesca milagrosa, y una comida pascual. Asistimos a una profunda transformación de los discípulos, que, desde el desconocimiento más absoluto, terminan por reconocer al Señor, guiados por la fe del discípulo amado y la actuación de Pedro. El Señor Resucitado dirige las acciones de sus discípulos, les ordena llevar los peces que terminan de pescar, les invita a almorzar y «coge el pan y se (lo) da, y lo mismo el pez» (Jn 21,13). Es el cuadro perfecto de una comunidad reunida en el nombre del Señor Resucitado, que vive la fe y recuerda las comidas de Jesús de Nazaret en las orillas del mar de Galilea, signo de la presencia y de los valores del reino de Dios en la tierra. Recapitulando lo dicho sobre las comidas de Jesús, podemos llegar a la siguiente conclusión: en el ministerio profético de Jesús de Nazaret jugó un papel importante la comunidad de mesa, tanto de discípulos como de pecadores y excluidos de la sociedad, hasta el punto de diferenciar por ello su misión de la de Juan el Bautista (Mt 11,18-19). Las normas del judaísmo, que hablaban de pureza de los hijos de Dios y de impureza de los que quebrantasen la ley de Moisés, que cuidaban la selección de los invitados y reservaban los puestos en función del honor de las personas, quedaban obsoletas y daban paso a la salvación escatológica con un mensaje nuevo e inclusivo, iniciado por Jesús. Esta salvación se celebraba alegremente en las comidas entre amigos y con gente marginada de la sociedad, que suscitaban el arrepentimiento y la conversión, el camino correcto hacia el reino de Dios.

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5.10. El reino de Dios es para los pobres y excluidos del mundo La declaración de felicidad y bienaventuranza que dirige Jesús a los pobres y excluidos de este mundo –obviamente en contexto y sentido muy diferentes– se encuentra en la literatura griega, aplicada a los dioses y a los seres humanos. En ambos casos, los macarismos hacen referencia a valores internos y externos, frecuentemente asociados a la riqueza y el bienestar [29] . Asimismo, aparece en los escritos del Antiguo Testamento, donde Yahvé se revela como liberador de los pobres y oprimidos, que sufren la esclavitud de Egipto, y consolador del pueblo de Israel, sometido a la tiranía y despotismo de otros pueblos infieles. El mundo bíblico está repleto de promesas de esperanza y de liberación, anunciadas especialmente por los profetas y en los salmos (Is 11,1-5; 52,7; 61,1-2; Jer 23,5; Sal 72; 113,5-8), destinadas a los pobres y oprimidos, como signo de la soberanía de Dios en el mundo, y realizadas en la persona de Jesús de Nazaret [30] . Las bienaventuranzas de los evangelios culminan la historia de esperanza de los pobres y marginados y la acción soberana de Dios en el mundo. El evangelio de Mateo, al comienzo de la predicación de Jesús en Galilea, proclama solemnemente la felicidad de los pobres: «¡Felices los que tienen espíritu de pobres, porque el reino de los cielos es suyo!» (Mt 5,3). Y detrás de esta bienaventuranza, que compendia las restantes, siguen, en estructura análoga, las que hacen referencia a los afligidos, los mansos, los hambrientos y sedientos de justicia, los misericordiosos, los de corazón limpio, los pacificadores y los perseguidos por causa de la justicia (Mt 5,4-10). La versión de Lucas reduce a cuatro las ocho bienaventuranzas de Mateo: los pobres, los hambrientos, los afligidos, y los perseguidos (Lc 6,20-23). La esencia es la misma, aunque, además del número, se detecte una ligera diferencia, a saber, un matiz más ético en Mateo, explicable por su adaptación a la tradición primitiva y la tarea redaccional del autor. El reino es para los pobres, que han vuelto a encontrar en las palabras de Jesús el sentido más genuino. Pero, ¿Quiénes son los pobres? ¿Quiénes pueden ser contados entre ellos? Son gente que no encuentra cabida ni cobijo en grupos religiosos protegidos por la Ley, tampoco tiene una consideración social reconocida. Más bien, son aquellos que, no pudiendo apoyarse en sí mismos –en sus capacidades o habilidades humanas– ni confiar en los poderes del mundo, se amparan solamente en la misericordia de Dios. Pobres son aquellos que se vacían de todo tipo de autosuficiencia y reconocen a Dios 226

como el Señor de sus vidas, superando las adversidades ambientales que los dominan y esclavizan. Dios es poderoso, justo, y libera. El pobre solo confía en Dios, en quien encuentra el sentido de su humanidad. La pobreza no se confunde con una virtud moral; tampoco se idealiza, puesto que el ideal que marca Jesús no se centra en ella, sino en la liberación de la misma por la esperanza en el reino de Dios, que él anuncia. Por esa razón, la pobreza es un mal, como el sufrimiento y la marginación que derivan de ella, de modo semejante a como lo fueron el menoscabo y las dolencias que, en tiempos de Jesús, padecieron los enfermos, los poseídos por espíritus inmundos y los excluidos del pueblo de Israel. A los pobres pertenece el reino de Dios. Esta es la revelación central del mensaje de Jesús. Dios se presenta ante el mundo con una imagen nueva, cargada de libertad y de misericordia, acogiendo a los marginados y anunciándoles el reino. Tiene razón G. Bornkamm al afirmar que «la palabra de Jesús no es el consuelo de un más allá mejor, como tampoco la pobreza presente no es por sí misma una bienaventuranza. “Bienaventurados vosotros” no significa: “porque vosotros iréis al cielo”, ni: “ya estáis en el cielo si comprendéis bien vuestro sufrimiento”. La expresión significa: “el reino de Dios viene a vosotros”» [31] . Efectivamente, el reino de Dios es más inmenso que el cielo que nosotros imaginamos. Es un acontecimiento que marca la historia del hombre sobre la tierra, en el que Dios se aproxima graciosamente a aquellos que vacíos de sí mismos se acogen confiadamente a él. Desde la perspectiva de esta soberanía graciosa de Dios, se quiebran para siempre todos los privilegios –morales, sociales y religiosos– que discriminan y esclavizan. Únicamente sobresale la misericordia de Dios, en la que encuentran la paz todos los hombres, independientemente de su raza, sexo, condición social y religión. El reino es también para todos aquellos que se conforman a este sentido original, inmersos en sus propias limitaciones humanas y abiertos a la protección misericordiosa de Dios. Al ser las bienaventuranzas un mensaje teológico, más que un proyecto moral, son felices asimismo todos aquellos que, privados de los recursos más elementales de la vida, gozan del beneplácito de Dios. En este apartado engloba R. Fabris a los niños (privados de la dignidad humana en el contexto cultural de la época de Jesús), a los pecadores y a los paganos [32] .

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Podríamos preguntarnos: ¿Qué sentido tiene hoy el anuncio del reino a los pobres y excluidos de un mundo egoísta y alejado de Dios? ¿Qué fuerza moral tenemos los seguidores de Jesús de Nazaret para predicar libertad y ansias renovadoras ante la duda y desfallecimiento de tantos cristianos, a quienes el mensaje de las bienaventuranzas se les antoja rancio y utópico? El teólogo se queda enmudecido ante el trágico desequilibrio entre la bondad de Dios y el egoísmo del hombre. Nos movemos entre el anuncio perenne de Jesús (válido para todos los tiempos) y nuestra misión profética, que debe contemplar la naturaleza de nuestro mundo, al que debe llegar nítidamente la fuerza del Evangelio, la buena nueva que lo trasforma y libera. Entre el anuncio de Jesús y nuestra misión de comunicarlo a todas las gentes debe prevalecer siempre la actitud graciosa (liberadora y generosa) de Dios, que ha de traducirse en exquisito respeto y acogida (nunca condenación) a los más necesitados. Abriendo el espíritu de la tradición evangélica a la situación actual, podríamos proclamar dichosos a todos aquellos que se sienten y son realmente excluidos por los poderes de este mundo soberbio y egoísta. Son dichosos y felices. Son felices los niños, objeto de abusos y explotación; los ancianos, desvalidos frente a la altivez juvenil y la indiferencia de los poderes públicos; los jóvenes, incapaces de realizar sus legítimas aspiraciones en su ambiente natural y familiar; los desempleados y expropiados de sus humildes viviendas, condenados a llevar una vida indigna a causa de la especulación despiadada del capitalismo salvaje; los emigrantes, cuyas culturas y vivencias personales son ignoradas por los países del primer mundo; las familias, en general víctimas del creciente y doloroso empobrecimiento de una sociedad fracturada; los marginados por su condición religiosa y orientación sexual. Y tantos otros, que perdidos en el complejo mundo de la globalización en el que se diluyen sus legítimas ilusiones de realización, pierden la esperanza de alcanzar el horizonte de la igualdad. A todos hay que decirles que el reino de Dios ha llegado, y que la libertad y la paz deben ser el fruto de la aceptación de la gracia misericordiosa de Dios y de la fraternidad entre las personas que poblamos este mundo. La suerte de los pobres y desamparados de este mundo ha cambiado radicalmente. Su situación se ha transformado sustancialmente, no en atención a sus carencias y sufrimientos, sino porque el poder y la justicia de Dios, que nunca abandonan al débil, se han hecho presentes en ellos. Su desdicha está ya amparada por Dios y comienza a ser

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escuchada. Dios está actuando ya, y no solo en Israel, sino en todos los pueblos. El mensaje de Jesús proclama esta buena noticia. Él le dijo a la mujer cananea que había sido enviado, en principio, a las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mt 15,24), pero, en el relato de la curación del criado del centurión en Cafarnaún, también afirmó que vendrían muchos de Oriente y de Occidente y se pondrían a la mesa «con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos» (Mt 8,11). Esta es la grandiosa novedad del reino de Dios: el poder y la justicia de Dios se ofrecen a todos los hombres, especialmente a los pobres y marginados.

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5.11. La dimensión futura del reino de Dios Al afirmar la presencia del reino en la predicación del mensaje de Jesús, hemos podido comprobar la novedad de la soberanía de Dios respecto a la antigua esperanza del pueblo de Israel, al tiempo que descubrir la dimensión futura de dicha soberanía. El reino de Dios se hace presente en el pueblo elegido y a la par se orienta en plenitud al tiempo futuro. Con otras palabras, el reino de Dios es una realidad en la que el presente y el futuro interaccionan entre sí. No existe contradicción alguna entre la misión profética de Jesús en Galilea, que proclama la cercanía del reino de Dios, y los anuncios que hacen referencia a la esperanza escatológica, según la cual Dios restaurará al pueblo de Israel. Como escribe J. A Pagola, está «germinando ya un mundo nuevo, pero solo en el futuro alcanzará su plena realización» [33] . O, como opina J. Jeremias, el reinado de Dios, que en el judaísmo antiguo se extendía solo sobre Israel, ha de ser reconocido «por todas las naciones» al final de los tiempos [34] . Categóricamente ha de afirmarse que teólogos y exegetas confirman unánimemente la dimensión futura del reino de Dios [35] . La tradición sinóptica es muy rica refiriéndose al futuro del reino de Dios. Para detectar esta dimensión futura del reino nos centraremos en tres apartados que tratan de las parábolas del reino de Dios, de las expresiones llamadas «sentencias de admisión» que posibilitan la entrada en la basilei,a y en las peticiones del Padrenuestro. Los examinamos uno por uno. a) Al hablar de la llegada del reino de Dios o de la realidad presente del mismo, decía que esta dimensión se ponía de manifiesto en las parábolas de Jesús. De la misma forma hay que afirmar que en ellas se percibe el carácter futuro de ese reino. No podía ser de otro modo, puesto que la intervención graciosa de Dios en la historia de la humanidad no es ni parcial, ni puntual, ni inconclusa, sino que tiende a la realización plena, total y definitiva de los últimos tiempos. De hecho, aunque el mensaje de las parábolas esté sometido a múltiples interpretaciones, o incluso aunque su contenido original sea prácticamente indescifrable –pese a que, como dice G. Bornkamm, «las parábolas de los evangelios no están solamente al servicio de una doctrina sino que ellas mismas son su anuncio» [36] –, el reino de Dios, que ha comenzado en el tiempo y en el mundo y que está obrando ya, no se limita a las concepciones humanas de tiempo y espacio, sino que interpela al hombre de forma constante hasta su destino final. No existe interrupción entre presente y futuro en la concepción cristiana de la existencia. O, dicho 230

de otra forma, el hombre se inicia en el camino del reino con la mirada fija en la misericordia final de Dios. El capítulo 13 del evangelio de Mateo desgrana una serie de parábolas que nos sirven de reflexión en este aspecto. Nos habla de la cizaña, del grano de mostaza y de la levadura, del tesoro oculto en el campo, de la perla preciosa, y de la red que se echa al mar y que recoge peces de todas clases. Marcos, por su parte, narra las parábolas del sembrador, la de la semilla que germina y va creciendo y la del grano de mostaza (Mc 4,1-32). Lucas reseña la parábola del banquete, las de la oveja perdida y de la dracma perdida, la del padre perdonador, la del administrador infiel y la del rico y de Lázaro (Lc 14,15; 15; 16,1-31). Todas ellas nos brindan elementos que revelan la dimensión futura del reino de Dios, y que ahora brevemente señalamos. La parábola del sembrador, tal vez la más familiar de todas (Mc 4,3-8 par), sin ofrecer indicaciones precisas acerca del modo y el tiempo en que se realiza la siembra, sin dar importancia al esfuerzo y dificultades del agricultor que cultiva el terreno, habla de un sembrador y de una semilla, cuyo rendimiento está expuesto seriamente a las fuerzas del mal, y de la que se ocupa profusamente: parte de la semilla cayó junto al camino, siendo devorada por los pájaros; parte cayó en el pedregal, sin poder echar raíces, al ser quemada por el sol; otra parte cayó entre espinos, que la ahogaron, y no dio fruto. Los granos que cayeron en la tierra buena dieron fruto y produjeron, uno treinta, otro sesenta, y otro ciento. La parábola deja patente que el reino de Dios ha comenzado ya, que las dificultades para su realización persisten, y que el futuro aparece esperanzador y feliz [37] . Todo comienzo (de Dios), por insignificante que parezca, tiene un futuro glorioso. G. Bornkamm, haciendo referencia a la eficacia de la palabra que sale de la boca de Yahvé (Is 55,11), expresa profundamente esta idea, en consonancia con el misterio del reino de Dios. Dice así: «pero la certeza tiene también la primera palabra; en efecto, un sembrador sale para sembrar –nada más– y eso significa el nuevo mundo de Dios» [38] . Otras parábolas se orientan en la misma dirección. En las parábolas del grano de mostaza (Mc 4,30-32; Mt 13,31-32; Lc 13,18-19) y de la levadura (Mt 13,33; Lc 13,2021) la contraposición entre los comienzos del reino de Dios y la realización final aparece con extrema nitidez. El reino de Dios mantendrá su carácter misterioso y de ocultamiento hasta que aparezca el e;scaton. Como el grano de mostaza, una semilla insignificante en 231

la región de Palestina y que la comunidad de Marcos, enfrentada al poder y hostilidad de los poderes enemigos, la percibe como la más pequeña de todas las de la tierra, así el reino [39] . El reino de Dios se ha introducido en el mundo de forma insignificante e inapreciable, pero, en el futuro, se convertirá en una realidad enorme y grandiosa, como sucede con el crecimiento del grano de mostaza, en cuyas ramas podrán anidar los pájaros del cielo. No es improbable que la comunidad de Marcos asociase su suerte futura con el crecimiento del reino de Dios, y que su pequeña y difícil situación inicial diese paso a una visión optimista, que soñase con la incorporación de los gentiles en su seno, pero es conveniente advertir que no existe razón eclesiológica alguna que permita identificar ambas realidades. Reino de Dios e Iglesia no son realidades intercambiables. Es una parábola que los exegetas llaman «de contraste», que resalta un acontecimiento misterioso, diminuto al principio y sublime al final. Otro tanto sucede con la parábola de la levadura, utilizada por judíos y griegos para elaborar el pan. La levadura, en pequeñas porciones, es capaz de fermentar gran cantidad de harina. En lo pequeño se oculta lo grande, que un día aflorará ante los ojos de todos, como ocurre con el reino de Dios. El mismo sentido podemos atribuir a la parábola de la semilla, narrada únicamente por el evangelista Marcos (Mc 4,26-29). El grano, esparcido por el hombre en la tierra, germina y crece, tanto de noche como de día, esté él durmiendo o velando. La tierra fructifica «automáticamente», como acontece con el reino de Dios, que actúa por sí mismo milagrosamente, sin que su realización precise (o dependa) absolutamente del esfuerzo y la colaboración del hombre. b) La soberanía futura de Dios se anuncia también de forma solemne en la cena de despedida con sus discípulos, en la que Jesús les asegura: «Os digo de verdad: ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba nuevo en el reino de Dios» (Mc 14,25). Esta renuncia de Jesús, que recuerda el voto solemne de nazareo para consagrarse a Yahvé (Nm 6,1-4) y la vida santa de los rekabitas (Jer 35), se sitúa claramente en el futuro escatológico: predice la pasión y muerte del Mesías y no beberá ni comerá hasta que lo haga en el reino de Dios. La afirmación se mueve en el contexto del acontecimiento de la Pascua, que no solo contempla la liberación del pueblo de Israel en el pasado, sino también la redención futura. El mismo espíritu respira la tradición que Pablo trasmite a la comunidad de Corinto: «Pues siempre que coméis ese pan y bebéis ese vaso anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva» (1 Cor 11,26) [40] . Este sentido escatológico del reino, que aparece en Marcos referido a la persona de Jesús, se 232

halla presente asimismo en aquellos textos que hablan de la inclusión en el reino de Dios de Abrahán, Isaac y Jacob y de todos los profetas, así como de los paganos que vendrán de todas las partes del mundo (Lc 13,28-29). Lo mismo acontece en las sentencias que recoge la triple tradición sinóptica, en las que, pese a su inminencia, se dibuja el futuro del reino de Dios. Marcos afirma: «Os digo de verdad: hay algunos de los que están aquí que no probarán la muerte sin ver antes el reino de Dios, venido [ya] con poder» (Mc 9,1). Comentando este pasaje, escribe J. Gnilka: «El ver en 9,1 adquiere un significado ambivalente. Si originariamente significaba la participación existencial en la llegada del definitivo reino de Dios, el evangelista permite una participación anticipada que no elimina a la definitiva. Se concede a Pedro, Santiago y Juan sobre el monte» [41] . Lucas, sin hablar de la venida gloriosa del reino, solo anuncia que algunos de los allí presentes no morirán sin verlo antes (Lc 9,29). Y Mateo pone el énfasis en la figura del Hijo del hombre, que llega como rey (Mt 16,28). El carácter futuro del reino de Dios se hace ostensible igualmente en las conocidas como «sentencias de admisión», formas que posibilitan la entrada en la basilei,a. En consonancia con las advertencias de Jesús sobre el peligro de las riquezas, y con una expresividad desconcertante, el evangelista Marcos refiere estas palabras: «Hijos, ¡qué difícil es entrar en el reino de Dios! Es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de Dios» (Mc 10,24-25). Mateo, en su denodada lucha contra los escándalos, escribe: «Si tu mano, o tu pie, te hace caer, córtalo y échalo lejos de ti; te es mejor entrar en la vida manco o cojo, que ser arrojado al fuego eterno conservando [las] dos manos o [los] dos pies» (Mt 18,8). Entrar en el reino de Dios (como dice Marcos) o entrar en la vida (en expresión de Mateo) indican la misma realidad, concebida en términos de futuro y de felicidad, aunque para ello se exijan compromisos presentes frente a las palabras de Jesús. c) J. Jeremias, al preguntarse cómo entendía Jesús la expresión «reino de Dios», y refiriéndose a las peticiones del Padrenuestro, responde de forma categórica: «Las dos peticiones del Padrenuestro que enlazan con el qaddish (Mt 6,10; Lc 11,2), muestran con seguridad que Jesús utilizó el concepto de malkuta en su sentido escatológico» [42] . El deseo de Jesús por la venida del reino, que desplace la injusticia y el abatimiento de su pueblo, es tan vehemente que enseña a sus discípulos a orar así: «Que tu reino venga» (Mt 6,10). La soberanía de su Padre aparece nítida, imperiosa e independiente de la

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acción humana; es más, actúa no solo en el pueblo de Israel, sino que su fuerza liberadora abarca y trasforma al mundo entero. De la misma forma ha de interpretarse la petición: «Que tu nombre sea santificado» (Mt 6,9; Lc 11,2), es decir, que sea revelado, significándose, una vez más, como don de Dios a los hombres. El «nombre» – constitutivo de la esencia divina, desde la concepción bíblica– es un concepto equivalente al «reino de Dios». J. P. Meier expresa esta idea, afirmando: «El sentido de la primera parte del padrenuestro es: “Padre, revélate con todo tu poder y gloria [= santificado sea tu nombre] viniendo a reinar [= venga tu reino]”» [43] . Como conclusión de este apartado, me parece acertada la opinión de J. P. Meier, que dice así: «En nuestro recorrido por estas corrientes y formas de la tradición de y sobre Jesús hemos visto un punto constantemente confirmado: para Jesús, el símbolo del reino representaba la venida definitiva de Dios en un futuro próximo para poner fin al presente estado de cosas y reinar plenamente sobre el mundo en general e Israel en particular» [44] . El reino de Dios aparece con toda nitidez en las diferentes imágenes y sentencias, utilizadas por Jesús, en la doble dimensión de presente y de futuro [45] . No es tarea fácil explicar teológicamente ambas dimensiones, integradas en el mensaje de Jesús, es decir, esclarecer cómo el reino de Dios puede ser futuro y presente a la vez. G. E. Ladd ofrece una solución a este problema, argumentando que, «tanto en el Antiguo Testamento como en el judaísmo rabínico, el reino de Dios –su reinado– puede tener más de un sentido. Dios es ahora el rey, pero tiene también que llegar a ser (become) rey» [46] . En cualquier caso, no es necesario recurrir a teorías extrañas acerca de la evolución en la conciencia de Jesús y en el desarrollo histórico de su misión profética para explicar esta realidad. Sencillamente, hay que hablar de tensión entre presente y futuro, excluyendo toda contraposición entre estos tiempos. Es cierto que en algunos pasajes evangélicos se acentúa más uno que otro, pero el reino es una realidad en la que se incluyen por igual presente y futuro. La explicación correcta, como propone W. Kasper, no ha de partir de una concepción filosófica, sino bíblica del tiempo, según la cual, este no representa una realidad puramente cuantitativa (mera sucesión uniforme de fases temporales), sino cualitativa [47] .

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5.12. Reinterpretando el reino de Dios: Opiniones de exegetas y teólogos Si la predicación del reino de Dios constituye el núcleo del mensaje de Jesús de Nazaret, es lógico inferir que la tarea fundamental de la comunidad cristiana sea expresar y vivir esta Buena Noticia en todos los tiempos. Y no solo por esta razón elemental, sino, además, porque la idea de reino –central en las ciencias bíblicas– extiende su influencia a todas las disciplinas teológicas, especialmente a la eclesiología. Obviando una literatura católica, antigua y abundante, que concebía la Iglesia como la realización histórica del reino de Dios, puede afirmarse que hacia finales del siglo XIX y comienzos del XX se inicia una etapa teológica que redescubre la importancia de los conceptos escatológicos y apocalípticos en el mensaje de Jesús de Nazaret. La teología liberal protestante, inspirada en la Ilustración (se ensalza la razón y el progreso) y nutrida de fuentes kantianas, redujo el elemento apocalíptico en la enseñanza de Jesús a un mero ropaje del núcleo de su mensaje, entendido este como espacio del espíritu y de la libertad [48] . El exponente de esta visión liberal de la teología es la obra What Is Christianity? de A. von Harnack. El teólogo protestante concibe el reino de Dios, predicado por Jesús, como la expresión más auténtica de la «paternidad de Dios» y la «hermandad del hombre», que supera los marcados aspectos exclusivistas y cultuales del judaísmo de la época y realza el valor de la persona y la ética del amor. En el año 1892, en abierta oposición a A. Ritschl [49] , que defendía una concepción de reino no escatológica, marcada por una clara tonalidad ética, más desde una perspectiva kantiana que desde presupuestos evangélicos, J. Weiss aboga por un concepto de reino de Dios como realidad puramente futura y de carácter religioso, descalificando todo tipo de actividad humana como apta para la realización de dicho reino. Su famosa obra sobre la proclamación del reino de Dios [50] defendía una visión del reino –en conformidad con la apocalíptica judía– futura y escatológica. Por otra parte, el reino que Jesús proclama es un acto sobrenatural de Dios, fuera del alcance de toda actividad humana. En la misma dirección se orientan las primeras investigaciones bíblicas de A. Schweitzer, reconocido exegeta, médico y defensor de los derechos humanos [51] . Según este autor, la persona de Jesús no puede percibirse correctamente si se niega la modalidad escatológica de su vida. Jesús anunció la llegada de la época final, la consumación de los últimos días. Evidentemente se equivocó y sus predicciones no se cumplieron. Ante esta 235

situación desesperada, la única salida airosa de Jesús era forzar (con su testimonio y en Jerusalén) la llegada del reino, de los signos de los últimos tiempos. Su actitud lo condujo a la cruz. Según A. Schweitzer, el carácter escatológico del mensaje del reino, y la increencia del hombre moderno en esta faceta del mismo, convierten a Jesús de Nazaret en un personaje «desconocido», en alguien que apareció públicamente como Mesías y que predicó unos valores del reino de Dios, pero que nunca ha tenido existencia real. Es, más bien, una figura creada por el racionalismo, reavivada por el liberalismo y revestida de historicidad por la teología moderna [52] . Lo esencial del cristianismo no es la comprobación de la historicidad de la persona de Jesús, sino «el espíritu de Jesús» y, por tanto, su mensaje de amor puede ser válido para todos los tiempos [53] . La interpretación del reino, según A. Schweitzer, es rigurosamente escatológica –él la llama konsequente Eschatologie– una escatología «consecuente» (en realidad, no muy consecuente), cuyos valores éticos no estaban destinados para la vida cotidiana de la gente. R. Bultmann –uno de los exegetas más influyentes en la interpretación escatológica del reino de Dios– aplicando los conceptos de desmitologización y de vivencia existencial a esta realidad, afirma que Jesús no fue más que un profeta apocalíptico judío, preocupado por la venida inminente del reino. Un reino con categorías de presente es contradictorio. Con todo, ante la certeza de Jesús acerca de la inmediatez del final, el reino puede considerarse como «germen», como «incipiente», pudiendo ser entendida esta inmediatez como central en su mensaje. La expectación mitológico-escatológica de Jesús es absolutamente accidental; lo esencial es el carácter trascendente del reino que interpela al hombre a una decisión radical, un poder que, aun siendo completamente futuro, determina el presente de la humanidad [54] . Es la llamada escatología existencial. M. Goguel concibe a Jesús como un maestro preocupado por una escatología de futuro, puesto que su visión del reino de Dios fue exclusivamente futurista y catastrófica [55] . C. H. Dodd es el representante de otro tipo de escatología que considera unilaterales las interpretaciones acerca del reino de Dios reseñadas anteriormente. Este teólogo afirma que el reino de Dios es atemporal, eterno, trascendente y, en consecuencia, siempre presente, y ha entrado en la historia con la persona de Jesús de Nazaret. En Jesús, el wholly other ha entrado en la historia. El reino de Dios se ha «realizado» –de ahí, el nombre de escatología realizada– plenamente en Jesús de Nazaret y el tiempo futuro, el 236

éschaton, no puede aportar nada a las inquietudes y tensión de la existencia cristiana actual [56] . Es evidente que el presente es un elemento esencial del reino de Dios, pero es imposible negar la virtualidad intrínseca del mismo, orientado al más allá. Los tiempos de la historia de salvación no responden a concepciones lineales excluyentes, sino a modos de manifestación divina que en su contingencia y limitación dan paso a otras realidades, a la par que nos revelan lo que anuncian. El mismo C. H. Dodd ha modificado, aunque no alterado, su rígida postura ante la escatología [57] . T. W. Manson figura entre los intérpretes más auténticos y autorizados de la concepción no escatológica del reino de Dios [58] . Según este teólogo, el reino consiste esencialmente en la soberanía de Dios en el ámbito del alma humana. Jesús es la personificación más evidente de la presencia de Dios en el mundo al someterse enteramente en su ministerio a la voluntad del Padre; antes del episodio de Cesarea de Filipo, habló de la llegada del reino; después de Cesarea, de la presencia del mismo y del ingreso de los hombres en él. El reino de Dios consiste, por tanto, en la relación personal entre Dios y el hombre, de quien Jesús es la manifestación más perfecta, al tener conciencia de su misión de conducir los hombres a Dios. Con posterioridad al libro mencionado anteriormente, en un comentario sobre los relatos de Jesús, T. W. Manson ofrece una interpretación del reino en la que se combinan los aspectos de presente y de futuro, al concebir como núcleo del mismo más la intervención de Dios que la experiencia humana. El reino se interpreta aún en categorías de realización de la voluntad de Dios en el mundo, pero dicha voluntad se concibe en términos de una acción divina orientada hacia la humanidad, es decir, algo cuya iniciativa corresponde a Dios y no al hombre. De esta forma, el reino penetra en la historia, sucediendo al periodo de la Ley y los profetas, y abarcando las dimensiones del presente y del futuro, a la vez que tiende a su consumación, una consumación prevista por Jesús como inminente y total [59] . La iniciativa de Dios en el reino es rechazada por C. J. Cadoux. Para este autor, la iniciativa procede del hombre, ya que el reino no consiste en la victoria del poder de Dios, sino, más bien, en la aceptación voluntaria y personal de la soberanía divina por parte del hombre. Jesús, al admitir en su vida obediente la autoridad del Padre, se constituyó en la encarnación más auténtica del reino y su misión consistió en 237

proporcionar a la humanidad el camino hacia el reconocimiento de la soberanía de Dios. Los aspectos apocalípticos que circundan la realidad del reino son, según C. J. Cadoux, producto de la imaginación oriental, incapacitada para comprenderlos literalmente. El valor permanente de la escatología consiste en la perennidad y urgencia de aquellos grandes valores por los que Jesús comprometió su existencia terrena [60] . J. W. Bowman defiende la interpretación no escatológica, llamada «realismo profético», que interpreta al reino en categorías de relación entre Dios y el hombre, de experiencia del individuo de la soberanía divina en todo el ámbito de su vida. En este sentido, se opone a toda concepción apocalíptica del reino de Dios por considerarla insuficiente para explicar la actividad del reino en el plano de la historia. Cualquier tipo de explicación sobre la naturaleza del reino que no deje a salvo el carácter de su intervención en la historia es considerado por este autor como «pesimismo apocalíptico» [61] . Como síntesis de las posturas extremas que he reseñado en la concepción del reino de Dios, se encuentra la opinión de prestigiosos teólogos que reconocen la dimensión de presente y de futuro como elementos integrantes de ese reino. Según R. Otto, el reino es el ámbito suprahistórico donde se ejerce la soberanía divina. Jesús, con su mensaje, es el puente de unión entre el cielo y la tierra. El acontecimiento de la venida del reino es exclusivamente divino y significa la unión de lo sobrenatural y metahistórico con la historia y el hombre, produciéndose una transformación sorprendente en el mundo. Jesús creyó que el reino se encontraba en proceso de realización; él conoció la victoria de Dios sobre Satán. El reino no es solo dominio escatológico, sino también poder victorioso y coercitivo. El mundo se convierte así en escenario de la dynamis divina y Jesús en el agente de ella [62] . Para J. Jeremias, Jesús es el Mesías, el rey de la Gottesherrschaft, encargado de la consumación del mundo, llevada a cabo en la humillación y en la gloria a la par. Jesús proclamó en su humillación, con palabras y hechos, la presencia de la acción salvadora de Dios en el hombre. El anuncio del reino, bajo la forma de humildad, era asequible únicamente a los ojos de la fe; posteriormente, en la parusía, se manifestará gloriosamente, y entonces tendrán lugar la destrucción total de los poderes del mal y la celebración de la fiesta mesiánica por la comunidad cristiana [63] . Este teólogo sugiere una Sich realisierende Eschatologie, una escatología en proceso de realización [64] . 238

W. G. Kümmel opina que el reino de Dios es la realidad escatológica futura, que Jesús esperó en un futuro próximo y que, de alguna manera, encarnó en su propia persona. Al mismo tiempo, afirma que la presencia del reino venidero se limita a la persona de Jesús, ya que ni en sus acciones ni en sus palabras pueden encontrarse pruebas de que se previera una comunidad que, entre su muerte y su parusía, realizase la consumación escatológica; es decir, Jesús no concibió que la presencia del reino se manifestase en la comunidad de sus discípulos en el intervalo entre su muerte y la segunda venida en majestad; más todavía, W. G. Kümmel llega a decir que Jesús no percibió la relación entre la Iglesia y el reino, descartando la posibilidad de la presencia del reino de Dios en la comunidad durante su existencia terrena [65] . G. Bornkamm, uno de los discípulos más famosos de R. Bultmann, presenta una imagen de Jesús ajena a todo escepticismo histórico radical de influencia bultmanniana. Si, para Bultmann, la motivación final de la visión escatológica de Jesús fue el sentido abrumador de la presencia de Dios, para Bornkamm la conciencia de esta presencia inmediata –unmittelbare Gegenwart– se identifica con el reino de Dios en cuanto realidad presente. Y, puesto que basilei,a puede emplearse como sinónimo de Dios, el sentido de la presencia de Dios es el reino de Dios mismo. Jesús anunció que el cambio de los tiempos estaba presente. El reino se ha hecho «acontecimiento» en su persona y el hombre se ve obligado a optar a favor o en contra de él. Siguiendo a su maestro, Bornkamm interpreta, no obstante, los contenidos del reino en términos existenciales. El final del mundo no significa un drama escatológico, sino un acontecimiento, ante el cual el hombre se siente interpelado por la presencia inmediata de Dios, cuyo resultado es ese final. De esta suerte, el tiempo ha llegado a su fin, y el hombre se ve afectado por este nuevo presente, debido a la presencia de Dios. El reino, en su comienzo, es una realidad invisible, que acontece en el tiempo y en el mundo presentes para transformarlos en finales. Así, el mundo nuevo está ya operando [66] . R. Schnackenburg opina que los términos más apropiados para describir los contenidos bíblicos sobre el reino de Dios son los de «promesa», «cumplimiento» y «consumación» (Verheissung, Erfüllung y Vollendung). La Gottesherrschaft es fundamentalmente escatológica y salvadora, si bien se hace presente en la persona y en el ministerio de Jesús de Nazaret. Este autor estima conveniente una distinción entre la expresión «reino de Cristo» y la de «reino de Dios». La primera haría referencia al

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periodo entre la resurrección y la parusía, durante el cual Cristo ejercería su soberanía sobre los poderes mundanos, incluso la muerte, mientras que la segunda indicaría la entrega, el resultado de esta soberanía, al Padre, en el que Dios sería todo en todas las cosas y el reino se convertiría en una realidad [67] . Otras expresiones contemporáneas sobre el reino de Dios podemos descubrirlas en el grupo del Jesus Seminar, en ciertos círculos evangélicos de los Estados Unidos y Gran Bretaña y en algunos teólogos católicos modernos, por citar algunos ejemplos. El movimiento estadounidense del Jesus Seminar, en un intento de presentar una figura de Jesús de Nazaret más asequible y familiar al hombre moderno y utilizando métodos de investigación histórico-críticos poco académicos, que violentan el texto bíblico y desvinculan a Jesús del contexto judío, niega el carácter futurista del reino, rechazando la historicidad de aquellos textos que contengan alguna referencia en este sentido. En ciertos círculos evangélicos de los Estados Unidos y Gran Bretaña ha cobrado fuerza la contundente distinción entre el reino de Dios y el reino de los cielos. Este último haría referencia a la soberanía de Dios en la tierra, prometida a Israel en el Antiguo Testamento. Al rechazar Israel la oferta del reino, Jesús propuso un nuevo mensaje de salvación, iniciando una nueva comunidad de fe, que rebasa todas las categorías raciales. El principio rector de este pensamiento teológico es el reconocimiento de dos pueblos de Dios –Israel y la Iglesia– con dos destinos distintos, bajo dos planes de Dios [68] . Algunos teólogos católicos entienden el reino de Dios en categorías de servicio y amor, de compasión y liberación. Allí donde hay servicio a la humanidad, se ama a los desfavorecidos, se ejerce la compasión con los débiles, y se libera a las personas de las fuerzas que les oprimen, se realiza el reino de Dios [69] .

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5.13. Los valores permanentes del reino de Dios En toda la exposición sobre el anuncio del reino de Dios se trasluce la novedad del mensaje de Jesús, impregnada de valores que han de perdurar en la vida de sus discípulos al servicio de toda la humanidad. Es cierto que las palabras de Jesús se enmarcan en la historia del pueblo de Israel, pero su carácter es universal, abarcando no solamente a este pueblo –señalado por serias discriminaciones sociales y religiosas– sino extendiendo sus valores a todos los rincones de la tierra. Ahora podemos preguntarnos: ¿Cuáles son estos valores? Muchos hablan de «revolución de valores» en la enseñanza de Jesús de Nazaret. Y es verdad, siempre que no se reduzca dicha revolución a aspectos políticos, sociales o, incluso, religiosos. La «revolución» de Jesús es absoluta y trascendente, evidenciando que la acción de Dios no se restringe al ámbito de lo personal, sino que abarca al acontecer de la historia en general. El reino de Dios se identifica con la acción de Dios en la historia de la humanidad, transformándola y dirigiéndola al único y definitivo fin trazado por Dios. Pese a las múltiples y serias dificultades que entraña la conciliación entre la naturaleza de la historia (esta ciencia trata de hechos contingentes, sometidos a una interpretación crítica) y la acción de Dios en la misma (Dios es sujeto y no objeto), estimo que Dios se hace presente y actúa en la historia, en conformidad con la idea bíblica del reino, a no ser que convirtamos la teología en una ciencia de lo extraño, lejano y ajeno a los intereses y anhelos del hombre. A Dios nunca lo podremos entender como frío y lejano espectador ante la actividad de los seres humanos. Y si Dios actúa en la historia humana toda ella está sometida y orientada a los valores del reino, en el que, definitivamente, se producirá la salvación y liberación de toda la creación, una vez aniquilados los poderes del mal. No es que nosotros construyamos el reino o lo implantemos –expresiones frecuentemente utilizadas en la teología moderna–, sino que la victoria del reino de Dios se consumará realmente por la acción generosa de Dios en Jesús de Nazaret, que comparte su vida con el hombre, sufre, muere y resucita, y, al final, vendrá en gloria y majestad. La acción de Dios en la vida terrena de Jesús y lo que realizará al final de los tiempos, en la parusía, no son sino dos formas distintas de la única soberanía redentora de Dios. Los cristianos somos conscientes de nuestra misión como testigos, de que formamos la comunidad de seguidores de Jesús, de la victoria definitiva del reino de Dios. 241

Proclamamos en este mundo la esperanza en el triunfo definitivo del reino de Dios, cumplido ya en la persona de Jesús de Nazaret. Aparece claro, así, que el reino sigue actuando en el mundo a través de la Iglesia, que la Iglesia es un instrumento del reino, que está sometida al juicio del reino y que su paso por este mundo debe estar sujeto a la tensión entre la historia y la escatología, evitando las tentaciones mundanas y manteniendo vivas las ansias de futuro. Más concretamente, podemos señalar algunos valores del reino de Dios que son perdurables y nosotros tenemos que asimilar. Son estos: – La alegría de sentir a Dios cercano en nuestras vidas, hasta el extremo de poder llamarle «Padre». – El aprecio de la dignidad de la persona «por sí misma», no condicionada por ningún código cultural y social, como la familia, el honor o las riquezas. – La actitud de servicio, que supone la renuncia a los bienes materiales y la entrega total a los hermanos, especialmente los más pobres y necesitados. – La esperanza de una realización completa, tanto individual como colectiva, en la que, como dice san Pablo, Dios estará «totalmente en todas las cosas» (1 Cor 15,28). Los valores del reino de Dios son, en definitiva, un anticipo de la vida divina en este mundo. Nos enseñan a estimar y a vivir las realidades de la tierra de forma completamente diferente. Hay que desterrar las injusticias, los egoísmos, las envidias, las guerras, la intolerancia, incluso la religiosa y todo lo que signifique desviación y olvido de la voluntad de Dios. En su lugar, es preciso promover la libertad, la justicia y la paz, fomentando el amor, especialmente a los marginados y olvidados. La enseñanza fundamental de Jesús es que Dios es «padre» de todos y que todos somos hermanos, en el amor.

[1] Es imposible enumerar a los exegetas y teólogos que han investigado sobre el tema del reino de Dios. Solamente citaré algunos autores que, además de enseñarme, pueden ser útiles para quienes sientan interés por esta materia, tan rica y compleja a la par. Son estos: J. Jeremias, J. Gnilka, W. Kasper, J. Ratzinger/Benedicto XVI, J. P. Meier, G. Bornkamm, T. Rausch, E. P. Sanders, R. Aguirre, R. Fabris, J. A. Pagola, C. H. Dodd, M. Karrer, G. Eldon Ladd, R. E. Brown, S. Vidal, J. I. González Faus, K. Berger, E. Schillebeeckx, G. Lohfink, J. D. G. Dunn. [2] El único ejemplo en el que aparece «reino de Dios» (basilei,an Qeou/) se encuentra en el libro deuterocanónico/apócrifo de la Sabiduría (Sab 10,10). En los escritos protocanónicos aparece la expresión «el

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reino de Yahvé» (why twklm malkut Yahvé; léase malkut Adonai). En el libro primero de las Crónicas se lee: «Asimismo, de entre todos mis hijos –pues Yahvé me ha concedido muchos hijos– ha escogido a mi hijo Salomón para que se siente sobre el trono del reino de Yahvé sobre Israel» (1 Cr 28, 5). [3] G. ELDON LADD, A Theology of the New Testament (Grand Rapids: William B. Eerdmans Publishing Company, 1993), 58. [4] E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 135. G. ELDON LADD, op. cit., 59. [5] El documento de Qumrán más importante en este sentido es la Regla de la Guerra o Rollo de la Guerra (1 QM), pero ni siquiera aquí la idea del «reino de Dios» cumple un papel predominante. Le sigue en importancia el Manual de Disciplina o Regla de la Comunidad (1 QS), cuya única referencia puede darse al dominio absoluto de Dios. [6] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009), 123. [7] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico II/1: Juan y Jesús. El reino de Dios (Estella: Verbo Divino, 2004), 332, llega a la siguiente conclusión en este punto: «Parece, por tanto, que Jesús echó mano de unas imágenes y un lenguaje presentes, pero no centrales, en el Antiguo Testamento y en las tradiciones intertestamentarias del judaísmo y conscientemente decidió convertir el símbolo del reino de Dios en uno de los temas fundamentales de su propio mensaje». [8] Puede consultarse N. T. WRIGHT , Jesus and the Victory of God II (Minneapolis: Fortress Press, 1996), 663-670. J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2009), 46, dice que «el término basilei,a, para designar el reino de Dios (tou/ Qeou/ / tw/n ouvranw/n) aparece en labios de Jesús con la siguiente distribución: en Marcos (13 veces), en los logia comunes a Mateo y Lucas (9 veces), ejemplos adicionales en Mateo solo (27 veces), ejemplos adicionales en Lucas solo (12 veces), en el evangelio de Juan (2 veces)». Afirma también que en la época precristiana la expresión «reino de Dios» aparece únicamente en el qaddish y en algunas plegarias relacionadas con él. En la literatura rabínica aumentan las expresiones que hablan de «acoger en sí el reino del cielo». Transcribo aquí la bella oración del qaddish o «Santo», que cerraba el culto de la sinagoga. Se encuentra en la página 233 de la citada obra de J. Jeremias, y dice así: «Glorificado y santificado sea su gran nombre / en el mundo creado por él según su voluntad. / Haga él reinar su señorío / por el tiempo de vuestra vida y por vuestros días y durante la vida / de toda la casa de Israel, en seguida y pronto. / Alabado sea su gran nombre, de eternidad en eternidad. / Y decid a esto: ¡Amén!» [9] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico II/1: Juan y Jesús. El reino de Dios (Estella: Verbo Divino, 2004), 536 [10] G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret (Salamanca: Sígueme, 2002), 67, nota 2. [11] J. P. MEIER , op. cit., 296-297. J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret (Primera parte). Desde el Bautismo a la Transfiguración (Madrid: La Esfera de los Libros, 2007), 83. La misma opinión comparte G. Lohfink, que opina que, sin hacer de esta cuestión un principio rígido, la expresión reign of God o rule of God («reinado de Dios») es preferible a la de kingdom of God (Gottesreich), la traducción, por otra parte, más común en las traducciones de la Biblia. G. LOHFINK, Jesus of Nazaret. What He wanted, Who He Was (Collegeville: Liturgical Press, 2012), 88. [12] G. LOHFINK, ibid., 89. [13] Sobre la imprecisión en esta cuestión, pueden verse los argumentos que ofrece J. P. MEIER , Un judío marginal Nueva visión del Jesús histórico II/1: Juan y Jesús. El reino de Dios (Estella: Verbo Divino, 2004), 160s. [14] G. LOHFINK, Jesus of Nazaret. What He Wanted, Who He Was (Collegeville: Liturgical Press, 2012), 103. [15] J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1995), 173. [16] G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret (Salamanca : Sígueme, 2002), 98.

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[17] R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009), 80. [18] C. H. DODD, Las Parábolas del reino (Madrid: Cristiandad, 1974), 50-51. [19] J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1995), 187. [20] C. H. DODD, op. cit., 50-51. [21] C. H. DODD, op. cit., 50-51. [22] J. A. PAGOLA, Jesús. Aproximación histórica (Madrid: PPC, 2007), 95, nota 25, afirma: «Aunque la expresión griega entos hymin puede significar también “dentro de vosotros”, los investigadores modernos traducen hoy de forma general: “El reino de Dios está entre vosotros”, pues, para Jesús, ese reino no es una realidad íntima y espiritual, sino una transformación que abarca la totalidad de la vida y de las personas». C. H. DODD, Las Parábolas del reino (Madrid: Cristiandad, 1974), 50, nota 15, dice: «El verbo fqanein en griego clásico tiene el sentido de “anticiparse” a alguien, llegar antes que él y, por tanto, estar en un lugar antes que él lo sepa. Pero en griego helenístico se emplea, especialmente en aoristo, para indicar el hecho de que una persona ha llegado ya adonde se proponía. Este uso se conserva en griego moderno». U. Luz, El Evangelio según San Mateo II (Salamanca: Sígueme, 2006), 348, nota 65, opina así: «El verbo (fqa,nw) es sinónimo del clásico avfikne,isqai, no de evggizein. Su nota propia es alcanzar la meta, no solo aproximarse a ella. Si el sujeto es un concepto espacial que no puede moverse, fqa,nein significa “extenderse hasta”... Este significado podría ir implícito en Mt 12, 28 para la basilei,a, que en Mateo ofrece también una dimensión espacial». [23] E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 142-143. [24] La expresión «con el dedo de Dios» solo aparece en este dicho Q de Lc 11,20 par, en todo el Nuevo Testamento. Parece tener una clara referencia en el texto de Ex 8,15: «Entonces dijeron los adivinos a Faraón: ¡Es el dedo de Elohim!; pero el corazón de Faraón se endureció, y no los escuchó, según Yahvé había predicho». Los exegetas coinciden en afirmar que, por su lenguaje y su pensamiento discontinuo, tiene su origen en el Jesús histórico. [25] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico II/1: Juan y Jesús. El reino de Dios (Estella: Verbo Divino, 2004), 534. [26] Escribas y fariseos aparecen estrechamente vinculados en dos pasajes de Marcos: en (Mc 2,16), airados porque Jesús comparta mesa con pecadores y publicanos, y en (Mc 7,1.5), donde cuestionan la práctica de los discípulos de Jesús de comer sin lavarse las manos. Los escribas aparecen generalmente en Jerusalén, mientras que los fariseos se sitúan en Galilea. [27] E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 194. [28] J. GNILKA, El Evangelio según San Marcos I (Salamanca: Sígueme, 2005), 300. [29] H. BALZ – G. SCHNEIDER (eds.), Diccionario Exegético del Nuevo Testamento II (Salamanca: Sígueme, 1998), en maka,rioj 127-128. [30] En el judaísmo tardío, el significado de «pobre» lleva inherente una situación de indigencia real, que, con el tiempo y el cambio de las circunstancias económicas y sociales, conducentes a mayores cotas de bienestar y a un progresivo alejamiento de Dios, se asoció a una interpretación religiosa, confundiéndose, a veces, pobreza con piedad. [31] G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret (Salamanca: Sígueme, 2002), 82. [32] R. FABRIS , Jesús de Nazaret. Historia e interpretación (Salamanca: Sígueme, 1985), 110-113. [33] J. A. PAGOLA, Jesús. Aproximación histórica (Madrid: PPC, 2007), 109. [34] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2009), 123. [35] E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2010), 193-197. Al examinar los dichos sobre el reino, este autor los divide en seis categorías, tres de las cuales son simples subdivisiones del significado futuro de «reino de Dios». Las consigno por ser ilustrativas: 1) El reino de Dios está en el cielo: está

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allí, ahora y en el futuro. 2) El reino de Dios es ahora una esfera trascendente en el cielo, pero en el futuro vendrá a la tierra. El reino está allí ahora y en el futuro estará también aquí. 3) Una subcategoría especial de dichos consideran de antemano una esfera futura que será introducida por un acontecimiento cósmico. Los pasajes que describen esta subcategoría indican cómo vendrá el reino a la tierra, acompañado generalmente de señales cósmicas. 4) En muchos pasajes, el reino es futuro, pero no se define de otro modo. Son, por tanto, menos específicos que las categorías 2 y 3. 5) En algunos pasajes es posible que el reino sea una «esfera» especial en la tierra, constituida por personas dedicadas a vivir según la voluntad de Dios, y que existe dentro y al lado de la sociedad humana normal. No hay en los evangelios ningún pasaje que tenga exactamente ese significado, pero algunos se le acercan: el reino es como la levadura, que no se puede ver, pero que fermenta toda la masa (Mt 13,13; Lc 13, 20s). 6) Muchos estudiosos han encontrado en dos pasajes la opinión de que Jesús consideraba el reino de algún modo presente en sus propias palabras y obras: presente aquí y ahora, pero solo en su propio ministerio. Estos dos pasajes corresponden a Mt 11,2-6 y Mt 12,28. [36] G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret (Salamanca: Sígueme, 2002), 73. [37] U. LUZ, El Evangelio según San Mateo II (Salamanca: Sígueme, 2006), 411, interpreta que «La denominada “parábola del sembrador” no se narra desde la perspectiva del sembrador, que después del v. 3 desaparece de ella; la parábola trata de la semilla y del campo. Solo esto interesa a Mateo, Marcos y, antes de ellos, al intérprete alegórico de la parábola». [38] G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret (Salamanca: Sígueme, 2002), 76. Cita a J. SCHNIEWIND, Das Evangelium nach Markus (Göttingen: Vandenhoeck & Ruprecht, 1949), 75. [39] La semilla de la llamada brassica nigra o mostaza negra alcanza poco más de 1 mm. de diámetro y puede convertirse en una de las mayores hortalizas, con dos o tres metros de altura. Aun siendo valorada por la Misná como planta silvestre, en Palestina se cultivaba en los huertos. Por otra parte, la utilización de esta imagen por Jesús para hablar del reino de Dios despertaría en sus oyentes sentimientos que chocarían fuertemente con sus ideas y concepciones del mismo, orientadas, en buena medida, al triunfo de Yahvé sobre sus enemigos y a la liberación de Israel. [40] El evangelista Mateo ofrece una pequeña variante con respecto a la edición de Marcos, asegurando que beberá el fruto de la vid «con sus discípulos» en el reino de su Padre (Mt 26,29). Lucas emplea dos sentencias, una inspirada en la cena pascual (Lc 22,16), y otra en el cáliz de la eucaristía (Lc 22,18). [41] J. GNILKA, El Evangelio según San Marcos II (Salamanca: Sígueme, 2005), 30. [42] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2009), 123. [43] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico II/1: Juan y Jesús. El reino de Dios (Estella: Verbo Divino, 2004), 364. [44] Ibid., 424. [45] G. E. LADD, The Presence of the Future. The Eschatology of Biblical Realism (Grand Rapids: William B. Eerdmans Publishing Company, 2002), 133, dice que en el mensaje de Jesús se encuentran como elementos centrales: present fulfillment and future eschatological consummation. Desarrolla esta afirmación en el apartado «The Abstract Usage of the Gospels», 135-138. [46] G. E. LADD, A Theology of the New Testament (Grand Rapids: Donald A. Hagner, 1993), 61. [47] W. KASPER , Jesús, el Cristo (Salamanca: Sígueme, 2006), 132. [48] A. VON HARNACK, Das Wesen des Christentums (Leipzig: J. C. Hinrichs, 1900) [Trad. esp.: La esencia del cristianismo I (Barcelona: Heinrich y Compañía, 1904)]. [49] A. RIT SCHL, Unterricht in der christlichen Religion (Tübingen: Mohr Siebeck GmbH & Co. KG, 2002). [50] J. WEISS , Die Predigt Jesu von Reiche Gottes (Göttingen: Vandenhoeck & Ruprecht, 1964). [51] A. SCHWEIT ZER , The Quest of the historical Jesus. A Critical Study of its Progress from Reimarus to Wrede (New York: Macmillan, 1965).

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[52] Ibid., 398. [53] Ibid., 399-401. [54] R. BULT MANN, Theology of the New Testament I (New York: Scribner, 1951), 22-23. [Teología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1987)]. ID., Jesus Christ and Mithology (London: SCM Press, 1960). ID., «History and Eschatology in the New Testament»: New Testament Studies I (1954-1955). ID., Jesus and the Word (New York: Scribner, 1934), 51. [55] M. GOGUEL, Jésus (Paris: Payot, 1950). [56] C. H. DODD, The Coming of Christ (Cambridge: University Press, 1954). ID., Las Parábolas del reino (Madrid: Cristiandad, 1974). ID., The Interpretation of the Fourth Gospel (Cambridge: Cambridge University Press, 1963). [57] C. H. DODD, The Interpretation of the Fourth Gospel (Cambridge: Cambridge University Press, 1963), 447. [Trad. esp.: Interpretación del Cuarto Evangelio (Madrid: Cristiandad, 1978]. [58] T. W. MANSON, The Teaching of Jesus: Studies of its form and content (Cambridge: University Press, 1963). [59] T. W. MANSON, The Sayings of Jesus: As recorded in the gospels according to St. Matthew and St. Luke arranged with introduction and commentary (London: SCM Press, 1949), 134, 148, 304-305. [60] C. J. CADOUX, The Historic Mission of Jesus: A constructive re-examination of the eschatological teaching in the synoptic Gospels (Cambridge: James Clarke & Co. 2002). [61] J. W. BOWMAN, Prophetic Realism and the Gospel. A Preface to Biblical Theology (Philadelphia: Westminster Press, 1955), 34-37. [62] R. OT TO, The Kingdom of God and the Son of Man: A study in the history of religion (London: Starr King Press, 1943), 55, 98, 105, etc. [63] J. J EREMIAS , Jesus als Weltvollender (Beiträge zur Forderung christlicher Theologie, XXVII) (Gütersloh: Chr. Kaiser / Gütersloher Verlagshaus, 1930). ID., The parables of Jesus (New York: Charles Scribner’s Son, 1963). [64] J. J EREMIAS , The Parables of Jesus, 21, 230. [Las parábolas de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2008)]. [65] W. G. KÜMMEL, Promise and Fulfilment: The Eschatological Message of Jesus (London: SCM Press, 1957), 105, 107, 139-140. [66] G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret (Salamanca: Sígueme, 2002), 67s, 151s. [67] J. J. HERNÁNDEZ ALONSO , La Nueva Creación. Teología de la Iglesia del Señor (Salamanca: Sígueme, 1976), 133-166. En esta obra, de la que he seleccionado estas interpretaciones sobre el reino de Dios, puede encontrase una exposición más amplia en esta materia, en el capítulo titulado «El reino y la Iglesia». [68] J. D. PENT ECOST , Things to Come: A Study in Biblical Eschatology (Grand Rapids: Zondervan, 1958). C. C. RYRIE, Dispensationalism Today (Chicago: The Moody Bible Institute, 1965). [69] M. L. COOK, The Jesus of Faith: A Study in Christology (New York: Paulist Press, 1981), 56-57. A. NOLAN, ¿Quién es este hombre? Jesús, antes del cristianismo (Santander: Sal Terrae, 1981), 86. E. SCHÜSSLER FIORENZA, In Memory of Her: A Feminist Theological Reconstruction of Christian Origins (New York: Crossroads, 1992). [Trad. esp.: En memoria de ella. Una reconstrucción teológico-feminista de los orígenes del cristianismo (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1989)].

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CAPÍTULO 6:

Actitudes y milagros de Jesús de Nazaret Entrar en el estudio de los milagros de Jesús de Nazaret es sumergirse en un mundo misterioso y complejo, ante el que caben actitudes tanto de admiración y asombro como de profundo escepticismo. En la Palestina del tiempo de Jesús, las gentes estaban familiarizadas con el mundo –amplio y variado– del demonio, con su extraordinario poder, y con las enfermedades mentales, derivadas de este dominio del maligno. Era un mundo cerrado y hostil, sometido a las fuerzas del mal, presente en todos los ámbitos del pueblo judío. Jesús vivió en ese mundo y los evangelios narran con el lenguaje de la época las curaciones de estas enfermedades, anunciando los nuevos tiempos de la aniquilación del poder de Satanás y la victoria del reino de Dios. Las creencias y prácticas religiosas del pueblo judío en el siglo I reflejan claramente la influencia de la religiosidad popular greco-romana, en la que se entretejían creencias en dioses sanadores, en hombres taumaturgos, adivinación y magia, e incluso en héroes y muertos. Ya en tiempos muy remotos, hacia el año 1600 a.C., se descubrieron en el monte de Petsofas, en la Creta oriental, representaciones humanas dedicadas a una divinidad sanadora. En época más reciente se menciona un santuario en el monte Jukta, y otros, vinculados a pequeñas localidades, distantes de los grandes santuarios religiosos. A finales del siglo V a.C., brilla con luz propia la divinidad salutífera de Asclepio, designado en muchas ocasiones con el nombre de swth,r, al que se rindió culto de forma singular en la pequeña localidad de Epidauro, en el Peloponeso, proliferando santuarios en su honor por las zonas próximas, hasta penetrar en Atenas, en el año 420 a.C., donde se le dedicó un santuario en la parte sur de la acrópolis, y en Roma, en el año 293 a.C., guardando su memoria la isla Tiberina, un islote en el curso del río Tíber, próximo a la colina Capitolina. La actividad sanadora de Asclepio ha quedado probada en numerosos relatos de curaciones inscritos en grandes lápidas por sus sacerdotes en el templo. El dios sanador curaba dolencias y enfermedades de todo tipo: ceguera, sordomudez, hidropesía, dolores 248

de parto, etc. El procedimiento curativo más común y eficaz era dormir en el templo del dios –la incubación– aunque también se recurría al agua y a la serpiente, además de prácticas de carácter mágico y sincretista. Al enfermo se le exigía fe en la divinidad y gratitud por la curación obtenida, traducida en ofrendas al templo, como reproducciones de la parte sanada del cuerpo, frutos, animales y, en ocasiones, oro. He aquí algunos ejemplos de curaciones de este dios: «Cleo estuvo cinco años encinta. Esta, cuando llevaba ya cinco años encinta, llegó suplicante al dios y durmió en el recinto sagrado. Y tan pronto como salió de él y estuvo fuera del santuario, parió a un muchacho, que, nada más nacer, se lavó a sí mismo, tomando agua de la fuente y caminó con su madre. Habiendo obtenido este favor, inscribió en el exvoto: “No se ha de admirar la magnitud de la tabla, sino lo divino, pues Cleo llevó cinco años un peso en el vientre hasta que durmió en el templo y el dios la puso sana”» [1] . «Eufanes de Epidauro, niño. Este durmió en el templo, aquejado de mal de piedra. Le pareció que el dios, poniéndose a su lado, le dijo: “¿Qué me darás si te pongo sano?”, y que él le respondió: “Diez tabas”, y que el dios, echándose a reír, le dijo que pondría fin a su mal. Cuando se hizo de día, salió sano» [2] . «Arata de Lacedemonia, hidropesía. Por ella, que estaba en Lacedemonia, durmió en el templo su madre y tuvo un sueño. Le pareció que el dios cortaba la cabeza de su hija y colgaba el cuerpo con el cuello hacia abajo y que, una vez que se derramó mucho líquido, descolgó el cuerpo y le puso de nuevo la cabeza en el cuello. Y después de tener este ensueño, a su regreso a Lacedemonia se encuentra con que su hija se había curado y tenido el mismo ensueño» [3] . Aparte de Asclepio, merecen una mención los dioses salutíferos Isis y Sarapis. La diosa Isis curaba a los enfermos mediante amonestaciones oníricas, siendo famoso el oráculo de esta divinidad en Menuthis. Sarapis tenía su santuario en Canopos. En los templos se encontraban también intérpretes de los sueños. De igual modo, tenían poder de curación las imágenes y estatuas de la divinidad, así como las de los héroes y personajes famosos. La presencia de lo divino se hallaba en todas sus representaciones y en cualquier ser u objeto, bendecido por su ilimitado dominio y potestad. En el mundo religioso de la antigüedad, además de dioses salutíferos, existían grandes personajes que excedían en poder y en fama al común de los mortales y 249

mediaban entre la divinidad y el hombre. Eran taumaturgos, adivinos, profetas, reyes y filósofos, que ostentaban la grandiosa categoría de Qei/oj avnh,r. Entre ellos figuran Heracles, hijo de Zeus, y los sabios –ilustres filósofos– que, por sus conocimientos, caminan por el sendero de los dioses. La fama de estos taumaturgos se adornaba con vestimentas sagradas, dietas severas y curaciones milagrosas. El taumaturgo más próximo y conocido por el cristianismo primitivo es Apolonio de Tiana, del siglo I y contemporáneo de Pablo de Tarso. Calificado por algunos de «mago y hechicero», ganó su fama de «divinidad» con su exigente autodisciplina, sus predicciones proféticas y sus obras de curaciones de enfermos e, incluso, de resucitar muertos. Entre sus curaciones se narran un exorcismo en Atenas y una resurrección en Roma. El relato de la resurrección, narrado por Filóstrato suena así: «Una muchacha parecía haber muerto en la hora de su boda, y el novio seguía el féretro haciendo a gritos los lamentos naturales de un matrimonio no consumado. Lamentábase con él Roma, pues la muchacha pertenecía a una familia consular. Apolonio, que se encontraba por casualidad presente en el duelo, dijo: “Depositad el féretro en el suelo, pues yo pondré fin a vuestras lágrimas por la muchacha”. Al propio tiempo preguntó cuál era el nombre de esta. La gente pensó que iba a pronunciar un discurso al modo de las oraciones fúnebres que despiertan los lamentos, pero él, sin hacer otra cosa que tocarla y pronunciar algo en secreto, despertó a la muchacha de su muerte aparente. La joven dio un grito y regresó a casa de su padre, devuelta a la vida como Alcestis por Heracles. Y pretendiendo regalarle los parientes de la joven 150.000 sestercios, dijo que se los añadieran a la dote de la joven. Y si Apolonio encontró en ella una chispa de vida que hubiera pasado inadvertida a los médicos –pues se dice que estaba lloviendo y salía vapor de su rostro– o si devolvió el calor apagado de la vida recuperándolo, es algo cuya comprensión fue misteriosa no solo para mí, sino para todos los que estaban presentes» [4] . Figura más controvertida es la del pseudo-profeta Alejandro de Abonutico, quien, en el siglo II d.C., defendió el culto de Glicón, a quien llamaba «el nuevo Asclepio». Este taumaturgo intercedía ante los dioses y pronunciaba oráculos, interpretados por exegetas mediante pago. Su prestigio sanador llegó a Roma, donde el nombre de su ciudad natal fue cambiado por el de Ionopolis. En sus prácticas salutíferas no se incluía la incubación.

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En el mundo judío, sobresalen los taumaturgos Honi (su nombre es Onías), del siglo I a.C., a quien Josefo describe como «hombre honesto» y «amado de Dios» y Hanina ben Dosa, rabino que vivió en el siglo I en la baja Galilea y una de las personalidades del Talmud conocidas como mydsx (hasidim). El mundo de los taumaturgos conduce inexorablemente al encantamiento y la magia. La magia es un fenómeno de carácter sincretista, originario de la cultura asirio-babilónica, que penetró en la Grecia clásica y tuvo su apogeo en Roma, en los dos primeros siglos de la era cristiana. El mago se caracteriza por el conocimiento de los démones que operan en el universo y la aplicación correcta del medio apropiado en cada caso para destruir su acción maléfica. En la aplicación del medio correcto –llamada simpatía– el mago ejecutaba todo tipo de medios, unos materiales, como ungüentos y brebajes hechos del cuerpo de animales, plantas, etc., y otros inmateriales, como la palabra, empleada para la súplica a la divinidad o a los démones y la invocación en numerosas lenguas. Una vez efectuado el ritual mágico, la religiosidad popular abundaba en imágenes, estatuillas mágicas y amuletos que, además de representar el mundo de los seres superiores, protegían contra cualquier adversidad. Los judíos utilizaban sus propios amuletos, los mylypt (tephillim), filacterias que llevaban prendidas en la frente y en el brazo izquierdo. Es obvio suponer que el mago estuviese sujeto a ciertas normas de honradez personal, que desarrollase sus ritos en lugar y tiempo indicados y que su saber de mediación entre las fuerzas divinas y el mundo de los seres humanos se mantuviese en secreto, por el hecho de estar reservado a los sabios y elegidos. Otro fenómeno importante y extendido en la religiosidad popular es la mántica o adivinación que mediante dotes o poderes naturales (divinatio naturalis, según la división clásica de Cicerón), o la observación y razonamientos sobre ella (divinatio artificiosa) interpreta los acontecimientos futuros. Los oráculos se producían en determinados días y lugares y el don de la adivinación pertenecía a ciertas castas de videntes, obligados al cumplimiento de rituales precisos de pureza interior y exterior. Además del oráculo, pronunciado en las famosas sedes de los dioses y adivinos y cuyo ámbito abarcaba toda la dimensión humana, aparecieron colecciones escritas de los mismos, que constituyeron una fuente de inspiración, tanto para la religiosidad popular como para la vida política. La mántica onírica, en la que participaban los dioses y las almas de los muertos, gozó de gran estima y divulgación, aplicándose los ensueños para

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fines curativos. Al mundo de la mántica no artificiosa hay que añadir la adivinación, basada en la interpretación racional de los fenómenos naturales, centrada especialmente en el campo de la astrología, de las plantas y del mundo animal [5] . En definitiva, desde el punto de vista religioso, nos hallamos en todo el Mediterráneo oriental, ante «un mundo abigarrado y complejo», como dice R. Aguirre [6] .

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6.1. Las acciones de Jesús narradas en los evangelios En los evangelios, aparte del mensaje propiamente dicho de Jesús, se consignan hechos de carácter milagroso, que revisten un carácter singular y extraordinario y cuyo significado resulta enigmático, incluso dudoso, para el hombre de nuestros días. Los discípulos de Jesús recordaron las acciones del maestro –en buena medida, exorcismos, curaciones y milagros de la naturaleza– para ofrecernos con ellas una faceta más de su persona. Las entendieron en el contexto del complejo mundo de la religiosidad imperante en el Mediterráneo oriental del siglo I, que hablaba de espíritus, taumaturgos y dioses sanadores con absoluta espontaneidad y llaneza. El hombre moderno carece de paradigmas culturales para interpretar estos hechos del pasado, envueltos en magia y ajenos a las necesidades sociales. Por esta razón, los milagros relatados en los evangelios plantean problemas de índole múltiple y diversa. Así, uno de ellos se refiere a la fiabilidad histórica de los relatos evangélicos. ¿Hasta qué punto el acontecimiento extraordinario narrado en los evangelios es obra de Dios que actúa en la salvación del hombre? ¿Se trata de un acontecimiento singular o es, más bien, un hecho aún sin explicación por falta de conocimientos? Es claro que tras una seria investigación histórico-crítica se puede concluir que existe una tendencia en los relatos evangélicos a la multiplicación de los milagros, a la exageración de los mismos y a la adición de los llamados milagros de la naturaleza. Muchos relatos milagrosos de los evangelios son legendarios, tienen connotaciones folclóricas (como el endemoniado geraseno, Mc 5,1-20) y encierran un pensamiento protológico (intentan explicar algo de forma primitiva), recurriendo al demonio para esclarecer una enfermedad, sin posibilidad de diagnóstico científico en aquel momento. Los milagros de la naturaleza son los más complejos y, para algunos exegetas, quedan relegados al mundo de la leyenda, siendo calificados de «creaciones pospascuales para transmitir una idea teológica» [7] , o de «un añadido secundario a la tradición primitiva» [8] , aunque, como dice Meier, nos orienten y conduzcan a algún acontecimiento del ministerio profético de Jesús [9] . Otro problema deriva de la disposición que el hombre adopte frente a los acontecimientos prodigiosos. ¿Nos acercamos a los milagros con escepticismo o con acogida religiosa? En este punto, es preciso evitar tanto la visión precrítica o sobrenaturalista, que concibe el milagro como una intervención sorprendente de Dios en la naturaleza, conculcando la causalidad del orden creado e incluso imponiendo la fe, 253

violando con ello la libertad humana; cuanto la interpretación (crítica) que rechaza cualquier novedad real en el hecho milagroso, reduciéndolo a mera transformación en el plano de la interpretación. A mi juicio, la solución más apropiada a este problema es la propuesta por W. Kasper que contradiciendo las visiones deísta (un Dios alejado de la historia humana) y determinista (sin espacio para lo novedoso y extraordinario), se inclina por una visión bíblica, según la cual Dios es el Dios de la historia, es decir, «aquel que muestra a los hombres su amor siempre de modo totalmente nuevo “en” y “por” el acontecer humano, o sea, Dios es aquel que se sirve de la regularidad de las leyes naturales que él ha creado y, por tanto, la quiere, para demostrar al hombre, “en” y “por” ella, su cercanía, su ayuda y su benevolencia mediante signos y de manera efectiva» [10] . Al margen de estas cuestiones interpretativas, la mayoría de los biblistas está de acuerdo en afirmar la existencia de un núcleo histórico en la tradición de los milagros de los evangelios sinópticos, en la que se atestigua la actividad taumatúrgica de Jesús en forma de exorcismos o de curaciones. Evidentemente, Jesús expulsó a los demonios, curó a los enfermos de diferentes dolencias, dio de comer a los hambrientos y realizó ante sus discípulos signos portentosos. El criterio del testimonio múltiple e independiente de las fuentes confirma la realización de hechos milagrosos por Jesús [11] . Nadie pone en duda que Jesús fuera conocido como sanador y exorcista. En este sentido, Meier sostiene que «la afirmación de que Jesús actuó y fue considerado como exorcista y sanador durante su ministerio público cuenta con tanto respaldo como casi cualquier otra declaración que podamos hacer sobre el Jesús de la historia... Cualquier historiador que intente trazar el perfil del Jesús histórico sin dar la debida importancia a su fama de taumaturgo no describirá a este extraño y complicado judío, sino a un Jesús “domesticado” y reminiscente del blando moralista creado por Thomas Jefferson» [12] .

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6.2. El concepto de milagro Constatada la existencia de un núcleo histórico de una tradición de milagros, conviene preguntarse por la naturaleza de estos hechos extraordinarios, recogidos en los escritos de los evangelios. El concepto de milagro (del latín miraculum), es decir, aquello que asombra y produce admiración, así como los términos griegos (qau/ma, qauma,sion), procedentes del tema qe,a, contemplar, aparecen ya en algunos escritos de la antigüedad, con anterioridad y durante la era cristiana. El sentido de quebrantamiento de las leyes de la naturaleza queda relegado a un segundo plano [13] . Los evangelios sinópticos que relatan milagros de curaciones (quince en total), exorcismos (cinco), milagros de la naturaleza (cinco, más otro dudoso –el que refiere el evangelio de Mateo a propósito del pago de tributos a los reyes de la tierra, Mt 17,2427–), y dos resurrecciones, utilizan frecuentemente el término duna,meij, que puede traducirse por virtutes (latín), mighty works (inglés),o «prodigios» (español), es decir, hechos de fuerza y poder. La forma pasiva, en la que aparece esta terminología bíblica, alude a la acción de Dios, cuyo trasfondo responde al plan de salvación de la humanidad en Cristo Jesús. La referencia a Jesús y al reino que anuncia parece evidente. Solamente en una ocasión (Mt 21,15), los actos extraordinarios realizados por Jesús son designados como milagros –ta. qauma,sia, o hechos admirables– que, aunque susciten una fuerte admiración en sus seguidores, no se reducen a mero sensacionalismo que satisfaga las ansias de asombro del ser humano. La sorpresa que mostraba la gente ante el poder de Jesús con los espíritus inmundos trasciende la anécdota y la simple curiosidad. Los hechos milagrosos o admirables mostraban el camino de la salvación y del reino de Dios. En el evangelio de Juan se consignan siete milagros en el libro de los signos (cap. 1– 12) y uno en el apéndice (cap. 21). De ellos, cuatro son milagros de la naturaleza (dos de los cuales tienen paralelos en los sinópticos), tres son curaciones y uno habla de una resurrección. Los términos que se utilizan son e;rga: opera (latín), works (inglés), «obras» (español) y shmei/a: signa (latín), signs (inglés), y «señales» (español), manifestando la singularidad de Jesús, cuyas obras superan a las de cualquier profeta de Israel, y cuyos signos solamente pueden ser interpretados y realizados en él mismo. Parece claro que los evangelistas sinópticos desarrollan su esquema literario sobre los milagros de Jesús en función de la tradición comunitaria que recogen, de la estructura 255

propia del evangelio que anuncian y en conformidad con su específica y característica perspectiva cristológica y eclesial. Marcos concede una importancia excepcional a los milagros, colocándolos, de hecho, casi en su totalidad, en la primera parte de su evangelio. Ellos constituyen realmente una manifestación admirable del sorprendente poder de salvación que actúa en la persona de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios, cuya potestad ha sido revelada en plenitud en el contexto de su muerte y de su resurrección. El señorío de Jesús de Nazaret se descubre precisamente en la muerte que anuncia la resurrección y, por eso, el verdadero compromiso del discípulo es aceptar en la fe a Jesús, no como Qei/oj avnh,r (hombre divino), sino como Hijo del hombre, sometido al sufrimiento y a la muerte. Mateo elimina los rasgos mágicos, los detalles pintorescos y las descripciones minuciosas de los milagros que adornan el evangelio de Marcos. Los milagros señalan que Jesús es el Mesías de los últimos tiempos que trae la salvación, no solo para el pueblo de Israel, sino para todas las gentes. La comunidad eclesial debe orientar sus experiencias de fe en conformidad con los criterios de Jesús, siempre presente y misericordioso. Lucas relata los milagros de Jesús como signos de liberación contra el poder de Satán, en continuidad con los grandes profetas de Israel, aunque, en esta ocasión, la liberación sea definitiva. Jesús actúa por el poder del Señor y los milagros alaban a Dios a la vez que orientan hacia Jesús. En los Hechos de los Apóstoles, Lucas dice explícitamente que Jesús de Nazaret, ungido por Dios con espíritu santo y poder «pasó haciendo el bien y curando a todos los que estaban dominados por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10,38). Los signos milagrosos de Jesús, aunque puedan parecer ambiguos algunas veces, continúan en la comunidad de discípulos, que actúa en su nombre realizando curaciones, señales y portentos (Hch 4,30). Lucas, por otra parte, es el único de los evangelistas que narra milagros de punición, como la mudez de Zacarías por no haber creído las palabras del ángel Gabriel (Lc 1,20) y las muertes sobrecogedoras de Ananías y Safira (Hch 5,1-11). El evangelio de Juan utiliza una terminología distinta a la de los sinópticos (shmei/a y e;rga) para designar los milagros de Jesús. Pero la terminología no es la única desemejanza entre los evangelistas, ni siquiera la principal. La diferencia esencial estriba en la concepción que tienen de la fe. En los sinópticos, la fe es una condición para que se realice el milagro. En repetidas ocasiones afirma Jesús: «Tu fe te ha salvado». Así sucede en las curaciones del paralítico, del criado del centurión, de la mujer sirofenicia, o del ciego de Jericó. También se comprueba que entre los habitantes de Nazaret no pudieron 256

realizarse milagros debido a su falta de fe. En Juan, por el contrario, la fe es una consecuencia del milagro, que interpela al hombre a la fe en todos los casos, excepto en las curaciones. Los discípulos creyeron en Jesús tras el signo realizado en Caná de Galilea y lo reconocieron como profeta que iba a venir al mundo. La fe se fundamenta en Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, para gozar de la plenitud de la vida de Dios, que él ha revelado con sus palabras y hechos y ha consumado en la cruz y en la resurrección. Como dice M. Karrer, «esos milagros son shmei/a, señales que remiten a la persona de quien los hace y a su lugar» [14] . Sin entrar en la ardua e inasequible tarea de la reconstrucción histórica de los relatos milagrosos que se encuentran en los evangelios, conviene señalar que dichos relatos presentan ciertos rasgos característicos que los diferencian tanto de los hechos prodigiosos acaecidos en los ambientes judeo-helenistas, como de los intereses de la primitiva comunidad cristiana. Ni la imagen de un Mesías taumaturgo se corresponde con las esperanzas del mesianismo oficial de Israel, ni la fe pospascual en Jesús de la comunidad eclesial coincide con la que se exige en los milagros. El marco de interpretación de estos relatos no es otro que el proyecto universal de salvación de Jesús de Nazaret, resumido en el anuncio del reino de Dios. El milagro evangélico está siempre e íntimamente vinculado a la persona de Jesús de Nazaret, a su proyecto, a su mensaje y a su estilo de vida, de forma que en él se establece una estrecha relación entre Jesús y el destinatario, hasta el extremo de calificarla como «fe». Los gestos milagrosos de Jesús no son algo distinto o al margen de su mensaje, sino inherente e inseparable de él; de lo contrario, podríamos calificarlos de actos mágicos y fortuitos. Por otra parte, las intervenciones portentosas de Jesús van dirigidas a la liberación de la persona humana en todos los ámbitos de su existencia, tanto material como espiritual. Así, los discípulos más íntimos son rescatados de su egoísmo y de sus falsas expectativas mesiánicas, abriéndoles a la generosidad y a la confianza en su Maestro, y los excluidos y marginados de la sociedad, atormentados por las enfermedades mentales y la severa e injusta pobreza, son restablecidos en su dignidad humana y orientados a un futuro de esperanza. Finalmente, el efecto liberador de los milagros de Jesús se acentúa entre las personas más necesitadas, a las que se ofrece la salvación, contraviniendo incluso las normas más escrupulosas de pureza ritual del pueblo judío. Solamente desde esta perspectiva puede explicarse la tensión entre Jesús y los escribas y fariseos, que trataban de preservar el orden de lo sagrado, simbolizado en la observancia del sábado y la veneración del 257

Templo. El carácter portentoso y liberador de los milagros ha de compaginarse, en todo caso, con la libertad humana, capaz de aceptar o rechazar la iniciativa salvadora de Jesús.

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6.3. Las curaciones (exorcismos y terapias) de Jesús Los textos evangélicos narran profusamente intervenciones curativas prodigiosas de Jesús de Nazaret en favor de toda clase de enfermos. Esta afirmación genérica viene corroborada por la lista que enumera el evangelista Mateo, en respuesta a la pregunta de los discípulos de Juan Bautista sobre la identidad de Jesús (Mt 11,3-6). Juan, ya encarcelado antes de comenzar la predicación de Jesús en Galilea (Mt 4,12), oye hablar de las «obras» de Cristo (palabras y acciones), y por medio de sus discípulos quiere saber si Jesús es el Hijo del hombre que ha de venir y que él mismo había anunciado: «Eres tú el que va a venir, o tenemos que aguardar a otro?» (Mt 11,3). La respuesta de Jesús remite a la experiencia de los enviados: «Id a contarle a Juan lo que oís y veis: Los ciegos recobran la vista, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, a los pobres se les predica el Evangelio. ¡Y feliz el que no dé un mal paso a causa de mí!» (Mt 11,4-6). En la respuesta se señala el nuevo tiempo de salvación –en el que se enmarcan no solo los milagros, sino también (y principalmente) el anuncio de la buena noticia a los pobres– formulado en pasajes proféticos del Antiguo Testamento, especialmente en Isaías (Is 29,18s; 42,18; 61,1) [15] . Las curaciones, como observa S. Vidal, «configuran el núcleo histórico fundamental de la tradición evangélica de los milagros» [16] . Y lo argumenta diciendo que las curaciones constituyen el núcleo más numeroso del abundante material de milagros: veinticinco relatos de curaciones (exorcismos y terapias) en comparación con ocho relatos de otro tipo de milagros. Además de la abundancia de los relatos de curaciones, conviene saber que solo se habla de ellos (y no de otros milagros) en el resto de los textos evangélicos fuera de los relatos de milagros, en los sumarios o compendios de los evangelios y en los portentos realizados por los discípulos de Jesús [17] . El contexto general en el que deben interpretarse los milagros de Jesús (exorcismos y terapias) es la realidad liberadora del reino de Dios. Las curaciones, así como cualquier otra actividad taumatúrgica de Jesús, se enmarcan en el acontecimiento central de su predicación, es decir, el reino de Dios, presente en su persona. En continuidad con la liberación del pueblo de Israel, anunciada por los profetas a lo largo de toda la historia, y que afectaba a su dimensión material y espiritual, Jesús proclama la liberación integral de la persona. La salud que Jesús concede a los enfermos y necesitados en la Palestina del siglo I –donde vive una sociedad profundamente desestabilizada social y religiosamente– 259

no se reduce a la sanación de una disfunción física, sino al restablecimiento físico, social y religioso (total) de la persona curada, orientándola al acontecimiento liberador por excelencia, el reino de Dios. Para la liberación de la persona solo se exige la fe, que reconoce y acepta confiadamente la fuerza salvadora de Dios presente en Jesús de Nazaret. Examinemos el caso de la cura de la hemorroísa para ilustrar el proceso de las sanaciones, como se narra en el evangelio de Marcos (Mc 5,25-34). En la orilla galilea del lado de Tiberíades, tras haber consignado el milagro del endemoniado geraseno y haber referido el asombro de los habitantes de la Decápolis ante el poder de Jesús, el evangelista Marcos narra la curación de la hemorroísa. Se trata de una mujer, aquejada por una enfermedad corporal crónica –una hemorragia vaginal– que, aparte de haber sufrido mucho con el tratamiento de muchos médicos (una clara ironía) y haber gastado su fortuna inútilmente, se encuentra excluida socialmente y despreciada religiosamente. Su enfermedad abarca, por tanto, todas las dimensiones de la persona. Una persona con ciertas enfermedades corporales –según se declara en las leyes del Levítico y en los tratados de la Misná– es impura y queda excluida en el ámbito social y en el religioso (Lev 12,7; 15,19-33; 20,18). La hemorroísa es, en términos judíos, una mujer hbz, zabâ, cuya enfermedad de sangre (la sangre contiene vida) puede causar la muerte y, por supuesto, aniquilar el poder curativo de una persona carismática (Dt 12,23). Esta mujer –el contraste con el relato entrecruzado de Jairo es altamente significativo– se encuentra en el extremo más alejado del espectro económico, social y religioso. Es una mujer desconocida, impura según las leyes judías, arruinada económicamente y excluida social y religiosamente. Su única esperanza es Jesús de Nazaret, de quien solo había oído hablar. Pero su dilema es profundo: para ser curada, precisa entrar en contacto físico con el sanador; pero, al saberse impura, teme que su presencia anule el poder del sanador. La mujer opta por tocar el manto de Jesús por detrás, pues sabía que con tocar siquiera su vestido sanaría. Desde el punto de vista gramatical, la palabra «tocar» se realza, en contraste con la retahíla de participios que le preceden, constituyendo una parte importante del relato. Efectivamente, tras esa actitud audaz e ilícita, a la mujer se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que estaba curada. El poder sanador de una persona santa, ya contemplado en el Antiguo 260

Testamento (2 Re 13,20-21), reside ahora en Jesús de Nazaret, quien, ante una mujer asustada y temerosa, mira a la multitud, preguntando quién había tocado su ropa. La mujer reacciona con temor y temblor ante esta teofanía y se postra delante de Jesús, diciéndole toda la verdad. Jesús la llama «hija» (forma parte de una nueva familia), salvada por su adhesión y confianza en él (fe), e invitada a compartir la paz, asociada a la nueva era. La fe en Jesús ha sanado el padecimiento físico de la mujer con fuertes hemorragias y ha devuelto la normalidad a su distorsionado mundo social y religioso. La fama de Jesús como exorcista es indiscutible. Los exorcismos son, de hecho, uno de los rasgos más aceptados por sus contemporáneos y, más importante aún, están íntimamente relacionados con el mensaje central de su predicación, el reino de Dios: «Pero si expulso los demonios gracias al dedo de Dios, quiere decir que se os ha presentado el reino de Dios» (Lc 11,20). Cuando hablamos de exorcismos, la cuestión importante, como afirma R. Aguirre, no es «su historicidad, sino su significado» [18] . Y este ha de explicarse en el contexto cultural y religioso de la época, como sucede con las curaciones. En la tradición evangélica los exorcismos aparecen como signos de la victoria de Dios sobre el mal, representado en el dominio de Satanás sobre el hombre (Mc 3,22-27; Lc 10,17-20; Q 11,15-18; Q 11,20 [19] ). En un mundo con una visión dualista y apocalíptica de la historia, en el que el ser humano sufría la interferencia de los espíritus en su relación con Dios, el autoritarismo religioso y la opresión política y social, se entiende perfectamente el significado de los exorcismos: la sanación completa de la vida de un pueblo oprimido, eliminando el poder del mal, simbolizado en las posesiones demoníacas. En los exorcismos, Jesús acoge solícitamente al poseído (Mc 3,20-30; 5,120; 9,14-29) y lo libera de su mal, que es personal, social y religioso. Una vez liberado, el poseído queda totalmente restablecido en su dignidad personal y abierto a la nueva dimensión del reino de Dios. El único requisito exigido por Jesús para que el reino bondadoso de Dios se instaure en el hombre es la fe en él. Sin fe el exorcismo se torna imposible. El evangelista Marcos narra cómo Jesús fue rechazado en Nazaret, ya que el milagro carece de sentido cuando el hombre se cierra a la acción prodigiosa de Dios (Mc 6,5-6). El milagro requiere reconocimiento y adhesión a la autoridad de Jesús, en quien se personifican los valores del reino de Dios. Es verdad, como escribe J. Jeremias, que «todo esto (la aniquilación de Satanás) se enuncia de manera paradójica. Y que es algo

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que solo está visible para el que cree. Todavía sigue ejerciendo Satanás su poder. Por eso, los e;rga no legitiman; pueden entenderse también como obra del diablo (Mc 3,22). Pero allá donde se cree en Jesús, resuena el clamor de júbilo que recorre todo el nuevo testamento: ¡El poder de Satanás ha quedado quebrantado! Satana maior Christus! (Lutero)» [20] .

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6.4. El estilo de vida de Jesús: familia y comidas Indagar sobre el estilo de vida de Jesús de Nazaret es una tarea fascinante e insondable a la par y, siempre, gratificante y aleccionadora a la vez. Supone, en último término, profundizar en el sentido de sus enseñanzas y de sus comportamientos, aún reconociendo la inagotable riqueza de su personalidad. Resulta imposible catalogar a Jesús en los rígidos esquemas socio-religiosos de la sociedad judía de la época. Él es un gran profeta de Dios en la historia del pueblo de Israel, y reconocido como tal por sus contemporáneos, como sucede en el momento de su entrada triunfal en Jerusalén (Mt 21,11), o cuando resucita al hijo de una viuda en Naín (Lc 7,16), pero su mensaje es totalmente nuevo, porque anuncia la presencia del reino de Dios y sobrepasa el lenguaje propio de los profetas y la relación entre estos y Yahvé. Jesús no es un rabino dedicado al estudio y la interpretación de la Torá, ni un fariseo de clase media, empeñado en la estricta observancia de la Ley, sino que enseñaba a la gente «como quien tiene autoridad» (Mc 1,22), constituyéndose a sí mismo en norma de la misma, y se mezclaba libremente con gente pecadora. Tampoco es un sacerdote judío, sino que critica su actuación (Mc 11,15-19), ni un saduceo, partidario de las autoridades romanas, ni un monje de una comunidad religiosa, como la de Qumrán a orillas del Mar Muerto, sino alguien que convive con publicanos y gente de mala reputación y llama a todo el pueblo, especialmente a los más necesitados y pecadores (Mt 9,9-13). Al amparo de estas formulaciones, puede afirmarse que los evangelios señalan abiertamente que el lugar de Jesús (como algo característico y exclusivo de su persona) se sitúa en el margen y la frontera en todos los aspectos de su vida. Y precisamente este rasgo de marginalidad de su persona orienta y ayuda a entender su vida y su mensaje. Los dichos de Jesús se explican desde esta categoría de marginalidad y de frontera que asumida y vivida consciente y plenamente busca la inversión de los valores dominantes de la época, en aras de un sentido nuevo, digno e integral de la vida humana. Así sucede principalmente con los que hacen referencia a la invitación de seguimiento a su mensaje, con los relativos a los valores familiares y sociales y con los que conforman el auténtico proyecto del reino de Dios. En el evangelio de Mateo se narra la vocación de cuatro pescadores, dos parejas de hermanos, a las orillas del mar de Galilea (Mt 4,18-22). Jesús se dirige a Simón, llamado 263

Pedro, y su hermano Andrés, que estaban echando la red esparavel, y les invita a seguirlo para hacerlos pescadores de hombres. Al instante, estos hombres dejan su red y siguen a Jesús. Aparecen aquí el verbo avkolouqe,w (este por primera vez) y el adverbio euvqe,wj, que indican la radicalidad del seguimiento y la prontitud obediente para abandonar su trabajo. La radicalidad es idéntica en el caso de los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan. El seguimiento y la radicalidad son propios de toda la comunidad mateana y suponen el abandono «instantáneo» de las cosas materiales, de la familia carnal e incluso la ruptura dolorosa con la sinagoga, y la problemática vivencia en situación de diáspora, que comprometería no solo valores religiosos, sino, también, familiares. La invitación al seguimiento radical del discípulo aparece nítidamente en otro pasaje del evangelio de Mateo (Mt 16,21s). Ante el anuncio de Jesús que debía ir a Jerusalén y padecer mucho, incluso ser ejecutado, Pedro se rebela y lo increpa. Actúa con criterios humanos y, posiblemente, de forma tierna y cariñosa. Pero el mensaje de Jesús es rotundo y claro: «Si alguno quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, lleve a cuestas su cruz y sígame» (Mt 16,24). La invitación al seguimiento radical es manifiesta y, en el versículo, así como en los paralelos de Marcos (Mc 8,34) y de Lucas (Lc 14,27) se dice en qué consiste tal seguimiento. La exigencia moral del discípulo de Jesús debe concordar con la radicalidad del seguimiento. En este aspecto, el evangelista Mateo, al considerar las tres formas de religiosidad judía –la limosna, la oración y el ayuno– deja muy claro cuál debe ser la actitud del cristiano. La limosna ha de hacerse no por amor a uno mismo, sino por amor al prójimo o por Dios, sin alharacas e hipocresía, sin pregonarla a la gente y, de esta forma, el Padre la recompensará. La oración que en el judaísmo se practicaba preferentemente en la sinagoga y, como los momentos de oración no estaban exactamente fijados, también en las esquinas de las calles, convirtiéndose en un acto de auto exhibición, el discípulo de Jesús debe hacerla en un lugar no visible desde la calle, sin ostentación religiosa alguna y dirigirla al Padre, el Dios de Jesús. En el ayuno, ha de huirse de la hipocresía, considerándose como expresión de arrepentimiento y de humildad, que nada tiene que ver con la apariencia corporal (Mt 6,2-18). En este mismo capítulo, Mateo habla de la acumulación de riquezas en la tierra, criticando el afán humano por las mismas e invitando a almacenar tesoros en el cielo, donde no hay polilla,

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ni carcoma, ni ladrones que puedan destruirlos. El tesoro del hombre (lo que más le importa) debe hallarse en el corazón (kardi,a), el centro de su ser (Mt 6,19-21). En el capítulo octavo, el citado evangelista pone en boca de Jesús la dificultad del seguimiento del discípulo: el Hijo del hombre, el que ha de venir como juez universal, vivió en pobreza y abandono, careciendo incluso de lo que no les falta a las zorras y a las aves (Mt 8,18-20). Jesús es el itinerante perenne, el apátrida perseguido, el pobre real. Por otra parte, la exigencia del seguimiento del discípulo de Jesús es tan radical que, incluso, ha de anteponerse a las obligaciones familiares. El deber de enterrar a un padre fallecido era primordial en el judaísmo, pero el seguidor de Jesús debe vivir los valores del reino de Dios por encima de todo: «Pero Jesús le dice: “Sígueme; y deja a los muertos enterrar a sus muertos”» (Mt 8,22). Las palabras de Jesús, referidas en el evangelio de Lucas a propósito de la misión de los setenta y dos discípulos, se orientan en la misma dirección y son extraordinariamente significativas. En este evangelio, contrastan las notas de confianza y de ausencia de miedo: «id» con las referencias aterradoras a la vivencia cristiana como «corderos en medio de lobos» (Lc 10,3). Todo indica una situación peligrosa en el entorno de los primeros cristianos, aunque quepa la esperanza de la reconciliación escatológica (Is 11,6). En lo concerniente al viaje, el equipamiento del discípulo se limita hasta el extremo, prohibiendo, incluso, llevar bolsa, alforja o sandalias (Nada: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero; y no tener dos túnicas cada uno, se dice en Lc 9,3). Tales prescripciones, que parecen desmarcarse de las costumbres de los peregrinos judíos y de los filósofos itinerantes, subrayan principalmente la fragilidad del discípulo y su dependencia absoluta del Señor y, en menor medida, de la hospitalidad de los habitantes del lugar evangelizado [21] . Todos estos dichos provocan una crisis de valores, rompiendo ataduras tradicionales y orientando a una auténtica concepción y realización de la persona humana, devolviéndole su inalienable dignidad. Otro tanto sucede con los dichos que hacen referencia a la familia. En el evangelio de Mateo, ante la pregunta retórica de «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?», Jesús, extendiendo su mano hacia sus discípulos, indicando protección y amparo, responde: «Ahí tenéis a mi madre y a mis hermanos; pues el que haga la voluntad de mi Padre (que está) en los cielos, ese es mi hermano, y hermana, y madre» (Mt 12,50). La verdadera familia de Jesús es la comunidad de discípulos que están bajo 265

su cuidado y abrigo. En otra ocasión, el evangelista Lucas menciona la orden de Jesús de abandonar al padre, incluso en el acompañamiento hacia su última morada, ante la obligación de anunciar el reino de Dios. El radicalismo evangélico exige el abandono de ciertas leyes –aún siendo conocidas y sagradas en el mundo judío y en el griego– para cumplir con el deber primordial, el anuncio del reino de Dios: «Deja a los muertos enterrar a sus muertos, y tú marcha a anunciar el reino de Dios» (Lc 9,60). Y, en otra ocasión, el mismo evangelista escribe: «Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre y a su madre, a (su) mujer y a (sus) hijos, a (sus) hermanos y hermanas, y más aún, incluso a su vida, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,26). El texto es desconcertante y chocante. A diferencia del paralelo de Mateo, que argumenta por comparación (hay que preferir a Cristo más que a la familia), Lucas recurre al contraste y a la oposición. No se trata de un rechazo, ni de una condena de los lazos familiares, sino de evitar que estos se conviertan en un obstáculo para el anuncio del reino. En el discípulo, el corazón no puede estar dividido porque nadie puede servir a dos señores. Los pronunciamientos de Jesús sobre los valores y comportamientos sociales de la época son sorprendentes. La gran novedad de la ética cristiana es el amor a los enemigos. El judaísmo prohibía alegrarse de la desgracia del prójimo y exigía generosidad y nobleza frente al necesitado. También el helenismo se preocupaba por la situación del débil. Pero, ni uno ni otro defendían el principio moral del amor a los enemigos. Los imperativos que resuenan en el evangelio de Lucas son contundentes: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen. Bendecid a los que os maldicen, rezad por los que os maltratan. Al que te golpea en la mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite tu manto no le niegues también la túnica. Da a todo el que te pida; y al que te quite lo tuyo no se (lo) reclames. Y como queréis que os hagan los hombres, hacédselo igual a ellos» (Lc 6,27-31) [22] . El mensaje es radical, opuesto a la tendencia natural a la autoprotección –prestar la mejilla a quien ofende o permitir ser desnudado es contrario a la inclinación humana de protegerse– y contrario a los valores sociales dominantes de la época. Se enmarca en los valores del reino y así se puede llegar a ser «hijos de vuestro Padre (que está) en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45). La escala de valores se replantea en conformidad con el proyecto del reino de Dios, centro del mensaje de Jesús, que se consumará en el futuro. En ese proyecto, y en contra de algunas tradiciones del Antiguo Testamento que enaltecen la abundancia y la alegría (Dt 28,47-48; Is 3,26), se insertan las 266

bienaventuranzas del sermón del monte (Mt 5,3-12; Lc 6,20-22). La inversión de valores es ostensible, provoca una crisis de principios morales y obliga a una vivencia inmediata de aquellas realidades que se harán efectivas plenamente en el tiempo futuro. Estos dichos de Jesús, así como sus vivencias y todo su mensaje, no son algo accidental en su vida, sino que constituyen la esencia de su inabarcable personalidad. Jesús vive y habla así porque experimenta en él la presencia de Dios, y él y el Padre son uno (Jn 14,11; 16,32; 17,21). Los valores que predica son innovadores y subversivos, con fuerza suficiente para trastocar los códigos éticos de la Palestina del siglo I y para infundir en los más necesitados y marginados de la sociedad la esperanza que comienza en esta tierra y se completará en el más allá. La liberación que implica la llegada del reino de Dios se significa y simboliza portentosamente en las comidas de Jesús. En todas las sociedades se pone de manifiesto el sorprendente valor simbólico de las comidas. Ellas, de alguna manera, compendian la estructura económica, social y religiosa de un pueblo. En la mesa de la comida hay unos invitados, que reafirman un grupo diferenciándolo de los demás, un orden jerárquicamente establecido en la ocupación de los puestos y unos alimentos que, incluso, pueden ser catalogados como puros o impuros. Todos estos elementos aparecen en el judaísmo del tiempo de Jesús. La participación en las comidas venía determinada por rígidos esquemas socio-religiosos, estableciendo diferencias insalvables entre los pertenecientes al pueblo de Israel y los gentiles, entre los fieles a Yahvé y los publicanos y pecadores y aquellos excluidos por su condición social, como ciegos, cojos y lisiados en general. La tradición evangélica sobre las comidas de Jesús es tan abundante y variada que resulta difícil entender la vida de Jesús sin relacionarla con la gente catalogada como pecadora, compartiendo con ella mesa y comida. De hecho, el reino de Dios es como una comida, repleta de bendiciones materiales y espirituales, a la que son invitados todos los hombres de la tierra, especialmente los más pobres y marginados. Tanto se identifica Jesús con esta actividad –en la que sobresale su poder de sanar y de compartir– que sus adversarios encuentran en ella razones para la indignación y el insulto: «Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: “Mira un hombre comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y pecadores”» (Mt 11,19). Los sabios, los hijos de la sabiduría, reconocen, en cambio, el plan salvador de Dios (Mt 11,19; Lc 7,35). Jesús es el amigo, a quien 267

Marta le dio hospedaje (Lc 10,38), y es invitado con sus discípulos a una boda en Caná de Galilea (Jn 2,2). Jesús frecuenta comidas públicas y se sienta a la mesa sin escrúpulos con publicanos y pecadores, como sucede en casa de Mateo (Mt 9,10), o con el jefe de publicanos, Zaqueo (Lc 19,2-10). Así lo confirman el evangelista Marcos (Mc 2,1517.18-22; 6,8-10; 7,1-2) y, sobre todo, la tradición lucana (Lc 7,36-50; 10,7; 11,37-54; 14,1-6.12-14.15-24; 19,1-10 etc.). Estas comidas realizan los anuncios mesiánicos del Antiguo Testamento, derramando sobre la humanidad los dones de Dios. La comida cúltica en presencia de Yahvé es un signo de alegría y regocijo, según afirma el Deuteronomio (Dt 14,26), y la expresión «comer y beber» parece designar la conclusión de la alianza (Gn 26,30; 31,46.54; Ex 24,11; Jos 9,14s) [23] . Jesús, en sus comidas, anuncia también el gozo y la salvación (Mt 9,15; Lc 19,9). Con ellas muestra y expresa, además, la hospitalidad y la acogida del extraño, señalando la buena nueva de su llegada y elogiando a quienes practican la solidaridad con el forastero, como signo de la protección de Dios a toda la humanidad (Mc 14,3-9; Lc 7,36-50; Jn 12,1-8). De igual modo, las comidas describen la felicidad en términos de jubiloso banquete y orientan hacia la escatología: «Y os digo que desde ahora no beberé de este fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba con vosotros nuevo en el reino de mi Padre» (Mt 26,29) [24] . Son, en definitiva, una forma sencilla y bella de presentar a los débiles y excluidos la llegada del reino de Dios, anunciada ya en los escritos proféticos del Antiguo Testamento (Is 2). Si Jesús compartía la mesa con personas marginadas, si declaraba que todos los alimentos eran puros y ponía en tela de juicio el rígido sistema socio-religioso, promoviendo la igualdad y solidaridad de los seres humanos, es lógico pensar que su forma de actuar suscitase duras críticas. Él mismo se hizo eco de tales críticas (Lc 7,34), dando a entender que sus comidas con publicanos y pecadores estaban íntimamente relacionadas con su misión de sanación y liberación: «No tienen necesidad de médico los fuertes, sino los que se encuentran mal; no vine a llamar a justos, sino a pecadores» (Mc 2,17). Podríamos decir que Jesús es coherente en su estilo de vida: enseña y practica los valores del reino de Dios, en absoluta conformidad con la voluntad de su Padre.

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6.5. Significado teológico de los milagros de Jesús El significado teológico de los hechos prodigiosos de Jesús de Nazaret ha de encuadrarse en la ingente y viva tradición bíblica, que habla de la intervención liberadora de Dios en la historia de la humanidad y, más concretamente, en la del pueblo de Israel. Resulta difícil entender los gestos milagrosos de Jesús sin recordar los prodigios realizados por Dios a través de su profeta Moisés. El Mesías repetirá y dará sentido a los actos del primer liberador. Los milagros de Jesús son el cumplimiento y la síntesis de la acción liberadora de Dios en el Antiguo Testamento. Prueba evidente de ello es el pasaje evangélico de Mateo (y sus paralelos), que recoge citas del profeta Isaías (Is 29,18-21; 35,5-6; 61,1), y que implican promesas de liberación y salvación para Israel en los tiempos mesiánicos: «Los ciegos recobran la vista, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, a los pobres se les predica el Evangelio» (Mt 11,5). Los milagros, como dice W. Kasper, son «acto de obediencia a la voluntad de Dios, tal y como está revelada en el Antiguo Testamento» [25] . La acción taumatúrgica de Jesús se desarrolla, como sabemos, en la región de Galilea y más concretamente en la zona del lago de Genesaret, con centro en Cafarnaún. Los evangelios sinópticos solo hablan de la curación de un (o dos, en Mateo) ciego en Jericó y el cuarto evangelio relata algunos episodios milagrosos en el entorno de Jerusalén. En esos lugares, la gente del pueblo recibe con entusiasmo y pasión los gestos prodigiosos de Jesús, mientras que los representantes del judaísmo institucional –para quienes el milagro no tiene valor en sí mismo, sino que solo sirve para reclamar la observancia de la ley– muestran su desconfianza y oposición. En todo caso, Jesús realiza esos milagros con el poder de Dios (Lc 11,20), que testifica su propia autoridad (Mt 7,29), traducida en palabras y obras, evitando toda exhibición y reafirmando su misión profética escatológica. Sorprende extraordinariamente la actitud de Jesús, que, por una parte, se sustrae enérgicamente a los deseos populares de reducir su función taumatúrgica a una mera curación de los enfermos y, por otra, está firmemente comprometido en encajarla en el proyecto liberador del reino de Dios, que él predica. Pese a la ambivalencia que parecen mostrar los gestos taumatúrgicos de Jesús –en la que cabe el llamado (impropiamente) «el secreto mesiánico»– los milagros del profeta de Galilea son signos inequívocos de la

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llegada del reino de Dios a los hombres y corresponden fehacientemente al anuncio de liberación de los pobres. Los milagros son signos para la fe, produciéndose una estrecha vinculación entre ambos conceptos. En el milagro de sanación, la iniciativa no parte ordinariamente de Jesús, sino que responde a la petición de un enfermo o de sus familiares. En la mayoría de los relatos evangélicos aparecen los términos pi,stij y pisteu,w: «Tu fe te ha salvado», le dice Jesús a la hemorroísa (Mc 5,34) y al ciego Bartimeo (Mc 10,52). La fe conduce al milagro de tal forma que es condición necesaria para su realización. Por esta razón, Jesús no puede obrar milagros donde no encuentra fe, como sucede en su tierra, Nazaret (Mt 13,58). Por otra parte, el milagro no solo suscita admiración en el creyente, sino que orienta a descubrir la persona de Jesús, a aproximarse a las obras de Dios, alejándose de las fuerzas del mal, aunque no constituya propiamente una prueba sólida para creer. Como resume acertadamente W. Kasper: «la fe de los milagros no es una fe en los milagros, sino una confianza en la omnipotencia y providencia de Dios» [26] . Los gestos poderosos de Jesús se integran armónicamente en su proyecto profético de anuncio del reino de Dios. No son actos de un profeta más en la historia del pueblo de Israel, por muy espectaculares que parezcan. Jesús no es simplemente un predicador religioso o un narrador de bellas parábolas. Por eso no hubiera sido considerado peligroso por las autoridades de Roma, ni sospechoso de heterodoxia religiosa por los dirigentes judíos, lo que le conducía inexorablemente a la condena a muerte. Sus gestos, también los milagros, se enmarcan en su proyecto vital, en la predicación del reino, que anuncia la aniquilación del poder de Satanás (Mt 12,28), asume la bondad inicial de la creación y anticipa la victoria definitiva sobre la muerte. Solo en la resurrección de Jesús se revela plenamente el auténtico significado de los milagros.

[1] J. LEIPOLDT – W. GRUNDMANN, El Mundo del Nuevo Testamento II: Textos y Documentos (Madrid: Cristiandad, 1973), 73. [2] Ibid. [3] Ibid. [4] Ibid., 7[4. [5] J. LEOPOLDT – W. GRUNDMANN, El Mundo del Nuevo Testamento II: Estudio histórico-cultural (Madrid: Cristiandad, 1973), 75-109. En esta obra puede encontrarse una exposición detallada de este apartado.

[6] R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009),

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[6] R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009), 106. [7] Ibid., 102. [8] W. KASPER , Jesús, el Cristo (Salamanca: Sígueme, 2006), 151. [9] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico II/2: «Los Milagros» (Estella: Verbo Divino, 2005), 1113. [10] W. KASPER , Jesús, el Cristo (Salamanca: Sígueme, 2006), 158-159. [11] Nota: Los milagros vienen recogidos, en gran medida, en los evangelios sinópticos y, algunos, en el evangelio de Juan. Aparte de las alusiones en los Hechos de los Apóstoles (una fuente no independiente de los evangelios, ya que reproduce los informes de Lucas), la tradición extraevangélica, tanto en Pablo como en las fuentes judías (de autenticidad discutible), silencia la actividad milagrosa de Jesús. [12] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico II/2: «Los Milagros» (Estella: Verbo Divino, 2005), 1113. [13] Cf. M. KARRER , Jesucristo en el Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2002), 356s. [14] Ibid., 371. [15] Nota: Cabe interpretar que el texto de Mateo refleje la concepción de la comunidad cristiana, que entendía la misión de Jesús bajo la perspectiva de los escritos del Antiguo Testamento. En cualquier caso, permanece firme y claro el sentido de dicha misión, que vincula toda la actividad sanadora de Jesús con el anuncio del reino de Dios a los pobres, según observaremos más adelante. [16] S. VIDAL, Jesús el galileo (Santander: Sal Terrae, 2006), 168. [17] En el apéndice de los relatos de milagros de la obra citada anteriormente, S. Vidal escribe: «Los relatos de milagros en los evangelios, sin contar los paralelos ni los sumarios o compendios, suman en total 33: 18 en Marcos; 2 en la fuente Q; 3 en los textos propios de Mateo; 6 en los textos propios de Lucas; 4 en Juan (sin contar los 3 paralelos a la tradición sinóptica). En ellos se distinguen: exorcismos (6 casos), terapias (19 casos), epifanías (1 caso), liberaciones (1 caso), donaciones (4 casos) y demostraciones (2 casos)». S. Vidal, op. cit., 177-180. [18] R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009), 112. [19] Cf. J. M. ROBINSON – P. HOFFMANN – J. S. KLOPPENBORG (eds.) – S. GUIJARRO (ed. esp.), El Documento Q en Griego y en Español (Salamanca: Sígueme, 2004), 141-142 y 143. [20] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009), 119. [21] El Documento Q es radical al hablar de estas prescripciones. Dice así: «No llevéis (bolsa), ni alforja, ni sandalias, ni bastón; y no saludéis a nadie por el camino» (Q 10,4). Este radicalismo parece haber perdido vigencia en tiempos de Lucas (aunque lo cita), como se desprende de la lectura de Lc 22,35-38. [22] La regla de oro viene expresada de esta manera: Q 6,31: «Tratad a los demás como queráis que ellos os traten a vosotros». Cf. J. M. ROBINSON – P. HOFFMANN – J. S. KLOPPENBORG (eds.) – S. GUIJARRO (ed. esp.), El Documento Q en Griego y en Español (Salamanca: Sígueme, 2004). EvTom 6,3: «(y) no hagáis (lo que) odiáis». Cf. A. PIÑERO (ed.), Todos los Evangelios (Madrid: Edaf, 2009). [23] E. J ENNI – C. WEST ERMANN (eds.), Diccionario Teológico Manual del Antiguo Testamento I (Madrid: Cristiandad, 1978), 226. [24] E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2010), 207, en el capítulo dedicado a «La llegada del reino», se pregunta si los judíos en general esperaban o no que la nueva era fuera como un banquete. Él piensa que no. Y afirma que «la importancia de la última cena en el pensamiento y la práctica cristiana ha conducido a la excesiva valoración de las comidas en el judaísmo».

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[25] W. KASPER , Jesús, el Cristo (Salamanca: Sígueme, 2006), 163. [26] Ibid., 165.

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CAPÍTULO 7:

Sobre los títulos de Jesús

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7.1. Cuestión introductoria La fe en Jesús de Nazaret se ha expresado de múltiples y variadas maneras a lo largo de la historia, evidenciando, por una parte, la riqueza de la revelación de Dios en Jesucristo y, por otra, la capacidad del hombre para profundizar en el mensaje de Jesús y en su correspondiente adaptación a las nuevas formas de pensamiento de las diferentes culturas de la humanidad. Así lo demuestra la abundancia de títulos sobre Jesús acuñados en los escritos del Nuevo Testamento y la adopción y transformación, por parte de la primitiva comunidad cristiana, de figuras pertenecientes al mundo judío y al helenístico para expresar el acontecimiento singular de Cristo –que las trasciende y supera a todas– representado siempre en categorías de salvación y liberación del hombre. La fe en Jesús, última y definitiva revelación de Dios al mundo, se expresa en numerosos títulos cristológicos a lo largo de los escritos del Nuevo Testamento [1] . En los evangelios, a Jesús se le llama y reconoce como auténtico «Maestro», lleno de autoridad, tanto en sus palabras como en la fuerza de sus hechos. Este título aparece repetidamente en los cuatro evangelistas: 20 veces en Lucas, concretamente en Lc 3,12 y a lo largo de los capítulos 5 al 12, reapareciendo del capítulo 17 al 22; Mateo y Marcos coinciden en el número de veces (12): Mateo lo menciona en los capítulos 8-9-10-12-1722-23 y 26 y Marcos, en los capítulos 4-9-10-12-13 y 14; en Juan se hace referencia a este título solo en ocho ocasiones, en los capítulos 1-3-8-11-13 y 20. Jesús de Nazaret es el «Santo de Dios», cuyo poder es reconocido por las fuerzas del mal (Mc 1,24; Lc 4,34). Es también el «Profeta»; de hecho, todos lo tenían por «Profeta», el «Profeta del Altísimo», el verdadero «Profeta» que ha de venir al mundo. Así lo repiten constantemente Mateo (unas 18 veces), Lucas (12 veces), Juan (en 10 ocasiones) y Marcos (otras 5). Es reconocido también como «Rey». Él es el «Rey» que, como anunció el profeta Isaías (Is 62,11), viene a la hija de Sión, manso y montado en una borrica (Mt 21,4), el que viene en nombre del Señor (Lc 19,38) y el que es presentado a los suyos como Rey de los judíos (Mc 15,2s; Mt 2,1; Jn 19,14). Jesús es asimismo el «Salvador», que enviado por el Padre para la salvación del mundo (Jn 4,42), ha nacido en la ciudad de David, que es Cristo Señor (Lc 2,11). Él es la «Palabra» por excelencia, que existía con Dios y era Dios (Jn 1,1) y el «Siervo», anunciado por Isaías, amado por Dios, sobre el que reinará su espíritu, y anunciará justicia a las naciones (Mt 12,18). Y, todos los evangelistas (especialmente los sinópticos) hacen referencia unánimemente a 275

Jesús como «Hijo del hombre», o` ui`o.j tou/ avnqrw,pou. Esta famosa expresión aparece solamente en los evangelios y en numerosas ocasiones: 69 veces en los sinópticos, y 13 en Juan. Mateo la utiliza 30 veces; Lucas,25, y Marcos,14. En otros escritos del Nuevo Testamento, aparte de los evangelios, la fe en Jesús viene expresada de múltiples formas. A Jesús se le llama, en el discurso de Pedro a los Israelitas, «Justo» y «Santo», entregado y negado ante Pilato (Hch 3,14), y «Autor de la vida», al que Dios resucitó de entre los muertos (Hch 3,15). En la primera carta a los Corintios, a Jesús se le denomina «el segundo Adán», en contraposición al primer hombre, convertido en espíritu que hace vivir (1 Cor 15,45), y «el segundo Hombre», celeste, al contrario que el primero (1 Cor 15,47). En la carta a los Romanos se enaltece la gracia de Dios y el don (que se da) por la gracia de «un Hombre», Jesucristo (Rom 5,15). La carta a los Hebreos afirma que Jesucristo debía parecerse a los hermanos en todo, para llegar a ser «misericordioso» y «sumo sacerdote» con el fin de expiar los pecados del pueblo (Heb 2,17). Y, por fin, el Apocalipsis, al describir el juicio contra Babilonia, ensalza el poderío y autoridad de Jesús, al que designa «Señor de señores» y «Rey de reyes» (Ap 17,14) [2] . No es necesario advertir que la fe de la comunidad eclesial en Jesús (como puede comprobarse en el apartado sobre «la fe de la Iglesia en Jesús de Nazaret») goza de tal dinamismo que, a lo largo de la historia, ha descubierto formas genuinas de expresión que combinan la esencia de su creencia y la novedad del pensamiento actual. En realidad, este es el proceso que requiere la evangelización al mundo. Y así se ha hecho, comenzado con la cristianización del mundo helénico y continuando en el tiempo presente. El resultado, en contra de lo que se ha venido afirmando comúnmente por autores autorizados, desde la Reforma hasta la teología liberal de los siglos XIX y XX, no ha sido ni la helenización del cristianismo ni la perversión de la fe, sustituida por vagos y espurios conceptos religiosos del mundo pagano. Es lógico pensar que si Dios ha entregado a su Hijo al mundo, y aún sabiendo que esta revelación es definitiva, el hombre bucee en esa historia de salvación, definitiva, pero inconclusa, preservando la innegable tradición, a la vez que sacando a la luz la igualmente incuestionable novedad del gran misterio de la comunicación de Dios, convertida en auténtica e imperiosa historia del hombre. Desde otra perspectiva, el compromiso cristiano se realiza en la búsqueda

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constante del misterio de Dios en Jesucristo, revelado en la intimidad del propio ser y, a la vez, formulado y vivido en el credo de la comunidad eclesial. Al final de estas breves notas introductorias sobre los títulos de Jesús, conviene tener presente en el estudio de esta cuestión las observaciones de la Pontificia Comisión Bíblica en la materia. En el documento «Sagrada Escritura y cristología» se afirma que, en lo referente a los títulos de Cristo, no basta con distinguir entre los títulos que él mismo se atribuyó en su existencia terrena y los aplicados por los teólogos de época apostólica. Conviene, más bien, continúa el documento, distinguir entre «títulos funcionales» (que definen la función de Cristo en la salvación de los hombres) y «títulos relacionales» (referidos a la relación de Cristo con Dios, de quien es Verbo e Hijo). Junto a los títulos, debe examinarse, además, «el comportamiento y las acciones de Cristo», que revelan lo más escondido de su persona [3] . Con estas sencillas consideraciones, procedo al estudio específico y detallado de los títulos de Jesús.

[1] En Sagrada Escritura y cristología, PCB (1984), C. GRANADOS – L. SÁNCHEZ NAVARRO, Enchiridion bíblico. Documentos de la Iglesia sobre la Sagrada Escritura (Madrid: BAC, 2010), 1.005-1.009, puede verse la «Relación de Jesús con la tradición del Primer Testamento». [2] Al estudiar los títulos de Jesús –en definitiva, estos son una reflexión de los primeros cristianos sobre la identidad de Jesús–, es sumamente conveniente tomar en cuenta, como dice R. E. Brown, ciertas «cautelas» al abordar este tema. Así, entre otras cuestiones, es preciso saber que, aunque se estableciera que Jesús no habría utilizado alguno de esos títulos, no puede por ello concluirse que la aplicación de los mismos por los cristianos a Jesús no estuviera suficientemente motivada y, en consecuencia, que expresase correctamente la identidad de Jesús. Por otra parte, la aplicación de los títulos a Jesús no comporta necesariamente una relación directa con la conciencia que el propio Jesús decía tener con Dios, manifestada en esos títulos. Una cosa es la conciencia de sí mismo, la comprensión de la auténtica realidad, y otra la expresión o comunicación de la misma. Y, finalmente, la conciencia de Jesús sobre su identidad (básicamente, la de su relación singular con Dios Padre), a diferencia de las expresiones utilizadas para expresarla, aparece clara en la proclamación cristiana, constituyendo parte importante de su núcleo fundamental. Cf. R. E. BROWN, Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2005), 85-86. [3] Sagrada Escritura y cristología, PCB (1984), C. GRANADOS – L. SÁNCHEZ NAVARRO, Enchiridion bíblico. Documentos de la Iglesia sobre la Sagrada Escritura (Madrid: BAC, 2010), 969.

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CAPÍTULO 8:

El Hijo del hombre

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8.1. Jesús, el Hijo del hombre Profundizar en la expresión «el Hijo del hombre» supone para el teólogo adentrarse en un espejismo inquietante, que, a la par que parece aproximarnos a la auténtica realidad histórica de Jesús, deja abiertos numerosos interrogantes acerca del verdadero sentido de esta expresión y del alcance de sus conclusiones en el campo bíblico y teológico. Pero el interés por el conocimiento de la persona de Jesús sobrepasa cualquier incertidumbre – por dificultosa que sea– que pueda plantear esta expresión bíblica, tan conocida por una parte, y tan enigmática por otra [1] . La enigmática expresión «Hijo del hombre» es el título utilizado más frecuentemente por Jesús para designarse a sí mismo. No es, en contra de lo que pudiera sospecharse, ni el título de «Cristo» ni el del «Hijo de Dios». Es verdad que el evangelio de Juan habla constantemente de Jesús como «Hijo de Dios», pero todos los evangelistas (los sinópticos especialmente) hacen referencia unánimemente a Jesús como «Hijo del hombre», o` ui`o,j tou/ avnqrw,pou. Esta famosa expresión aparece solamente en los evangelios y en numerosas ocasiones: 69 veces en los sinópticos, y 13 en Juan. Mateo la utiliza 30 veces; Lucas, 25, y Marcos,14. En ningún caso el título conlleva una explicación, dando por supuesto que los oyentes de Jesús captan perfectamente el sentido de la expresión. En todo el Nuevo Testamento solo se menciona en los Hechos de los Apóstoles, cuando Esteban, antes de morir, mirando fijamente al cielo, ve a Jesús de pie a la derecha de Dios, a quien describe como «el Hijo del hombre» (Hch 7,56) [2] . La pregunta de la gente del evangelio de Juan –«¿Quién es ese Hijo del hombre?» (Jn 12,34)–, llena de curiosidad y asombro ante las palabras de Jesús acerca de su «hora», representa el estado de ánimo del teólogo al abordar esta cuestión. Por un lado, se pensaba que esta expresión bíblica podría conducir fácilmente a un conocimiento más directo y exhaustivo de la realidad terrena de Jesús, mientras que, por otro, las conclusiones a las que se ha llegado desde el punto de vista teológico y bíblico son tan complejas y dispares que apenas podemos establecer una verdad sólida donde apoyar la investigación. Hoy en día, pese al valor de los datos evangélicos, resulta complicado conceder a esta cuestión una función primordial en la búsqueda de la persona de Jesús, precisamente por su complejidad y oscuridad. No obstante, el conocimiento de este tema resulta fascinante, y para este propósito, exponemos los datos que se enuncian a continuación. 280

8.2. Origen de la expresión «Hijo del hombre» La expresión «Hijo del hombre» (o` ui`o,j tou/ avnqrw,pou) no utilizada en la lengua griega, es una traducción literal de un estado constructo determinado del arameo avna rb( (bar ’nâshâ). Aunque delante de sustantivos este término arameo y el correspondiente hebreo tb/nb (ben/bat) y trb/rb (bar/berat) tienen diversas acepciones, en este caso designa al individuo perteneciente al concepto colectivo. avna rb (bar ’nâshâ) significaría, por tanto, «el hombre» o, sencillamente, «un hombre». Esta acepción cotidiana habría dado paso a una versión de esta expresión, utilizada en el lenguaje apocalíptico, con tintes de título mesiánico [3] . Desde el punto de vista filológico, se trata de un semitismo, sin correspondencia en la lengua griega, y que los autores del Nuevo Testamento han traducido literalmente «Hijo del hombre», conscientes de que el nombre común «hombre» no expresaba el sentido pleno de la realidad que pretendían comunicar. Continuando con el sentido filológico de la expresión, se disputa entre los arameístas si podía servir como perífrasis para designar el sujeto hablante (es decir, «yo»). Las opiniones entre los autores de reconocido prestigio están muy divididas, pronunciándose a favor y en contra casi por igual [4] . La expresión «Hijo del hombre», que, como he dicho, aparece en numerosas ocasiones en los evangelios, nunca se encuentra explicada ni aclarada; más bien se supone perfectamente conocida por todos los que escuchaban a Jesús. Si Jesús no es el autor de la misma, podemos preguntarnos: ¿Cuál es su origen? ¿De dónde procede? La historia de las religiones ha pretendido derivar la expresión «Hijo del hombre» de los antiguos mitos que hacen referencia al hombre primitivo (Urmensch), tal como se concebían en Mesopotamia, en Persia o en la India. Tales pretensiones carecen de base científica. Los orígenes de esta misteriosa expresión, tal como se encuentra en los evangelios, han de buscarse en la tradición apocalíptica judía. La primera vez que aparece la expresión avna rb (bar ’nâshâ) se encuentra en un oscuro pasaje del libro de Daniel, describiendo una visión del profeta [5] . Esta figura apocalíptica reaparecerá de forma importante en los apocalipsis no inspirados, especialmente en el Libro de Henoc (o Enoc), en la sección conocida como «Libro de las parábolas» (el libro de Henoc es un libro intertestamentario que forma parte del canon de la Biblia de la Iglesia ortodoxa etíope, no reconocido por las demás Iglesias cristianas), y en el libro de Esdras (posterior a la era cristiana). 281

El capítulo 7 del libro de Daniel (en la descripción de una visón del profeta) relata que después de que los cuatro vientos del cielo agitaran el gran mar (puede interpretarse como el caos de Gn 1,1 o, simplemente, como metáfora para la historia de la humanidad), aparecieron cuatro enormes bestias, diversas y diferentes unas de otras, que salían del mar, es decir, del abismo, del caos primitivo. Las cuatro bestias simbolizaban cuatro reinos. Muerta la cuarta bestia, la más espantosa de todas ellas, Daniel vio aparecer sobre las nubes del cielo un ser, que no tenía forma de animal, sino que semejaba a un hombre: «Proseguí mirando en las visiones nocturnas y he aquí que en las nubes del cielo venía como un hombre y llegó hasta el anciano y fue llevado ante él. Y se le concedió señorío, gloria e imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron; su señorío es un señorío eterno que no pasará, y su imperio no ha de ser destruido» (Dan 7,13-14). La sobriedad del texto, que no desvela la identidad de ese «hombre», pone de manifiesto algunas cualidades que indican su función. El «ser con semejanza de hombre» tiene una apariencia humana, aunque no se identifique con la humanidad, como tampoco se identifican con la animalidad los reinos simbolizados en los animales. No es un ángel (el profeta no contempla más que un estado animal y otro humano), no sube de la tierra o del abismo, sino que viene acompañado de nubes, es decir, tiene su origen en el cielo, sin que ello lleve connotaciones de divinidad ni de preexistencia. Es entendido como un quinto reino, último y definitivo, que será entregado «al pueblo de los santos de !ynwyl[ (‘Elyonin); su imperio es imperio eterno, y todos los señoríos le han de venerar y prestar obediencia» (Dan 7,27). Claramente se significa que esta figura humana es símbolo del pueblo de los justos, que prevalecerá sobre los imperios opresores del mundo, alejados del reino de Dios. En Daniel, el «Hijo del hombre» no es un título mesiánico. Sin embargo, en textos apocalípticos judíos más tardíos la figura de «hombre» no se interpreta ya en términos de colectividad, sino que, en torno a este personaje misterioso van cristalizando cualidades y prerrogativas que se orientan a la divinidad y a la preexistencia, una vez producida la crisis del final de los tiempos. Los textos apocalípticos judíos hablan del «hijo del hombre», personaje escatológico que se manifiesta en las nubes del cielo, que instaura su reino una vez desaparecidos los imperios de la tierra, que convoca un ejército pacífico, que reúne en torno a sí a los elegidos después del exterminio de los pecadores,

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que será la luz y esperanza de los pueblos, y en cuya mesa se sentarán y tendrán parte los justos y elegidos. El hijo del hombre, según estos textos apocalípticos, es un personaje escatológico, objeto de una espera deseada, alguien que ha de venir, cuya actuación comenzará cuando el poder de Dios haya expulsado la maldad de este mundo. Pero ¿quién es este hombre? El «Hijo del hombre» es un personaje paradójico. Nunca se le presenta como un ángel, pero es una figura de otro mundo, de tiempos antiguos, que ocupa el trono de gloria en virtud de la fuerza del Señor de los espíritus. Es un ser humano, pero goza de privilegios divinos. Se sienta en el trono de Dios, goza de su gloria, pero su misión está en el mundo, como revelador y salvador, garante de la justicia y de la paz hasta que triunfen definitivamente al final de los tiempos. Pertenece, por tanto, al mundo de Dios y al mundo de los hombres. En esta reflexión es oportuno recordar que para entender correctamente los textos apocalípticos judíos es necesario tener en cuenta que la expectación mesiánica dominante en el judaísmo no se corresponde con los testimonios de estos escritos. El Mesías esperado por el pueblo judío se presentaba en forma de gran soberano, con tintes bélicos y nacionalistas, que vendría a liberar al pueblo judío del dominio del pueblo romano. Los textos apocalípticos mencionados reflejan una expectación mesiánica que, aunque centrada también en el sentido nacionalista y en aspectos terrenos, presenta indudablemente rasgos de carácter trascendente y alcance universal. Solo estos escritos atestiguan profusamente esta expectativa mesiánica. Los escritos apocalípticos sobre el «Hijo del hombre» cobran un realce singular a la hora de aproximarnos e interpretar ciertos pasajes del Nuevo Testamento. En los libros apocalípticos mencionados se habla del «hombre» en varias ocasiones. A él se refieren como presente antes de la creación en el Señor de los espíritus, en consonancia con la afirmación de Isaías, según la cual «Yahvé me llamó desde el vientre materno, desde las entrañas de mi madre mencionó mi nombre» (Is 49,1); como «luz de los pueblos», en clara referencia al siervo de Yahvé, como se afirma en el libro de Isaías (Is 42,6); como poderoso entre los reyes de la tierra, al estilo de lo que dice el profeta Isaías: «los reyes verán y se levantarán los príncipes y se prosternarán a causa de Yahvé, pues es leal, del Santo de Israel, que te escogió» (Is 49,7); como siervo, que dibuja Isaías: «Tú eres mi siervo, el Israel, en quien me glorificaré» (Is 49,3). La vinculación del «Hijo del hombre» con los enunciados anteriores, especialmente con el de siervo de Yahvé, por estrecha que

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parezca, no permite intercambiar conceptos, aunque siempre pueda ser útil para escudriñar el misterio de la persona de Jesús.

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8.3. Palabras de Jesús que evocan al Hijo del hombre Como he expuesto anteriormente, la expresión «Hijo del hombre» aparece en numerosas ocasiones, tanto en las tradiciones sinópticas como en el evangelio de Juan. Aparte de estos lugares, el papel cristológico de esta expresión en los escritos del Nuevo Testamento queda reducido al libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 7,56) y al del Apocalipsis (Ap 1,14 y 14,14). Las palabras de Jesús, transmitidas en los evangelios, en las que se evoca al Hijo del hombre, pueden agruparse en los siguientes apartados, aunque no pueda establecerse una conexión real entre ellos: 1) Hay un grupo de palabras que hablan del Hijo del hombre en su condición terrena. A él pertenecen las referencias de Lucas que describen a Jesús como «el Hijo del hombre, que come y bebe, (del que dicen sus paisanos):¡Mira un hombre comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y pecadores!» (Lc 7,34). Las mismas expresiones recoge el evangelio de Mateo (Mt 11,19). Lucas relata también la forma de vida del maestro, de quien dice: «las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos; en cambio, el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Lc 9,58). En un sentido más noble habla de Jesús el evangelista Marcos, reconociendo su poder, autoridad y señorío. La gente, dice, se sentía pasmada de la enseñanza de Jesús, pues les enseñaba «como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mc 1,21). La actuación de Jesús está revestida de autoridad, traspasando los límites de la enseñanza aprendida en las sinagogas y situándose en la esfera del legislador. Este poder y autoridad quedan aún más patentes en la escena que nos refiere Marcos de la curación de un paralítico. A Jesús le llevan un paralítico, transportado por amigos, y se lo presentan en un camastro, una vez que levantaron la techumbre y abrieron un boquete. Las primeras palabras que salieron de la boca de Jesús no fueron de consuelo para los acompañantes, ni de curación para el paralítico, sino de perdón: «Hijo, tus pecados quedan perdonados» (Mc 2,5). Los escribas allí presentes dijeron indignados: «¿Quién puede perdonar pecados sino únicamente Dios?» (Mc 2,7). Efectivamente, perdonar pecados corresponde únicamente a Dios, y Jesús, al atribuir este poder al «Hijo del hombre» da a entender que tiene la dignidad y el poder de Dios. Perfectamente aclarada esta cuestión, y perdonados los pecados del paralítico, llega la deseada curación: «Pues para que sepáis

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que el Hijo del hombre tiene autoridad para perdonar pecados en la tierra, (dice al paralítico) te (lo) digo: ¡levántate!, coge a cuestas el camastro y vete a tu casa» (Mc 2,10-11). El paralítico se levantó y todos, asombrados, glorificaban a Dios. Nunca habían visto cosa igual. Marcos habla también de Jesús como señor del sábado. En el episodio de las espigas, arrancadas en sábado por los discípulos de Jesús, se afirma que: «el sábado se instituyó por causa del hombre, y no el hombre por el sábado. De manera que el Hijo del hombre es dueño incluso del sábado» (Mc 2,28). La fórmula «el Hijo del hombre» que, en principio, hacía referencia al hombre, genéricamente hablando, se atribuye aquí a Jesús. Dicha fórmula no implicaría la relación esencial de Jesús, por naturaleza, con el Padre, pero resulta evidente que Jesús no solo tiene poder sobre el pecado, la enfermedad y la muerte, sino que también es el único intérprete de la ley. Él está sobre Moisés y su interpretación del día del sábado supera al precepto meramente positivo de la ley mosaica. En la expresión «el Hijo del hombre es el señor del sábado», dice J. Ratzinger, se aprecia toda la grandeza de la reivindicación de Jesús, que interpreta la Ley con plena autoridad porque él mismo es la Palabra originaria de Dios. Y se aprecia en consecuencia qué tipo de nueva libertad le corresponde al hombre en general: una libertad que nada tiene que ver con la simple arbitrariedad» [6] . 2) Un segundo grupo de sentencias sobre Jesús hace referencia a los sufrimientos, la muerte y la resurrección del Hijo del hombre, según el plan trazado por Dios. Estas sentencias pertenecen exclusivamente a la tradición de Marcos y faltan en el documento Q. Marcos comienza la segunda parte de su evangelio con escasas referencias a las curaciones milagrosas y centrándose más en las enseñanzas de Jesús. Estas enseñanzas están orientadas preferentemente a un aspecto nuevo de Jesús, a saber, que el Mesías cumplirá su misión a través del sufrimiento y de la muerte; solo así Dios lo resucitará. Aparece con fuerza la revelación del «Hijo del hombre» doliente, escasamente entendida y, en ocasiones, rechazada por los discípulos. En el primer anuncio de la pasión, dice Marcos, Jesús «empezó a enseñarles que el Hijo del hombre tenía que sufrir mucho, y ser rechazado por los ancianos y los sumos sacerdotes y los escribas, y sufrir la muerte, y después de tres días resucitar» (Mc 8,31). En el segundo anuncio de la pasión, de camino a través de Galilea, Jesús instruye a sus discípulos y les dice: «El Hijo del 286

hombre va a ser entregado en manos de (los) hombres; y lo matarán; y ya muerto, después de tres días resucitará» (Mc 9,31). Y en el tercer anuncio de la pasión, subiendo a Jerusalén, llevándose a los Doce, les dijo: «Mirad, subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, lo condenarán a muerte, lo entregarán a los gentiles, se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán; pero después de tres días resucitará» (Mc 10,33-34). Estos anuncios de pasión, realistas y crudos, que trazan la vida dolorosa de Jesús, encuentran perfecta aclaración en otro pasaje de Marcos, en el que, bajo pretexto de la ambición de los hijos del Zebedeo, Jesús enseña la auténtica grandeza de sus servidores, diciendo: «El Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45). Jesús recuerda aquí al siervo que padece y muere, descrito en el profeta Isaías (Is 53), e indica que el servicio es la única forma de reinado, que el reinado que él trae al mundo (reinado de Dios) es puro servicio, que su servicio (en forma de pasión y de muerte) se convierte en liberación y salvación no solo para el pueblo judío, sino para toda la humanidad («muchos» es un semitismo que indica la totalidad, numerosa o no), y que, como veremos en el grupo tercero de palabras sobre el Hijo del hombre, el abajamiento y la humillación conducen al triunfo y la exaltación. 3) El tercer grupo de palabras acerca del Hijo del hombre hace referencia a su venida gloriosa y a su función de juez escatológico y salvador. Estos pasajes pertenecen casi en su totalidad a Marcos y los logia, hablan del Hijo del hombre en tercera persona, y no se dice nada de la identidad entre ese Hijo del hombre y Jesús. Marcos reprocha con extrema crudeza el comportamiento de aquella generación adúltera y pecadora, que se avergüenza de Jesús y sus palabras, afirmando que «el Hijo del hombre se avergonzará de él (de aquella generación) cuando venga con el esplendor de su Padre junto con los ángeles santos» (Mc 8,38). Se deja bien claro que el Hijo del hombre –en el contexto significativo del anuncio de su pasión– vendrá en el esplendor, es decir, en la gloria y magnificencia propias del Padre, para pagar a cada uno según sus obras. En una ocasión de majestuosidad, por un lado, y de tribulación, por otro, cuando se profetiza la destrucción del templo de Jerusalén y se describe la gran tribulación, Marcos avisa del engaño de aquellos tiempos y apela a la atención de todos porque, transcurrida aquella tribulación, y oscuro y tambaleante el universo entero, precisamente entonces, «verán al Hijo del hombre que llega en las nubes con gran poder y 287

esplendor»(Mc 13,26). Se repiten las mismas palabras y se reconoce el esplendor y la gloria del Hijo del hombre, que viene triunfante en los últimos tiempos, como juez de todos los hombres. Sorprendentemente, estos pasajes marcan una clara distinción entre el Jesús terrestre y el Hijo del hombre que ha de venir. Mateo señala al Hijo del hombre que ha de venir «con el esplendor de su Padre, con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras» (Mt 16,27). En otro lugar dice que «aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre; y entonces todas las tribus de la tierra se lamentarán, y verán al Hijo del hombre que llega en las nubes del cielo con gran poder y esplendor» (Mt 24,30). La parábola del juicio final, referida por el evangelista Mateo, nos sitúa ante la relación peculiar entre el Jesús que sufre en su pasión y en sus hermanos los hombres, pobres y desatendidos, y la futura gloria y esplendor del Hijo del hombre, juez y salvador de la humanidad. Mateo afirma: «Cuando venga el Hijo del hombre con (todo) su esplendor y todos los ángeles con él, entonces se sentará en su trono esplendoroso, y se reunirán ante él todas las naciones; y los separará unos de otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras, y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a la izquierda» (Mt 25,31-33). El esplendor del Hijo del hombre sobresale con extrema nitidez, reflejando su soberanía, al venir acompañado de los ángeles del cielo, y su inmenso poder, capaz de tener el dominio del mundo, separando lo bueno de lo malo. Ese esplendor y poder se contemplan desde el rostro de la naturaleza humana, asumida por Jesús desde su nacimiento, débil y sufriente en los momentos de su pasión y compartida con los marginados de este mundo. El Hijo del hombre se identifica con los hambrientos, sedientos y enfermos de la tierra, y éstos recibirán el reino de Dios. La enfermedad y la pobreza humanas –lo débil y pequeño del hombre– quedan asumidas y enaltecidas en el esplendor de la gloria futura del Hijo del hombre y el poder para reunir en el reino de Dios a los justos y elegidos.

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8.4. Opiniones acerca de la expresión «Hijo del hombre» Si tratamos de buscar el origen de la expresión «Hijo del hombre» encontramos muchas discrepancias entre los biblistas. Veamos la opinión de algunos de ellos: J. Jeremias, al preguntarse si las palabras del «Hijo del hombre» pueden derivarse de Jesús mismo o deben atribuirse a la comunidad, llega a las siguientes conclusiones: a) Nos hallamos en una época temprana, concretamente, en la comunidad primitiva que hablaba arameo. Jesús empleó este título, y es que, según este autor, «en las demás palabras de Jesús que pueden reclamar para sí una gran antigüedad, se hace referencia a Dan 7». b) Jesús habló del Hijo del hombre en tercera persona, distinguiendo entre él mismo y el Hijo del hombre. c) Según los cuatro evangelios, el título «Hijo del hombre» aparece «exclusivamente» en labios de Jesús. Curiosamente, en ninguna parte de los evangelios se designa a Jesús como el Hijo del hombre, ni aparece esta expresión en alguna fórmula de confesión de fe. Siempre aparece en las palabras de Jesús. d) ¿Cómo se explica que la comunidad primitiva acreciente incluso los ejemplos en los que aparece el título del Hijo del hombre y, al mismo tiempo, limite rigurosamente su uso a las palabras de Jesús? A esta pregunta, dice J. Jeremias, no hay más que una respuesta: «el título estuvo enraizado desde un principio en la tradición de las palabras de Jesús; con ello llegó a ser sacrosanto, nadie se habría atrevido a eliminarlo». e) «Las palabras apocalípticas sobre el Hijo del hombre –afirma categóricamente este autor– esas palabras que hemos reconocido como el estrato más antiguo, tienen que derivarse (en su núcleo) de Jesús mismo». f) Ante la observación, iniciada por H. B. Sharman y H. A. Guy, según la cual, en los evangelios sinópticos, los conceptos de «reino de Dios» e «Hijo del hombre» aparecen yuxtapuestos y sin ninguna conexión entre ellos y, por consiguiente, habría que considerar inauténticos todos los logia del Hijo del hombre, J. Jeremias arguye diciendo: «la yuxtaposición inconexa del reino de Dios y del Hijo del hombre es algo que encuentra ya previamente su modelo en el ambiente en que vivió Jesús. Y así

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no constituye objeción alguna contra el hecho de que Jesús empleara el título de “Hijo del hombre”» [7] . Ya desde la perspectiva de la historia de la tradición, este autor opina: «Independientemente de la forma en que haya sido transmitida dicha expresión (bien como o` ui`o,j tou/ avnqrw,pou, bien en la sencilla versión de evgw,), y sin que tratemos de determinar cuál de ellas pertenece a la tradición más antigua, el resultado de la comprobación critica nos lleva a la conclusión de que queda un resto de palabras del “Hijo del hombre” que están transmitidas únicamente en la versión con el título del “Hijo del hombre”, que no tienen al lado tradiciones competitivas, y en las que está excluida, además, la posibilidad de una traducción errónea, porque su contenido muestra que o` ui`o,j tou/ avnqrw,pou se entendió desde un principio en sentido titular» [8] . R. Aguirre presenta la siguiente visión sumaria: Durante mucho tiempo, la opinión dominante ha atribuido a Jesús los dichos que hacen referencia a la venida futura del Hijo del hombre y a su función de juez escatológico, aunque con importantes diferencias. Para algunos, (se cita, entre otros, a Bultmann, Conzelmann y A. Y. Collins) Jesús habló del Hijo del hombre en los términos referidos, pero sin identificarse con él. Otros autores identifican a Jesús con el Hijo del hombre en esas expresiones, diciendo incluso que Jesús eligió esta designación modesta para corregir las desviaciones mesiánicas de la época. Este es el caso de Theissen. Hubo autores, entre ellos Vielhauer, que negaron que Jesús utilizase la expresión del Hijo del hombre por considerarla incompatible con el anuncio del reino de Dios, núcleo de su predicación. Un grupo reducido de autores ha defendido que los dichos que predicen los sufrimientos del Hijo del hombre se remontan a Jesús (es el caso de E. Schweitzer), pero su formulación actual es un producto de reelaboración de la teología de la Iglesia. En la actualidad, continúa este autor, la presentación apocalíptica de Jesús –dichos sobre el Hijo del hombre futuro, glorioso y juez escatológico– está en horas bajas (relativamente), y no se remonta a Jesús. Esta posición –asegura este autor– «puede ser fundamentalmente acertada». Una opinión insostenible es la que afirma que Jesús esperó en un Hijo del hombre diferente de él. Su predicación del reino de Dios y la función de su persona en él no dejan lugar a otro personaje escatológico [9] . J. Ratzinger, al tratar el título «Hijo del hombre», afirma que esta expresión «es característica de las palabras de Jesús mismo; después, en la predicación apostólica, su 290

contenido se traslada a otros títulos, pero ya no se adopta el título como tal. Se trata de una cuestión bien comprobada, pero en la exégesis moderna se ha desarrollado un amplio debate en torno a ella; quien intenta entrar en tal debate se encuentra en un cementerio de hipótesis contradictorias» [10] . G. Bornkamm considera que la concepción (muy extendida) según la cual el título de «Hijo del hombre» habría sido reivindicado por Jesús como señal de su dignidad mesiánica plantea problemas de difícil solución. De hecho, en ningún lugar evangélico se explicita la relación entre la existencia terrestre de Jesús y su figura de juez celeste. Este autor opina que: «parece probable que el Jesús histórico no se ha aplicado tampoco a sí mismo el título de “hijo del hombre”». Y, a la pregunta de por qué ese título se encuentra tan frecuentemente en las afirmaciones de Jesús sobre sí mismo, responde: «para la comunidad palestina más antigua a la que debemos la transmisión de las palabras del Señor, ese título expresaba mejor que todos lo esencial de la fe y debía ser garantizado por la autoridad del mismo Jesús» [11] . Según J. A. Fitzmyer, «la mejor forma de explicar el uso de esta expresión (Hijo del hombre) como si fuera un título aplicado a Jesús en el nuevo testamento es como un desarrollo, hecho en la primitiva comunidad cristiana, a partir de los dichos en que él utilizó la expresión “Hijo de hombre” aplicada a sí mismo, en sentido que no correspondía a un título ni tenía carácter sustitutivo, significando nada más que “un ser humano”. En la tradición evangélica anterior a su formulación por escrito, asumió el sentido de un título, y esa es la razón por la que se conservó en su bárbara forma griega. Sin embargo, las connotaciones que tiene la expresión en los diversos contextos del nuevo testamento deben analizarse de forma individual» [12] . Las conclusiones, a las que llega J. D. G. Dunn en este tema, son las siguientes: a) En virtud de los conocimientos disponibles en la actualidad, no es posible hablar con certeza de un concepto pre-cristiano del Hijo del hombre. b) La interpretación datada más temprana del «Hijo del hombre» de Daniel como un individuo particular es la identificación cristiana del «Hijo del hombre» con Jesús, hecha, bien por las comunidades post-pascuales o por el mismo Jesús. c) El pensamiento del Hijo del hombre como una figura celestial preexistente no parece haber surgido en círculos judíos o cristianos antes de las últimas décadas del siglo I de nuestra era [13] . 291

8.5. Significado de la expresión «Hijo del hombre» Expuestas las teorías acerca del origen de la expresión «Hijo del hombre», el significado de la misma, en conformidad con la antigua apocalíptica del judaísmo, debe entenderse en términos de gloria, de poder y de señorío. El título «Hijo del hombre», según reconocen los apocalipsis, tiene un origen celestial y sus funciones son casi divinas; indica, indudablemente, no una humillación, sino una trascendencia. Jesús, como Hijo del hombre, cumple en este mundo el designio de Dios en el cielo. El Hijo del hombre, una vez culminada la persecución contra la comunidad que ha seguido su mensaje, aparecerá de forma inesperada y repentina, rodeado de gloria y de poder, acompañado de ángeles, y sentado en el trono, a la derecha de Dios, para juzgar a las tribus de Israel. Es un poder que procede de arriba, de lo alto, a diferencia del «hombre» de la visión de Daniel que, aun viniendo del cielo, «llegó hasta el anciano y fue llevado ante él» (Dan 7,13), es decir, de abajo hacia arriba. La manifestación del Hijo del hombre en poder y majestad abre las puertas al reino y señorío de Dios, reino al que habrán de servir todos los pueblos y cuyo destino será eterno. Pero el poder del Hijo del hombre se distancia radicalmente de las expectativas del judaísmo que ansiaba un caudillo del linaje de David que liberase a Israel del imperio romano, satisfaciendo las perpetuas ansias nacionalistas del pueblo elegido. El poder del Hijo del hombre tiene que ver más con la luz y la esperanza que con el dominio político y terreno. Ese poder es universal y en consecuencia atañe a toda la comunidad cristiana que en medio de las dificultades de la peregrinación por este mundo debe mirar con esperanza y alegría al final glorioso de la liberación completa y definitiva trazada desde antiguo por Dios. El poder del Hijo del hombre es el poder de Jesús. No importa que Jesús hable siempre del Hijo del hombre en tercera persona. No existe distinción entre ambas realidades. No es posible que la expresión del «Hijo del hombre» haga referencia a una figura de salvación distinta de su persona. Él no prefigura a nadie. Él, y no otro, es el que ha de venir en gloria, pues solo él dio cumplimiento a la voluntad del Padre. Entonces, ¿por qué esa distinción entre Jesús y el Hijo del hombre? En mi opinión, la respuesta de J. Jeremias es convincente. Se expresa así: «Jesús, cuando habla en tercera persona, no distingue entre dos personas distintas, sino entre el presente en que él está y el status exaltationis. La tercera persona expresa la “relación misteriosa” que existe entre Jesús y 292

el Hijo del hombre: él no es todavía el Hijo del hombre, pero él será exaltado como Hijo del hombre» [14] . El «Hijo del hombre» es, innegablemente, un terminus gloriae. El sentido teológico del mismo no se agota en sí mismo; más bien, reclama otro concepto, que lo complementa y aclara: el descrito en Isaías, cuando se relata la humillación del Siervo hasta la muerte y la exaltación y glorificación por Yahvé (Is 53). El descarnado «Hijo del hombre» de los apocalipsis, convertido casi en una idea, toma forma real en el Jesús de la historia. La resurrección y la parusía realizan en plenitud la dimensión histórica del Hijo del hombre. En ese cumplimiento y manifestación final, unificados el plan de Dios y el acontecimiento histórico, el Hijo del hombre –Jesús– se identifica con todos los hombres. Las palabras del evangelio de Mateo, aunque escuetas y sin aclaraciones, presentadas con la solemnidad que corresponde al poder de Jesús, así lo confirman: «Os digo de verdad: todo lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, me (lo) hicisteis a mí» (Mt 25,40).

[1] O. CULLMANN, Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1998), 199-260, ofrece una visión interesante de este tema, bajo los apartados siguientes: 1. El Hijo del hombre en el judaísmo; 2. Jesús y la idea del Hijo de hombre; 3. La cristología del Hijo del hombre en el cristianismo primitivo; 4. La noción del Hijo del hombre según el apóstol Pablo; 5. El Hijo del hombre en los otros escritos del Nuevo Testamento; 6. El Hijo del hombre en el judeo-cristianismo e Ireneo. R. FABRIS , Jesús de Nazaret. Historia e Interpretación (Salamanca: Sígueme, 1992), 193, 202. [2] En el Apocalipsis, en la visión inaugural, se dice que Juan se volvió para ver la gran voz que hablaba con él y vio siete candelabros de oro, y en medio de los candelabros alguien «parecido a un hijo de hombre» (Ap 1,13). En los sinópticos, Jesús se aplica a sí mismo este apelativo, mientras que aquí presenta exclusivamente el carácter misterioso de los escritos apocalípticos, que anuncian la realización del plan de Dios a favor de los suyos. [3] Cf. J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009), 302-304. [4] Cf. R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009), 206. [5] J. MARCUS , El Evangelio según Marcos 1,1 – 8,21 (Salamanca: Sígueme, 2010), 619-620, afirma lo siguiente: «El libro de Daniel, que ha de ser datado poco después del comienzo de la rebelión de los Macabeos (el año 167 a. C.), toma ese uso del Antiguo Testamento y lo transforma de un modo radical, definitivo, quizá bajo la influencia de mitos del antiguo Oriente Próximo». [Cita aquí a J. J. COLLINS , The Apocalyptic Imagination (New York: Crossroad, 1984), 78-80]. Y continúa: «G. W. E. Nickelsburg ha resumido así esa transformación: “Paradójicamente, un término genérico, que significaba ʻun ser humanoʼ, ha venido a desplegar un aura teológica y eventualmente ha recibido un haz de significados técnicos más altos”» [G. W. E. NICKELSBURG, Son of Man, en D. N. Freedman, Anchor Bible Dictionary (New York: Doubleday, 1992) vol. 6, 137].

[6]

J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret (Primera parte). Desde el Bautismo a la

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[6] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret (Primera parte). Desde el Bautismo a la Transfiguración (Madrid: La Esfera de los Libros, 2007), 378. [7] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009), 307-311. [8] Ibid., 306. Estas palabras se encuentran en: Mc 13,26 par; 14,62 par. Mt 24,27.37b par; Lc 17,24-26; Mt 10,23; 25,31; Lc 17,22.30; 18,8; 21,36; Jn 1,51. [9] R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009), 207-208. [10] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret (Primera parte). Desde el Bautismo a la Transfiguración (Madrid: La Esfera de los Libros, 2007), 374. [11] G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret (Salamanca: Sígueme, 2002), 224. [12] J. A. FIT ZMYER , Catecismo Cristológico Respuestas del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1998), 103. [13] J. D. G. DUNN, Christology in the Making. A New Testament Inquiry into the Origins of the Doctrine of the Incarnation (Chatham: Mackays of Chatham PLC, 1992), 95-96. [14] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009), 320.

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CAPÍTULO 9:

El Mesías

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9.1. Jesús, el Mesías Los títulos cristológicos, en general, indican el camino de fe de la comunidad en Jesucristo, un camino siempre enigmático y seductor, a la vez que escabroso y alentador. Significativamente, el título de «Mesías», aplicado a Jesús de Nazaret, es, tal vez, el que mejor representa la esperanza de la comunidad eclesial en su Señor y, a la par, el que esconde mayor grado de desorientación entre los cristianos. En él están incluidas las promesas salvadoras de Dios al pueblo de Israel –y a toda la humanidad– que han sido anunciadas en el Antiguo Testamento, así como el cumplimiento de las mismas durante todo el proceso de la salvación y donde se aprecia el auténtico sentido y la dimensión del amor de Dios a todos los hombres [1] .

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9.2. Significado del término «Mesías» Los planes de Dios sobre la historia de salvación del pueblo de Israel son inexplicables sin la figura del «Mesías». Esto implica que es preciso conocer el significado de este término en los escritos del Antiguo Testamento para poder explicar correctamente su sentido en las referencias aparecidas en el Nuevo Testamento. Una vez más, se comprueba que el primer Testamento prefigura y anuncia aquello que el Nuevo realiza y lleva a plenitud. El término «Mesías» procede del arameo axyvm (m’siha), relacionado con el hebreo xyvm (masiah), que significa «Ungido». La traducción al griego es cristo,j, cuya versión en español es «Cristo». La simplicidad del término no se corresponde con la complejidad del concepto expresado. El judaísmo reconoció como «ungidos» a muchos personajes –reyes, sacerdotes y profetas– asociados a la intervención definitiva de Dios a favor del pueblo de Israel. Estos personajes mesiánicos no aparecían en todas las concepciones escatológicas de Israel, en el sentido de que, en teoría, podría producirse la llegada del reino de Dios sin que esta estuviera vinculada a un «mesías». Por otra parte, las ideas del pueblo sobre el «Mesías» eran muy variadas, aunque la predominante vislumbrase un futuro glorioso del pueblo de Israel, una vez derrotados y aniquilados sus enemigos. En este contexto, resulta extremadamente fácil y útil, a la vez, la distinción que hacen los exegetas entre «personajes mesiánicos», con funciones de «libertadores» del pueblo de Israel y «el Mesías», el ungido de la dinastía de David, en quien se cifraba la esperanza de la liberación definitiva del pueblo escogido. Las reflexiones que se exponen a lo largo de este apartado se limitan al mesianismo enmarcado en la institución monárquica del pueblo judío. Antes de comenzar el estudio específico del título de «Mesías», conviene resaltar la importancia que adquirió en la vida de Jesús. Una vez resucitado Jesús de entre los muertos, los discípulos alcanzaron pronto conciencia del profundo significado del término, estrechamente vinculado a la vida de su Maestro y, significativamente, asociado indisolublemente a la muerte de su Señor. Por otra parte, el reconocimiento de Jesús como «Mesías» modifica esencialmente el sentido primitivo del término, distanciado enormemente de la forma de vida de Jesús de Nazaret. La importancia del término «Mesías» lo convirtió en el cristianismo primitivo en el nombre propio de Jesús. Los cristianos –bajo la influencia de Pablo, especialmente– comenzaron a hablar de Jesús como «Cristo» o «Jesucristo», siempre con el sentido de 298

liberación y salvación en las categorías del reino de Dios que él mismo anunciaba y personificaba (cf. 1 Cor 1,1; 1,2; 1,12; 8,5; 9,22; 18,28; Col 2,20; 3,24; Ef 1,1; 1,20; 2,7; Gal 1,6; 2,4; 4,4; Flp 1,1; 1,20; 3,8; Rom 1,1; 5,6; 8,11; 16,16). Veamos ahora en amplitud el sentido del término «Mesías».

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9.3. «Mesías» en el Antiguo Testamento De forma genérica, puede afirmarse que el título de «Mesías» aplicado a Jesucristo se encuentra ya prefigurado en los escritos del Antiguo Testamento. La novedad que implica el acontecimiento «Cristo» no rompe la continuidad entre el Antiguo Testamento y el Nuevo, supuesta siempre la superación del segundo respecto al primero. Pese a todo, los ecos del mesianismo del Antiguo Testamento, percibidos por el judaísmo de tiempos de Jesús de Nazaret, tienen, en principio, tonos de vaguedad e, incluso, de ambigüedad. El personaje representado correspondía tanto a un descendiente de David como a un profeta o a un familiar de la clase sacerdotal. En cualquier caso, no obstante, el «mesías» traería consigo el fin de la dominación romana y la paz definitiva –política y religiosa– del pueblo de Israel. El Dios de Israel manifiesta su poder a toda la creación mediante la soberanía que ejerce a través de su pueblo, elegido entre todas las naciones. Yahvé es rey, su dominio es universal, y el mundo será gobernado en su nombre por un «mesías» del pueblo de Israel, con connotaciones de presente y también con esperanzas escatológicas. Todo rey «ungido», en los primeros tiempos de la monarquía davídica (s. X a.C.), era considerado un enviado por Dios al pueblo para su liberación y realización. Su misión era excelsa, aunque su naturaleza se presente con formas imprecisas e indeterminadas. El oráculo del profeta Natán, probablemente, como afirma R. E. Brown [2] , «el primer documento literario del carácter mesiánico de la dinastía de David», combina un oráculo con una impresionante plegaria del rey David en la que se afirma contundentemente la intervención de la divinidad en la elección de David y de su casa, aparte de garantizar su perpetuidad. El profeta comunica a David: «Él construirá una casa a mi Nombre, y consolidaré el trono de su realeza para siempre» (2 Sm 7,13). Y la plegaria confiada del rey suplica a Yahvé: «Dígnate, pues, ahora bendecir la casa de tu siervo a fin de que subsista siempre en tu presencia; puesto que tú, ¡oh ‘Adonay ‘Elohim!, has hablado, y la casa de tu siervo será bendita con tu bendición eternamente» (2 Sm 7,29). El complejo Salmo 89 (Sal 89,1-38), una lamentación real pronunciada tras una derrota militar, comparte el vocabulario y los contenidos del texto comentado anteriormente. Los favores de Yahvé a Israel son inmensos, comenzando con la creación hasta llegar al establecimiento de la dinastía davídica (Sal 89,1-5); Yahvé es realmente el 300

auténtico rey de Israel, que triunfa con su brazo poderoso sobre las fuerzas de la naturaleza y el poder de los hombres (Sal 89,20-38); las transgresiones legales y las adversidades terrenas no afectarán a la dinastía que ejercerá un dominio supremo (Sal 89,39-44); aunque cese el esplendor y el brillo propios de reyes y templos, la promesa de Yahvé de una dinastía eterna y de una alianza con David es inquebrantable. Y así al final, el Salmo concluye con una bendición: «¡Bendito Yahvé por siempre! Amén, amén», que sella el libro III del Salterio. Los «salmos reales» constituyen una referencia obligada en el mesianismo de la etapa anterior al siglo VIII a.C. Se llaman así porque en ellos el centro de atención es el rey. Se desconoce el número exacto de estos salmos, y se discute su fecha de composición. Estudios recientes de la poesía de Ugarit y el descubrimiento de los himnos de Qumrán parecen indicar que, al menos algunos de ellos, datan del periodo monárquico (ca. 1000-600 a.C.). Uno de ellos, el Salmo 2 (Sal 2,4), habla de la conspiración de los gobernantes contra Yahvé y contra «su Ungido», sin que la expresión haga referencia literal a Jesús –como se pensó en otro tiempo–, sino que, más bien, describe simbólicamente la relación entre Dios y su representante, el rey. Interpretación similar ha de atribuirse al Salmo 110, cuando dice: «Te acompaña el principado, el día de tu nacimiento, el esplendor sagrado desde el seno, desde la aurora (a modo de rocío) de tu infancia. Lo ha jurado Yahvé y no ha de arrepentirse: “Tú eres sacerdote para siempre, a la manera de Melquisedec”» (Sal 110,3-4). No se trata de una filiación divina, ni de un sacerdocio específico, sino, más bien, de cualidades que adornan la vida de un rey, coronado de victoria y esplendor, imagen de la grandeza prometida a la descendencia de David. Aunque el sentido del texto esté sometido a debate, el comentario bíblico de San Jerónimo afirma que: «Lo fundamental parece ser que el monarca davídico era heredero del rango (que incluía el sacerdocio) de los antiguos reyes jebuseos de Sión (Gn 14,1824)» [3] . El Salmo 72, con encabezamiento «de Salomón», como corresponde a una oración dinástica por la familia real, y de una clara datación temprana (s. X a.C.), expresa una idea nítida del reino mesiánico. El salmo, utilizando expresiones cortesanas de los imperios vecinos de Israel, dibuja a un soberano ideal que triunfa sobre sus enemigos, ejerce la justicia con el pobre y el desvalido y libera a su pueblo del peligro extranjero. La justicia otorgada por Dios al rey debe traducirse en la acción del soberano por la defensa

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del pobre y del indigente (Sal 72,1-4). El rey, fuente del orden natural y de la fertilidad de la naturaleza, «durará cuanto el sol y al igual que la luna de generación en generación» (Sal 72,5) y «dominará de un mar a otro (probable referencia al Mar Mediterráneo y al golfo Pérsico) y del Río (el Éufrates) a los confines de la tierra» (Sal 72,8). Los adversarios se postrarán ante él (Sal 72,9) e incluso los reyes y las naciones de la tierra le servirán (Sal 72,11). El rey, aun siendo poderoso, se apiada del pobre y del débil, cuyas vidas salvará (Sal 72,12-14). El salmo termina con una oración por el rey; en él «serán benditas las familias todas de la tierra» (Sal 72,17), un eco de las bendiciones de Dios a Abrahán, en su partida hacia Palestina y Egipto (Gn 12,3), en el sacrificio de su hijo Isaac (Gn 22,18), a Isaac en Gerar (Gn 26,4), a Jacob (Gn 28,14), y a los hijos de José (Gn 48,20). El salmo traza minuciosamente la excelsa figura del rey, pero, como observa R. E. Brown, «en ningún lugar (del salmo) se presenta al rey como un libertador escatológico futuro. Él es el idealizado sucesor reinante de David y el heredero de las promesas de la alianza hechas a David» [4] . El mesianismo regio, eclipsado y pervertido por la corrupción de monarcas y gobernantes alejados de Yahvé, aparece con signos de esplendor y de esperanza en los escritos del Antiguo Testamento a partir del siglo VIII a.C. Así puede comprobarse en el mensaje de grandes profetas de Israel, como Isaías, Miqueas, Jeremías y Ezequiel. Las esperanzas del mesianismo regio –con la intervención de Dios y la garantía de permanencia del reino– quedan reflejadas espléndidamente en la profecía de Isaías (Is 7,14-17). Las circunstancias históricas de la profecía se encuentran en el segundo libro de los Reyes (2 Re 15-16) y el segundo de las Crónicas (2 Cr 28). Hacia las primeras décadas del siglo VIII a.C. el imperio asirio, conducido por Tiglatpiléser (745-727 a.C., considerado fundador del imperio Neo-Asirio), intenta dominar el territorio de su enemigo más poderoso, el imperio de Egipto, previa la invasión de los reinos de Siria, Israel y Judá. El rey de Siria, Razín, busca aliados en Israel, cuyo rey es Pecaj, y en Judá, donde reina Ajaz. Un desacuerdo de Razín y Pecaj con Ajaz, conduce a Siria e Israel a atacar Jerusalén, exterminar a la familia real de Ajaz y pretender establecer como rey de Judá al hijo de Tabeel, pagano e idólatra (Is 7,6). Amenazada así la dinastía davídica, y ante el peligro de extinción del pueblo de Israel, el profeta Isaías reprende duramente la desconfianza de Ajaz en las palabras de Yahvé y reafirma con una promesa el futuro de la dinastía davídica. Dice así: «He aquí 302

que la doncella concebirá y parirá un hijo, a quien denominará con el nombre de Emmanuel» (Is 7,14). La mente cerrada de Ajaz se niega a reconocer el signo (en hebreo, twa [‘ot]), que será la confirmación en el futuro de la verdad que el profeta ha comunicado al rey. La interpretación de la palabra hml[h (ha almah), y no hlwtb (betulah), el término técnico para referirse a una virgen), que puede entenderse como parqe,noj o virgo, se ha atribuido tradicionalmente a María; hoy en día, la opinión más probable aplica el término a una esposa del rey Ajaz. En cualquier caso (y este es el contenido fundamental de la promesa), el «hijo» garantizará el futuro de la casa de David. Él es el Emmanuel, de quien se dice que: «sobre cuya espalda reposa el principado y cuyo nombre será “Consejero maravilloso, El fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz”» (Is 9,5). En el trono de David se establecerá de nuevo la fortaleza, la justicia y la paz. Ciertamente, Ezequías –sucesor de Ajaz– encarnará, en buena medida, los valores de Yahvé en el reino de Judá, pero las expectativas del mesianismo davídico se prolongarían durante muchas generaciones, que esperarían ilusionadas la realización definitiva de las promesas de Dios. El capítulo 11 de Isaías (Is 11,1s) proyecta la idea del rey ideal en un periodo futuro, más remoto aún de lo que indican los pasajes examinados anteriormente. Pasando por alto la diversidad de opiniones acerca de la fecha de composición de este bello y poético fragmento, cargado de imágenes del mundo oriental y mediterráneo, queda claramente afirmado el carácter carismático del monarca esperado, continuamente presente en los ideales del pueblo de Israel. Saldrá un brote «del tocón de Jesé» (padre de David) y sobre el vástago, germinado de sus raíces, «se posará el Espíritu de Yahvé» (Is 11,1-2), es decir, la fuerza divina estará con él para cumplir misiones que superen sus propias fuerzas. Los dones que menciona el profeta Isaías representan las cualidades de un soberano ideal que, en resumen, describen la justicia interna del reino y la paz con los poderes políticos del exterior. El monarca futuro gozará del «espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y de fuerza, espíritu de conocimiento y de temor de Yahvé» (así aparece en el texto masorético), a lo que se añade en los LXX el v. 3 «y le alentará en el temor de Yahvé», de donde surgirá la formulación de los conocidos «siete dones del Espíritu Santo» de la tradición católica. El reino del soberano ideal, guiado por el conocimiento y el temor de Yahvé, signo inequívoco de garantía y eficacia, se entroncará en la dinastía de David y extenderá su

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paz por todos los pueblos. La justicia ideal y perfecta guía a la paz completa, descrita en este capítulo de Isaías como retorno al paraíso (Is 11,6-8). Como afirma R. E. Brown, «Estas dos ideas, la restauración de la dinastía de David y el alcance religioso y universal de la salvación de la que es instrumento la dinastía de David, probablemente aparecen aquí combinadas por primera vez en el antiguo testamento» [5] . El profeta Miqueas, cuya actividad se extiende aproximadamente del año 725 al 712 a.C., contemporáneo, por tanto, del profeta Isaías, quien influye en alguno de sus escritos (Is 10,27-32, Is 5,8-10), anuncia también la esperanza del rey mesiánico y el destino glorioso de Israel entre las naciones de la tierra. El descendiente de David, quien ha de ser dominador en Israel, saldrá de la ciudad de Efratá, identificada en el texto hebreo con Belén, la ciudad de Jesé y de David, rey de las doce tribus de Israel. El «Mesías», nacido en Belén, será un soberano que «pastoreará revestido de la potestad de Yahvé» (Miq 5,3), reinará «hasta los confines de la tierra» (Miq 5,3) y él mismo «será la Paz» (Miq 5,4) contra la temible invasión del pueblo asirio. La idealización del «Mesías», rey pacífico, es absoluta. Jeremías, cuya vocación profética tiene lugar en el reinado de Josías (626 a.C.), testigo de una época turbulenta en la que contempla el vasallaje de Judá con respecto a Asiria y la caída de Asiria bajo los ataques del nuevo imperio babilónico, otea también la esperanza mesiánica. En vivo contraste con la situación de la monarquía de su tiempo – Sedecías había sido impuesto por Babilonia– Jeremías anuncia un heredero de David que «reinará como rey y obrará sabiamente, y ejercitará derecho y justicia en la tierra» (Jer 23,5). Este vástago de David, que ejercerá la justicia, es decir, constatará la presencia y la voluntad salvadora de Dios a Israel, será «la salvación de Judá, e Israel habitará en seguridad» (Jer 23,6). Israel y Judá compartirán la salvación del futuro mesías. El nombre que recibirá será «Yahvé nuestra justicia» (Jer 23,6). El oráculo proclamado presagia una nueva era. Cuál sea esa nueva era, depende, en gran medida, de la idea sobre el mesianismo y de la relación que se establezca entre él y la escatología. En el Comentario bíblico San Jerónimo se dice: «Nosotros creemos que Jeremías se refería a un mesianismo regio vinculado estrechamente con la historia. La dicha venidera no se fija para el final de los tiempos sino para el final de un periodo concreto que ha sido negativo. Además, el mesianismo que propone Jeremías no es otra cosa que el cumplimiento

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absoluto del reinado sagrado como medio elegido por Dios para llevar a cabo las bendiciones de alianza: la paz y la justicia para su pueblo en la tierra prometida» [6] . La misma idea reaparece en el capítulo 30 (Jer 30,9). Si en el comentado capítulo 23 (Jer 23,5) se habla de un rey descendiente de David, aquí se hace referencia exclusivamente a David, indicando la forma en que el pueblo de Israel vivirá en los tiempos mesiánicos, una vez superados las angustias y sufrimientos de más de cien años de exilio: «En aquel día –oráculo de Yahvé Sebaot– sucederá que quebraré su yugo de encima de tu cuello y tus coyundas romperé, y no le someterán más los extranjeros, antes servirán a Yahvé, su Dios, y a David, su rey, que yo suscitaré para ellos» (Jer 30,89). El capítulo 17 del profeta Ezequiel (inicia, al parecer, su ministerio profético en el año 593 a.C.), que comienza con una fábula o narración sobre animales que obran como seres humanos, culmina con los versículos 22 y 23, en los que se plasma la promesa de restauración de la dinastía de David. En ellos se lee: «Así ha dicho ‘Adonay Yahvé: También yo tomaré (una rama) de la copa del elevado cedro y la pondré; de la punta de sus ramas arrancaré tierno vástago y lo plantaré yo mismo sobre alta y prominente montaña; en la montaña excelsa de Israel lo plantaré, y echará ramas y dará fruto, y se convertirá en un cedro magnífico. Bajo él habitará toda suerte de pájaros, todo alado, a la sombra de sus ramas morarán» (Ez 17,22-23). Las imágenes utilizadas están llenas de referencias bíblicas. La «rama», cogida de la copa del cedro, representa al rey futuro de la casa de David. Si el cedro simboliza al rey de Judá, los árboles son las naciones vecinas de Israel y los pueblos que pertenecerán al reino mesiánico. A su sombra se cobijará toda clase de pájaros, en clara referencia al relato del diluvio y a la grandeza del rey (Ez 31,6). El esplendor y la gloria retornarán a Israel con el nuevo rey, que devolverá al olvido la humillación y castigo en los que se había abatido. Este relato, así como otros de Ezequiel (Ez 34,23), no revela la función salvadora del rey. Las calamitosas circunstancias nacionales de la época de Ezequiel impedían probablemente una visión más completa y esperanzadora de la que plasmó el profeta. El mesianismo postexílico (587-539 a.C.) resulta complejo y altamente diferenciado, si se compara con el de épocas precedentes. Las escasas pruebas que invocamos para su definición corresponden a las encontradas en los últimos libros del Antiguo Testamento, a los escritos apócrifos judíos y a los manuscritos del Mar Muerto. 305

Sin el gobierno de la dinastía davídica a partir de Zorobabel (príncipe judío, nieto del penúltimo rey de Judá, llevado en cautividad el año 597 a.C.), se difuminó la idea de un rey que instauraría la línea de David, orientándose las expectativas mesiánicas a un futuro más indefinido e impreciso, en el que, por supuesto, cabría la intervención de Dios para salvar al pueblo de Israel. En este sentido, aunque referido en limitadas ocasiones fuera de los escritos del Nuevo Testamento, podemos comenzar a hablar del «Mesías» en el sentido estricto del término. El «Mesías» se concebiría en términos de un personaje trascendente, que manifestaría definitivamente el poder de Dios sobre la salvación de Israel, y cuya intervención se produciría en unas circunstancias históricas determinadas, aunque, a veces, su expectación encubriese ciertos elementos apocalípticos. En el profeta Zacarías aparece una concepción novedosa de la figura del reysalvador. El rey que viene a la hija de Sión o a Jerusalén (que reinará en el futuro) «es justo y victorioso, humilde y montado sobre un asno, sobre un pollino cría de asnas» (Zac 9,9). Es «justo», es decir, cumple la voluntad de Dios, y «pacífico», desprovisto de connotaciones guerreras. «Montado sobre un asno» transmite no la humildad, sino la paz, puesto que para las guerras se utilizaban los caballos. Esta visión de Zacarías sobre el «Mesías» contrasta con otras, que le atribuyen elementos espirituales y políticos, como sucede en Los Salmos de Salomón, obra apócrifa del siglo I d.C. Los escritos del Mar Muerto mencionan diferentes tipos de «mesías» o «ungidos», entre los que se incluyen personajes pertenecientes al linaje sacerdotal. En la comunidad de Qumrán se habla de un «mesías de Aarón» (el mesías sacerdotal) y un «mesías de Israel» (el mesías rey) –superior el primero al segundo– y, a veces, se aplica el término a los profetas del pueblo de Dios (1QS 9,11). En ningún caso aparece la figura del «Mesías», ni términos que puedan hacer referencia a ella, como «Hijo del hombre» o «Siervo de Yahvé». En su voluminosa historia sobre los judíos y el pueblo de Israel, Flavio Josefo utiliza el vocablo cristo,j en dos ocasiones, y en ambos casos referido a Jesús [7] . Y los historiadores están de acuerdo en admitir que, en toda la historia del pueblo judío anterior a los comienzos del siglo II d.C., solo Jesús de Nazaret fue considerado «Mesías». La desaparición de la dinastía de David, sin gobierno durante quinientos años, provocó un cambio radical en las expectativas mesiánicas del pueblo judío. Es innegable, dados los testimonios de los evangelios y de otros escritos judíos de la época, que los 306

judíos del periodo intertestamentario fueron siempre conscientes de la esperanza mesiánica, pero, al mismo tiempo, la figura del «Mesías» se vio desdibujada y mezclada con otros personajes salvadores –escatológicos o no– como el «Hijo del hombre» o el «Siervo de Yahvé». La idealización de la figura mesiánica por parte del pueblo de Israel, con matices nacionalistas y de salvación, no se desbarató con la venida de Jesús de Nazaret al mundo. Con otras palabras, no es riguroso interpretar el «mesianismo» del pueblo de Israel a la luz del acontecimiento salvador de Cristo que, para los cristianos, constituye el esplendoroso y absoluto cumplimiento de las promesas de Dios al pueblo de su elección. Jesús significó un cambio en la concepción del «mesianismo» del pueblo judío, y también, la realización más completa.

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9.4. El «Mesías» en el Nuevo Testamento Los evangelios son testimonios incuestionables de la fe de la Iglesia primitiva en Jesús de Nazaret, el «Mesías», el Cristo,j, el «Ungido», el descendiente de la casa de David esperado por el pueblo de Israel. De hecho, resulta inconcebible el cristianismo sin la aceptación de Jesús como «Mesías». Algo muy distinto es escudriñar el propio pensamiento de Jesús sobre el significado y sentido de esta realidad mesiánica y la aplicación a su misión salvadora. A esclarecer este conocimiento se orientan las reflexiones sobre los pasajes evangélicos que hacen referencia a esta cuestión. Me refiero exactamente a los episodios de la profesión de fe de Pedro, a la pregunta del sumo sacerdote a Jesús ante el sanedrín sobre su mesianismo, a la interrogación de Pilato acerca del rey de los judíos, a la espera del «Mesías» de la mujer samaritana y a las constantes afirmaciones de su mesianismo por parte de sus seguidores después de su resurrección. Expliquemos caso por caso. a) La confesión de Pedro La confesión de Pedro, que recoge el evangelista Marcos (Mc 8,27-33; Mt 16,15-23; Lc 9,20-22), constituye un episodio singular para establecer la peculiar relación de los discípulos con su Maestro y determinar la identidad mesiánica de Jesús de Nazaret. El texto dice así: «Salió Jesús con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo, y en el camino preguntaba a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?”. Ellos dijeron: “Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que uno de los profetas”. Y él les preguntó a ellos: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Pedro le respondió así: “Tú eres el Mesías”. Y les prohibió decir a nadie (esto) de él. Y empezó a enseñarles que el Hijo del hombre tenía que sufrir mucho, y ser rechazado por los ancianos y los sumos sacerdotes y los escribas, y sufrir la muerte, y después de tres días resucitar. Y les declaraba la cosa abiertamente. Pedro se lo llevó aparte y empezó a reprenderle. Pero él, volviéndose y viendo a sus discípulos, reprendió a Pedro, y dijo: “¡Apártate de mí, Satanás! Porque no tienes en cuenta las cosas de Dios, sino las de los hombres”» (Mc 8,27-33). El escenario del relato (una vez que Jesús y sus discípulos parten de Betsaida hacia el norte) se sitúa en la parte alta de la región de Galilea, en los altos del Golán, donde

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inicia su curso el río Jordán, en las aldeas de una ciudad llamada Panias en la antigüedad, y conocida en tiempos de Jesús como Cesarea de Filipo, en honor de César Augusto y de su valedor, Filipo, un hijo de Herodes el Grande. La ciudad, solamente mencionada por Marcos en esta ocasión, vinculada a la gentilidad, lugar de continuas actividades visionarias, y sometida al poder del imperio romano, constituye el marco perfecto para el desarrollo de la historia, narrada por el evangelista Marcos. Ante la pregunta de Jesús acerca de su identidad, sus discípulos responden con absoluta normalidad, invocando personajes importantes del Antiguo Testamento, vivos para ellos, en conformidad con las creencias extendidas en el judaísmo antiguo. Cuando la pregunta se dirige directamente a ellos mismos, Pedro responde: «Tú eres el Mesías», Su. ei= o` cristo.j. La reacción de Jesús fue desconcertante: les ordenó, increpó, que a nadie hablaran de él. La confesión de Pedro, afirmando que Jesús era «el Mesías», no fue incorrecta, aunque sí insuficiente. El silencio que impone Jesús a sus discípulos permite adivinar que la identificación de Jesús como Mesías solo será perfecta y asumible una vez que Jesús pase por el sufrimiento, la muerte y la resurrección. Pedro, al parecer, no comprendió la asociación entre el Mesías y el sufrimiento. Jesús «empezó a enseñarles» muy claramente que era necesario (así estaba escrito) que el Hijo del hombre sufriese, muriese y, al final, resucitase. Pedro, ignorando la enseñanza de Jesús, reprende a su maestro, y Jesús llamará Satanás a Pedro porque entiende las cosas divinas desde una perspectiva meramente humana. El evangelio de Mateo reproduce este episodio, con ligeras variantes (Mt 16,20-23). La gran novedad de este evangelista es la formulación de la profesión de fe y la felicitación de Jesús a Pedro: «Simón Pedro respondió así: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo”, Su. ei= o` cristo.j o` ui`o,j tou/ Qeou/ tou/ zw/ntoj, Jesús le respondió así: “¡Feliz de ti, Simón Bar Joná! Porque no te (lo) reveló (la) carne y la sangre, sino mi Padre (que está en los cielos). Y yo, por mi parte, te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del averno no podrán contra ella”» (Mt 16,1618). Mateo atrae la atención de sus lectores utilizando el nombre completo de Pedro (Simón Pedro), portavoz del grupo de discípulos, que expresa plenamente y solemnemente la confesión de fe: o` Cristo,j, añadiendo la expresión bíblica Qeo,j zw/n. 309

Jesús es el representante de Dios que, a diferencia de los ídolos del mundo pagano, actúa en la historia del pueblo de Israel y felicita a Pedro, hijo de Juan, conforme al estilo semítico (convertido aquí en centro de atención) porque ha confesado a Jesús como el Mesías. La felicitación de Jesús a Pedro va vinculada, por otra parte, a la promesa de que la Iglesia será edificada sobre Pedro, a quien se le concederán las llaves del reino de Dios y el poder de atar y desatar en la tierra y en los cielos (Mt 16,18-19). Algunos exegetas estiman que las adiciones de Mateo al material obtenido de Marcos son una elaboración del propio Mateo; otros, en cambio, apoyándose en el tono semítico de la adición, opinan que este evangelista reúne dos tradiciones: una, recibida de Marcos, en la que se identifica a Jesús con el Mesías, pero sin mostrar una comprensión precisa de este título, y otra, en la que se confiesa a Jesús como Hijo de Dios, hecha por Pedro después de la resurrección [8] . Lucas, antes de llegar a la confesión de Pedro, ha diseñado cuidadosamente la vocación de unos pescadores (Lc 5,1-11), ha elegido a doce apóstoles (Lc 6,12-14) y ha enviado a los Doce a predicar el reino de Dios y curar a los enfermos (Lc 9,1-2). Y, ante la perplejidad y los temores de Herodes, y después de la multiplicación de los panes, estando Jesús rezando a solas –un contexto completamente distinto al de Marcos–, Pedro confesará que Jesús es «el Mesías de Dios», to.n Cristo.n tou/ Qeou/ (Lc 9,20). Tras la confesión de Pedro, Lucas refiere la prohibición terminante de contar lo sucedido y menciona los sufrimientos, muerte y resurrección del Hijo del hombre. En conformidad con su estilo, el texto omite tanto el reproche como el elogio que Jesús dirige a Pedro. b) La pregunta del sumo sacerdote ante el sanedrín Sin entrar a averiguar el momento de la formulación de la pregunta sobre el mesianismo de Jesús por sus enemigos religiosos y políticos (las discrepancias entre los sinópticos y Juan son evidentes), todo parece indicar que esta cuestión se planteó durante el ministerio profético de Jesús. Ante la pregunta del sumo sacerdote: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?», Su` ei= o` Cristo.j o` ui`o.j tou/ euvloghtou/, Marcos pone en labios de Jesús esta escueta respuesta: «Yo soy», VEgw, eivmi (Mc 14,61-62).

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Ateniéndome al comentario de J. Marcus sobre esta cuestión, expongo las siguientes consideraciones para una mejor comprensión de la misma [9] : – Las palabras que introducen la pregunta del sumo sacerdote: «de nuevo» y «le preguntó y le dijo», frecuentes en el lenguaje de Marcos, tienen aquí una significación especial porque «sugieren que las palabras del sumo sacerdote pueden ser interpretadas tanto como una pregunta como una declaración, que es lo que Jesús se dispone a hacer de inmediato. Este es, pues, uno de los varios casos irónicos en el relato marcano de la Pasión en los que los enemigos de Jesús proclaman involuntariamente auténticas verdades cristológicas que ellos mismos aborrecen». – El tono escéptico o incluso sarcástico de la pregunta del sumo sacerdote se torna en una aseveración de Jesús: «Tú has dicho que yo lo soy» o, sencillamente, «Yo soy». – Entre los exegetas, unos se pronuncian por la variante larga («Tú has dicho que...»), aunque esté mal atestiguada, porque concuerda con las versiones de Mateo (Mt 26,64) y de Lucas (Lc 22,70), y sobre todo, porque se acopla perfectamente a la teoría de Marcos sobre el secreto mesiánico, cuya realidad permanecerá oculta hasta la muerte de Jesús. Otros, en cambio, optan por la explicación alternativa, según la cual Marcos escribió originalmente: «Yo soy». – En cualquier caso, Jesús es «el Mesías, el Hijo del Bendito»; y como «el Bendito» es un circunloquio judío para designar a Dios, es aquí equivalente a «Cristo, el Hijo de Dios», tal como atestiguan algunos manuscritos que combinan ambos términos. El evangelio de Mateo, ante la pregunta del sumo sacerdote, que le conjura por el Dios vivo a decir si Jesús es «el Mesías, el Hijo de Dios» (Mt 26,63), ofrece esta respuesta: «Tú (lo) has dicho» (Mt 26,64). Comentando este pasaje, R. E. Brown escribe que, pese a que la respuesta es afirmativa, «responsabiliza de su interpretación al que hace la pregunta, interpretación por la que Jesús no muestra ningún entusiasmo» [10] , a diferencia de la apasionada confesión de Pedro, fruto de la revelación divina. U. Luz lo explica de la siguiente manera: «El sumo sacerdote piensa ante el dicho de Jesús sobre el templo: este podría ser el Mesías, el Hijo de Dios; e invita a Jesús a decir la verdad bajo juramento. Su pregunta es plausible para los lectores

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cristianos: en el evangelio de Mateo precisamente, el título de Hijo de Dios va unido siempre, y especialmente ante los extraños, a la idea del poder sobrenatural de Jesús. No les extraña que el sumo sacerdote, ante el poder de Jesús para destruir el templo y reedificarlo, tenga la misma ocurrencia que el diablo (4,3-6), el demonio (8,29), los discípulos en la barca sobre el lago agitado (14,33) o los que bromean bajo la cruz (27,40-43). Pero saben también que Jesús no aceptó nunca tal requerimiento a hablar con claridad, a actuar directamente» [11] . Lucas responde de diferente manera al sanedrín a las preguntas de si Jesús es «el Mesías» o «el Hijo de Dios». A la primera, contesta de forma muy ambigua, diciendo: «Si os (lo) digo no me creeréis; y si pregunto, no responderéis» (Lc 22,67), mientras que a la segunda, lo hace de forma concluyente: «Vosotros (lo) decís: yo (lo) soy» (Lc 22,70). F. Bovon hace al respecto un comentario interesante al decir: «Si Lucas repite la pregunta, es porque quiere evitar absolutamente los malentendidos: Jesús es el Mesías, pero es preciso ponerse de acuerdo en el significado del término. Se trata del “Hijo de Dios” más allá de la muerte. No se trata de estar sentado en el palacio que estaba a la derecha del Templo, sino de la exaltación celeste a la derecha del Padre» [12] . c) Jesús y una mujer de Sicar Juan narra el diálogo que se entabla entre Jesús y una mujer de Samaría que se acerca a Sicar para sacar agua de la fuente de Jacob. La mujer, extrañada tanto por el caritativo comportamiento de Jesús como por sus cualidades de profeta, le dice: «Sé que va a llegar un Mesías (que se llama “Cristo”); y cuando él llegue nos anunciará todo» (Jn 4,25). Jesús le dijo: «Yo soy, el que te habla» (Jn 4,26). El pasaje de Juan se presta a múltiples interpretaciones. R. E. Brown considera lógica la respuesta de la samaritana, desde el punto de vista narrativo, puesto que los primeros discípulos de Jesús (ella estaba preparada para creer en él) lo consideraban «el Mesías» (Jn 1,41). Sin embargo, en opinión de este autor, pocos estudiosos de Juan creen en la historicidad del diálogo entre Jesús y la samaritana. Este episodio no prueba que, «durante su vida, Jesús admitiera, sin alguna reserva, que él era el Mesías» [13] . F. J. Moloney, en su comentario al evangelio de Juan, ofrece la siguiente explicación: «La mayoría de los especialistas y las traducciones interpretan la respuesta de Jesús como una aceptación de la sugerencia que le hace la mujer de que podría ser el Mesías (se citan los 312

nombres de Westcott, Lagrange, Barrett, Segalla, Leidig y Hänchen). Algunos sugieren que se trata tanto de una aceptación de la sugerencia de la mujer como de la utilización de un término “mediante el que Jesús revela su ser divino” (cita a Schnackenburg, a Brown y a Freed)». Y continúa: «Resulta difícil que la utilización absoluta de evgw, eivmi sea una expresión de la divinidad o una revelación “de su ser divino” (como escribe Schnackenburg). Como ocurre con su utilización en contra de los ídolos de los dioses extranjeros en el Deuteroisaías (por ejemplo, Is 43,10; 45,18), anuncia que en Jesús acontece la revelación de la divinidad. La diferencia es sutil, pero importante, puesto que en la primera Jesús se relacionaría metafísicamente con la divinidad, mientras que en la última es su unión con Dios lo que le convierte en su revelación consumada» [14] . d) Jesús, el rey de los judíos Todos los evangelistas reproducen la pregunta de Pilato a Jesús, a saber, «¿Tú eres el rey de los judíos» (Mc 15,2; Mt 27,11; Lc 23,2; Jn 18,33). Y la respuesta de Jesús es inequívoca: «Tú lo dices». Asimismo, la inscripción sobre la cruz, que figura como cargo de condena contra Jesús, reza de esta turbadora manera: «El Rey de los Judíos» (Mc 15,26; Mt 27,37; Lc 23,38; Jn 19,19). Marcos, una vez relatadas las negaciones de Pedro, centra nuevamente la atención en Jesús –el sumo sacerdote había preguntado ya si él era el Mesías– que es conducido por los dirigentes judíos a Poncio Pilato, el gobernador de Roma. La acusación contra Jesús de ser «el rey de los judíos» (título que casi siempre aparece en los escritos del Nuevo Testamento en boca de no judíos) podría ser entendida como una amenaza seria para las autoridades romanas, pese a que las circunstancias que rodean a Jesús ponen de manifiesto la impotencia y la humillación, impropias de un rey. Aún en esta situación de abatimiento, Jesús responde (en presente): «Tú lo dices», indicando con ello la actitud del gobernador, que aparece siempre a favor del acusado, a quien se refiere constantemente como «el rey de los judíos» (Mc 15,9-14). Mateo narra con suma concisión el interrogatorio a que es sometido Jesús por parte de Pilato. Solo él, como pagano, podía preguntar sobre un delito tan grave de lesa majestad contra el emperador romano. La respuesta de Jesús, afirma U. Luz, hay que entenderla en sentido afirmativo, aunque «se puede barruntar también aquí una cierta actitud de ambivalencia o, al menos, de reserva por parte de Jesús: no se fía de 313

Pilato» [15] . R. E. Brown estima que la probabilidad alcanza casi niveles de certeza, pues Pilato se refiere en dos ocasiones a Jesús como al Mesías (Mt 27,17.22) [16] . Lucas pone en boca de la muchedumbre que Jesús revoluciona a la nación y prohíbe pagar tributos al emperador, y dice que «él es Cristo rey» (Lc 23,2). Ante su pregunta «¿Tú eres el rey de los judíos?», Jesús responde: «Tú (lo) dices» (Lc 23,3). F. Bovon, analizando las posibles interpretaciones de esta respuesta, dice que, «de cualquier modo, Jesús parece dudar: la hostilidad que presiente lo desanima a entablar un diálogo que se revela lleno de trampas; además, lo que Pilato dice es ambiguo: la afirmación es falsa por un lado (Jesús no es un rey político), y justa por otro (Jesús es investido por Dios: la resurrección [Hch 2,36] lo establecerá como Mesías y Señor» [17] . R. E. Brown es más concluyente y encuentra aquí «una sólida prueba de la historicidad del título de la cruz: “El rey de los judíos”. Esto hace todavía más probable que el título “Mesías” se aplicara a Jesús durante su vida» [18] .

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9.5. Conclusiones El estudio del título de Mesías, aplicado a Jesús de Nazaret, aparece complejo y espinoso. Las dificultades del tema dimanan singularmente de la diversidad de las concepciones judías sobre la figura mesiánica, del problema para establecer el valor histórico de los textos del Nuevo Testamento y de la variedad de interpretaciones de los exegetas en esta materia. Al comienzo de este apartado, expuse la complejidad del concepto del Mesías, en el que el judaísmo reconoció a muchos personajes –reyes, sacerdotes y profetas– asociados a la intervención de Dios a favor de Israel. Estos personajes «ungidos» no estaban necesariamente vinculados a la llegada definitiva del reino de Dios. Por otra parte, las ideas del pueblo sobre el Mesías eran muy variadas, frecuentemente desdibujadas y envueltas en penosa ambigüedad. La mayoría esperaba un descendiente de David; otros, un personaje sacerdotal o un profeta. Todos pensaban en un rey liberador, que salvase a Israel del poder romano y restableciera la paz en Israel. Las dificultades que atañen a la historicidad de los textos quedan patentes en el episodio de la confesión de Pedro, narrada por Marcos (Mc 8,29-33), utilizado tanto por Mateo como por Lucas. Las interpretaciones sobre los textos evangélicos han quedado suficientemente manifiestas en los comentarios precedentes. Al margen de estas afirmaciones genéricas, me permito hacer las siguientes observaciones: – Puede afirmarse, con toda probabilidad, que durante la vida de Jesús de Nazaret hubo discípulos o seguidores que confesaron que él era el Mesías. De no ser así, resultaría extremadamente difícil explicar el alto grado de conciencia que alcanzaron los propios discípulos sobre el sentido profundo de este título, una vez que Jesús resucitó. En este sentido, las vivencias de los discípulos durante la presencia terrena del Maestro son determinantes en la fe en Jesús como «Mesías», después de la resurrección. – Quienes fueron sus adversarios –judíos o gentiles– atribuyeron a Jesús de Nazaret o a sus seguidores el dicho, según el cual, él era el Mesías. En lo que respecta al mismo Jesús, mantengo las siguientes aserciones:

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– No aparece «expresamente» en ningún texto de los evangelios que Jesús «negase» que él fuera el Mesías. En caso contrario, sus enemigos se habrían quedado sin argumentos sólidos para justificar las acusaciones que formularon contra él ante las autoridades religiosas y civiles del pueblo de Israel. Sin embargo, algunos biblistas, fundándose en la crítica literaria de los textos sobre la confesión de Jesús como Mesías por Pedro (Mc 8,29), en la interpretación de Jesús a la Escritura sobre el mesianismo davídico (Mc 12,35-37), e invocando la enseñanza y los hechos del ministerio de Jesús, afirman como lo más probable que «Jesús rechazara rotundamente asumir el papel de un Mesías davídico» [19] . – Es muy probable que Jesús no aceptase de buen grado el sentido que tanto discípulos como detractores atribuyeron al término «Mesías», sencillamente por desviarse de las auténticas connotaciones de la figura que él realizaba como enviado de Dios. De hecho, según la opinión de la mayoría de los exegetas, Jesús se resistió a aceptar el título de Mesías, puesto que las connotaciones que se le adjuntaban distaban en demasía del genuino y auténtico proyecto del reino de Dios, que él anunciaba y personificaba. – Todo parece indicar que en el transcurso de su ministerio profético Jesús aceptó su condición de Mesías, desprovisto de todo aparato de ostentación y de poder y orientado a la humillación y al servicio. Así puede colegirse de su entrada triunfal en Jerusalén, en consonancia con la presentación de un Mesías pacífico, no guerrero, recompensa para Israel, tal como se apunta en los profetas Zacarías e Isaías (Zac 9,9; Is 62,11). – El ministerio de Jesús de Nazaret, tanto sus palabras como sus acciones, marcó tal impronta entre sus contemporáneos, y especialmente entre sus seguidores, que pronto comenzó a entenderse y a extenderse la importancia del título de «Mesías», percibido como liberación y salvación a través de la cruz. – La confesión de Jesús de Nazaret como «Mesías» no solo desborda el concepto primitivo del mesianismo davídico, sino que cambia completamente su sentido, a la luz de su vida y, especialmente, de la forma de su muerte en cruz. Las deformadas expectativas del pueblo judío en Jesús como «Mesías» liberador de la dominación romana y restaurador de la paz de Israel pronto quedarían frustradas con la

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crucifixión. En adelante, el «Mesías» sería el crucificado, a través del cual llega el reino de Dios y la salvación para la humanidad. Para finalizar, y aunque no pertenezca directamente al tema estudiado, diré, como indiqué al comienzo de este capítulo, que el término «Mesías» se convirtió rápidamente entre los primeros cristianos en el nombre de Jesús, refiriéndose a él como «Cristo» o «Jesucristo». Los escritos de Pablo dan fe de ello, siempre que hablan de liberación y salvación en categorías del reino de Dios, anunciado y manifestado en Jesús de Nazaret.

[1] O. CULLMANN, Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1998), 170-197, ofrece una visión importante sobre este tema, en el que trata de: 1) El Mesías en el judaísmo; 2) Jesús y el Mesías (Hijo de David); 3) La comunidad primitiva y el Mesías. R. FABRIS , Jesús de Nazaret. Historia e Interpretación (Salamanca: Sígueme, 1985), 183, 188. [2] R. E. BROWN, Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme), 174. [3] R. E. BROWN – J. A. FIT ZMYER – R. E. MURPHY (eds.), Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo. Antiguo Testamento (Estella: Verbo Divino, 2005), 829. [4] R. E. BROWN, op. cit., 175. [5] Ibid., 176. [6] R. E. BROWN – J. A. FIT ZMYER – R. E. MURPHY (eds.), Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo. Antiguo Testamento (Estella: Verbo Divino, 2005), 436. [7] FLAVIO J OSEFO, Antigüedades de los Judíos (Tarrasa, Barcelona: CLIE, 1988), T. III, lib. XVIII, c. III, n. 3, 233 y T. III, lib. XVIII, c. IX, n. 1, 342. [8] R. E. BROWN, op. cit., 89. [9] J. MARCUS , El Evangelio según Marcos 8,22 – 16,8 (Salamanca: Sígueme, 2011), 1.157s. [10] R. E. BROWN, op. cit., 90-91. [11] U. LUZ, El Evangelio según san Mateo IV (Salamanca: Sígueme, 2005), 250-251. [12] F. BOVON, El Evangelio según San Lucas IV (Salamanca: Sígueme, 2010), 422. [13] R. E. BROWN, op. cit., 92. [14] F. J. MOLONEY, El Evangelio de Juan (Estella: Verbo Divino, 2005), 155. [15] U. LUZ, op. cit., 358-359. [16] R. E. BROWN, op. cit., 92. [17] F. BOVON, op. cit., 439-440. [18] R. E. BROWN, op.cit., 93 [19] R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009), 204.

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CAPÍTULO 10:

El «Hijo de Dios»

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10.1. Jesús, el «Hijo de Dios» Con el estudio del título «Hijo de Dios», el teólogo se enfrenta a la esencia de la fe cristiana y en ella encuentra la razón última del seguimiento a Jesús de Nazaret, salvador y liberador de la humanidad. No es necesario en este momento discutir las desfasadas y radicales afirmaciones de Bultmann que, según su opinión, y como consecuencia de la helenización del cristianismo primitivo, traducen el lenguaje bíblico por conceptos metafísicos y míticos, atribuyendo, de esta forma, a Jesús una relación con Dios, semejante a la de cualquier hombre [1] . Afirmar a Jesús como Hijo de Dios es confesar la realidad más bíblica y sublime de su persona. Negarla es distorsionar la misión salvadora de su mensaje de salvación. Tal afirmación se corresponde con el testimonio de la primera carta de Juan: «Y nosotros hemos visto y dado testimonio de que el Padre ha enviado a su Hijo como Salvador del mundo. El que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios» (1 Jn 4,14-15) [2] . Antes de reflexionar sobre tema tan atractivo y fundamental, conviene tener en consideración algunas observaciones previas, que contribuyen a centrar la perspectiva y los contenidos del mismo. Son las siguientes: En vano trataríamos de buscar en el Antiguo Testamento un lenguaje que correspondiese exactamente al concepto que los cristianos tenemos de Jesús como «Hijo de Dios», que implica, según hemos visto en la tradición de la Iglesia, desde el punto de vista metafísico, identidad de naturaleza con el Padre. El Antiguo Testamento habla profusamente de Yahvé y su pueblo y de múltiples formas. En el capítulo 6 del Deuteronomio, Yahvé se proclama Dios de Israel, que ha de observar sus leyes y preceptos, y no ir en pos de otros dioses de pueblos cercanos (Dt 6,1-25); Israel reconoce, a la vez, que Yahvé es su Dios (Dt 6,20; 8,5). En boca de Débora, la profetisa, Yahvé es el Dios de Israel (Jue 4,6), Yahvé es el Dios de Israel que consolidó en su realeza a Salomón (2 Cr 1;11), Saúl reconoce a Yahvé «Dios de Israel» (1 Sm 14,41), Yahvé, dice David a Salomón: «está contigo: no te dejará ni te desamparará hasta acabar toda la obra para el culto de la Casa de Yahvé (1 Cr 28,20). En el libro de la Sabiduría, los impíos ponen en acecho al justo, entre otras razones, porque «se llama a sí mismo hijo del Señor» (Sab 2,13), e incluso «hijo de Dios» (Sab 2,18); también aquellos «que no creían en nada a causa de las artes mágicas reconocieron, ante la muerte de los primogénitos, que el pueblo era hijo de Dios» (Sab 18,13). Pormenorizando aún más 321

estas afirmaciones, podemos decir que la filiación divina se atribuye, de alguna manera, al futuro hijo de David (2 Sm 7,14), a los ángeles, descritos como «hijos de ´Elohim, (Job 1,6), al justo de la tradición sapiencial (Eclo 4,10) y al pueblo de Israel, «hijo primogénito de Yahvé», según el relato del Éxodo (Ex 4,22). Pese a esta abundancia de referencias, que evidencian la conexión entre Dios y el pueblo elegido, en ningún caso existen argumentos que puedan utilizarse para probar la estrecha relación entre Jesús de Nazaret y el Dios de Israel. Todos los evangelios, escritos a la luz de la resurrección, reconocen a Jesús, según palabras de R. E. Brown, como el «Hijo de Dios», manifestado durante su ministerio público, aparte de presentarlo como Mesías, Hijo del hombre y, a veces, Señor [3] . Los cuatro evangelistas centran su atención en Jesús como Hijo de Dios, si bien las perspectivas, orientación y argumentación de los mismos pueden mostrar apreciables diferencias. En ocasiones, los evangelistas –especialmente Mateo y Lucas– se distancian del uso de títulos cristológicos, aunque su lenguaje denote una clara confesión de fe en Jesús, Hijo de Dios. Es obvio que la interpretación bíblica no puede reducirse al análisis de algunos textos específicos, desdeñando la perspectiva completa de la obra. En el análisis que pretendo efectuar, conviene distinguir nítidamente entre el título «Hijo de Dios» y el de «Hijo». J. Ratzinger entiende que ambos títulos «se diferencian en su origen y en su significado», aunque se entremezclen en la configuración de la fe cristiana [4] . En el desarrollo de esta materia, J. Ratzinger concluye que «la expresión “hijo de Dios” procede de la teología real del Antiguo Testamento», mientras que la denominación de Jesús como «el Hijo» tiene una historia lingüística propia y «pertenece al mundo misterioso del lenguaje de las parábolas de Jesús, en línea con los profetas y los maestros de la sabiduría de Israel. La palabra se asienta no en la predicación hacia fuera, sino en el círculo íntimo de los discípulos de Jesús. La vida de oración de Jesús es la fuente verdadera de donde fluye la palabra; corresponde profundamente a la nueva invocación de Dios: Abbâ’» [5] . Inequívocamente, y pese al desarrollo desigual en los escritos del Nuevo Testamento, la expresión «Hijo de Dios» es la más nuclear, profunda y decisiva de las atribuidas a Jesús de Nazaret. Ella, por sí sola, expresa la íntima relación de Jesús con el Padre, al tiempo que enseña al mundo quién es el enviado de Dios y la forma en que los hombres deben dirigirse a él. En los evangelios sinópticos, Jesús nunca se declara a sí 322

mismo «Hijo de Dios», pero entiende y expresa su relación con Dios utilizando el sentido de filiación. Él es «el Hijo», al que todo le fue entregado por el Padre, a quien nadie conoce sino él (Mt 11,27). Este conocimiento mutuo entre Padre e Hijo, como afirma W. Kasper, «no se puede reducir, a la luz del pensamiento bíblico, a algo meramente externo. Este mutuo conocimiento no es un fenómeno meramente intelectual, sino algo mucho más complejo, un mutuo afectarse, determinarse, intercambio y unión en el amor» [6] . No es sorprendente, pues, que los primeros cristianos expresaran su fe en Jesús, llamándolo «Hijo de Dios».

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10.2. El mundo de los dioses paganos y el concepto de «Hijo de Dios» En el mundo mítico de la antigüedad, lo humano y lo divino eran fácilmente intercambiables. Más aún, se advertían con frecuencia intervenciones de la esfera de lo divino en el devenir de las realidades humanas, tocadas así por el halo de lo enigmático y misterioso. Las sombras y debilidades de la realidad más ordinaria y vulgar quedaban de esta forma sublimadas por el numen de la divinidad. En cualquier momento el acontecimiento más trivial podía ser iluminado por la fortaleza de la divinidad. Esta fuerza misteriosa, que sobrepasaba la estricta capacidad humana, convertía en «divinos» los acontecimientos y sujetos que excedían los límites de las específicas propiedades de la naturaleza humana. Con otras palabras, lo humano y lo divino formaban parte del pensamiento mítico, con el que se trataba de explicar la realidad existente. En el mundo semita, se entendía la filiación divina en términos de adopción, indicando con ella la especial relación y confianza con el dios, al que invocaban. Los nombres que utilizaban, de forma corriente y natural, orientan en esta dirección. Era normal que alguien llevase el nombre de un dios, que significaba la relación singular con esa divinidad. Así sucede, por ejemplo, en el caso de Benhadad (hijo de Hadad), siendo Hadad la denominación más común del dios de las tormentas y encarnizado enemigo de Israel. En este mundo inagotable de dioses y de pensamiento mítico, los peligros de idolatría que amenazaban al pueblo de Israel eran múltiples y evidentes. El único Dios de Israel, el que guiaba y cuidaba a su pueblo en su identidad, mostrándole el camino de la tierra de promisión bajo pactos y alianzas de amor, se sentía amenazado por la presencia e influjo en las vidas de los israelitas de dioses y diosas que, con su atractivo, los desviaban de Yahvé. No era un peligro lejano, sino próximo y extremadamente real. Ya en tiempos remotos, Babilonia y Egipto –unas veces en sentido real y otras, en forma figurada– habían ensalzado a sus reyes con el título de «hijo de Dios». En la época romana, la popularidad de los dioses fue tal que invadió literalmente al pueblo y a las instituciones de Israel, hasta penetrar en el lugar más sagrado, en el Templo. Los emperadores de Roma habían ocupado gran parte del espacio religioso judío, custodiado diligentemente por las autoridades del pueblo. Los judíos, continuando la tradición bíblica de Israel, descubrieron la belleza y el sentido profundo del término «hijo de Dios». Se lo habían aplicado al rey, como 324

representante del pueblo, y a los que permanecieron fieles a Yahvé en medio de las adversidades. Ahora también se lo atribuyeron a Jesús, por ser el Hijo, enviado por el Padre, a quien él llamaba de este modo, por su obediencia y fidelidad absolutas a su voluntad, por ser enviado al mundo como luz de Dios y traer la salvación a todos los pueblos. Pero, si no era insólito en tiempos de Jesús declarar a un hombre «hijo de Dios», sí extrañaba presentar a un condenado a muerte y ejecutado en la cruz por las autoridades romanas como «Hijo de Dios», al que reconocería, desde el primer momento, la primitiva comunidad cristiana y, posteriormente, confesaría como «verdadero Dios» y «verdadero hombre». Jesús nada tiene que ver con los dioses grecorromanos, ni su figura se reviste de poder imperial. Más bien, se concibe y encarna en la fragilidad que, convertida en amor y servicio, nos acerca al misterio insondable de Dios, al reino de Dios, que es liberación y salvación para todas las gentes. Parece evidente, según afirma J. A. Fitzmyer, que el título «hijo de Dios», aplicado a Jesús, es claramente confesional, de origen judío palestino, y que apareció con posterioridad a la resurrección, extendiéndose inmediatamente desde Palestina al mundo grecorromano del Mediterráneo oriental [7] . Con estas imprecisas observaciones de fondo, admitidas por todos los biblistas [8] , paso a referir los contenidos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.

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10.3. «Hijo de Dios» en el Antiguo Testamento y en el judaísmo El amor de Yahvé a su pueblo Israel se manifiesta y describe de diversas maneras en el Antiguo Testamento. Israel es llamado «hijo de Yahvé», su Dios (Dt 14,1); en ocasiones, se habla de Efraín como de su primogénito, del que Dios es su padre (Jer 31,9) e incluso, el profeta Oseas predice que a los hijos de Israel se les dirá «hijos del Dios vivo» (Os 2,1). Estas expresiones, en principio aplicadas de forma genérica al pueblo de Israel, se extenderán posteriormente a todos aquellos justos que viven la justicia y la practican como señal de la presencia de Yahvé en ellos. Así aparece, por ejemplo, en los textos de la Sabiduría (Sab 2,18; 18,13), y en el Eclesiástico (Eclo 4,1-10). En consonancia con la importancia que tiene para el pueblo de Israel la institución monárquica, responden los escritos veterotestamentarios con afirmaciones que revelan la estrecha relación entre Yahvé y el rey. El Salmo 2 pone en boca de Yahvé las palabras, dirigidas al rey: «Mi hijo eres tú, yo mismo hoy te he engendrado» (Sal 2,7). Al rey se le consideraba representante de Yahvé en la tierra, por amor de Dios a Israel, para administrar derecho y justicia (2 Cr 9,8) y, a veces, dotado de una sabiduría similar a la de un ángel de Dios para comprender cuanto en la tierra pasa (2 Sm 14,20). Todos los designados como «hijos de Dios» en el Antiguo Testamento –sea el pueblo de Israel, el rey como representante del pueblo o cualquier israelita justo, como es el caso en el judaísmo tardío– ostentan una relación especial con Yahvé. Nada tiene que ver esta relación –de carácter estrictamente personal y entroncada en la historia religiosa del pueblo de Israel– con las creencias míticas y politeístas de otras culturas orientales, envueltas siempre en una filosofía panteísta de la vida. Como afirma W. Kasper, «el título hijo o hijo de Dios en el Antiguo Testamento tiene que interpretarse a la luz de la fe en la elección y de las concepciones teocráticas que en ello se basan. La filiación divina no se fundamenta, por tanto, en la descendencia física, sino en la elección libre y gratuita de Dios» [9] .Obviamente, la relación del hombre con Dios no es sustancial, sino funcional, supuesto siempre el carácter personal de la misma. Es apropiado pensar que los presupuestos del Antiguo Testamento hagan referencia especial a la tradición mesiánica de Jesús, referida a la filiación divina desde una perspectiva de tarea encomendada por Dios. Aparte de esto, cabe la admisión de otras influencias históricoreligiosas, provenientes de la gnosis o de la propia tradición helenística.

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El judaísmo primitivo aplica los salmos reales (Sal 2, y otros, como el 45 y el 110) al Mesías, que llevará a cabo, en los últimos tiempos, el ideal de la dinastía de David, pero nunca le atribuye el nombre de hijo de Dios. En el capítulo 6 del Génesis, al hablar de la corrupción de la humanidad, se hace referencia a seres sobrenaturales y a «hijos de Dios» que se llegaban a las hijas del hombre y les engendraron hijos (Gn 6,1-4). En algunos textos, como en el Libro de Henoc (etiópico) y el Cuarto libro de Esdras parece entenderse que el Mesías es llamado «Hijo de Yahvé» [10] . Sin embargo, las dudas sobre la validez de este aserto permanecen, teniendo en cuenta las fechas de composición de los textos y las elevadas probabilidades de interpolaciones en ellos. En general conviene recordar que los targumes que interpretaban las expresiones que, de algún modo, establecían relaciones entre el hombre y la divinidad eran utilizados con extrema cautela. Resulta, por tanto, difícil sostener que la expresión «hijo de Dios» pudiera ser considerada como un título mesiánico en tiempos de Jesús, pese a su aparición reiterada en los escritos del Nuevo Testamento. La enseñanza rabínica sobre el Mesías atestiguaba su existencia junto a Dios desde la eternidad, pero tal afirmación no implicaba más que el conocimiento que Dios tenía sobre él, sin entrar en cuestiones acerca de su preexistencia o de su naturaleza, propias de reflexiones cristológicas de épocas posteriores.

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10.4. «Hijo» e «Hijo de Dios» en los escritos de los Evangelios Antes de reflexionar detalladamente sobre el significado de Jesús «Hijo de Dios» en los escritos evangélicos, conviene recordar que el vocabulario utilizado por los sinópticos en esta materia no se corresponde con el usado por el evangelista Juan. Mientras los evangelios sinópticos no utilizan la expresión «Hijo de Dios» (ui`o,j tou/ qeou/) atribuida a Jesús, Juan la emplea en varias ocasiones, casi siempre refiriéndose al propio Jesús como «el Hijo» (o` ui`o,j). Por otra parte, el significado atribuido a la expresión «Hijo de Dios» se presta a múltiples interpretaciones que discurren desde la sencilla y honesta afirmación de la bondad de Jesús, en cuanto «hombre de Dios», «hombre justo», «el santo de Dios», que libra a los hombres de los poderes del mal (Mc 1,24; 3,11; Mt 8,29s; 14,33; Lc 4,41) hasta alcanzar la relación más íntima y personal que pueda concebirse entre él y el Padre, como atestiguan los relatos del bautismo y de la transfiguración de Jesús, en los que se escucha una voz desde los cielos que dice: «Este es mi hijo querido, en él me agradé», o` ui`o,j mou o` avgaphto,j( evn soi. euvdo,khsa (Mt 3,17par; 17,5 par). No es de extrañar, pues, que tanto el vocabulario como los amplios y profundos significados de la expresión «Hijo de Dios» originasen que los primeros cristianos, una vez transformados por la resurrección de Jesús y por la venida del Espíritu, comenzasen a expresar su fe en Jesús, confesándolo «Hijo de Dios». Y, ahora, veamos qué nos dicen los evangelios: a) Marcos Marcos comienza su obra con un título solemne y lleno de «buena noticia», que no solamente sirve de introducción al evangelio, sino que enmarca y explica todo su contenido. Escribe que el evangelio es Jesús de Nazaret, Cristo, es decir, un ungido de la línea de David, el «Hijo de Dios» (Mc 1,1) [11] . El final del evangelio corroborará la noticia inicial, declarando la forma en que aquella se llevará a cabo, es decir, la muerte (Lc 15,39). Como afirma J. Gnilka, «Jesucristo no es solo el recordado históricamente, sino también el definido por la cruz y por la resurrección» [12] . Esta buena noticia del principio, que refiere la vida terrena de Jesús, termina con el acontecimiento de Pascua, cuando tiene lugar el origen de la vida de la Iglesia. El título «Hijo de Dios», aunque se

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combine con otros, como «Mesías» o «Hijo del hombre», que evidencian, asimismo, la presencia y el anuncio de la buena noticia, resalta sobre ellos, convirtiéndose en el más característico del trabajo de Marcos. El título «Hijo de Dios» aparece de forma implícita y, en ocasiones, difícil de comprender, en toda la exposición del evangelio de Marcos. Siguiendo el relato evangélico, se afirma con naturalidad absoluta que Jesús, actuando en conformidad con la voluntad del Padre, habla de las normas y prácticas religiosas del pueblo judío, con autoridad (evxousi,a), declarándose por encima de la ley y de la propia superioridad de los intérpretes oficiales de la misma, e invocando su relación con el Padre del cielo. En realidad, él mismo se presenta como la personificación y realización del gran misterio de Dios, escondido desde la eternidad, es decir, del reino, cuya aprobación implica la aceptación de Jesús y la salvación de la humanidad. En conformidad con los valores del reino, unos lo seguirán, formando la gran familia de los hijos de Dios, y otros, como es el caso de los dirigentes religiosos del pueblo de Israel, pretenderán rechazarlo y conducirlo hasta la muerte. En cualquier caso, Jesús, manifestando en todo momento una relación especialmente íntima con el Padre, profetiza la destrucción del Templo de Jerusalén – símbolo sagrado de la vieja religión– y anuncia su parusía, que llegará con gran poder y esplendor, hasta el punto de compartir el señorío y la gloria del Padre. La obediencia fiel al Padre y la muerte terminaron en resurrección y gloria. El evangelio de Marcos presenta, además, algunos textos que hacen una referencia más clara y explícita a Jesús como «Hijo de Dios». En el capítulo primero se relata el bautismo de Jesús, que se revela al mundo como «Hijo de Dios». Según J. Marcus, «Mc 1,9-11 constituye el momento más dramático de todo el prólogo, haciendo que el lector tenga acceso a una serie de acontecimientos apocalípticos de trascendental importancia, que constituyen una verdadera teofanía» [13] . En el río Jordán, con una viveza narrativa, que simboliza el dinámico desarrollo de los acontecimientos trazados por Dios, se rasgan los cielos (para que cielos y tierra no vuelvan a estar incomunicados jamás), aparece el Espíritu sobre Jesús, y desde los cielos se escucha una voz que dice: «Tú eres mi Hijo querido, en ti me agradé» (Mc 1,11). El texto referido consta de dos partes: el bautismo propiamente dicho y la visión de Jesús, que incluye los cielos rasgados, la presencia del Espíritu y la voz que viene de lo alto, siendo la segunda la más significativa y trascendental de ambas. La voz que suena, expresión de la voluntad de Dios, dice: «Tú

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eres mi Hijo (Su. ei= o` ui`o,j mou)», una cita casi literal del Salmo 2, en la versión de los LXX; «querido (o` avgaphto,j)», término que no se encuentra en el salmo citado, que recuerda al sacrificio de Isaac en Gn 22 y cuya traducción en este contexto ha de ser «amado» o «querido» más que «único»; «en ti me agradé (evn soi. euvdo,khsa)», un aoristo que puede traducirse gramaticalmente por presente, pero que conviene interpretarlo como pasado, en el que se recoge la elección divina de Jesús, ratificada en el momento del bautismo. La complacencia de Dios en Jesús, en clara alusión al Siervo de Yahvé, en Is 42,1, presenta un carácter escatológico, haciendo visible y real la bondad de los comienzos de la creación. En el relato de la transfiguración, Marcos afirma de nuevo la filiación divina de Jesús, si bien con connotaciones diferentes (Mc 9,2-13). Una vez anunciada a algunos de sus seguidores la venida del reino de Dios con poder, Jesús llevó en privado a Pedro, Santiago y Juan a una montaña elevada. Allí se transfiguró ante ellos (kai. metemorfw,qh e;mprosqen auvtw/n) y su ropa se tornó blanca en extremo, brillante y resplandeciente, recordando al nuevo Adán y al Mesías camino de su gloria. En presencia de Elías y de Moisés, representantes de la Ley y de los Profetas y relacionados con la presencia de Dios en la montaña y con las expectativas escatológicas, se formó una nube –signo de la presencia divina y vinculada frecuentemente a acontecimientos escatológicos– de la que salió una voz que decía: «Este es mi Hijo querido; escuchadlo», Ou-to,j evstin o` ui`o,j mou o` avgaphto,j( avkou,ete auvtou/ (Mc 9,7). Jesús aparece más importante que Moisés y Elías; a él solo hay que escuchar, como Hijo amado de Dios. En el acontecimiento de la transfiguración muchos exegetas han vaticinado la resurrección de Jesús y han percibido la relación singular con Dios (escatológica) como hijo que incorpora a la humanidad al reino del Padre [14] . Durante el proceso de Jesús ante el sanedrín, el sumo sacerdote preguntó y dijo: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?», Su` ei; o` Cristo,j o` ui`o,j tou/ euvloghtou/ (Mc 14,61). Y Jesús dijo: «Yo soy», VEgw, eivmi, (Mc 14,62), añadiendo una referencia al profeta Daniel (Dan 7,14), según la cual «podréis ver al Hijo del hombre sentado a la derecha del Poder, y que llega entre las nubes del cielo». Según los exegetas, en consonancia con las tradiciones rabínicas que hacen referencia a la divinidad con las expresiones «el Santo» o «el Bendito», «el Bendito» es un circunloquio judío para Dios y, por tanto, la frase «Cristo, el Hijo del Bendito» equivale a decir «Cristo, el Hijo de

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Dios». J. Marcus afirma: «En Marcos mismo, aunque el evangelista pueda abrigar alguna ambivalencia respecto al término “cristo” = “mesías”, cuando se combina con “Hijo de Dios” se convierte en un título apropiado para Jesús, ya que esta es una designación que Dios mismo ha utilizado en dos ocasiones respecto a Jesús (1,11; 9,7)» [15] . Independientemente de los diversos manuscritos, unos (pocos) que traen la variante más larga («Tú has dicho que...») y otros, la más sencilla («yo soy»), la respuesta de Jesús fue clara y contundente; también, insultante y blasfema y, por tanto, merecedora de la pena de muerte. En Marcos existen otros textos acerca de la filiación divina de Jesús, de escasa o dudosa fuerza probativa. Entre ellos se encuentran el que hace referencia al joven rico (Mc 10,17-22), el que habla del conocimiento de Jesús acerca del día o de la hora final (Mc 13,32) y el que describe el grito de desamparo de Jesús a Dios al llegar la hora de su muerte (Mc 15,33-34). El joven que se acerca al maestro, captando su benevolencia con el tratamiento de «maestro bueno», y preguntando qué hacer para heredar la vida eterna, recibe una respuesta desconcertante por parte de Jesús: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie (es) bueno sino solo Dios», ouvdei.j avgaqo.j eiv mh ei-j o` Qeo,j (Mc 10,18). Dejando aparte el trasfondo bíblico del texto –probablemente la Shemâ del Deuteronomio (Dt 6,4), que afirma que Yahvé es uno (y no bueno)– y las obvias preocupaciones apologéticas, que tratan de interpretar el pasaje como una aproximación del joven rico al conocimiento de la divinidad de Jesús, parece evidente la distinción que se establece entre Jesús y Dios y que, en consecuencia, el evangelista no se refiera a él como Dios. El texto de Marcos acerca del conocimiento de la llegada del tiempo final, aparte de enigmático, plantea problemas bíblico-teológicos de difícil solución. Se dice que «acerca de aquel día o de la hora, nadie sabe, ni los ángeles en el cielo ni el Hijo, sino el Padre» (Mc 13,32). Los teólogos se han centrado en los delicados problemas cristológicos planteados por el texto. Algunos exegetas interpretan las palabras de Jesús como freno a la inminencia de los acontecimientos, descrita en los versículos anteriores. Otros, en cambio, aceptando la idea de que muchos textos apocalípticos judíos atribuyen solo a Dios el conocimiento de la hora final, defienden la armonización, propia de los escritores apocalípticos, entre el anuncio de la consumación de los sufrimientos del tiempo presente y la imposibilidad del conocimiento exacto de «la hora» final que comprometería la 331

soberanía de Dios [16] . Como afirma J. Gnilka, «para la comunidad de Marcos una cosa es verdaderamente importante: afianzar la confianza en la conciencia creyente de que Dios sigue siendo el Señor de la historia y que ordena las cosas también en su fase final» [17] . Al llegar la hora de la muerte de Jesús, Marcos refiere que clamó con gran voz, diciendo: «Dios mío, Dios mío, ¿para qué me desamparaste?» (Mc 15,34). Reconocidas las múltiples variantes en las distintas versiones del texto, y la cita procedente del versículo que comienza el Salmo 22 (Sal 22,1), que Marcos presenta en arameo y luego traduce al griego de los LXX, además de aceptar la importancia vital de la muerte de Jesús en la historia de la salvación, quiero resaltar dos ideas fundamentales y complementarias, que provienen de dos prestigiosos exegetas. La primera de ellas es de J. Marcus y dice así: «aunque algunos cristianos se han preocupado por este grito de abandono, otros lo han visto como una muestra de la identificación de Jesús con la humanidad, y como una fuente de consuelo y fortaleza. En el nadir de su existencia, Jesús experimenta la misma sensación de abandono divino que caracteriza tan a menudo nuestras vidas; como afirma Agustín, Jesús “empleó el discurso de nuestra debilidad”» [18] . El autor de la segunda idea es J. Gnilka, que afirma: «Jesús, abandonado por todos los hombres, tuvo que entrar también en este sentirse abandonado por Dios para poder aferrarse a Dios. A pesar de sentirse abandonado por Dios, le dirige a él su oración de lamento. Con ello da a entender que no se aleja de Dios» [19] . J. D. G. Dunn se atreve a decir que Marcos «pone el énfasis en el “Hijo de Dios”, como el ungido por el Espíritu, con vistas a su sufrimiento y su muerte y que será reconocido como tal precisamente en su muerte, y no simplemente en su posterior resurrección y exaltación» [20] . El texto de Marcos, trascendental y sobrecogedor, presenta innegablemente rasgos de profunda humanidad y de estrecha relación con Dios. Con todo, no parece implicar que el título «Dios» pueda aplicarse a Jesús. b) Mateo En una floreciente comunidad judeo-cristiana –frecuentemente ubicada en la ciudad de Antioquía– y con una mentalidad abierta hacia los gentiles, que enfrentaba en ocasiones a la sinagoga y a la Iglesia, Mateo presenta a Jesús como el profeta en quien se han 332

cumplido las promesas de Dios y el nuevo maestro con autoridad para interpretar la Ley. Jesús es presentado como la plenitud de la Ley y los profetas, el nuevo Mesías de Israel. Pero Jesús es, sobre todo, en opinión de grandes exegetas, el «Hijo de Dios». En este sentido se pronuncian autores, como J. D. G. Dunn, para quien «“Hijo de Dios” puede ser la afirmación cristológica más importante de Mateo» [21] , M. De Jonge, según el cual Jesús «es descrito sobre todo como el Hijo que actúa en unión con el Padre» [22] o R. Aguirre y A. R. Carmona que estiman que en el evangelio de Mateo «Hijo de Dios» «es el título más importante de Jesús, pero, sobre todo, es el misterio íntimo de su persona» [23] . F. Hahn resume de forma absoluta esta cuestión al concluir que: «la promesa del Antiguo Testamento culmina en Mateo con una comprensión cristiana pronunciada acerca de Jesús como el Hijo de Dios» [24] . Desde el mismo comienzo del evangelio, Mateo indica que Jesús es el Hijo de Dios. En la genealogía de Jesucristo se dice que es «hijo de David, hijo de Abrahán» (Mt 1,1), el que, a la par, anticipa la humanidad futura y hace realidad el reino de Dios. Con auténtica perspicacia opina J. Ratzinger que para este evangelista «hay dos nombres decisivos para entender el “de dónde” de Jesús: Abrahán y David» [25] . Inmediatamente después, la concepción virginal de Jesús –obra del Espíritu Santo– se ensambla en la tipología de Moisés para introducir posteriormente el predicado de Hijo de Dios (Mt 2,15). Mateo presenta a Jesús como «el Hijo», en una tradición común con el resto de los evangelios sinópticos. En el capítulo 11 se dice: «Todo me fue entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre lo conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo» (Mt 11,27). Todo conocimiento, argumenta J. Ratzinger interpretando este texto, comporta algún modo de igualdad y «conocer realmente a Dios exige como condición previa la comunión con Dios, más aún, la unidad ontológica con Dios» [26] . Efectivamente, la retórica del lenguaje pone de manifiesto la extraordinaria y singular relación que existe entre padre e hijo. No es una relación accidental o figurada, sino especial y propia, como se concluye además de la utilización del artículo determinado que acompaña a estos nombres: «el Padre» y «el Hijo». El mismo sentido ha de atribuirse a los textos que hacen referencia a «mi hijo» en la parábola de los perversos viñadores que dan muerte al hijo del dueño de la viña (Mt 21,37) y a la ignorancia «del Hijo» acerca del día y de la hora del juicio final (Mt 24,36).

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En el distrito de Cesarea de Filipo, ante la pregunta de Jesús acerca de la opinión de los hombres sobre el Hijo del hombre, Simón Pedro, portavoz de la confesión de la comunidad, responde por revelación divina: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Su. ei= o` cristo.j o` ui`o,j tou/ Qeou/ tou/ zw/ntoj). Solemnemente se proclama –con la mención propia de este evangelista al «Dios vivo»– que el Cristo, el Mesías de Israel, es verdadero Hijo de Dios, de ese Dios real que actuó en la historia de Israel y que interviene constantemente en nosotros. Resalta aquí la filiación divina de Jesús, aunque claramente vinculada al mesianismo. Cristo e Hijo de Dios en este contexto, opina P. Bonnard, «son dos términos de valores equivalentes y designan al enviado escatológico de Dios para la salvación de todos los hombres» [27] . En el relato de la pasión según Mateo, aparece un pasaje de extraordinaria importancia y sumamente clarificador sobre la filiación divina de Jesús. Dice así: «los viandantes blasfemaban contra él, moviendo la cabeza y diciendo: “Tú, que destruyes el santuario y lo edificas en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz”. De un modo parecido, también los sumos sacerdotes, con los escribas y ancianos, decían burlándose: “Salvó a otros (y) no puede salvarse a sí mismo. Es Rey de Israel: baje ahora de la cruz y creeremos en él. Ha puesto su confianza en Dios: que (lo) libre ahora, si lo quiere, pues dijo: ʻSoy Hijo de Diosʼ”. También los bandidos que acababan de ser crucificados con él lo insultaban de la misma manera» (Mt 27,39-44). La gente del pueblo, la clase dirigente de Israel y los malhechores tentaban a Jesús, invocando su condición de «Hijo de Dios». Su sarcasmo burlón y cínico no puede oscurecer la auténtica verdad sobre Jesús, a saber, que es rey de Israel y que Dios, en quien él confía, lo salvará. El texto quizá no permita extraer una conclusión precisa sobre la filiación divina de Jesús; más bien pretende llevar a su punto crítico, como opina U. Luz, la historia del Hijo de Dios paciente y obediente hasta la muerte: «pronto acontecerá el gran viraje. Dios va a intervenir y pondrá de manifiesto quién es realmente este crucificado» [28] . En todo caso, es ostensible que el «Hijo de Dios» muestra su poder bajo el signo de la cruz, en su obediencia y fidelidad al plan de Dios, y no sucumbiendo a tentaciones de exhibición y de dominio. El Padre responderá a los desafíos incrédulos y sarcásticos de la multitud con fenómenos prodigiosos que afectarán al santuario del Templo, a la naturaleza e incluso a los dominios de la muerte. En vista de estos hechos, los soldados paganos reconocieron que Jesús era verdaderamente «Hijo de Dios» (Mt 27,54). Solo Dios puede revelar a Jesús como Hijo suyo, y lo hace en la obediencia del 334

Hijo a su voluntad. La confesión de los soldados es auténtica y plena, réplica perfecta a las burlas del pueblo judío y en consonancia con las manifestadas por los discípulos de Jesús. El evangelio de Mateo concluye con un texto glorioso, en el que convergen las líneas maestras de su exposición y se proclama a Jesús como Hijo de Dios: «Y Jesús, acercándose, les habló así: “Se me dio toda autoridad en (el) cielo y sobre (la) tierra. Así que id, haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os mandé. Y mirad, yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”» (Mt 28,18-20). La autoridad ejercida por Jesús en su enseñanza y milagros hasta el extremo de perdonar pecados, de la que han participado sus discípulos para expulsar demonios y curar enfermos, se revela ahora ilimitada y absoluta porque todo el poder –el mismo poder de Dios– reside en Jesús Resucitado, Señor del universo entero. Él es realmente «el Hijo de Dios». c) Lucas Exegetas y teólogos coinciden en la dificultad de clasificar la cristología de la obra de Lucas (el evangelio y los Hechos de los Apóstoles) y en advertir que la filiación divina de Jesús no ocupa un lugar preeminente en el pensamiento de este evangelista [29] . Lucas se refiere a Jesús de Nazaret como Mesías o Ungido del Señor (Lc 2,11.26; 9,20), como Profeta (Lc 7,16.39; 9,19; 24,19), y como Salvador (Lc 2,11), pero su título favorito es «Señor», término que discurre a lo largo del evangelio y de los Hechos (Lc 7,13.19; 10,1; 13,15 etc.). Lucas narra la concepción virginal de Jesús, entendiendo que él es el «Hijo de Dios», de forma única, por la acción del Espíritu. La respuesta del ángel a María durante la anunciación lo clarifica perfectamente: «(El) Espíritu Santo vendrá sobre ti, y (el) poder del Altísimo te cobijará bajo su sombra; por eso también lo que nacerá se llamará santo, Hijo de Dios» (Lc 1,35). En su bautismo, Jesús es llamado «Hijo de Dios» (Lc 3,21-22). El relato de Lucas deja claro que el evangelista está atraído por una cristología del Espíritu. Los pasajes de Lucas que refieren el nacimiento virginal de Jesús por el Espíritu y la efusión del mismo Espíritu en el bautismo mantienen una estrecha relación entre sí. El Espíritu, que se hace presente en el evangelio de la infancia, actúa asimismo en el bautismo de Jesús, dejando 335

patente la intervención de Dios en ese acontecimiento de salvación, histórico y escatológico a la par. Este interés de Lucas por la cristología del Espíritu aparece de nuevo en el relato de las tentaciones de Jesús y en el reconocimiento de su autoridad por parte del diablo (Lc 4,1-13). Este relato, en el que Lucas evoca el recuerdo de los beneficios de Yahvé al pueblo de Israel (Dt 8,2-5), resalta la victoria de Jesús sobre las pruebas, a diferencia del pueblo israelita que echa en falta el pan de Egipto. Y es que Jesús no es solamente un símbolo del nuevo pueblo de Dios, sino realmente «Hijo de Dios», pese a que ui`o,j (hijo) carezca de artículo. Jesús no es simplemente un símbolo, o un hijo de Dios, sino «el Hijo de Dios» escatológico. Nuevamente, aparece en este texto un estrecho vínculo con el relato del bautismo de Jesús. En la transfiguración (Lc 9,35), Lucas dice: «Y sonó desde la nube una voz, que decía: “Este es mi hijo elegido; escuchadlo”» (kai. fwnh. evge,neto evk th/j nefe,lhj le,gousa( Ou-to,j evstin o` ui`o,j mou o` evklelegme,noj, auvtou/ avkou,ete). En el relato de la transfiguración, Lucas presenta a Jesús como la revelación definitiva de Dios. Él es aquí «el (hijo) elegido», a diferencia de Marcos y Mateo que lo llaman «el amado», vinculando así, de forma inequívoca e inexorable, a Jesús con Dios, su Padre, y describiendo su misión de revelador en el mundo. Por esta razón, a Jesús hay que escucharlo no como a un profeta más, que transmite la ley, sino como a quien revela la salvación. La voz que proclama la filiación divina de Jesús se dirige a sus discípulos manifestando la dimensión eclesiológica de este pasaje. Lucas narra también el logion Q, compartido con Mateo, acerca del conocimiento recíproco entre el Padre y el Hijo, ya comentado anteriormente. En el capítulo 10 escribe: «Todo me fue entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, y quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo» (Lc 10,22). En la narración del proceso de Jesús ante el sanedrín, Lucas introduce una novedad: la pregunta que se muestra en Marcos («¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?», Mc 14,61) se convierte en dos. A la pregunta de si él es el Mesías (el Cristo), Jesús responde: «Si os (lo) digo no me creeréis; y si pregunto, no responderéis. Pero desde ahora estará el Hijo del hombre sentado a la derecha del poder de Dios» (Lc 22,68-69); acerca de si es el Hijo de Dios, dice: «Vosotros (lo) decís: yo (lo) soy» (Lc 22,70). Aparte del valor 336

didáctico que pueda tener la doble pregunta, tratando de evitar las ambigüedades del término «Mesías», la referencia cristológica del texto es evidente. A este respecto, escribe F. Bovon: «Si Lucas repite la pregunta, es porque quiere evitar absolutamente los malentendidos: Jesús es el Mesías, pero es preciso ponerse de acuerdo en el significado del término. Se trata del “Hijo de Dios” más allá de la muerte. No se trata de estar sentado en el palacio que estaba a la derecha del Templo, sino de la exaltación celeste a la derecha del Padre» [30] . d) Juan El comienzo del evangelio de Juan es considerado por exegetas y teólogos como el exponente más excelso y poético de la cristología y de la teología que el autor desarrollará a lo largo de su exposición [31] . El famoso y conocido prólogo (Jn 1,1-14) – un primitivo himno de la comunidad cristiana, enormemente influido por la teología sapiencial del Antiguo Testamento– esboza de forma sublime una cristología, a saber, el Verbo (Palabra) que existía al principio con Dios, era Dios. Por medio de él se hicieron todas las cosas; en él estaba la Vida y la Vida era la Luz de los hombres. Esa luz vino al mundo y nosotros hemos visto su esplendor (gloria) que procede del Padre. Las primeras palabras del prólogo «al principio» (VEn avrch|/) recuerdan el comienzo del libro del Génesis (Gn 1,1), que relata los principios de la historia de la humanidad. Este paralelismo entre ambos libros se mantiene en los versículos siguientes que reúnen los temas de la creación, de la luz y de las tinieblas. Sin embargo, el «principio» al que se refiere Juan más que material y temporal es cualitativo y espiritual, designando no el tiempo anterior a la creación, sino el ámbito propio de Dios. «Al principio», por tanto, ya «existía la Palabra» (h=n o` lo,goj), situándola fuera de las coordenadas espacio-temporales, ya que preexistía a la historia humana y su preexistencia, en la que no cabe especulación alguna, se da en relación con Dios (pro.j to.n qeo,n), una relación que puede interpretarse bien en un sentido de movimiento (con Dios) o de relación (para con Dios). Esta Palabra era «Dios» (kai. qeo.j h=n o` lo,goj). La frase ha sido objeto de amplio debate, ya que se trata de un texto fundamental en el reconocimiento de la divinidad de Jesús. Reconociendo las dificultades inherentes al texto [32] , estimo oportuno citar dos opiniones de autores acreditados: R. E. Brown y F. J. Maloney. R. E. Brown opina así: «en el caso de un moderno lector cristiano, al que el 337

trasfondo trinitario tiene acostumbrado a pensar en “Dios” como en un concepto más amplio que el de “Dios Padre”, la traducción “la Palabra era Dios” resulta completamente correcta. Esta lectura se refuerza si recordamos que en el evangelio, tal como nosotros lo conocemos, la afirmación de 1,1 tiene casi con certeza la intención de formar una inclusión con 20,28, donde, al final del evangelio, Tomás confiesa a Jesús como “Dios mío” (o` Qeo,j mou) [33] . Y F. J. Maloney escribe lo siguiente: «Aunque tradicionalmente se ha traducido como “y la Palabra era Dios”, hay un peligro de que el lector contemporáneo pliegue en una sola entidad la Palabra y Dios: ambos son Dios. La frase griega (kai. Qeo.j h=n o` lo,goj) coloca el complemento Qeo.j antes del verbo “ser”, sin ponerle un artículo. Es extremadamente difícil captar este matiz en español, pero el autor evita decir que la Palabra y Dios eran una y la misma cosa» [34] . Jesús es claramente el «Hijo de Dios». Él es el Unigénito, con íntima relación personal con Dios Padre y, a la par, el «único Dios» (Jn 1,18). Jesús, como afirma J. D. G. Dunn, es «la Palabra, el discurso creador de Dios, la acción reveladora y redentora de Dios hecha carne» [35] . En el prólogo se identifica al Logos con el hombre Jesús, el Cristo, manifestando la idea de la encarnación. El prólogo, más que marco de interpretación de la cristología de Juan, es resumen del evangelio, al que ha sido integrado como compendio sobresaliente. Ya desde el principio, Natanael reconoce a Jesús como «Hijo de Dios» (Jn 1,49) y, a lo largo del evangelio, el mismo Jesús se refiere a sí mismo como «el Hijo» (Jn 3,16.17; 5,20.21; 10,30; 14,9; 20,31), afirma la unidad con el Padre (Jn 10,30.38; 14,9) y, de forma absoluta, ciñéndose a la fórmula de la revelación hebrea, dice «Yo soy» (evgw, eivmi) (Jn 8,24.28; 13,19). Veamos selectivamente algunos textos significativos. Según R. E. Brown, hay algunos textos del evangelio de Juan que parecen conllevar que el título de «Dios» no fue aplicado a Jesús, como sucede cuando Jesús en su discurso dice que se va al Padre «porque el Padre es más que yo» (Jn 14,28) o, en su oración, afirma que la vida eterna es «conocerte a ti, el único verdadero Dios, y al que enviaste, Jesucristo» (Jn 17,3). Otros presentan variantes que complican la lectura del texto, como sucede con la expresión: «A Dios nadie lo ha visto nunca; el Hijo Unigénito, el que está en el regazo del Padre, ese [lo] reveló» (Jn 1,18). Las palabras el Dios Hijo Unigénito son interpretadas, en efecto, de forma diversa por los exegetas [36] .

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Dos textos de Juan afirman categóricamente la divinidad de Jesús: Jn 1,1 (ya comentado anteriormente) y Jn 20,28. En este texto se dice: «Tomás le respondió así: “¡Señor mío y Dios mío!”» (Jn 20,28). Ocho días después de la resurrección, con un escenario similar al de otras apariciones, en presencia de Tomás –ausente en la aparición anterior de Jesús a sus discípulos– Jesús accede a las condiciones del discípulo y, a la par, le insta a no ser incrédulo, sino creyente. Ante el aventurado desafío de la fe, Tomás responde: «¡Señor mío y Dios mío!» (o` ku,rio,j mou kai. o` Qeo,j mou), la traducción más fiel del lenguaje del Antiguo Testamento («Señor» por Yahvé y «Dios» por Elohím). El Jesús Resucitado y confesado es el mismo que el Jesús crucificado. Los exegetas discrepan en la evaluación del acto de fe de Tomás. Unos opinan – ateniéndose a Jn 20,29– que una fe sin visión, como la que sucederá en tiempos posteriores, es superior a la manifestada por este discípulo; otros, en cambio, no dudan en calificarla como «el ejemplo más claro del uso del título “Dios” aplicado a Jesús» [37] . En todo caso, la confesión reconoce a Jesús como Señor y Dios y se convierte en la culminación de una cristología, que está presente desde el inicio en el evangelio de Juan.

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10.5. Conclusión Puede afirmarse con absoluta coherencia que todos los títulos aplicados a Jesús sirvieron de ayuda a sus discípulos para profundizar en la estrecha relación de su maestro con Dios. El título «Hijo de Dios» fue, innegablemente, el más significativo y más distinguido en las primeras comunidades cristianas. Popularizado y sugestivo entre los habitantes del mundo grecorromano y fascinante en la tradición del pueblo judío, el título fue aplicándose justamente a Jesús, quien se denominaba a sí mismo «el Hijo», profesaba una obediencia y fidelidad absolutas a su aba abbâ’, y actuaba en su vida con especial relación con Dios. Este título –mejor que otro cualquiera– esclarecía el infinito misterio de Dios, desvelado a la humanidad en la persona de Jesús. Los escritos del Nuevo Testamento muestran una abundante diversidad de cristologías, expresadas de manera diferente, con simbolismos y tipologías distintas, a las que se adhirieron las primitivas comunidades cristianas. Todos los evangelios afirman rotundamente la divinidad de Jesús, admitiendo la unidad esencial entre el Hijo y el Padre. Y la filiación divina de Jesús no se queda en el plano intelectual o metafísico, ni se limita exclusivamente a la relación del Hijo con el Padre, sino que expresa simultáneamente la obediencia ilimitada de Jesús al Padre y su entrega total a la humanidad.

[1] R. BULT MANN, Theologie des Neuen Testaments (Tübingen: JCB Mohr, 1968), «Kyrios» und «Gottessohn», [123-135. [Trad. esp., Teología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1981), «Kyrios» e «Hijo de Dios», 170-183.] [2] O. CULLMANN, Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1998), 351-400, aborda este tema tratando los siguientes puntos: 1) El Hijo de Dios en el oriente y en el helenismo. 2) El «Hijo de Dios» en el judaísmo. 3) Jesús y el título «Hijo de Dios». 4) La fe del cristianismo primitivo en Jesús, Hijo de Dios. R. FABRIS , Jesús de Nazaret. Historia e interpretación (Salamanca: Sígueme, 1985), 189-193. [3] R. E. BROWN, Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2005), 133. [4] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret (Primera parte). Desde el Bautismo a la Transfiguración (Madrid: La Esfera de los Libros, 2007), 388. [5] J. RAT ZINGER , Introducción al Cristianismo (Salamanca: Sígueme, 2009), 183 y 188. Cf. J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret... (cit.), 388-399. [6] W. KASPER , Jesús, el Cristo (Salamanca: Sígueme, 2006), 186. [7] J. A. FIT ZMYER , Catecismo Cristológico. Respuestas del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1998), 101. [8] W. KASPER , Jesús, el Cristo (cit.), 267s. J. A. PAGOLA, Jesús. Aproximación histórica (Madrid: PPC, 2007), 459-461. J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret... (cit.), 389-399. Diccionario Enciclopédico de

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la Biblia (Barcelona: Herder, 1993), 714-717. F. KOGLER – R. EGGER - WENZEL – M. ERNST , Diccionario de la Biblia (Bilbao–Santander: Mensajero–Sal Terrae, 2012), 354-355. H. BALZ – G. SCHNEIDER (eds.), Diccionario Exegético del Nuevo Testamento II (Salamanca: Sígueme, 1998), 1.829s. [9] W. KASPER , Jesús, el Cristo (cit.), 268. [10] En el Libro de Henoc (Etiópico), según el manuscrito de la Bodleian Library, Oxford, c. LXVIII, n. 40, 35, se dice: «Según el grado de su corrupción, serán entregados a distintos suplicios; en cuanto a sus obras, estas desaparecerán de la faz de la tierra, y a partir de entonces ya no habrá más seductores, porque el Hijo del hombre ha aparecido sentado en su trono de gloria. Toda inmoralidad cesará, todo mal desaparecerá ante su faz, y solo la palabra del Hijo del hombre subsistirá en presencia del Señor de los espíritus». [11] J. MARCUS , El Evangelio según Marcos I (Salamanca: Sígueme, 2010), 148, opina lo siguiente: «La mayoría de los manuscritos, incluyendo algunos muy buenos y muy antiguos, añaden a “Jesús Cristo” “el Hijo de Dios”, pero ese añadido está ausente del Sinaítico y de otros importantes testimonios textuales. Es más probable que un escriba antiguo haya añadido el título “Hijo de Dios” y no que lo haya omitido. Una omisión intencionada de ese epíteto, tan ubicuo e importante, resulta improbable, y es también poco probable que un escriba, en el mismo comienzo de la transcripción de un manuscrito, fuera tan poco cuidadoso o estuviera tan cansado como para omitir estas importantes palabras al principio de su texto». J. GNILKA, El Evangelio según San Marcos I (Salamanca: Sígueme, 2005) escribe a este respecto: «La supresión de ui`o,j Qeou( en algunos testimonios textuales se explica por la inusual caracterización del evangelio. Y precisamente esto es una prueba a favor de su originalidad». [12] J. GNILKA, op. cit., 50. [13] J. MARCUS , op. cit., 179. [14] W. KASPER , Jesús, El Cristo (CIT.), 271-272, afirma que, mientras la expresión «Tu eres mi Hijo amado» en el bautismo de Jesús (Mc 1,11) se sitúa en la tradición mesiánico-teocrática, «la perícopa de la transfiguración habla ya de la figura de Jesús (metemorfw,qh: Mc 9,2), lo que implica una concepción esencialista del título de “Hijo de Dios”». [15] J. MARCUS , El Evangelio según Marcos II (Salamanca: Sígueme, 2011), 1.159. [16] Ibid., 1.056-1.057. [17] J. GNILKA, El Evangelio según San Marcos II (Salamanca: Sígueme, 2005), 241-242. [18] Ibid., 1.228. [19] Ibid., 377. [20] J. D. G. DUNN, Christology in the Making. A New Testament Inquiry into the Origins of the Doctrine of the Incarnation (Chatham: Mackays of Chatham PLC, 1992), 48. [21] Ibid., 48. [22] M. DE J ONGE, Christology in Context: The Earliest Christian Response to Jesus (Westminster: John Knox Press, 1988), 95. [23] R. AGUIRRE – A. R. CARMONA, Evangelios Sinópticos y Hechos de los Apóstoles (Estella: Verbo Divino, 2012), 312. Estos autores corroboran la importancia del título «Hijo de Dios» aplicado a Jesús en el evangelio de Mateo, por ser este el evangelista sinóptico que habla más frecuentemente de Dios como Padre y, sobre todo, en el que más veces habla Jesús de «mi Padre», dando a entender su relación única con Dios (18 veces). Consecuentemente, también los discípulos, que se definen por su relación con Jesús, son hijos de Dios, hijos del Padre, y Dios es su Padre. [24] H. BALZ – G. SCHNEIDER (eds.), Diccionario Exegético del Nuevo Testamento II (Salamanca: Sígueme, 1998), 1834. [25] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), La infancia de Jesús (Barcelona: Planeta, 2012), 12.

[26] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret (Primera parte). Desde el Bautismo a la

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[26] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret (Primera parte). Desde el Bautismo a la Transfiguración (Madrid: La Esfera de los Libros, 2007), 394. [27] P. BONNARD, Evangelio según San Mateo (Madrid: Cristiandad, 1983), 365. [28] U. LUZ, El Evangelio según San Mateo IV (Salamanca: Sígueme, 2005), 429. [29] T. P. RAUSCH, ¿Quién es Jesús? Introducción a la Cristología (Bilbao: Mensajero, 2006), 198. H. BALZ – G. SCHNEIDER (eds.), Diccionario Exegético del Nuevo Testamento II (Salamanca: Sígueme, 1998), 1833. [30] F. BOVON, El Evangelio según San Lucas IV (Salamanca: Sígueme, 2010), 422. [31] J. D. G. DUNN, Christology in the Making An Inquiry into the Origins of the Doctrine of the Incarnation (Chatham: Mackays of Chatham PLC, 1992), 56, afirma que no existe documento alguno en el Nuevo Testamento con respecto a la confesión del Hijo de Dios tan alto como los escritos de Juan. La meta de su evangelio, dice, es mantener o atraer a los lectores a la fe en Jesús como el Hijo de Dios (20,31). [32] Básicamente, las complejidades en la interpretación derivan del significado de los términos utilizados, de su posición en el texto y del uso del artículo. Así, según el orden en el texto griego, en la segunda línea del capítulo 1, «Dios» (el Padre) aparece con el artículo determinado (o` qeo,j), mientras que, en la tercera línea, «Dios» (predicado) no lleva artículo. [33] R. E. BROWN, El Evangelio según Juan I (Madrid: Cristiandad, 1979), 176. [34] F. J. MALONEY, El Evangelio de Juan (Estella, Verbo Divino, 2005), 59. [35] J. D. G. DUNN, ¿Dieron culto a Jesús los primeros cristianos? Los testimonios del Nuevo Testamento (Estella: Verbo Divino, 2011), 153. [36] R. E. BROWN, Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2005), 196199. [37] Ibid., 211.

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CAPÍTULO 11:

El conflicto final de Jesús

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11.1. La muerte de Jesús Los cristianos tenemos siempre presente a Jesús crucificado. Con mucha frecuencia su imagen preside nuestra mesa de trabajo, la cabecera de nuestra cama, el lugar más privilegiado de nuestra casa, y lo llevamos en alguna parte de nuestro cuerpo, y siempre en nuestros labios y en el corazón. Solo es una imagen, fija en la tierra y mirando al cielo, a veces majestuosa y señorial, otras, desnuda y vulnerable, en la que encontramos siempre la esperanza más excelsa y más sólida de la que participa la humanidad entera. Detrás de esta imagen está Jesús de Nazaret. Pero ¿qué se esconde realmente detrás de esta imagen? ¿Qué sentido tiene el crucifijo en nuestras vidas? ¿Quién es ese Jesús crucificado? ¿Qué ha sucedido para que el hombre que, con tanta pasión, predicó la buena noticia del reino de Dios en Galilea y se enfrentó con valentía a las autoridades políticas y religiosas de su pueblo en Jerusalén se encuentre ahora, henchido de dolor, en una cruz, despreciado por la muchedumbre e, incluso, abandonado por Dios? Jesús crucificado es el gran misterio en el que se inserta el escenario completo de nuestra propia vida, al que asistimos aturdidos y en el que encontramos el sentido y la esperanza de nuestra existencia. El ministerio público de Jesús fue muy breve, según los sinópticos, y un poco más extenso, según Juan. Ungido por el Espíritu, su ministerio profético comenzó en Galilea, en la sinagoga de Nazaret, anunciando la evangelización de los pobres, la liberación de los cautivos y la libertad de los oprimidos. La imprevista sorpresa y admiración de sus paisanos ante la sabiduría de Jesús dieron paso súbitamente al desprecio y al odio, hasta expulsarlo de la ciudad. Algo, que marcaría la vida de Jesús, había quedado meridianamente claro: su profetismo –en continuidad con los profetas del pueblo de Israel– su mensaje de liberación y de salvación para todos los pueblos, y no solo para Israel, y su firme decisión de obedecer la voluntad de su Padre (Lc 4,16-30). En Galilea, predicó la noticia del reino de Dios y cuidó de la vida de los pobres, enfermos, y marginados de la sociedad. Hacia el año 30 de nuestra era, Jesús, acompañado de sus discípulos, se dirigió a Jerusalén para celebrar la fiesta más importante del pueblo judío. Era una fiesta de ocho días, en la que se celebraban la Pascua propiamente dicha (que duraba un día) y la de los panes ázimos. La pascua transcurría desde el día 14 hasta el 21 del mes de nisán y a ella acudían judíos de la diáspora, hombres, mujeres y niños. Era una auténtica 345

peregrinación, organizada a conciencia, en la que los caminantes esperaban varios días cerca del Templo de Jerusalén, preparando su cuerpo y su espíritu para ser librados de toda impureza y así cumplir la ley de Yahvé, dada a Moisés en el desierto de Sinaí (Nm 9,1ss). En la tarde del día 14, el representante de los distintos grupos llevaba un cordero (cabritos y terneros podían ser sacrificados también) al Templo, donde era sacrificado. Por la noche, una vez retirado el cordero del Templo y asado, se celebraba la cena pascual. Jerusalén era la capital, símbolo del poder político, y el Templo el centro y símbolo del liderazgo religioso del pueblo judío. Allí llegó Jesús, consciente del rechazo que causaba su persona a las autoridades civiles y religiosas y, probablemente, con la sospecha de que su viaje a la capital le conduciría a un destino fatal. Él guardaba en su memoria el destino de los profetas de Israel y la muerte de Juan el Bautista. En esta atmósfera de incertidumbre y desasosiego, Jesús entra en Jerusalén. Los evangelios no reseñan si Jesús y sus discípulos cumplieron los rituales religiosos de preparación de la Pascua –recibir la aspersión, bañarse y llevar un cordero al Templo– aunque refieren una curiosa historia, en la que los discípulos preguntan a Jesús dónde quiere que vayan a llevar a cabo los preparativos para comer el cordero pascual y Jesús envía a dos de ellos a Jerusalén, donde les saldrá al encuentro un hombre que lleva un cántaro de agua, que les preparará una estancia en la cual el Maestro podrá comer el cordero pascual con sus discípulos. Allí, en una gran sala amueblada, en el piso de arriba, se harán los preparativos (Mc 14,12-15 par). Podemos imaginar que en la palabra «preparativos» se incluyen los actos religiosos que disponían a la celebración de la Pascua; pero, en realidad, esto tiene escasa importancia. El silencio sobre este tema no empaña en absoluto las escenas centrales que se narran en la última semana de la vida de Jesús: la entrada en Jerusalén, la predicción y amenaza de la destrucción del Templo, la última comida con sus discípulos, la acusación ante los representantes del sanedrín y la condena a muerte y crucifixión [1] . Ante estos hechos de la semana última de Jesús, caben innumerables preguntas, que pueden clarificar el sentido de su función profética y la repercusión en nuestra vida cristiana. ¿Por qué murió Jesús? ¿Cómo se explica su muerte? ¿Cuál fue la causa última de la misma? ¿Qué responsabilidad puede atribuirse a las autoridades civiles y religiosas? ¿Cómo concibió Jesús su propia muerte? ¿Hasta qué punto fue Jesús obediente a los planes de su Padre? ¿Se sintió en algún momento abandonado por Dios? Son preguntas,

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como puede apreciarse, de carácter histórico, religioso y personal, a las que intentaré acceder a partir de los datos evangélicos y de la interpretación cristiana, basada en la fe en la resurrección de Jesús.

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11.2. El conflicto en la vida de Jesús Cualquier lector de los evangelios puede percatarse de que el enfrentamiento y la tensión estuvieron presentes, de una forma o de otra, y de manera constante, en la vida de Jesús de Nazaret. La afirmación parece obvia si se tiene en cuenta que muchos hechos y dichos de Jesús chocaron frontalmente con las tradiciones culturales y religiosas del pueblo de Israel, contraviniendo los preceptos de las autoridades civiles y religiosas. El conflicto comenzó en Galilea y terminó en Jerusalén. Entre los enemigos que aparecen en la actividad pública de Jesús se encuentran, de forma muy indiferenciada, fariseos y escribas, doctores de la ley, herodianos, saduceos y los celotas, la facción más radical de los fariseos. El motivo básico del enfrentamiento entre Jesús y sus adversarios es la predicación del reino de Dios, el anuncio de un orden nuevo en el que quedaban en entredicho los pilares de la religiosidad del pueblo de Israel. La Ley sería sustituida por el amor, lo que se manifestaba en las comidas de Jesús con publicanos y pecadores, relegando las normas de pureza de la sociedad judía (Lc 18,9-14). El conflicto iniciado en el ministerio público de Jesús en Galilea fue agravándose hasta suscitar el rechazo de las autoridades de Jerusalén. Jesús llega a la ciudad santa con los cargos de enseñanzas revolucionarias, comportamientos irrespetuosos con la tradición de Moisés y vinculación con unas gentes irrespetuosas con la sinagoga. La subida de Jesús a Jerusalén escenificará dramáticamente estos hechos. El primer acto del gran profeta de Israel, es decir, la entrada de Jesús en Jerusalén, aunque solo gozase de un carácter simbólico, suscitó aclamación entre sus seguidores, pero también despertó suspicacias y recelos en las autoridades religiosas y civiles. Es muy probable que Jesús no fuera reconocido personalmente por los habitantes de Jerusalén, pero en el evangelio de Marcos se dice que lo aclamaban peregrinos que habían partido con él desde Jericó (Mc 11,9) y Juan parece suponer que gentes de la ciudad (podrían ser también peregrinos) habrían salido a su encuentro. En definitiva, en Jerusalén entraba alguien que, según relata Mateo, cumpliría el anuncio del profeta Zacarías (Zac 9,9), que dice: «Decid a la hija de Sion: mira, tu Rey viene a ti, manso, y montado en una borrica y en un pollino, cría de jumento» (Mt 21,5). Los discípulos y seguidores, «un gentío», «una multitud», narran los evangelios, bendecían al «reino que viene, de nuestro Padre David» (Mc 11,10), al tiempo que identificaban ese reino con Jesús: «Bendito el que viene, en nombre del Señor» (Mt 21,9). El júbilo está 348

representado en la persona de Jesús, y la alegría de sus seguidores está vinculada a la esperanza que entrañaba el reino de Dios que él anunciaba. Que Jesús fuese proclamado «Rey» entrañaba un peligro y creaba un compromiso para las autoridades religiosas y el prefecto de Roma, atentos siempre a los perturbadores sociales y falsos profetas que concurrían por esas fechas en Jerusalén. El peligro y el conflicto también se alzaban sobre la persona de Jesús, porque, aunque queden oscuros muchos detalles históricos, puede afirmarse con el teólogo J. Gnilka que «sabemos que él (Jesús) inició por sí mismo esa escena mesiánica». La enseñanza de Jesús fue asimismo motivo de alarma y confrontación entre él y las autoridades de Israel. El evangelio de Juan, al narrar la muerte y la resurrección de Lázaro, pone en boca del sumo sacerdote Caifás una sentencia enormemente significativa: «Vosotros no sabéis nada, ni pensáis que os trae más cuenta que muera uno por el pueblo y no que toda la nación perezca» (Jn 11,49-50). Muchos de los judíos, al ver la resurrección de Lázaro, creyeron en Jesús y ante ese hecho el sanedrín se pronuncia diciendo: «Si lo dejamos así, todos creerán en él, y vendrán los romanos y eliminarán nuestro templo y nuestra nación» (Jn 11,48). En la decisión del sanedrín, como opina F. J. Moloney, «subyace el delicado equilibrio del poder entre Roma y las autoridades políticas y religiosas locales de tiempos de Jesús: dejar en libertad a los hacedores de milagros mesiánicos y populistas provocaría un gran estrago» [2] . Caifás desvela una interpretación interesante de la muerte de Jesús. Profetizó que, en consonancia con la tradición judía, según la cual una persona justa podría morir por la nación obteniendo la bendición de Dios, Jesús morirá por Israel y no solo por este pueblo, sino por todos, a saber, «para reunir en un ser a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52). De alguna forma, también, se observa en toda esta narración de Juan la vinculación del Templo con la muerte de Jesús. El gesto simbólico de Jesús en el Templo de Jerusalén representa un hito capital en la comprensión del conflicto en su vida profética. Es fácilmente comprensible que los cristianos del siglo XXI no captemos la importancia y profundidad de este tema. El hombre moderno, como afirma E. P. Sanders, concibe perfectamente una religión sin sacrificios y deja de ver la novedad del cristianismo que entendió la muerte de Jesús como la sustitución absoluta del culto del Templo del pueblo de Dios [3] . Como afirma R. Aguirre, «el Templo y el culto eran, en aquel momento, la columna vertebral de la

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religión política judía y uno de los mayores símbolos de la identidad nacional» [4] . Era la inspiración del pueblo de Israel, donde se guardaba celosamente la presencia de Yahvé y se esperaba su venida escatológica. Era, por tanto, el lugar indicado del culto, donde se aplacaba al Dios que había conducido al pueblo hacia la tierra de promisión con sacrificios expiatorios, diezmos y fiestas. Era también el lugar que mantenía políticamente unido a Israel frente a sus enemigos y la base económica del poder político de las familias de los sumos sacerdotes. Era el recuerdo nostálgico del pasado y la esperanza del futuro de un pueblo que se llamaba pueblo de Dios. Su magnificencia y suntuosidad, que evocaban los sueños de David (1 Sm 7,1-2; Cr 17,1) y la gloria de Salomón (2 Sm 7,1213; 1 Cr 17,11-12), eran símbolo de unidad política y religiosa del pueblo, custodiada con esmero en todo el territorio, especialmente en Judea, sobre todo a partir del destierro. Las reflexiones que hago sobre el Templo se basan en los relatos de los cuatro evangelistas. Un asunto de tanta importancia debía estar recogido por todos ellos, aunque con las variantes que los caracterizan. Juan, que sitúa este acontecimiento al comienzo del ministerio público de Jesús, describe el celo de Jesús que con un azote de cordeles expulsa a los mercaderes de la zona del templo, en la que se vendían palomas, bueyes y ovejas y se cambiaba moneda romana en moneda tiria para pagar el impuesto del Templo. Las palabras de Jesús se dirigieron contra los abusos en el Templo. Y es que el Templo (ivero,n) no debería ser una plaza de mercado, sino «la casa de mi Padre», mh. poiei/te to.n oi=kon tou/ patro,j mou oi=kon evmpori,ou, (Jn 2,16). El enviado de Dios reclama la pertenencia del templo, por ser la casa de su Padre. No es solamente un lugar de culto y de tráfico, sino principalmente la morada de Dios. Ante la dura provocación de Jesús, los judíos reaccionaron exigiendo un signo que demostrase su autoridad. La respuesta de Jesús es concluyente: «Destruid este santuario, y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19). Las desconcertantes palabras de Jesús no corresponden a la destrucción del Templo de Jerusalén ni a la edificación de un templo de piedra, sino a un acontecimiento que se producirá en breve, a saber, la destrucción y resurrección del cuerpo de Jesús. Los judíos rechazaron el signo de Jesús; insolentemente, se burlan de él. Los discípulos, en cambio, al resucitar de entre los muertos «recordaron que había dicho aquello y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús» (Jn 2,22). El evangelio de Lucas narra escuetamente la expulsión de los mercaderes del Templo, sin hacer referencia a la destrucción y edificación del mismo (Lc 19,45); sin embargo, los Hechos de los Apóstoles recogen esta escena en el relato del prendimiento y juicio de Esteban 350

(Hch 6,14). Mateo, que sigue a Marcos, pone en boca de dos testigos falsos las palabras de Jesús: «Este dijo: Puedo destruir el santuario de Dios y edificarlo en tres días» (Mt 26,61) y en la crucifixión los viandantes blasfemos dicen: «Tu, que destruyes el santuario y lo edificas en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz» (Mt 27,40). Marcos goza de una especial importancia en el estudio de este tema. Los especialistas están de acuerdo en afirmar que el primer relato de la pasión y muerte de Jesús aparece en su evangelio y que dicho relato constituye la parte narrativa más antigua del mismo. Las acusaciones contra Jesús referidas en el evangelio de Marcos son muchas, tanto religiosas como políticas, y narradas con exquisita precisión. Así, se habla de inculpaciones del pueblo contradictorias y falsas contra Jesús, que hacen referencia, de forma especial, a la destrucción del Templo de Jerusalén; de imputaciones de blasfemia y de vanas promesas a las gentes de Israel, bajo apariencias de profetismo mesiánico de Jesús; de burlas y mofas contra el llamado «Rey de los Judíos» y de su condena a muerte. Pero, veamos detalladamente la narración de Marcos. Es impresionante el relato de Jesús ante el sanedrín, escrito por Marcos. Dice así: «A Jesús lo llevaron al sumo sacerdote, y se reunieron todos los sumos sacerdotes, los ancianos y los escribas. Pedro lo siguió de lejos, hasta dentro del palacio del sumo sacerdote, y estaba sentado entre los alguaciles, calentándose a la lumbre. Los sumos sacerdotes y todo el sanedrín buscaban un testimonio contra Jesús, para poder matarlo, pero no lo encontraban, pues muchos testificaban en falso contra él, pero los testimonios no eran idénticos; algunos, puestos en pie, testificaban en falso contra él, diciendo: “Nosotros le oímos decir: Yo destruiré este santuario hecho por manos humanas, y en tres días edificaré otro no hecho por manos humanas”» (Mc 14,53-58). Parece ser que Marcos entendió como verdadera esta afirmación, al repetirla en el momento de la crucifixión de Jesús (Mc 15,29). Es importantísimo observar, como indica J. Gnilka, que en este pasaje se menciona por primera vez a los principales sacerdotes (oi` avrcierei/j) [5] . La acción de Jesús de protesta y purificación del templo –una llamada a la conversión del pueblo de Israel– puso en pie de guerra a los principales dirigentes religiosos de la nación, que esperaban una pronta y más adecuada actuación para matar al Galileo [6] . Jesús es conducido a la casa del sumo sacerdote –en este caso Caifás, aunque Marcos no lo consigne– y allí se enfrentará a representantes de las tres facciones

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que componían el sanedrín: los sumos sacerdotes, los ancianos y los escribas. Ante ellos, y en un interrogatorio caótico, reaparece la noticia de que Jesús intenta destruir el Templo de Jerusalén y edificar otro. El texto se presta a diversas interpretaciones. E. P. Sanders opina que Jesús fue «un escatologista radical» que esperaba la actuación decisiva de Dios para cambiar radicalmente el rumbo de las cosas, anhelando la nueva era, «cuando se reuniesen de nuevo las doce tribus de Israel en un Templo nuevo y perfecto, construido por Dios mismo» [7] . La mención a «otro» templo, no hecho por manos humanas, «a los tres días» sugiere, más bien, que se está pensando en la resurrección de Jesús. Como dice otra vez J. Gnilka, «el Señor exaltado sustituirá el templo o lo inutilizará» [8] . Teólogos y exegetas han vuelto a colocar en el centro de la investigación religiosa este pasaje evangélico. No se trata solamente de referencias, por muy importantes que sean, a la ira de Jesús contra los avaros comerciantes en los recintos sagrados del Templo de Jerusalén o a su enérgica repulsa hacia las normas religiosas de pureza del pueblo judío, sino de interpretar esta acción de Jesús como una de las principales razones para su sentencia de muerte. Así opinan, entre otros autores, W. Kasper, N. T. Wright y R. E. Brown [9] . W. Kasper, hablando del marco histórico de la muerte de Jesús, considera que la ejecución en cruz era especialmente cruel, denigrante e infamante, reservada especialmente para esclavos. Si entre gente de bien no podía hablarse de una muerte tan ignominiosa, la desconfianza de los romanos hacia los judíos en una Palestina políticamente inestable y la explicable ignorancia de los poderes públicos acerca de la religión de Israel propiciaron a los enemigos de Jesús presentar la querella ante Pilato. Jesús, por tanto, fue ejecutado como rebelde político, aunque su rebeldía muestre rasgos muy singulares, alejados de cualquier movimiento de la época con estas connotaciones. El título de la cruz «Rey de los judíos» (Mc 15,26 par) prueba nítidamente esta afirmación. Más difícil que la escena de Pilato, continúa razonando W. Kasper, es el proceso de Jesús ante el sanedrín, en el que intervinieron dos cosas: la cuestión mesiánica y las palabras de Jesús sobre la destrucción del Templo. Con ello se debía probar que Jesús era un falso profeta y blasfemo, sobre el que tenía que pronunciarse la sentencia de muerte. Todo esto se convirtió en pruebas de los poderosos y a Jesús lo asesinaron el malentendido, la cobardía, el odio, la mentira, las intrigas y las emociones. La muerte de

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Jesús, y así termina la reflexión de este teólogo en este punto, tiene, sin embargo, una dimensión más profunda. Para el Nuevo Testamento, «la muerte de Jesús no es solamente acción de los judíos y romanos, sino obra salvadora de Dios y libre autoentrega de Jesús» [10] . Siguiendo la exposición de T. P. Rausch [11] , N. T. Wright opina que, aparte de que la cuestión de Jesús y el Templo sea central en la actualidad de la investigación teológica, la acción de Jesús ha de interpretarse más que como una simple amenaza a la religiosidad del pueblo judío y a la casta sacerdotal como un juicio simbólico y profético en contra del Templo. Con ello, sin recurrir a la violencia armada contra la ocupación romana, y ejerciendo como auténtico profeta de Israel, anunciaba el final de la era presente, la falta de sentido del Templo en un tiempo futuro, y la llegada del reino de Dios [12] . R. E. Brown, aunque de forma más débil, admite la enorme probabilidad histórica de que el acontecimiento de la destrucción del Templo contribuyera a la ejecución de Jesús [13] .

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11.3. Jesús se enfrenta a la muerte y deja entrever su alcance Innegablemente, la muerte de Jesús fue un acontecimiento singular para sus discípulos y el grupo de seguidores que permanecieron fieles a la trayectoria vital del Galileo. Y lo fue, especialmente, porque la vida de Jesús había terminado aparentemente en el fracaso más estrepitoso y en el abandono de Dios; es más, en el escarnio de la maldición, como se afirma en el libro del Deuteronomio: «Cuando un hombre se hubiere hecho reo de un delito penado con muerte y haya de ser muerto se le colgará de un madero. Su cadáver no pernoctará sobre el madero, sino que lo has de enterrar el mismo día; pues un colgado es una maldición de Elohim. Así harás impuro el suelo que Yahvé, tu Dios, te da en herencia» (Dt 21,22-23). Ante la magnitud del acontecimiento, los seguidores de Jesús volvieron la mirada a las Escrituras hebreas, recurriendo a metáforas y simbolismos de la tradición judía que permitiesen una explicación satisfactoria a la muerte ignominiosa de Jesús. La tarea no entrañaba excesiva dificultad. Recordaban perfectamente la figura de los profetas de Israel, enviados de Yahvé para proclamar su palabra al pueblo elegido, y también rechazados y hasta ejecutados por los poderes públicos. No quedaba muy lejano el destino de Juan el Bautista. Estaban también familiarizados con la tradición sapiencial, en la que el símbolo del Justo sufriente se asemejaba en alto grado al sufrimiento y muerte de Jesús. Otro tanto sucedía con el Siervo de Yahvé. Detrás de esta explicación, estaba la intención de indagar en el pensamiento de Jesús sobre su propia muerte y sobre el sentido que él le atribuía. Los escritos de las primeras comunidades cristianas aparecieron sin excesiva dilación, dando una significación a la muerte de Jesús y sirviendo, a la par, de base para que los cristianos pudiéramos averiguar algo de la forma en que Jesús entendió su muerte y el alcance que le dio. La tarea es sumamente difícil. En el pensamiento de Jesús sobre su muerte no podemos adentrarnos, sino con numerosas limitaciones de índole diversa, y en todo caso de forma indirecta. Los evangelios han de interpretarse siempre a la luz de la resurrección de Jesús y no siempre estamos seguros de si las historias que relatan gozan de carácter histórico o pertenecen a la visión creyente de la comunidad cristiana. En cualquier caso, las figuras bíblicas de la tradición religiosa de Israel pueden ayudarnos a encontrar la perspectiva y el sentido de la muerte de Jesús. A ellas me refiero inmediatamente. 354

11.4. La muerte del Profeta En los escritos del Nuevo Testamento aparece frecuentemente el tema de Israel matando a sus profetas, aunque, ordinariamente, de forma simbólica. El profeta perseguido estaba en las entrañas del pueblo de Israel. El pueblo judío conocía a la perfección la misión comprometida y el destino final del profeta. Jerusalén, que simboliza la religiosidad del pueblo de Israel (también, de alguna forma, del mundo entero), será descrita como la ciudad que mata a los profetas y apedrea a los que se le envían (Mt 23,37). Y Jesús fue, innegablemente, un profeta. Así se manifiesta, directa o indirectamente, a lo largo de su ministerio público. Jesús fue desprestigiado y rechazado en su tierra y en su casa, Nazaret (Mt 13,57). El rey Herodes asocia a Jesús con la misión profética de Juan el Bautista y la gente lo tenía por profeta (Mc 6,14; Mt 21,26.46). En las invectivas contra los escribas y fariseos, Jesús asemeja su persecución y la de sus seguidores con el rechazo de los profetas de Israel (Lc 11,49-51. Otro tanto sucede en el relato de las bienaventuranzas (Lc 6,22-23). Más referencias indirectas pueden observarse en la parábola de la viña y los renteros homicidas (Mc 12,1-9) y en las duras alusiones al rey Herodes (Lc 13,32-33). A un profeta se le reconoce por su relación especial con Yahvé, su recta, incisiva y acusadora palabra contra la perversión del pueblo de Israel, y su destino desacertado y fatal, asociado estrechamente a su arriesgada misión. Jesús es el prototipo de estas cualidades proféticas. Con naturalidad sorprendente, habla a las gentes de Dios, llamándolo Padre (abbâ’: Mt 7,21; 10,32; 11,27; Lc 2,49), y así se dirige a él en los momentos más cruciales de su vida (Mc 14,36). Su autoridad (evxousi,a) reside en la misión encomendada por Dios, su Padre, que desarrolla en absoluta confianza y libertad, curando a los enfermos, expulsando a los demonios y anunciando la buena noticia del reino (Mt 21,23-27; Mc 11,28-33; Lc 20,2-8). Su relación singular con Dios, la autoridad de su palabra y la acción a favor de los marginados de la sociedad marcaron el final de su existencia terrena, que se distinguió en conflictividad e ignominia entre el resto de profetas del pueblo de Israel. Su vida profética se orienta a la muerte y a la resurrección, y así lo reivindica el evangelista Lucas cuando, en los Hechos de los Apóstoles, Pedro proclama que «toda la casa de Israel sepa ciertamente que Dios lo ha hecho Señor y Mesías, a ese Jesús al que vosotros crucificasteis» (Hch 2,36).

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Jesús no fue un profeta cualquiera. Él fue un profeta singular, ya que su mensaje no se confinó al pueblo de Israel, sino que abarcó a toda la humanidad. Por la misma razón, su muerte tuvo carácter universal, abriendo la esperanza de salvación a todo el género humano.

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11.5. La muerte del Justo En la tradición bíblica de Israel, las figuras del justo y del profeta se asemejan en la esperanza que ponen en Yahvé; uno, buscando la justificación del sentido de su vida, constantemente amenazada por los impíos, y el otro, la validez de su palabra y de su lucha, cuestionada, asimismo, por la dureza de corazón de los destinatarios. El Antiguo Testamento concede una posición privilegiada a la justicia de Yahvé. En sentido propio, solo él es justo. Y el hombre que actúa rectamente y se aproxima a esa justicia de Dios se ve libre del fracaso y de las injusticias humanas, aunque esté sometido al sufrimiento. La historia de este sufrimiento del justo se aplicó originariamente al rey de Israel que, aunque perseguido por sus enemigos, siempre sale victorioso por la ayuda de Yahvé, traducida en la derrota de los enemigos y en la confirmación de la justicia de quien implora su misericordia. La justicia de Yahvé, en definitiva, no solo manifiesta una de sus propiedades esenciales, sino que, por la confianza puesta en él, convierte en justo a quien le suplica. Los profetas son quienes personifican de forma más específica y clara la figura del justo, que padece y es despreciado. Solo en los salmos, especialmente en la tradición sapiencial, la figura del justo sufriente y también exaltado se convierte en tema popular en el judaísmo tardío. Los malvados conspiran contra el justo, le ofenden con sus reproches y burlas, al tiempo que él clama a Yahvé para que lo defienda, implorando que acabe con la maldad de los impíos y confirmando su conducta (Sal 7,2-10; 22; 25; 31; 34; 37). El libro de la Sabiduría juega una importancia decisiva en este tema. El razonamiento de los impíos se opone a la forma de vida del justo, probándolo con torturas y ultrajes, incluso condenándolo a una muerte vergonzosa. Los sufrimientos del justo en esta vida no son considerados castigos, sino pruebas con las que Dios reconoce a quienes son dignos de él. Por eso, mientras los impíos sufren el castigo en esta vida y carecen de toda esperanza, el justo, que goza de la protección de Yahvé, espera la inmortalidad y el gozo en el reino de Dios (Sab 2,10-22; 5,1-5). El tema del justo se encuentra también en el libro de Daniel. En él se refieren el mandato del rey Nabucodonosor de arrojar al horno de fuego abrasador a los tres jóvenes que se negaron a venerar a los dioses del rey y la estatua de oro que él había erigido y el envío del ángel de Yahvé que libró a sus siervos por confiar en él (Dan 3), las órdenes del rey Darío de arrojar a Daniel a la fosa de los leones, y la consiguiente liberación del profeta y el reconocimiento de Yahvé como Dios vivo y perdurable (Dan 6), y el relato, expuesto en 357

el deuterocanónico Daniel, de la bella Susana, traicionada por dos ancianos apasionados, y liberada por haber puesto su esperanza en Yahvé, su Dios (Dan 13). Los escritos del Nuevo Testamento no podían estar ajenos al tema del «justo que sufre, pero que es salvado por Dios». La vida de Jesús se enmarca perfectamente en este esquema, si bien con claras y significativas diferencias. El mejor ejemplo para clarificar la teología del justo sufriente se encuentra en la segunda predicción de la pasión del evangelio de Marcos. Dice así: «el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de (los) hombres; y lo matarán; y ya muerto, después de tres días resucitará» (Mc 9,31). El vaticinio afirma expresamente el sufrimiento de Jesús, pero con una novedad radical, a saber, en este caso, el justo no es un hombre cualquiera, sino el Hijo del hombre, entregado por Dios (sujeto escondido en el circunloquio de la forma pasiva paradi,dotai), cuya esperanza queda absolutamente colmada con la resurrección. E. Schillebeeckx encuentra vestigios del tema del sufrimiento del justo en el material premarcano de la pasión con alusiones al tercer canto del Siervo de Yahvé (Is 50,4-9), y al Salmo 2, a la par que afirma que Marcos quiere demostrar que Jesús no sufrió como «justo», sino como «Hijo del hombre» e «Hijo de Dios» (Mc 8,31; 9,31; 10,33; 15,39). Puede decirse, según este teólogo, que «la forma primitiva del relato de la pasión fue concebida según el modelo del “justo doliente”, pero que ya en la redacción de Marcos, y todavía con mayor claridad en Mateo y Lucas, este modelo pasa a segundo plano» [14] . Afirma, además, que «el hecho de que en la fase más antigua del relato de la pasión no se aluda a Is 53, indica inicialmente que la “meditación de la pasión” no reconocía aún el significado salvífico de la pasión y muerte de Jesús» [15] . Con Jesús culmina una tradición y comienza una etapa nueva en la historia del «justo doliente» de la historia del pueblo judío. El justo que ahora sufre es el Hijo del hombre, el inocente por excelencia entre todos, que experimenta la injusticia más radical y absoluta del mundo, pero que, al mismo tiempo, asume en sí la esperanza de todos los tiempos y de todos los justos de la antigüedad. Él no terminará en el olvido, sino que será resucitado por Dios. La resurrección será también el destino final de todos los que, sin huir de la realidad de este mundo, nos identifiquemos con él en el sufrimiento.

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11.6. La muerte del Siervo sufriente El tema del Siervo sufriente es de capital importancia para determinar el sentido que Jesús dio a su muerte. ¿Hasta qué punto y en qué sentido podemos colegir que Jesús aludió al Siervo de Yahvé en el canto de Isaías (Is 52,13–53,12), al hablar del trágico final de su misión? ¿Es verosímil que Jesús contemplara su muerte como un sufrimiento vicario, llevado a cabo a favor de otros? La respuesta a estas preguntas ha variado con el paso del tiempo. Tradicionalmente, los estudiosos han visto en la figura del Siervo del profeta Isaías la representación de Jesús de Nazaret. A partir de la segunda mitad del siglo XX, y este es el pensamiento predominante en la actualidad, los exegetas consideran sumamente difícil que Jesús utilizara esta figura para dar sentido a su muerte, atribuyéndola, más bien, a la interpretación que hicieron de ella algunas comunidades después de la Pascua. Presento el bello texto, conocido como el cuarto canto del Siervo del segundo Isaías (Is 52,13–53,12): «He aquí que su Siervo tendrá éxito, será elevado, ensalzado muy exaltado. Lo mismo que muchos se horrorizaron por ti –tan alejado del de un hombre era su aspecto, y su figura de la de los humanos–, así se llenaron de asombro muchos pueblos; por su causa reyes cerrarán su boca, pues verán lo que no se les había referido y contemplarán lo que no habían oído ¿Quién ha creído la noticia a nosotros llegada? Y el brazo de Yahvé, ¿a quién ha sido revelado? Creció como un pimpollo delante de Él, como raíz salida de tierra seca; no tiene apariencia ni belleza para que nos fijemos en él, ni aspecto para que en él nos complazcamos. Fue despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento, y como uno de quien se oculta el rostro, le despreciamos y no le estimamos. Sin embargo, nuestros sufrimientos él ha llevado, nuestros dolores él los cargó sobre sí, mientras nosotros le hemos considerado azotado, golpeadísimo y abatido; 359

y él traspasado por causa de nuestros pecados, molido por nuestras iniquidades; el castigo, [precio] de nuestra paz, cayó sobre él, y por sus contusiones se nos ha curado. Todos nosotros como ovejas errábamos, cada uno a nuestro camino nos volvíamos, mientras Yahvé hizo recaer en él la culpa de todos nosotros. Fue maltratado, pero él se doblegó y no abrió su boca, como cordero llevado al matadero y cual oveja ante sus esquiladores enmudecida. Del poder y el juicio fue cogido, y a su generación ¿quién la tiene en cuenta? Pues ha sido cortado de la tierra de los vivientes, por el crimen de su pueblo ha sido herido de muerte. Y se le ha asignado sepultura con los impíos, y con los ricos su tumba, aunque él no había cometido violencia ni engaño hubiera en su boca. Pero a Yahvé ha complacido aplastarle con padecimiento. Si haces de su vida un sacrificio expiatorio, verá descendencia, prolongará [sus] días, y el designio de Yahvé por medio de él prosperará. Gracias a la fatiga de su alma verá la luz y se saciará; por su conocimiento justificará el Justo, mi Siervo, a muchos, y las iniquidades de ellos cargará sobre sí. Por eso le daré parte con las multitudes, y con los poderosos repartirá el botín, en recompensa por haber entregado su persona a la muerte y haber sido contado entre los delincuentes, portando los pecados de las multitudes e intercediendo por los delincuentes...» La conveniencia de este texto en relación con la muerte de Jesús es evidente. Veamos algunas ideas predominantes: – En el cántico, el siervo se sitúa en la tradición del pueblo sufriente, aunque se diferencia de él por su inocencia y confianza en Yahvé. – Hace referencia a un siervo que, despreciado y abandonado de los hombres, sufrirá por causa de nuestros pecados, molido por nuestras iniquidades. El castigo cayó sobre él.

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– Él es quien ha llevado nuestros sufrimientos, quien cargó sobre sí con nuestros dolores. Sobre él recayó la culpa. Él padecerá vicariamente por otros. – Él fue herido de muerte, morirá. – Su sufrimiento vicario complacerá a Yahvé y justificará a muchos porque cargará sobre sí con las iniquidades de ellos. Este impresionante canto del Deuteroisaías pone de manifiesto el valor del dolor de un hombre justo y permite interpretar ese dolor no como un escándalo, sino como instrumento de una misión, que no solo sirve de purificación personal para la otra vida, sino para la salvación de otros. Es innegable la importancia de este pasaje de Isaías en la interpretación de la muerte de Jesús en las primeras comunidades cristianas. Cosa muy distinta es si Jesús tuvo presente las palabras del profeta y si le sirvieron para entender su propia experiencia mortal. J. D. G. Dunn examina varios pasajes del Nuevo Testamento relacionados con este tema, negando o al menos poniendo en tela de juicio, la relación entre ellos y el canto de Isaías en lo referente a la influencia que pudieran haber tenido en Jesús [16] . En cualquier caso, y dejando al margen esta cuestión, resulta evidente que los ecos del canto de Isaías resuenan en los escritos del Nuevo Testamento, más insistente y nítidamente que en los evangelios en los Hechos de los Apóstoles (Hch 3,13.26; 4,27.30; 8,32), en las cartas de Pablo, que se aplica, a veces, las palabras a sí mismo (Rom 4,25; 15,21; Gal 1,15), y especialmente en 1 Pe 2,21-25). Los exegetas observan los trazos del Siervo sufriente de Isaías en la actividad del ministerio profético de Jesús. Así, Mateo, al hablar de varias curaciones de Jesús, confirma el cumplimiento del anuncio de Isaías, que dice: «Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestros pecados» (Mt 8,17). En el mismo evangelio (Mt 12,16-21), se da cumplimiento a la profecía del «siervo de Yahvé». Es cierto que los exegetas destacan distintas facetas de Jesús al explicar el interés de Mateo por la cita del profeta Isaías (Is 42,1-4) y que resulta difícil conocer las asociaciones que el evangelista pretendió suscitar en los lectores, pero, como dice U. Luz, «lo importante es la orientación cristológica que el texto ofrece con ayuda de estas imágenes: ellas muestran la prau,thj de Cristo, su paciencia, no violencia, pacifismo, bondad y amor» [17] . Según este pasaje, el futuro del Hijo de Dios no es violento, sino justo, en cuya justicia se encuentra también la esperanza de las naciones, del anuncio de Isaías,

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que dice: «Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestros pecados» (Mt 8,17). Lucas, al narrar la contienda entre los apóstoles acerca de quién de ellos era el mayor, pone en boca de Jesús estas palabras: «Los reyes de las naciones las dominan, y los que tienen autoridad sobre ellas se llaman “bienhechores”. Pero vosotros, así no; sino que, el mayor entre vosotros sea como el menor, y el que manda como el que sirve» (Lc 22,25-26). Aunque haya que mantener la ambigüedad del texto: u`mei/j de, ou`c ou-twj –vosotros no sois así / vosotros no seáis así– (se trate de in imperativo o de un indicativo); se imponen a la comunidad cristiana unos criterios que deben alejarse de los modelos de poder del mundo. En el versículo siguiente, en el marco de una comida, se distingue entre el que está sentado en la mesa y el que sirve, y se dice, refiriéndose a Jesús: «yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,27). El evangelista ha recurrido en alguna otra ocasión de forma implícita a la imagen del «siervo» (Lc 12,35-40.46.47-48; 17,7-10), pero aquí establece el fundamento cristológico del ministerio eclesial, inspirado en dicha imagen. Refiriéndose a este pasaje, F. Bovon afirma que Lucas, aun conociendo el paralelo de Marcos (Mc 10,45), «prefiere acogerse a su tradición propia, aunque la cristología del servicio atestiguada por ella está menos desarrollada que la cristología de la redención de Mc 10,45. No hay en Lucas ninguna alergia a la idea de la expiación. Hay solamente una atención continua a Cristo, que se ofrece como modelo a su Iglesia y, sobre todo, a los responsables de esta» [18] . En el evangelio de Juan se encuentra una frase muy significativa para el tema que estoy considerando. En el conocido como segundo día, en el que Juan el Bautista continúa dando testimonio de Dios, se dice que vio a Jesús que se le acercaba y dijo: «¡Mira, el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!» (Jn 1,29). Esta es una frase polémica y abierta a múltiples interpretaciones [19] . Me inclino a aceptar, y esto lo considero suficiente para mi propósito, la opinión de R. E. Brown, que afirma: «Hay numerosos argumentos a favor de que el evangelista (Juan) interpretara el Cordero de Dios sobre el trasfondo de la descripción isaiana del Siervo» [20] . Las expresiones «Yahvé hizo recaer en él la culpa de todos nosotros», «fue maltratado» y «es como cordero llevado al matadero y cual oveja ante sus esquiladores enmudecida, y no abre su boca» resultan completamente familiares para la comunidad cristina aplicadas a Jesús. Los pasajes evangélicos que he expuesto me conducen a formar una imagen de Jesús, que resumo de esta manera: si aplicamos a Jesús el canto de Isaías, él es realmente quien lleva el pecado del mundo y en ese pecado está la razón de su muerte [21] . El 362

pecado, entendido por el judío como algo inherente al castigo, recae en Jesús. En él, el sufrimiento y la condena –más hirientes que los de cualquier justo– no son consecuencia de su pecado, sino del pecado del mundo entero. Jesús, efectivamente, cargó con el pecado de los hombres o con la maldición humana; incluso, como dice Pablo, a él, que no conoció pecado, Dios lo «hizo pecado a favor nuestro» (2 Cor 5,21). El pecado del mundo lo llevó a la muerte; el Mesías «debe morir», según la ley judía (Jn 19,7), y tenía que sufrir esa muerte «para entrar en su gloria» (Lc 24,26). La muerte de Jesús es la muerte del Siervo sufriente, es decir, es un servicio a todos los hombres, y con ella se abre la puerta de la gloria, también para todo el mundo.

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11.7. La pasión de Jesús Cuando un cristiano mira a la cruz siente con el crucificado el sufrimiento y la esperanza de la gloria. La cruz, símbolo de la pasión y el dolor, no es el final del ministerio profético de Jesús, sino la culminación de su actividad, orientada de forma inexorable a la glorificación del Hijo del hombre, y una señal que marca nuestra peregrinación en este mundo. Así nos lo indican los contenidos de los evangelios, donde se cimienta la fe de la Iglesia.

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11.8. Referencias evangélicas al sufrimiento de Jesús Desde un punto de vista genérico, podemos afirmar que el ministerio público de Jesús estuvo abocado a una muerte violenta. Él arriesgó tanto su vida, mezclándose con pecadores, desafiando a las autoridades religiosas y civiles, y considerándose, en la tradición de los profetas de Israel, como un enviado de Dios, que no era previsible que su muerte fuese de signo distinto. Creo que esto queda suficientemente esclarecido a lo largo de los apartados anteriores, especialmente en la consideración del gesto simbólico de la purificación y destrucción del Templo de Jerusalén. Pero, veamos algunas referencias de los evangelios al sufrimiento de Jesús. Bajo formas diferentes, los evangelios se refieren, implícita o explícitamente, a los sufrimientos de Jesús a lo largo de su vida terrena. Él mismo enseña a sus discípulos que el seguimiento al maestro exige la negación de uno mismo y cargar con su cruz (Mc 8,34), que al discípulo le basta ser como a su maestro (Mt 10,25), y les instruye que en él ha de cumplirse la Escritura: «que fue contado entre (los) malhechores» (Lc 22,37). Jesús se siente traicionado por Judas, y en él se cumple la Escritura, según la cual el Hijo del hombre se va, pero «¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado!» (Mc 14,21). Como profeta, es objeto de la acción cruel de escribas y fariseos que, como él dice, azotan, crucifican y matan, y de la propia ciudad de Jerusalén, que mata a los profetas y apedrea a los que se le envían (Mt 23,34-39). En realidad, toda la vida de Jesús se mueve en torno del dolor y del sufrimiento, desde la austeridad y sencillez de su vida (Mt 8,20) hasta el retorno a la vida, después de la muerte (Lc 11,30), pasando por los tiempos difíciles, que abren la puerta a los relatos de la pasión. En lo concerniente a este punto, J. D. G. Dunn analiza unas metáforas que aluden, asimismo, a los sufrimientos de Jesús. Son estas: las metáforas del cáliz, del bautismo y del fuego, que figuran en Mt 20,22-23; Mc 10,38-39; Lc,12,49-50). Mateo escribe: «Jesús respondió así: “No sabéis qué pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber?” Le dicen: “Podemos”. Les dice: “Mi cáliz lo beberéis; pero sentarse a mi derecha y a mi izquierda no es cosa mía concederlo, a no ser a aquellos a los que mi Padre se lo ha reservado”» (Mt 20,22-23). Las palabras de Marcos son estas: «Pero Jesús les dijo: “No sabéis qué pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo bebo, o recibir el bautismo con que yo soy bautizado?” Ellos le dijeron: “Podemos”. Pero Jesús les dijo: “Beberéis el cáliz que yo bebo y recibiréis el bautismo con que yo soy bautizado; pero sentarse a mi derecha o 365

a mi izquierda no es cosa mía concederlo, sino que es para los que está reservado”» (Mc 10,38-40). Y Lucas escribe: «Vine a poner fuego sobre la tierra, ¡y cómo quisiera que ya hubiera prendido! Pero tengo que ser bautizado con un bautismo, ¡y qué angustiado estoy hasta que se cumpla!» (Lc 12,49-50). Acerca de la metáfora del bautismo, reconoce como probable que la versión de Mateo podría haber sido tomada de la de Marcos, aunque en ella se omita el dicho del «bautismo», que aparecería en una forma distinta en Lc 12,50, fuera del contexto en que lo escribió Marcos. En todo caso, Marcos y Lucas describen con la imagen del bautismo los sufrimientos que iba a soportar Jesús. El dicho sobre el «cáliz» de Marcos y de Mateo también parece aludir a los sufrimientos futuros de Jesús y probablemente proceda del mismo Jesús. La imagen del «cáliz» se encuentra también en las formas de la tradición de Getsemaní (Mc 14,36 par). En el huerto que lleva este nombre, Jesús, con gran angustia y desconcierto, acude al poder de su aba abbâ’ para que aparte lejos de él el cáliz del dolor; es consciente de la inminencia de su muerte, pero la voluntad de su Padre triunfará sobre su sensibilidad y su turbación. El doble dicho sobre el fuego/bautismo de Lucas (Lc 12,49-50) resulta más oscuro y misterioso. Aunque sea difícil precisar el acontecimiento en el que se inspiraron estos dichos, el paralelismo entre ellos («vine a poner fuego sobre la tierra» y «tengo que ser bautizado con un bautismo») se muestra perceptible sin mucho esfuerzo, lo que pone de manifiesto su estructura semítica. Añadiendo aún más complejidad a este dicho, recuerda este autor, encontramos contenidos similares en boca de Jesús, cuando dijo: «No penséis que vine a traer paz a la tierra; no vine a poner paz, sino espada» (Mt 10,34). Lucas lo refiere así: «¿Creéis que vine a poner paz en la tierra? No, os (lo) digo, sino más bien división» (Lc 12,51). Se trata probablemente de anuncios que hacen referencia a la tribulación de los últimos tiempos. En las palabras de Mateo y de Lucas: «Yo os bautizo con agua... él os bautizará con Espíritu Santo y fuego» (Mt 3,11 y Lc 3,16) se reproducen las imágenes de la predicación de Juan el Bautista y, al tiempo, se deja entrever la probabilidad de que Jesús pudiera aplicarlas a su propia misión, intuyendo la profunda y dolorosa experiencia de su cercana pasión y de su muerte violenta [22] . 366

11.9. Las predicciones de los sufrimientos y de la pasión de Jesús Ningún ser humano tiene poder para predecir el propio sufrimiento y la muerte. Solamente Jesús de Nazaret tuvo el conocimiento previo de su sufrimiento y de su muerte, conforme lo atestiguan los dichos recogidos por la comunidad cristiana y reflejados en los escritos evangélicos. Los tres evangelios sinópticos consignan esa tradición y lo hacen en tres ocasiones (Mc 8,31; 9,31; 10,33-34; Mt 16,21; 17,22-23; 20,18-19; Lc 9,22; 9,43-44; 18,31-33). Marcos refiere estos acontecimientos de la siguiente manera: «Y empezó a enseñarles que el Hijo del hombre tenía que sufrir mucho, y ser rechazado por los ancianos y los sumos sacerdotes y los escribas, y sufrir la muerte, y después de tres días resucitar» (Mc 8,31). En el capítulo 9, continúa afirmando: «Y les decía: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de (los) hombres; y lo matarán; y ya muerto, después de tres días resucitará”» (Mc 9,31). La tercera predicción dice así: «Mirad, subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, lo condenarán a muerte, lo entregarán a los gentiles, se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán; pero después de tres días resucitará» (Mc 10,33-34). Los exegetas están de acuerdo en afirmar que la segunda predicción de Marcos (Mc 9,31) corresponde a la versión más antigua y menos desarrollada de todas las predicciones de la pasión de Jesús, basándose en sus características lingüísticas, en su brevedad y en su imprecisión. La predicción cambia el tiempo de presente al futuro, emplea el presente paradi,dotai, un «pasivo divino», que remite a un participio arameo; y otro tanto sucede con ui`o,j tou/ avntrw,pou, que evoca la forma aramea avna rb (bar `anâshâ’), que puede entenderse como título aplicado a Jesús o como significación ordinaria y se vale de la construcción semítica «entregado a los hombres». Con estos argumentos, J. Jeremias afirma que «El lvm ((mashal) “Dios, entregará (pronto) el hombre a los hombres” (Mc 9,31) es el meollo antiguo que está detrás de las predicciones de la pasión» [23] . Las variaciones de los evangelistas sinópticos son múltiples. Marcos repite en las tres predicciones de la pasión la expresión «después de tres días» (meta. trei/j hvme,raj), que implica cierta imprecisión, mientras que Mateo y Lucas hablan de «al tercer día» (th|/ tri´th|/ h`me,ra|), una expresión más concreta y familiar a la luz de la tradición cristiana sobre la resurrección de Jesús. Al referirse a la resurrección, Marcos utiliza 367

siempre el verbo en la voz activa: «resucitar o resucitará» (avna,sthnai, / anasth,setai), mientras que Mateo emplea solo la pasiva: «ser resucitado o será resucitado» (evgerqh,nai / evgerqh,setai), y Lucas hace uso de ambas voces. Las tres versiones de Marcos comienzan con la expresión «el Hijo del hombre», y la segunda de ellas (Mc 9,31), la más antigua, utiliza el juego de palabras «Hijo del hombre» que va a ser entregado «en manos de los hombres», formulación y construcción que remiten a formas hebreas o arameas. La segunda predicción de Lucas es muy breve, en la que únicamente se menciona que «el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de (los) hombres» (Lc 9,44), mientras que la tercera contiene múltiples detalles, como el cumplimiento de las profecías sobre el Hijo del hombre, la entrega a los gentiles, las burlas e insultos, los azotes, y la ejecución (Lc 18,31-33). Mateo refiere los pormenores señalados en esta versión de Lucas, a los que añade la forma de la muerte, es decir, la crucifixión (Mt 20,18-19). Cabe añadir que las tres predicciones de Mateo, al hablar de la resurrección, utilizan la forma pasiva: «será resucitado», una afirmación con un enfoque teológico claro, indicando que Jesús había sido resucitado por Dios [24] . El estudio de estas predicciones ofrece una base sólida para afirmar que Jesús previó el rechazo que encontraría su misión profética en Jerusalén, ocasionándole la condena de las autoridades religiosas y civiles de Israel y, consecuentemente, la muerte en cruz. La aceptación de estos sufrimientos y de la muerte parece ser que fue entendida por Jesús como designio inevitable de Dios [25] .

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11.10. Los relatos de la pasión de Jesús 11.10.1. La oración en el huerto de Getsemaní En el Museo del Prado de Madrid se encuentra un cuadro de Tiziano, «La oración en el huerto» (1562), que ilustra maravillosamente este episodio de la vida de Jesús. En el óleo, con tonalidades de claroscuro, aparecen las figuras de Jesús, iluminado por la luz sobrenatural y vestido con colores azul y rojo, y de los soldados, casi imperceptibles y con apariencia grotesca. Los colores, la sensación de movimiento y la siniestra apariencia de los soldados –uno de ellos ilumina la escena portando un farol– sugieren el tenebrismo que se avecina en la vida de Jesús. El evangelista Marcos refiere que una vez comido el pan y bebido el vino del rds (sêder) de Pascua (Mc 14,22-25), Jesús y sus discípulos salen del cenáculo entonando los himnos y se dirigen al Monte de los Olivos. Todo concuerda con las costumbres de Pascua, puesto que muy probablemente ya en tiempo del segundo Templo, los judíos finalizaban el rds (sêder) con la recitación del llh (hallêl) (Salmos 113–118). Estos salmos hablan del sufrimiento del justo y de su invocación a Yahvé para que lo salve (Sal 116,3-4), refieren que Dios libra a los sencillos de la muerte (Sal 116,8), proclaman la acción de gracias colectiva por la vida (Sal 118,17-18) y profetizan que «la piedra que los constructores habían rechazado se ha convertido en piedra angular» (Sal 118,22-23). Todos ellos prefiguran la historia cercana de Jesús, su sufrimiento inminente y el triunfo sobre la muerte. La recitación del himno cierra el suceso de la última cena, y con el episodio de Getsemaní (Mc 14,32-42) comienza el relato de Marcos sobre la Pasión, al que se orienta todo el evangelio. El evangelista nos habla de una finca, de nombre Getsemaní, a la que llegan Jesús y sus discípulos. Allí, Jesús, dejando en la entrada del huerto al grupo principal de sus discípulos y llevándose con él a Pedro, a Santiago y a Juan, presiente un acontecimiento aterrador y se angustia de tal manera que exclama: «Mi alma está llena de una tristeza mortal» (Mc 14,34), es decir, a punto de muerte, una imagen que encierra el dolor más intenso que un hombre pueda experimentar en esta vida. El texto está lleno de términos apocalípticos, indicando que Jesús se enfrenta no solo a su propia muerte, sino a las fuerzas cósmicas del mal para llevar a cabo la salvación del mundo. El intenso dolor no causó en Jesús el olvido de su Padre. Postrado en tierra, como signo de sumisión a la 369

voluntad de Dios, reza para que, si es posible, pase de él aquella «hora» y se aparte «aquel cáliz», metáforas ambas con clara dimensión escatológica, así como de muerte próxima. Jesús quiere evitar el terror del sufrimiento, pero, como en otros momentos clave de su enseñanza y de su vida, obedece el plan de Dios, aceptando «no lo que quiero yo, sino lo que (quieres) tú» (Mc 14,36). Los discípulos, por otra parte, duermen, sobrecogidos por la oscuridad del suceso y sin fuerzas para seguir a Jesús, ni siquiera durante una hora. A «Simón» Pedro se le pregunta si duerme y por qué no ha podido velar una hora con el Maestro, esclareciéndose de algún modo su posición en el seguimiento de Jesús. La «hora de la prueba» escatológica ha llegado. ¡Llegó la hora!, dice Marcos (Mc 14,41), y esta está asociada a la entrega del Hijo del hombre en manos de los pecadores. 11.10.2. El prendimiento de Jesús En el citado lugar del huerto de Getsemaní se llevó a cabo la detención de Jesús. Nos cuenta Marcos que cuando aún estaba hablando Jesús con sus discípulos se presentó Judas y con él gente con espadas y palos, de parte de los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos. Judas, cumpliendo con la palabra y la contraseña dadas a las autoridades del pueblo, se acercó a Jesús, lo llamó «¡Rabí!» y lo besó (Mc 14,43-45). Ellos lo agarraron y lo prendieron. La figura de Judas Iscariote, aparte de dar verosimilitud a la escena, es el agente principal del grupo de los que detuvieron a Jesús y, aunque los evangelios no dan razones acerca de su acción, señala claramente su oposición al resto de los discípulos y su alianza con los adversarios de Jesús. Su actuación fue opaca y turbia, con pactos secretos, utilización de información privilegiada por la estrecha relación con el grupo del Galileo y mentiras encubiertas. Las autoridades religiosas acertaron en la elección de una persona que conocía bien a Jesús –desconocido prácticamente en Jerusalén– y que sabía los lugares que frecuentaba. El prendimiento tuvo lugar a medianoche, probablemente para agilizar el proceso judicial y evitar las protestas de los simpatizantes de Jesús que habían acudido a la celebración de la Pascua en Jerusalén. Pero ¿de quién salió la orden de detención? Los relatos evangélicos difieren bastante entre sí. Marcos enumera a «los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos», que equivale a decir «el sinedrio» (Mc 14,43). Mateo menciona únicamente a «los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo» (Mt 26,47). Lucas habla de «los sumos sacerdotes, 370

oficiales del templo y ancianos» (Lc 22,52). Y Juan introduce en su relato a «la cohorte y alguaciles de parte de los sumos sacerdotes y de los fariseos» (Jn 18,3). Como novedad respecto a los sinópticos, Juan introduce una mención a la cohorte, al tribuno y a los alguaciles (spei/ra kai. o` cili,arcoj) (Jn 18,12), responsabilizando a los romanos de la detención de Jesús. E. P. Sanders sostiene que, en lo concerniente a la acción sobre el prendimiento y muerte de Jesús, «hay una considerable variación en las descripciones de los principales actores del drama» [26] . En tal sentido, compara los datos de los evangelistas y observa que, en Mateo (Mt 26,57; 26,59) y en Marcos (Mc 14,53; 14,55), el «sanedrín» parece estar formado por los ancianos y los escribas, dejando aparte a los sumos sacerdotes. En la entrega de Jesús a Pilato, Marcos parece distinguir entre los sumos sacerdotes, los ancianos y escribas y el sanedrín (Mc 15,1). Y Lucas habla del senado del pueblo (sumos sacerdotes y escribas), reunido al despertar el día para juzgar a Jesús, y llevarlo a su sanedrín (Lc 22,66). Con estos datos, E. P. Sanders concluye que: «es correcto deducir que los evangelistas no sabían quién era quién, o que al menos no lo sabían con precisión. Destacan el sumo sacerdote y los dirigentes de la clase sacerdotal, pero no están claras las relaciones entre los sacerdotes dirigentes, los ancianos, los escribas y el sanedrín» [27] . En el grupo del prendimiento de Jesús sobresale un hombre, descrito por Marcos como «el esclavo del sumo sacerdote» (Mc 14,47). Y al sumo sacerdote en funciones estaba reservada la autoridad de detener a Jesús por ser el presidente del sinedrio y no haber sido prohibida por la autoridad romana su facultad en estos casos de juicio contra malhechores de la ley. Él fue quien dio la orden de detención de Jesús. Jesús no opuso resistencia alguna. Los discípulos mostraron un compromiso escaso con el proyecto de Jesús. Pedro lo negó tres veces (Mc 14,66-72; Jn 18,17-18.25-27). Solamente algunas mujeres que lo seguían y asistían en Galilea observaban los acontecimientos, pero desde lejos (Mc 15,40-41). Los restantes lo abandonaron y huyeron a Galilea. El sumo sacerdote fue quien dio la orden de detener a Jesús. Sabemos que en tiempos de los prefectos en Palestina el gobierno local de Jerusalén estaba en manos del sumo sacerdote y su consejo. Ellos desempeñaban funciones policiales y ejecutaban procedimientos judiciales, aparte de ocuparse de los asuntos cotidianos, pagar los tributos, mantener el orden en el Templo e impedir disturbios en la ciudad. Dictando la 371

orden de detención de Jesús, el sumo sacerdote estaba cumpliendo con un deber impuesto por Roma. Y Jesús fue detenido, como sabemos también, por su enseñanza y su conducta a lo largo de su ministerio profético, especialmente por la aclamación como «rey» en su entrada a Jerusalén, por su anuncio de destrucción del Templo y por proclamarse «el Mesías, el Hijo del Bendito», como refiere Marcos (Mc 14,61) [28] . 11.10.3. Jesús ante el sanedrín Los evangelistas sinópticos nos ofrecen una versión detallada de Jesús ante el sanedrín (Mc 14,53-65 par). Juan, en cambio, refiere que Anás envió a Jesús atado a Caifás, el sumo sacerdote (Jn 18,24), pero no dice nada referente al juicio oral que se celebrase allí. Marcos comienza diciendo que: «a Jesús lo llevaron al sumo sacerdote, y se reunieron todos los sumos sacerdotes, los ancianos y los escribas». Fue conducido, por tanto, a la casa del sumo sacerdote, según interpreta el evangelista Lucas (Lc 22,54), cuyo nombre es Caifás, aunque aquí no aparezca identificado, tal como lo consignan Mateo (Mt 26,3) y Juan (Jn 11,49; 18,13.24). Aunque Lucas determine la hora de la reunión del sanedrín al despuntar el día (Lc 22,66), es muy verosímil que esta se produjera durante la noche, como puede deducirse de la escena de Pedro, que estaba sentado entre los alguaciles, calentándose a la lumbre (Mc 14,54), y de la observación de Marcos, que la sitúa en la madrugada (Mc 15,1). Dentro del palacio del sumo sacerdote, Jesús se enfrenta a representantes de las tres facciones del sanedrín: los sumos sacerdotes, los ancianos y los escribas. El sinedrio, que para algunos exegetas designa genéricamente a un cuerpo consultivo o judicial formado para una ocasión especial sin miembros fijos ni tiempos determinados para reunirse, parece entenderse en este lugar como un tribunal, integrado por setenta miembros, a los que se sumaba el sumo sacerdote en el cargo. Los sumos sacerdotes representan al grupo más influyente. Tanto estos como los ancianos tenían sentimientos saduceos y, aunque sus divergencias con los escribas eran notorias, en ocasiones hacían causa común frente a ciertos acontecimientos. El objetivo de la reunión del sanedrín era muy claro: encontrar testimonios contra Jesús para poder ejecutarlo. Jesús se encuentra solo e indefenso ante los poderes religiosos y una multitud de testigos que levantan acusaciones falsas contra él. Ni siquiera el testimonio más arriesgado, con clara alusión a su resurrección, a saber, el anuncio de la 372

destrucción del santuario hecho por manos humanas y la edificación de otro en tres días, no hecho por manos humanas, era idéntico. Según la ley judía, Jesús no podía ser condenado a muerte por un solo testimonio (Nm 35,30). Tras los falsos testimonios de los testigos, el sumo sacerdote procede al interrogatorio. Las dos primeras preguntas del presidente de la asamblea quedan sin respuesta. El silencio de Jesús responde al del justo sufriente y perseguido (Sal 38,14-16). La tercera pregunta hace referencia a la dignidad mesiánica de Jesús: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito»? (Mc 14,61). La respuesta de Jesús es humilde, pero contundente, y tras ella, anuncia al tribunal la confirmación de la misma, al afirmar el poder del Hijo del hombre, cuando llegue entre las nubes del cielo. Ante estas palabras, la reacción del sumo sacerdote, más ritual que apasionada –se rasgó las vestiduras– fue declarar blasfemo a Jesús. Efectivamente, las palabras de Jesús, que corresponden a una confesión de fe cristiana, eran pura blasfemia para un judío. No hacían falta más interrogatorios ni más testigos. Jesús era reo de muerte. Solamente Marcos informa de esta sentencia de muerte contra Jesús. Según J. Gnilka, el proceso judío «no fue más que una investigación preliminar, en la que se reunieron acusaciones que merecían la pena capital y no una condena oficial a muerte que hubiera dejado al gobernador de Judea la función de simple ejecutor del veredicto del sinedrio» [29] . El proceso termina con los escarnios de Jesús, perpetrados por algunos miembros del tribunal y los alguaciles. A Jesús se le escupe, se le tapa el rostro, se le dan puñetazos y se le incita a que profetice. En estas afrentas se visibilizan el desprecio más profundo, los castigos más crueles y la mofa más sarcástica. Los alguaciles se limitan a dar bofetadas a Jesús. Jesús aguanta indefenso esta terrible humillación, consciente de ser el Siervo de Yahvé (Is 50,6; 53,5) [30] . 11.10.4. Jesús ante el tribunal romano Después de las negaciones y del llanto de Pedro, el evangelista Marcos narra escuetamente la entrega de Jesús a Pilato. Dice así: «y en seguida, de madrugada, tuvieron junta los sumos sacerdotes con los ancianos y escribas, todo el sanedrín; y después de atar a Jesús (lo) sacaron para entregar (lo) a Pilato» (Mc 15,1). Comenzaba así el segundo de los dos juicios de Jesús que esta vez se enfrentaba a un poderoso representante del emperador de Roma. Poncio Pilato era el prefecto o gobernador (no el procurador, como en ocasiones se dice erróneamente) de Judea, cargo que desempeñó 373

del año 26 al 36 d.C. En tiempos de Jesús un procurador representaba al emperador en asuntos fiscales, mientras que un prefecto tenía plenas competencias en asuntos civiles y criminales. Su autoridad era prácticamente ilimitada en cuestiones de orden y justicia. A él correspondía el mantenimiento del orden y de la paz, teniendo en su poder todas las medidas coercitivas a su alcance, especialmente con los peregrinos que se acercaban a la ciudad de Jerusalén, como era el caso de Jesús, no amparados por la condición de ciudadanos romanos. El historiador Flavio Josefo y otras fuentes extrabíblicas presentan a Pilato como un personaje autoritario, caprichoso, despiadado y violento, y tan corrupto como la mayoría de los funcionarios provinciales. Los evangelios, en cambio, especialmente Mateo y Juan lo muestran como hombre poco dispuesto a ejercer su poder contra Jesús y hasta sorprendido de su conducta, tratando de desviar la culpa hacia el pueblo judío y presentar atractivo el cristianismo a los lectores grecorromanos. Pretenden que la condena de Jesús se atribuya al pueblo judío, tras un juicio de Pilato, preocupado, que atiende la recomendación de su mujer de no intervenir en el caso, que escucha el clamor de la multitud, pero cuya su cobardía le conduce a ejecutar a Jesús (Mc 15,5; Mt 27,19.24; Lc 23,4.13-16; Jn 18,29-31). Jesús comparece ante el prefecto, único juez. El objetivo del juicio, dilucidar acerca de la culpabilidad del reo ateniéndose a las acusaciones de los sumos sacerdotes. Se abre el interrogatorio. La primera pregunta de Pilato, ante un Jesús encadenado y en situación de extrema impotencia, tiene un marcado acento sarcástico: ¿Tú eres el rey de los judíos? (Mc 15,2). Por primera vez aparece, y de forma insistente, el título «rey de los judíos» (Mc 15,2.9.12.18.26), que ahora se enfrenta al poder de Roma. Jesús responde con tranquilidad e ironía: «Tu (lo) dices» (Mc 15,2). Esta respuesta hubiera sido suficiente para llevar a la cruz a una persona por su alto potencial revolucionario y el nerviosismo que desataba en las autoridades de Roma. Pilato no manifiesta venganza alguna, cosa que cabría esperar. Los sumos sacerdotes, en cambio, se sorprenden de la actitud del prefecto romano y lo acusan constantemente. Llega la segunda pregunta de Pilato: «¿No respondes nada? Mira de cuántas cosas te acusan» (Mc 15,4). Jesús ya no respondió y Pilato, se dice, quedó sorprendido (Mc 15,5). El poder soberano de Jesús se manifiesta en el momento en que su vida está en juego, negándose a dar explicaciones de su enseñanza y de sus acciones. Él sabe que camina inexorablemente hacia la muerte, pero con la esperanza de la vida y la resurrección.

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La muerte de Jesús es voluntad de Dios y ni el gobernador romano con todo su poder pudo interrumpir el camino de dicha voluntad. Los evangelios, no obstante, dan muestras abundantes de la buena voluntad del prefecto de Judea que intenta «soltar» a Jesús. La escena de Barrabás es un ejemplo claro de ello. Marcos, Mateo y Juan (Mc15,6; Mt 27,15; Jn 18,39) asocian esta escena con la costumbre de soltar un preso por la Pascua; Lucas, sin embargo, no menciona la amnistía pascual y asocia la puesta en libertad de Barrabás a los gritos del pueblo que pide por aclamación la libertad de este malhechor. Los exegetas estiman que la versión de Lucas es la más verosímil, puesto que la amnistía es un concepto jurídico griego (aunque el derecho romano contemplase también otras formas de conceder gracia, como la abolitio o la venia) y es discutible que el gobernador romano amnistiase habitualmente a un preso en la festividad de la Pascua. El pueblo rechazó a Jesús y simpatizó con Barrabás, un hombre descrito por los evangelistas como líder de motines callejeros, preso famoso, bandido y asesino. Los gritos de la muchedumbre son realmente estremecedores, y quienes unos días antes aclamaban «al que viene en nombre del Señor, el sucesor de David», ahora piden que sea crucificado. Jesús no había cometido delito alguno; más aún, había hecho siempre el bien. Pero el vocablo terrible de «la crucifixión» llenó las bocas del populacho. La liberación de Barrabás coincidió con la condena de Jesús, en la misma mañana. Jesús correría la suerte de ser revestido de púrpura, de ser coronado de espinas y de ser aclamado, en son de burla, por los soldados «rey de los judíos». En el interrogatorio de Jesús ante Pilato, el evangelista Lucas introduce, en exclusiva, un chocante episodio que, reconduciendo al lector al comienzo de la historia que se narra, mezcla sentimientos y situaciones, más allá de los hechos duros e injustos del proceso judicial contra Jesús de Nazaret. Me refiero a la comparecencia de Jesús ante Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y Perea (Lc 23,6-12). En el tercer evangelio aparece en varias ocasiones el nombre de Herodes. Se menciona, junto con otros gobernantes del imperio de Roma, con exquisito rigor histórico en la preparación del ministerio profético de Jesús (Lc 3,1), se detectan la perplejidad del tetrarca ante las cosas que oía de Jesús y su intención de verlo (Lc 9,9) y se refieren las serias amenazas de muerte contra Jesús por parte del gobernante galileo y las duras palabras de Jesús contra él (Lc 13,31-33). En los Hechos de los Apóstoles se dice que en la Iglesia de Antioquía había profetas y maestros, entre los que se encontraba Manahén,

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«educado con el tetrarca Herodes» (Hch 13,1), y en la oración de la comunidad, con el gozo de sentir la presencia y las palabras de Pedro y Juan, una vez liberados del sanedrín, se dice claramente que «Herodes y Poncio Pilato se aliaron con [los] gentiles y tribus de Israel en esta ciudad contra su santo Hijo Jesús, a quien ungiste, para hacer lo que tu mano y tu plan había determinado previamente que sucediera» (Hch 4,27-28). Con dudas acerca de la historicidad del relato y opiniones distintas acerca de sus fuentes de inspiración, el evangelista Lucas narra la comparecencia de Jesús ante Herodes Antipas [31] . En la narración salen a relucir Pilato, Herodes, los sumos sacerdotes y los escribas y Jesús, cumpliendo todos ellos un designio divino. El episodio comienza con la mención de Galilea, símbolo de la resistencia judía al poder de Roma y lugar donde comienza la actividad mesiánica de Jesús. Jesús es galileo y Herodes tetrarca de esa región. Este se encuentra en aquellos días en Jerusalén, celebrando la fiesta de la Pascua como preregrino, y alojado, probablemente, en su palacio. Y allí es enviado Jesús con el propósito de ser interrogado, conformándose al proceso judicial abierto contra él. Herodes, que había oído hablar de Jesús durante su ministerio en Galilea, se alegró mucho al verlo, esperando un signo –shmei/on– que le eximiese de su responsabilidad política y de su compromiso de fe. Pero los milagros no corresponden al capricho o la avidez del ser humano de ver o experimentar cosas maravillosas, sino a la fe y a la misericordia de Dios con los hombres. De hecho, Jesús había dejado claro a las gentes que no habría más señal que la señal de Jonás (Lc 11,29). La decepción del tetrarca galileo fue tan estrepitosa como impresionante y sereno el silencio de Jesús ante tantas preguntas triviales e inútiles. La reacción se tradujo en burlas y desprecios hacia Jesús, ridiculizándolo y colocándole una evsqh/j lampra, –una vestidura brillante–, como corresponde a alguien que se decía rey ante los demás. Los sumos sacerdotes y los escribas, dice el evangelio de Lucas, acusaban a Jesús con vehemencia y apasionamiento. Pilato recibió, de nuevo, a Jesús, convertido en mofa y escarnio de los poderosos. Jesús murió clavado en una cruz. Podemos tratar de averiguar la causa de su ejecución, pero la crucifixión es el hecho más incontestable. Marcos, que nos ofrece la versión original, cuando habla de la inscripción de la causa de la condena de Jesús, dice llanamente: «el rey de los judíos» (Mc 15,26). Mateo escribe: «este es Jesús, el rey de 376

los judíos» (Mt 27,37). Lucas formula: «este (es) el rey de los judíos» (Lc 23,38) Y Juan lo enuncia así: «Jesús de Nazaret, rey de los judíos» (Jn 19,19). Las ejecuciones del tiempo de Jesús se daban a conocer de esta forma, manifestando públicamente la causa de la condena del reo. El relato de Marcos da a entender que la tabla con la inscripción no estaba fijada sobre la cabeza del ejecutado. Mateo y Lucas indican que la causa de la condena había sido escrita y colocada por encima de la cabeza de Jesús y Juan especifica que Pilato hizo escribir un letrero y lo puso en la cruz. La causa mortis de Jesús queda fehacientemente proclamada en el título de la cruz. En el proceso de Jesús cooperaron las instancias judía y romana, complementándose entre sí las actuaciones de Caifás y de Pilato. Las maniobras contra Jesús de los sumos sacerdotes y de Caifás, iniciadas tiempo atrás a causa de las enseñanzas y hechos de Jesús, culminaron con la profecía sobre el Templo de Jerusalén y su declaración de ser Hijo de Dios. Eran estas puras cuestiones religiosas examinadas críticamente por el sanedrín. Pero, aunque la religión y la política estaban estrechamente entrelazadas, el proceso de Pilato se centra en acusaciones de carácter meramente político. Por esta razón, la condena de Jesús se justifica por llamarse «rey de los judíos». Jesús no era ciudadano romano y, por el simple hecho de declararse rey, el prefecto romano –invocando el hecho del perduellio o del crimen maiestatis– podía condenarlo a muerte. Y, así fue. 11.10.5. El camino de la cruz y la crucifixión Los esfuerzos del prefecto de Judea por salvar a Jesús resultaron infructuosos. Solo restaba entregarlo en manos de los verdugos para ser atormentado y llevarlo a la cruz, donde nuevamente se le someterá a burlas e injurias. Y así sucedió. Jesús, después de ser azotado, fue entregado para que lo crucificaran. Hablando de la flagelación, el relato de Marcos lo menciona escuetamente, en una oración subordinada, evitando probablemente el escarnio que suponía este castigo (Mc 15,15). La flagelación era el pórtico temible de la ejecución. El derecho romano no permitía la aplicación de este tormento a quienes gozasen de la ciudadanía romana, sino que quedaba reservado a los «peregrinos», es decir, a quienes no poseían tal ciudadanía, como esclavos y delincuentes comunes. La flagelación como tal tampoco estaba contemplada en el Antiguo Testamento, si bien se permitían los azotes de varas, como castigo impuesto al culpable, con un número de 377

golpes proporcionado a la culpabilidad del reo, y no más de cuarenta, en procesos civiles (Dt 25,1-3). En el castigo de la flagelación, los soldados utilizaban el flagelo, un instrumento horrible de tortura, elaborado con cuerdas sencillas o en forma de vergajo, provisto de pinchos y bolas de plomo, que golpeaba despiadadamente al reo, despojado de sus vestiduras y arrojado al suelo o atado a una columna. Los verdugos calibraban el número de golpes, conforme a criterios de discrecionalidad y fortaleza corporal del que iba a ser ejecutado. Una vez sufrida la flagelación, Marcos refiere que los soldados condujeron a Jesús dentro del palacio, convocaron a toda la cohorte, y comenzaron a mofarse de él. Parece ser que el lugar donde tuvieron lugar estos acontecimientos fue el patio, y no el interior, del palacio, con capacidad para reunir un grupo numeroso de soldados, como señala el propio relato. La cohorte (ha de entenderse más como una generalización de la culpabilidad y señal de la realeza de Jesús que como connotación real), como indica R. E. Brown, estaba formada en su mayor parte por soldados no judíos de la zona siropalestina –los judíos no prestaban el servicio militar– que, con toda probabilidad, albergarían sentimientos antijudíos y descargarían toda su rabia y su saña contra Jesús [32] . La mofa contra Jesús puede compararse a un ritual de entronización de un monarca, con claros tintes de parodia sarcástica. A Jesús lo visten de púrpura, una vestimenta cara y relacionada con la realeza, tanto en el Antiguo Testamento como en los escritos extrabíblicos de la época, le ciñen una corona de espinas, le golpean la cabeza con una caña o bastón (alusión a Is 42,3) y le saludan como a un rey: ¡Salve, rey de los judíos! (Mc 15,16-19). Tras las burlas y mofas, los soldados despojaron a Jesús de la púrpura y lo vistieron con su propia ropa, evitando su desnudez, no tanto en atención a su dignidad como hombre cuanto en consideración a la sensibilidad del pueblo en esta materia. De esta forma, lo sacaron para crucificarlo. Fuera ya del palacio, Jesús y otros dos reos más, condenados a la misma pena de la crucifixión, recorrieron las calles de la ciudad de Jerusalén, vigilados por los soldados del pelotón de ejecución y observados curiosamente por los peregrinos que, en aquellos días, se habían reunido en torno a la celebración de la Pascua. Los condenados a muerte eran objeto de la curiosidad de los peregrinos y también ejemplo de disuasión y escarmiento para los malhechores. El desfile al lugar de la ejecución y la misma ejecución se convertían en un desvergonzado espectáculo, en el

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que figuraba la tabla en la que estaba inscrito el delito del reo, el patíbulo –el travesaño horizontal de la cruz– y el sentenciado a muerte, deshonrado ante todos los espectadores. En el camino hacia la crucifixión aparece la figura de Simón de Cirene, que según refiere Marcos de forma chocante, «pasaba (por allí, era padre de Alejandro y Rufo, y llegaba de la labranza» (Mc 15,21). Este hombre no ayudó a llevar la cruz, sino que cargó en sus hombros el patíbulo de Jesús, exhausto en sus fuerzas por los duros castigos a los que había sido sometido. Simón de Cirene era un judío de la diáspora. Cirene era la capital de la provincia de la Cirenaica, en el norte de África, correspondiente en la actualidad a la zona de Libia, en la que se había establecido una numerosa población judía hacia finales del siglo IV o comienzos del siglo III a.C., de la que algunos habían emigrado a Jerusalén, llegando a formar su propia sinagoga. Todo parece indicar, según la tradición de Marcos, que Simón de Cirene era una persona conocida por la comunidad judía, al igual que sus hijos, Alejandro y Rufo, al que algunos identifican con la persona que Pablo menciona en la carta a los Romanos (Rom 16,13). Simón de Cirene cumplía así con una misión de arraigada tradición en el pueblo judío. Agotado y despreciado por todos, Jesús fue llevado al sitio del Gólgota. Los evangelistas llaman a este lugar «sitio de la Calavera», un término derivado del hebreo atlwglg (golgolta [la segunda «l» quedó elidida]), que corresponde al vocablo latino calvaria, del que tomamos «calvario», en español. Sobre el término existen varias versiones y muy variopintas: desde la que hace derivar el nombre de la creencia del enterramiento allí del cráneo de Adán –invocando la tipología Adán/Cristo– o de su fama como lugar en el que podían encontrarse muchos huesos de personas ejecutadas, o, la más verosímil, por la forma de la colina, que semeja a una calavera. El lugar está situado al norte de Jerusalén, y su emplazamiento se corresponde con la actual iglesia del Santo Sepulcro, en consonancia con una tradición oral sobre la que se apoyó Constantino, a principios del siglo IV, para construir una iglesia sobre el lugar de la crucifixión de Jesús. Dicha tradición local podría remontarse a la fe de la Iglesia primitiva, que recordaba vivamente la muerte y la resurrección de Jesús. En el Gólgota, según refiere Marcos, los soldados dieron a Jesús «vino mirrado», pero él no lo tomó (Mc 15,23). Este curioso hecho tiene un fundamento histórico, puesto que se sabe que, como acto de misericordia, solía suministrarse a los condenados a muerte una bebida embriagante para mitigar el dolor de la ejecución. R. E. Brown señala

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que quienes proporcionaban esta bebida eran familiares del condenado o gente piadosa [33] . Aquí, son los verdugos los que proporcionan a Jesús este brebaje. Tal vez, Marcos se incline a exculpar a los romanos. Mateo, en cambio, refiere que los soldados dieron a Jesús «vino mezclado con hiel» (una bebida de castigo); él lo gustó, pero no quiso beberlo (Mt 27,34). En el Gólgota, a la hora tertia, a las nueve de la mañana, a una hora bastante temprana (el día romano comenzaba a las seis de la mañana), Jesús fue crucificado. Así lo narra Marcos (Mc 15,25), reflejando probablemente la concepción teológica de la progresión rigurosa de los acontecimientos de la salvación. Mateo y Lucas silencian la hora de la crucifixión. Juan, en cambio, habla de la entrega de Jesús por Pilato para ser crucificado «hacia la hora sexta» (Jn 19,14). El acontecimiento de la crucifixión –tan espantoso y trascendental, al mismo tiempo– es descrito con una sencillez asombrosa. Simplemente se dice: «lo crucificaron» (Mc 15,25), evitando los detalles sangrientos y huyendo de todo sentimentalismo. Con todo, la crucifixión está intensamente acentuada: el verbo «crucificar» (staurw/) y su compuesto «crucificar con» (evstaurwsan) aparecen cinco veces en escasos versículos,15,20,32) y el nombre «cruz» (stauro,j), tres veces. El dolor intenso y último de Jesús, aun con visos de burla hacia un rey impotente y loco, culmina en la crucifixión, el trono del Señor del universo. Jesús fue alzado, con los brazos sujetos al patibulum (madero transversal, cuyo peso podía oscilar entre 30 y 60 kilos), ajustándolo al madero longitudinal de la cruz, en forma de crux commissa (forma de T) o crux immissa (forma de †), y sus pies clavados a la cruz. La cruz estaba provista en el madero vertical de un asiento o sedile para evitar el desprendimiento del cuerpo del crucificado. Además de sufrir esta tortura inhumana, Jesús fue objeto de vejaciones morales. Los soldados dividieron sus ropas y echaron suertes sobre ellas (Sal 22,18), lo dejaron desnudo ante el mundo y desataron sobre él el sadismo más inconcebible. También los curiosos viandantes blasfemaban contra él y lo ridiculizaban, recordándole la destrucción y nueva construcción del Templo e invitándole a bajar de la cruz. Incluso los sumos sacerdotes y los escribas se burlaban de su poder y de su misión. Uno de los bandidos revolucionarios, crucificado con él, renegaba de su compañía, aunque el evangelista Lucas dice que el otro lo recriminaba y pedía a Jesús que se acordase de él cuando entrase en su reino (Lc 23,39-43). Su soledad y desamparo fueron tan crueles como su castigo de cruz.

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Los últimos momentos y palabras de la vida de Jesús han quedado registrados en los evangelios, con el acento y peculiaridad propios de cada evangelista. Marcos escribe que «al llegar la hora sexta hubo oscuridad en todo el país hasta la hora nona. Y a la hora nona clamó Jesús con gran voz “´Elohi, ´Elohi, lema´ sebaqtani” (que, traducido, significa: “Dios mío, Dios mío, ¿para qué me desamparaste?”)» (Mc 15,33-34). El clamor de Jesús, el abandono de Dios y la oscuridad (Sal 22) se percibieron no solo en la región de Judea, sino en todo el mundo (sko,toj evge,neto evfV o[lhn th.n gh/n), permitiendo adivinar las descripciones del «día del Señor» del Antiguo Testamento (Jl 2,1-2.10; Am 8,9-10). Mateo repite las mismas palabras que Marcos. Lucas pone en boca de Jesús unas palabras de perdón para sus verdugos: «Padre, perdónalos, pues no saben qué están haciendo» (Lc 23,34), en consonancia con su enseñanza sobre el amor a los enemigos (Lc 6,28), y recita una oración judía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46), reconociendo la íntima relación con el Padre, y entregando el soplo de vida (pneu/ma), el constitutivo esencial de su personalidad. Juan reconoce que Jesús ha cumplido con la misión que el Padre le confió, diciendo: «Se ha cumplido» y, de esta forma, «inclinando la cabeza entregó el espíritu (Jn 19,30), es decir, confía el Espíritu a la nueva comunidad, reunida en torno a la cruz. En la muerte de Jesús aparecen palabras al Padre, unas de perdón por sus enemigos y otras de desconcierto y abandono, un grito desgarrador y oscuridad en toda la tierra. Todo contribuye a la escenificación del drama de la crucifixión. Indudablemente, la palabra que sobresale es la de Padre, aba (¡abbâ’!), presente en todo el ministerio profético de Jesús. 11.10.6. La muerte de Jesús La muerte de Jesús se narra con extrema sencillez e intenso estremecimiento: «Después de dar una gran voz, expiró» (Mc 15,37). En referencia al grito de abandono, Jesús, avfei,j fwnh,n mega,lhn evxe,pneusen, es decir, en el postrer jadeo exhala su último soplo de vida, y muere [34] . Según Marcos: «La cortina del santuario se rasgó en dos, de arriba abajo» (Mc 15,38). El término katape,tasma, según los expertos, puede significar tanto el velo que separaba el sancta sanctorum del resto del Templo como la cortina externa que aislaba el Templo propiamente dicho del patio delantero. Desde el punto de vista teológico, la referencia al primer velo tiene un significado más rico, ya que revela que la presencia 381

misteriosa e inaccesible de Dios se ha roto para ser desvelada y conocida por los hombres. De forma similar a lo que sucedió en el bautismo de Jesús, donde los cielos se rasgaron, el Espíritu descendió y Jesús fue proclamado el Hijo querido (Mc 1,10-11), ahora se rasga el velo del Templo y Jesús se hace presente a toda la humanidad. De hecho, un pagano, un centurión romano, sometido a la jerarquía militar, que hasta entonces no tenía otro Dios que el emperador romano, de pie y enfrente del criminal que muere en la cruz, lo proclama «Hijo de Dios (Mc 15,39). Marcos relata que en la crucifixión de Jesús «estaban también unas mujeres que observaban desde lejos, entre ellas María la Magdalena, María la madre de Santiago el Menor y de José, y Salomé, que cuando estaba en Galilea lo seguían y lo asistían; y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén» (Mc 15,40-41). El grupo de mujeres que acompaña a Jesús en los episodios de la crucifixión, la sepultura y la tumba vacía varía ligeramente. Mateo, en el episodio de la crucifixión no menciona a Salomé y la sustituye por la madre de los hijos de Zebedeo (Mt 27,55); en la sepultura y en la tumba vacía habla de María la Magdalena y la otra María (Mt 27,61–28,1). Lucas habla de las mujeres que habían seguido a Jesús, y habían llegado con él desde Galilea, tanto en los acontecimientos de la crucifixión como de la sepultura (Lc 23,49; 23,55); en la resurrección nombra a la Magdalena (María), a Juana y María la de Santiago y las demás que iban con ellas (Lc 24,10). Juan dice que, junto a la cruz de Jesús, estaban su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena (Jn 19,25). De María Magdalena habla en la escena del sepulcro vacío y en la primera de las apariciones de Jesús (Jn 20,1; 20,11-18). Entre estas mujeres sobresale María Magdalena, citada por los cuatro evangelistas. La tradición popular ha asociado su nombre a la mujer pecadora que describe el evangelio de Lucas (Lc 8,2), y a María de Betania, hermana de Lázaro y de Marta (Jn 12,1-8). La leyenda y la imaginación la han convertido en el símbolo de la mujer pecadora, frívola y prostituta, hasta identificarla con la «pecadora». Los evangelios apócrifos han contribuido de forma decisiva a esta visión [35] . Según los evangelios sinópticos, sabemos con seguridad que su lugar de origen se llama Magdala, identificado con la ciudad llamada Migdal Nûnnaya, correspondiente al emplazamiento griego con el nombre de Tarequea. Es una ciudad galilea, situada en la orilla occidental del lago de Genesaret, al norte de Tiberíades, y que, en su día, como refiere Josefo en Las Guerras

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de los Judíos [36] , fue el foco de la gran rebelión del pueblo judío contra Roma, que comenzó en el año 66 d.C. y culminó, en el año 70 d.C., con la destrucción del Templo y la conquista de Jerusalén. Esta mujer, como el resto de acompañantes de Jesús, según Marcos, sigue a Jesús de lejos, incapaz de torcer su camino hacia la muerte. Pero es testigo de su crucifixión, de la tumba vacía, y proclamará a los discípulos y a Pedro la resurrección. Su condición de testigo de la resurrección de Jesús (Jn 20,18) coloca a María de Magdala en situación única e inigualable entre los discípulos que siguieron a Jesús durante su ministerio en Galilea y su subida a Jerusalén. El cadáver de Jesús fue entregado por Pilato a José de Arimatea, un miembro distinguido del consejo, quien, en la misma tarde de la ejecución, lo depositó en un sepulcro tallado en la roca (Mc 15,42-47). Las costumbres jurídicas de Roma no permitían la sepultura de un crucificado, sino que, una vez comprobada su muerte y haber impedido que fuera robado de la cruz, dejaban pudrir su cadáver o lo tiraban al agua. Dar sepultura a un crucificado implicaba un acto especial de clemencia por parte de la autoridad judicial romana. Con estos presupuestos, algunos autores niegan la historicidad del relato de la sepultura de Jesús, suponiendo que los discípulos del crucificado no habrían tenido acceso a su cadáver ni habrían conocido el lugar donde tuvo lugar su enterramiento. No sucedía así en el mundo judío. El Deuteronomio se pronuncia claramente sobre esta cuestión cuando dice: «Cuando un hombre se hubiere hecho reo de un delito penado con muerte y haya de ser muerto se le colgará de un madero. Su cadáver no pernoctará sobre el madero, sino que lo has de enterrar el mismo día; pues un colgado es una maldición de ´Elohim. Así harás impuro el suelo que Yahvé, tu Dios, te da en herencia» (Dt 21,22-23). La razón para enterrar a un ajusticiado se expresa nítidamente: evitar la impureza cultual del pueblo judío, y no por ser un acto de piedad y misericordia con el difunto. Con estos presupuestos no resulta inverosímil la entrega del cadáver de un crucificado a José de Arimatea, aunque hay autores que ven en este hecho un intento de encubrir la deshonra de la muerte de Jesús. José de Arimatea, según refiere Marcos, era «miembro ilustre del sanedrín, que también esperaba el reino de Dios» (Mc 15,43). Mateo dice de él que «también había sido discípulo de Jesús» (Mt 27,57), a lo que Juan añade: «aunque disimulado por el miedo a los judíos» (Jn 19,38). En cualquier caso, y no obstante la diferente presentación de este personaje, no hay razón para negar que los discípulos de Jesús

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pudieran conocer el lugar donde fue enterrado su maestro. José solicitó el «cuerpo» de Jesús, y Pilato le concedió el «cadáver»; José ahora compró un sudario, descolgó a Jesús, lo envolvió en el sudario y lo puso en un sepulcro. Respecto al sepulcro, escribe J. Marcus: «En las tumbas típicamente judías de la Palestina romana, un pasillo corto conducía a una o varias cámaras funerarias, que eran de techo bajo (aproximadamente 1 metro de altura) pero relativamente espaciosas en sus dimensiones horizontales...el modo usual de enterramiento en las épocas helenística y romana era en loculi o kôkîm, que Brown llama “columbarios profundos”. En este sistema había nichos estrechos y largos, de un tamaño aproximado 60 x 60 x 180 centímetros por lo general, tallados horizontalmente en las paredes de la cámara funeraria; los cuerpos eran colocados en ellos con la cabeza hacia dentro. Es este probablemente el modo de sepultura que debemos imaginarnos en el caso de Jesús, especialmente porque las tumbas antiguas judías encontradas en un radio de unos 18 metros del Santo Sepulcro son del tipo loculus. Después de un año, cuando la carne se había descompuesto y desaparecido, los huesos eran recogidos y colocados en osarios» [37] . Sobre la tumba se hizo rodar una piedra, descrita por el mismo autor de esta forma: «La mayoría de las tumbas en cuevas de la época del segundo Templo en y alrededor de Jerusalén estaban selladas con piedras cuadradas o rectangulares; solo cuatro de las novecientas o más tumbas descubiertas hasta ahora estaban selladas con piedras circulares, y estas tumbas pertenecieron al parecer a gente rica y destacada... Las piedras rectangulares, que pesaban aproximadamente 250 kilos, estaban cinceladas para que encajaran como tapones en las aberturas de las tumbas y la maniobra para colocarlas en su sitio era difícil» [38] . María la Magdalena y María la de José observaron dónde quedó puesto Jesús. Esta observación parece albergar un casi imperceptible resquicio de esperanza. De hecho, las mujeres volverán a la tumba el domingo por la mañana, pensando cómo remover la piedra. Estas mujeres y los discípulos de Jesús en general, aunque su pensamiento esté profundamente matizado por las reflexiones pascuales, evocarían las experiencias vividas junto al Maestro, que les alentarían para esperar el triunfo final de Jesús sobre la muerte. Recordarían el convencimiento del judaísmo del segundo Templo que ponía en manos de Dios el sufrimiento de los justos, anunciando su triunfo definitivo en el más allá (Sab 3,19; 5,1-5) y la confianza en Yahvé después de la muerte, gozando de una felicidad completa (Sal 16,8-11). Pensarían con tesón y confianza en las palabras de Jesús, pronunciadas por todos los rincones de Israel, anunciando el inminente reino de Dios en 384

el que se participaba a través del sufrimiento (Mc 10,38), y cuya plena realización se obtendría con la muerte de Jesús. El sufrimiento y muerte de Jesús no podían ser interpretados como catástrofe, sino como acontecimiento que encamina a la gloria definitiva del reino. Si Jesús había confiado plenamente en su Padre y había muerto perdonando, en señal de amor a la humanidad, sus seguidores guardaban la esperanza de que la misión y obra de su Maestro no finalizasen en el fracaso más estrepitoso, sino que continuasen a través de los tiempos, dando razón de la misma, como comunidad, al mundo entero. La esperanza pronto superará cualquier dificultad y la resurrección se esclarecerá con las apariciones de Jesús Resucitado.

[1] J. I. GONZÁLEZ FAUS , La Humanidad Nueva. Ensayo de Cristología (Santander: Sal Terrae, 19844 ), 115, afirma que, aunque se puedan encontrar elementos de teologización en los relatos de la Pasión «no hay que olvidar que los relatos de la Pasión son el estrato más antiguo de los Evangelios y que, si obedecen a una intención teológica, obedecen también a un afán de conservar recuerdos históricos, debido precisamente al carácter extraño de esa Pasión. Por eso, aunque a primera vista parezcan vagos o insignificantes los datos que se puedan garantizar, quizás esa impresión no es del todo exacta». Nota: El autor cita a H. KESSLER , Die theologische Bedeutung des Todes Jesu (Düsseldorf: Patmos, 1971), 241s, para afirmar la teologización de los primerísimos fragmentos transmitidos de la narración del Calvario. [2] F. J. MOLONEY, El Evangelio de Juan (Estella: Verbo Divino, 2005), 348. [3] E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2010), 286. [4] R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – CARLOS GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009), 160. [5] J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1995), 340. [6] J. D. G. DUNN, El Cristianismo en sus comienzos I: Jesús recordado (Estella: Verbo Divino, 2009), 886887, ante la pregunta de ¿cuándo empezó Jesús a ser percibido como molesto?, responde: «¿Fue a partir de su viaje (final) a Jerusalén? ¿O había ya contra él un resentimiento que se exacerbó tras su llegada a la ciudad santa? Parece más bien lo primero, por cuanto en los evangelios (incluido Juan) los jefes de los sacerdotes apenas aparecen antes de la entrada de Jesús en Jerusalén; hasta entonces, Jesús tiene como principales antagonistas regularmente escribas y fariseos. Por otro lado hay indicios de que palabras y acciones de Jesús pudieron haber sido entendidas como una reprobación (o algo peor) de las prerrogativas sacerdotales». En nota a pie de página se dice que. «Aparte de las predicciones de la pasión (Mc 8,31 par; Mc 10,33; Mt 20,18), solo requiere consideración Jn 7,32.45; todas las otras referencias joánicas siguen al acontecimiento desencadenante en Juan: la resurrección de Lázaro (Jn 11,47.49.51.57; 12,10)». [7] E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2010), 285-286. [8] J. GNILKA, El Evangelio según San Marcos II (Salamanca: Sígueme, 2005), 329. [9] W. KASPER , Jesús, el Cristo (Salamanca: Sígueme, 2006), 192; N. T. WRIGHT , Jesus and the Victory of God II (Minneapolis: Fortress Press, 1996), 405, 370; R. E. BROWN, La muerte del Mesías I: Desde Getsemaní hasta el Sepulcro (Estella, Verbo Divino, 2005), 555, afirma: «Es casi seguro que los sacerdotes fueron el motor, por parte judía, de los procedimientos finales contra Jesús; y si hubiera que señalar qué molestaba de Jesús a la clase sacerdotal, el elemento más probable sería algo que pudiera ser interpretado como un peligro para el templo/santuario».

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[10] W. KASPER , op. cit., 193. [11] T. P. RAUSCH, ¿Quién es Jesús? Introducción a la cristología (Bilbao: Mensajero, 2006), 144-146. [12] N. T. WRIGHT , op. cit., 593-595. [13] R. E. BROWN, op. cit., 556. [14] E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 265. [15] Ibid., 265. [16] J. D. G. DUNN, El Cristianismo en sus comienzos I: Jesús recordado (Estella: Verbo Divino, 2009), 912921, al hablar del siervo doliente, examina los textos de Lc 22, 38 –donde aparece la misteriosa frase de las dos espadas– los que hablan del servicio y de dar la vida en rescate por muchos (kai. dou/nai th.n yuch.n auvtou/ lu,tron avnti. pollw/n) (Mc 10,45; Mt 20,28; Lc 22,27), el lavatorio de los pies a sus discípulos (Jn 13,3-17) y los que hacen referencia a la institución de la eucaristía en la última cena (Mc 14,24; Mt 26,28; Lc 22,20). Examinados estos textos, afirma este exegeta, no existen razones sólidas para ver en ellos una alusión clara al siervo de Isaías. Sus propias palabras lo resumen de esta manera: «El interés por parte de los comentaristas en servirse de este poderoso icono del sufrimiento vicario para dilucidar la idea que tenía Jesús de sí mismo puede haber desviado la atención de las otras imágenes que mejor se pueden relacionar con él, llegando incluso a opacarlas». Entonces, se pregunta este autor, ¿Qué sentido dio Jesús a la muerte que evidentemente él previó con creciente certeza y angustia? Según su opinión, la tradición indica varias respuestas probables: 1) Él iba a sufrir en obediencia a la voluntad de Dios. 2) En su condición de elegido para instar a su pueblo a la conversión, probablemente esperaba sufrir como los santos del Altísimo habían sufrido en tiempos de los Macabeos. 3) Antes o después llegó probablemente a la conclusión de que la tribulación escatológica, predicha en la predicación del Bautista, tendría que soportarla él mismo. 4) Si Dios iba a establecer una alianza con su pueblo, entonces, presumiblemente, sería necesario también un sacrificio de alianza: la muerte de Jesús podía constituir ese sacrificio. [17] U. LUZ, El Evangelio según San Mateo II (Salamanca: Sígueme, 2006), 334. [18] F. BOVON, El Evangelio según San Lucas IV (Salamanca: Sígueme, 2010), 307. [19] R. E. BROWN, El Evangelio según Juan I-XII (Madrid: Cristiandad, 1979), 238-244, trata este tema, exponiendo las diversas interpretaciones. [20] Ibid., 241. [21] R. E. BROWN, op. cit., 241-242, se expresa sobre este punto de la siguiente manera: «Se dice que el Cordero de Dios quita (ai;rein) el pecado del mundo. Esta no es la misma imagen que hallamos en Is 53,4.12, donde se dice que el siervo lleva o carga (fe,rein / avnafe,rein) los pecados de muchos. Pero esta distinción no reviste mayor importancia, ya que los primeros cristianos no verían gran diferencia entre que Jesús quitara el pecado o lo cargara sobre sí en su muerte. Los LXX usan indistintamente ai;rein y fe,rein para traducir el hebreo nâsâh. Sin embargo, la expresión “cargar con el pecado”, que aparece en Is 53,12, no puede usarse para identificar al Cordero con el Siervo doliente, como a veces se ha dicho». [22] J. D. G. DUNN, El Cristianismo en sus comienzos I: Jesús recordado (Estella: Verbo Divino, 2009), 904907. [23] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009), 327. [24] J. D. G. DUNN, The Theology of Paul, the Apostle (Grand Rapids: W. B. Eerdmans, 1998), 175. [25] J. J EREMIAS , op. cit., 321, 331; J. D. G. DUNN, El Cristianismo en sus comienzos I: Jesús recordado (Estella: Verbo Divino, 2009), 900-904. [26] E. P. SANDERS , Jesús y el judaísmo (Madrid: Trotta, 2004), 445. [27] Ibid., 446. El autor afirma, además, que «No son solamente los evangelios los que presentan cierta confusión en este punto. Los testimonios de Josefo sobre el autogobierno judío son también confusos. Existe

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ciertamente un consenso entre los investigadores: había un cuerpo de dirigentes judíos que constituían el sanedrín, que a su vez desempeñaba un papel considerable en el gobierno y se encargaba de la administración de la ley judía». [28] E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2010), 292-293. Este prestigioso biblista menciona otras dos teorías que explicarían el motivo de la detención de Jesús. Según la primera de ellas, Caifás y Pilato habrían entendido mal a Jesús, puesto que «pensaban que tenía en mente un reino de este mundo y que sus seguidores estaban a punto de atacar al ejército romano; lo ejecutaron erróneamente como rebelde». Resulta muy improbable, dice este autor, «que Caifás y Pilato pensasen que Jesús capitaneaba una fuerza armada y planeaba un golpe militar». La segunda opinión sostiene que Jesús fue detenido y ejecutado a causa de diferencias teológicas –Jesús predicaba el amor y la compasión frente al legalismo y ritualismo– con la mayoría de los judíos, encabezados por los fariseos. Y este autor precisa que «los estudiosos que sostienen esta opinión no explican el mecanismo por el cual los fariseos consiguieron hacer detener a Jesús, sino que se contentan con mantener que la oposición farisaica desempeñó un papel». [29] J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1995), 363. [30] J. MARCUS , El Evangelio según Marcos, [8,16 (Salamanca: Sígueme, 2011), 1.152-1.173; J. GNILKA, El Evangelio según San Marcos II (Salamanca: Sígueme, 2005), 321-333; J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1995), 358-364; E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2010), 293-298. [31] Cf. F. BOVON, El Evangelio según san Lucas IV (Salamanca: Sígueme, 2010), 448-457. Para comprender el texto de Lucas resulta interesante la comparación con otros semejantes, examinar las correspondencias y diferencias con los otros evangelios sinópticos e indagar las fuentes de inspiración del evangelista. F. Bovon opina que, en el episodio de Jesús con Herodes, Lucas utiliza un material propio, influido poderosamente por el Salmo 2, que dice: «Conciértanse los reyes de la tierra y los gobernantes conspiran a una contra Yahvé y contra su Ungido» (Sal 2, 2). El trabajo exegético, continúa este autor, nace en una tradición que puede observarse en los Hechos de los Apóstoles, en Ignacio de Antioquía y otros escritores de la primitiva comunidad cristiana y, especialmente, en el Evangelio de Pedro. En la conclusión, este biblista afirma: «La historia no admite más que dos comparecencias de Jesús, una ante las autoridades judías (22,66-71 par.; cf. ya 1 Tes 2,15); otra, ante el poder romano (23,1-5; cf. también 1 Tim 6,13). La reflexión cristiana, apoyada en la Escritura (Sal 2,1-2), añadió muy temprano una digresión redundante, el envío de Jesús a Herodes (23,6-12; cf. Hch 4,2528 y también EvPe 1,3). Lucas integra este episodio dentro del proceso de Jesús ante Pilato (23,1-25 par)». [32] R. E. BROWN, La muerte del Mesías I: Desde Getsemaní hasta el Sepulcro (Estella: Verbo Divino, 2005), 829, nota 604. En conformidad con estos documentos históricos de la antigüedad, este teólogo afirma en la página citada: «Obviamente, Pilato no había sabido calcular la brutalidad de sus soldados; pero no se le puede acusar de haber tenido la voluntad de cometer una salvajada contra personas inocentes». [33] R. E. BROWN, La muerte del Mesías II: Desde Getsemaní hasta el Sepulcro (Estella: Verbo Divino, 2006), 1.120-1.121. La interpretación de este hecho la explica el autor de esta forma: «A mi juicio, este análisis del propósito teológico de Marcos en que el rechazo de la bebida sirve para subrayar la determinación de Jesús de darse por completo es más probable que cualquiera de las otras hipótesis elaboradas al respecto». [34] Sobre la fecha de la muerte de Jesús se ha especulado incesantemente, sin que haya sido determinada con exactitud desde el punto de vista histórico. Los cálculos que se utilizan para su fijación están sujetos a las limitaciones inherentes del cómputo del tiempo por los judíos, a la duración del ministerio profético de Jesús, y al relato que nos ofrecen los evangelios canónicos. Como prueba de esta dificultad ofrezco dos opiniones de prestigiosos teólogos. J. GNILKA dice lo siguiente: «Se discute si Jesús murió en el día de la fiesta de Pascua o en el día anterior, es decir, si murió el 14 o el 15 de nisán (el mes de la primavera). Nosotros preferimos el día de la fiesta. Indudablemente era un viernes... Así que tendremos que contentarnos con la información de que Jesús fue ejecutado hacia el año 30. El año 30 fue el año 783 después de la fundación de Roma. Por lo que se refiere a la edad de Jesús, creemos probable que él acabara de sobrepasar la mitad de sus treinta años» (Jesús de Nazaret. Mensaje e historia [Barcelona: Herder, 1995], 385). W. KASPER escribe así: «Se discute si fue (la muerte de Jesús) el 14 o el 15 de nisán (quizá marzo-abril). Para los sinópticos la última cena de Jesús parece que fue

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pascual, en cuyo caso Jesús habría muerto en la cruz el 15 de nisán. No ocurre así en Juan; para él Jesús murió el día de la preparación de la fiesta de pascua (Jn 19,14), cuando se sacrificaban los corderos en el templo, o sea, el 14 de nisán. Muy en conformidad con esto, Juan no presenta la última cena de Jesús con sus discípulos como pascual, sino como de despedida...Decidir la cuestión histórica no es, pues, fácil. Pero hay algo que se inclina a favor de la exposición joánica, pues es improbable que el sanedrín se reuniera en el día más solemne de los judíos... Mediante cálculos astronómicos se concluye que el 7 de abril del año 30 d.C. fue probablemente el día en que murió Jesús» (Jesús, el Cristo [Salamanca: Sígueme, 2006], 191). [35] A. PIÑERO (ed.), Todos los Evangelios (Madrid: Edaf, 2009), 492 y 496, en el llamado Evangelio según Felipe, de la segunda mitad del siglo II/primera mitad del siglo III, se dice: «Tres (mujeres) caminaban siempre con el Señor: María, su madre; la hermana de esta, y Magdalena, que es denominada “su compañera”. Así pues, Maria es (llamada) su hermana, y su madre, y su compañera» (32). En otro lugar, se afirma: «Y la compañera del (Salvador es) María Magdalena. El (Salvador) la amaba más que a todos los discípulos, y la besaba frecuentemente en la (boca). Los demás (discípulos) (se acercaron a ella para preguntar). Ellos le dijeron: “¿Por qué la amas más que a todos nosotros?” El Salvador respondió y les dijo: “¿Por qué no os amo a vosotros como a ella?”» (55b). [36] Las Guerras de los Judíos I, lib. II, cap. VIII, 224-226 y cap. XI, 233-237. [37] J. MARCUS , El Evangelio según Marcos II (Salamanca: Sígueme, 2011), 1.236-1.237. [38] Ibid., 1237.

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CAPÍTULO 12:

La última cena de Jesús Siempre he imaginado que el espléndido (por lo que entraña de generosidad) acontecimiento de la última cena de Jesús tiene un trasfondo múltiple, extremadamente variado y abundante. Su extraordinaria riqueza se enmarca en el grandioso relato de la pasión y muerte del Señor, con el que se consuma el hermoso proyecto del anuncio del reino de Dios. La cena es, en primer lugar, una comida solemne, enmarcada en la festividad por excelencia del pueblo judío –la cena de Pascua o rds (sêder)– con tintes claros de despedida, y promesas definitivas de una consumación final, que da plenitud a las comidas que Jesús realizó con sus seguidores –partidarios y adversarios– a lo largo de su ministerio por tierras de Palestina. En el fondo de los extraordinarios relatos de los últimos momentos de la vida de Jesús, la despedida de sus amigos, su pasión y su muerte, se adivina el gran proyecto del reino de Dios, en el que no solo aparece la proclamación de un mensaje de salvación y liberación para la humanidad por un profeta singular en la historia de Israel, sino la realización y consumación del mismo en la persona, también única y singular, de Jesús de Nazaret. La solemnidad de esta cena está envuelta también entre acontecimientos de entrega y traición de Judas Iscariote y la tierna y atrevida unción de María en Betania. Todos ellos rodean el gran misterio de la pasión y resurrección de Jesús. Resulta enigmático que el único judío del grupo de los Doce –los demás eran galileos– Judas, de la aldea de Kriyoth, un discípulo que, con los avatares propios de la naturaleza humana, había seguido fielmente al Maestro como los otros, que había escuchado sus palabras y presenciado sus milagros, destinado a predicar el reino de Dios, se dejase envolver por la duda sobre el mesianismo de Jesús y, en lugar de albergar en su corazón la esperanza del auténtico reinado de Dios, esperase aún el esplendor religioso de Jerusalén y la destrucción del odioso poder de Roma [1] . Por otra parte, todo queda suficientemente enraizado en el contexto del Antiguo Testamento. En él, la comida se comparte y se celebra, al tiempo que se vincula frecuentemente a la palabra (Dt 8,3). La comida, además, implica liberación, canto y oración, como sucedía cuando el pueblo de Israel comía un cordero asado, con panes ázimos, alternando relatos del Éxodo con oraciones y copas de vino, en recuerdo de la salida de Egipto y de la esclavitud,

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amargamente vivida en aquellas tierras [2] . Algunos textos bíblicos del Nuevo Testamento (Mc 10,45; Lc 12,37; 22,27; Jn 13,1-20), que hablan de humildad y de servicio, estrechamente vinculados a la última cena, traen a la memoria numerosos pasajes del Antiguo Testamento, relacionados con reyes y profetas, con el propio pueblo de Israel e incluso con el «misterioso siervo de Yahvé», esbozado en los «cantos» o «poemas» de Isaías (Ex 14,31; Nm 12,7s; Dt 34,5; Jos 24,29; 2 Sm 7,5.8; 1 Re 8,24s; Jer 7,25; Is 41,8s; 43,10; 44,1s; 42,1-9; 49,1-9; 50,4-11; 52,13–53,12). Pese a la continuidad de la última cena con las comidas habituales de Jesús, esta tiene unas características excepcionales. Según el relato de Marcos, en el cuarto día de la semana, es decir, dos días antes de la celebración de la Pascua y los Ázimos, se reunieron los sumos sacerdotes y los escribas para apoderarse con astucia de Jesús y matarlo (Mc 14,1-2). La proximidad de la fiesta podría ser motivo de fuertes tumultos del pueblo. La decisión de los sabios y poderosos fue posponer el arresto de Jesús hasta que se celebrase la fiesta, pero las circunstancias precipitaron los acontecimientos, como sabemos. La cena se celebra en la ciudad de Jerusalén, símbolo de la santidad del pueblo de Israel. El clima de la celebración, aunque suavizado por la presencia de los Doce y otros seguidores íntimos, es oscuro e incierto ante la proximidad de la muerte de Jesús. Más que nunca, se simboliza el banquete definitivo del reino de Dios. Ya no se bebe vino, como se hacía en las grandes ocasiones, ni se come pan, sino que el pan es ahora el «cuerpo» de Jesús y la copa, la «nueva Alianza» en su sangre. Se ha realizado el sacramento más sublime, envuelto en los signos más ordinarios, que ha de recordar siempre la entrega y muerte de Jesús y la gran esperanza del reino de Dios. El recuerdo es la grata obligación del cristiano: «haced esto en memoria de mí» (1 Cor 11,25), un recuerdo que ha de ser interminable: «hasta que vuelva» (1 Cor 11,26). Hay también otro gesto de Jesús, que clarifica su entrega a los discípulos. Él, el «Maestro» y el «Señor», en un acto insólito de servicio extremo, «les lavó los pies» (Jn 13,12), y otro tanto deben hacer sus seguidores. El servicio –el amor– es la auténtica actitud de quienes, en la cena, celebramos y anunciamos al mundo la presencia de Jesús entre nosotros y la definitiva y absoluta liberación humana en el reino de Dios.

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12.1. Los relatos de la cena J. Jeremias afirma que «no hay manera de comprender la última cena de Jesús si tomamos como punto de partida inmediatamente las palabras interpretativas, porque así lo que hacemos es aislar la llamada cena institucional y precisamente hay que afirmar que este aislamiento de la última cena a través de los siglos, es lo que ha dificultado la comprensión de su sentido escatológico» [3] . Efectivamente. La última cena ha de interpretarse necesariamente en el contexto de las comidas de Jesús de Nazaret, a las que estaban invitados justos y pecadores, signos inequívocos de su amistad a los hombres y mujeres de este mundo y que anunciaban el cumplimiento definitivo del reino de Dios. Las comidas de Jesús con los pecadores y marginados de la sociedad, abiertas a todos los «malditos» que no conocen la ley (Jn 7,49), no son solamente gestos o actos de solidaridad humana, sino que conllevan una carga profética y simbólica tan profunda que proclaman generosamente la llegada de la salvación de Dios a la humanidad (Mc 2,15-17; Lc 7,36-50; 15,22-24). Esta salvación de Dios toma «carne» en Jesús de Nazaret y como «carne», si bien transfigurada por la resurrección, se perpetúa en la eucaristía a lo largo de la historia, poniendo de manifiesto la estrecha vinculación entre las comidas de Jesús, la encarnación y la salvación del mundo [4] . En la cena, además, resulta imposible prescindir del simbolismo profético que en ella se significa. En un lenguaje semítico, aunque utilizado en circunstancias especiales, Jesús realiza varias acciones en la cena, estrechamente vinculadas entre sí, orientadas en este sentido. Así podemos considerar el lavatorio de los pies a los discípulos que, aunque carezca de la dimensión sacramental eucarística, alude claramente a la muerte de Jesús, la partición del pan, la entrega del vino y el compromiso de Jesús de no beber más del fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba nuevo en el reino de Dios. En el lavatorio de los pies a los discípulos, que se produce en un contexto de muerte inminente de Jesús, las palabras del Maestro son extremadamente clarificadoras de su misión: Jesús que, en realidad, es «el Maestro» y «el Señor» ha lavado los pies a sus discípulos, ejerciendo un servicio que culmina en su muerte. Quien quiera seguirle, ha de hacer lo mismo, a saber, servir unos a otros y a toda la comunidad (Jn 13,1-20). La acción profética y las palabras explicativas sobre el pan, transmitidas con exquisita sobriedad, están cargadas de un fuerte simbolismo profético. Los teólogos persisten en sus discusiones para averiguar si Jesús dijo «cuerpo» o «carne» en las 392

palabras del pan –manejando los términos pwg (guf) / sw/ma– acerca de la importancia del acto de «partir» el pan y de la relación entre el simbolismo de la separación del pan y del vino y la muerte de Jesús y su sacrificio. Lo importante es saber que la entrega del cuerpo es la entrega de la persona (a la muerte), que lo relevante no es la partición (el cuerpo de Jesús no se hace pedazos), sino la donación o la entrega (de Jesús) y que la entrega hace referencia a la totalidad, aunque separemos el cuerpo de la sangre en la celebración eucarística [5] . El simbolismo es más explícito sobre el vino, aunque varíen las dos tradiciones (Marcos y Mateo, por un lado y Pablo y Lucas por el otro). La primera de ellas dice: «Esto es mi sangre de la alianza, la derramada a favor de muchos» (para perdón de (los) pecados, añade Mateo, Mc 14,24; Mt 26,28). Pablo la transmite con estas palabras: «Este vaso es la nueva alianza (ratificada) con mi sangre; haced esto, siempre que (lo) bebáis, en memoria de mí» (1 Cor 11,25). Y Lucas, así: «Este vaso, el derramado a favor vuestro, (es) la nueva alianza (ratificada) con mi sangre» (Lc 22,20). Jesús invita a beber su sangre, pensando en la acción redentora de su muerte y distanciándose de toda interpretación materialista. De forma similar a como Moisés vertió la sangre sobre el pueblo de Israel que significaba la alianza de Yahvé, según sus promesas (Ex 24,8), así Jesús estableció la alianza (diaqh,kh, mejor que el término «testamento», utilizado frecuentemente), ratificada con la sencillez y humildad de su servicio hasta terminar en la cruz, una alianza diferente de las del Antiguo Testamento, completamente «nueva», estableciendo una nueva relación entre Dios y los hombres, y orientada a la escatología [6] . En todo caso, el pan partido y distribuido a quienes estaban en torno a la mesa simboliza a Jesús mismo; y otro tanto sucede con el vino derramado en la copa común. El simbolismo de la muerte es evidente en los textos del relato y en las variadas interpretaciones, que siguieron a la ejecución de Jesús, por parte de sus discípulos que continuaron recordando la acción del maestro. Jesús continuó así la senda del sufrimiento y de la muerte de los grandes profetas de Israel. La cena fue, indudablemente, un gesto simbólico que apuntaba al reino futuro de Dios (Mc 14,25; Mt 26,29; Lc 22,16-18). Desconsiderando el elemento escatológico, se pone en riesgo la «singularidad» de la cena, que es anuncio de la pasión y de consumación final al mismo tiempo (Mc 14,25; Lc 22,16-18). Las palabras pronunciadas en ella se sitúan, por tanto, en este contexto. 393

Según J. Jeremias, «las palabras de la cena son las más importantes alusiones de Jesús a su propio sufrimiento» [7] . Y J. D. G. Dunn dice que «la tradición es firme en que Jesús pronunció palabras reveladoras de que él sentía la inminencia de su muerte» [8] . Las versiones que han llegado hasta nosotros, procedentes de dos fuentes ligeramente independientes, a saber, la tradición de los evangelios sinópticos y la de las cartas de Pablo, narran prácticamente lo mismo, aunque puedan observarse ciertas peculiaridades que evidencian la riqueza del acontecimiento. Se encuentran en Marcos (Mc 14,22-25), Mateo (Mt 26,26-29), Lucas (Lc 22,15-20) y en Pablo (1 Cor 11,23-26). Juan narra la cena, presentando el gesto excepcional del lavatorio de los pies a los discípulos (Jn 13). Por otra parte, la Didaché también menciona el acontecimiento [9] . Las versiones ofrecidas de la cena del Señor son absolutamente fiables. Grandes teólogos y exegetas se han pronunciado abiertamente en este sentido, calificándolas de «roca primitiva de la tradición» o como «los mejores relatos de la vida de Cristo» [10] . El relato de la primera carta a los Corintios es, innegablemente, el primer escrito que ha llegado a la comunidad cristiana, pero, como Pablo recibe una tradición, no puede excluirse terminantemente que otro texto, en concreto el escrito por Marcos, haya sido fijado con anterioridad. De hecho, algunos teólogos, entre ellos R. Pesch, se inclinan por esta opinión, estableciendo como prototipo el relato de Marcos, del que dependerían tanto Mateo como Lucas, y relegando a un segundo plano el escrito por Pablo a los Corintios [11] . Todas las tradiciones, con las variantes lógicas de estilo y concepción teológica de cada autor, se cimientan en hechos históricos que, de forma más o menos explícita, nos conducen a la vida de Jesús. No son, por tanto, variaciones o desarrollo de meras reflexiones teológicas. Hunden sus raíces, más bien, en los ritos y bendiciones del pueblo judío del Antiguo Testamento, en los gestos y acciones del ministerio profético de Jesús, especialmente en las comidas, en las experiencias pascuales de la presencia del Señor en la comunidad y, sobre todo, en la resurrección, que dio sentido y culminación a toda la vida de Jesús. Transcribo a continuación las narraciones: «Y mientras comían cogió pan, rezó la bendición, (lo) partió y se (lo) dio, y dijo: “Tomad; esto es mi cuerpo”. Y cogió un vaso, rezó la acción de gracias, se (lo) dio, y bebieron todos de él. Y les dijo: “Esto es mi sangre de la alianza, la derramada a favor de 394

muchos. Os digo de verdad: Ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba nuevo en el reino de Dios”» (Mc 14,22-25). «Mientras comían, Jesús cogió pan, rezó la bendición, (lo) partió, (lo) dio a los discípulos y dijo: “Tomad, comed; esto es mi cuerpo”. Y cogió un vaso, rezó la acción de gracias y se (lo) dio diciendo: “Bebed de él todos, pues esto es mi sangre de la alianza, la derramada a favor de muchos para perdón de (los) pecados. Y os digo que desde ahora no beberé de este fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba con vosotros nuevo en el reino de mi Padre”» (Mt 26,26-29). «Y les dijo: “He tenido gran deseo de comer este cordero pascual con vosotros antes de padecer. Pues os digo que ya no lo comeré hasta que tenga su cumplimiento en el reino de Dios”. Y cogiendo un vaso, rezó la acción de gracias y dijo: “Tomadlo y repartidlo entre vosotros. Pues os digo que desde ahora no beberé del fruto de la vid hasta que llegue el reino de Dios”. Y cogió pan, rezó la acción de gracias, (lo) partió y se (lo) dio, diciendo: “Esto es mi cuerpo, el entregado en favor vuestro; haced esto en memoria de mí”. Y de la misma manera el vaso, después de cenar, diciendo: “Este vaso, el derramado a favor vuestro, (es) la nueva alianza (ratificada) con mi sangre”» (Lc 22,15-20). «Pues yo recibí del Señor lo que a mi vez os transmití: que el Señor Jesús, la noche en que era entregado cogió pan, rezó la acción de gracias, (lo) partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, el (entregado) a favor vuestro; haced esto en memoria de mí”. De la misma manera también el vaso, después de cenar, diciendo: “Este vaso es la nueva alianza (ratificada) con mi sangre; haced esto, siempre que (lo) bebáis, en memoria de mí”. Pues siempre que coméis ese pan y bebéis ese vaso anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva» (1 Cor 11,23-26). Un estudio comparativo de estas narraciones permite algunas consideraciones de especial interés e importancia. Las versiones citadas permiten identificar dos tradiciones diferentes en cuanto a gestos y palabras: una, la que presentan Marcos y Mateo, cuyo lugar de origen suele situarse en Palestina, y otra, la de Pablo y Lucas, ubicada en Antioquía. Ambas son muy antiguas y contienen elementos de elaboración teológicos, propios de cada redactor. Como afirma J. Jeremias, en la versión de Marcos (y Mateo) se encuentra el giro de u`pe,r solo en el cáliz, y está redactada en griego semitizante, mientras que en la de Pablo y Lucas se pone dicho giro en el pan y es una versión 395

helenizada. Sustancialmente, sin embargo, los textos mantienen una concordancia perfecta [12] . La tradición sinóptica detalla escrupulosamente las escenas que han de realizarse en la celebración de la última cena. En el primer día de los Ázimos, cuando sacrificaban el cordero Pascual, Jesús envía a dos de sus discípulos a preparar la Pascua (Mc 14,12-16). En la primera parte de la cena, se anuncia que el Hijo del hombre va a ser entregado traicioneramente por uno de los Doce (Mc 14,17-21). Durante la comida, se producen gestos y palabras (el rezo de bendición, la partición del pan y el reparto de la copa), que interpretan la inminente muerte de Jesús (Mc 14,22-25). Al final de la cena, una vez cantados los himnos y en camino del monte de los Olivos, se anuncia la negación de Pedro (Mc 14,26-31). Esta tradición presupone la celebración de una cena pascual (Mc 14,12-16 par; Lc 22,15s). La narración de Juan, que con toda probabilidad ha sufrido una considerable evolución, anuncia la traición de Judas (Jn 13,21-30) y la negación de Pedro (Jn 13,3638), pero no recoge los gestos y palabras sobre el pan y el vino. Sobresale en este evangelista el amplio discurso de despedida de Jesús (Jn 13–17). A diferencia de los sinópticos, Juan no habla de una cena pascual, sino que sitúa la celebración en la víspera de la Pascua y el convite se celebraría en la noche que sigue a la muerte de Jesús (Jn 13,1; 18,24; 19,14). Es obvio suponer que, prescindiendo momentáneamente del carácter pascual de la última cena, Jesús se reuniera con sus discípulos, participando del espíritu festivo de la celebración en recuerdo de la liberación del pueblo de Israel (Ex 12,3) y siendo plenamente consciente de la seriedad de la misma (Nm 9,13). Jesús recordaría la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto, recostado sobre esteras comería el cordero y bebería del vino, y rezaría la acción de gracias. Pero, como dice J. Ratzinger (Benedicto XVI), «la esencia de esta cena de despedida no era la antigua Pascua, sino la novedad que Jesús ha realizado en este contexto. Aunque este convite de Jesús con los Doce no haya sido una cena de Pascua según las prescripciones rituales del judaísmo, se ha puesto de relieve claramente en retrospectiva su conexión interna con la muerte y resurrección de Jesús: era la Pascua de Jesús. Y, en este sentido, él ha celebrado la Pascua y no la ha celebrado: no se podían practicar los ritos antiguos; cuando llegó el momento para ello Jesús ya había muerto. Pero él se había entregado a sí mismo, y así 396

había celebrado verdaderamente la Pascua con aquellos ritos. De esta manera no se negaba lo antiguo, sino que lo antiguo adquiría su sentido pleno» [13] . La novedad de la Pascua de Jesús radica sustancialmente en las palabras interpretativas que acompañaron a las acciones realizadas en la cena. Las palabras que se pronunciaron al partir el pan y al beber de la copa. Las palabras sobre el pan (mazzot [twzm], el pan ázimo y de la aflicción), cuya partición se asociaba con una oración de alabanza al comienzo de la comida, no presentan dificultades especiales. Se formulan así en las distintas tradiciones. Mateo nos transmite las palabras de la institución de esta forma: «Mientras comían, Jesús cogió pan, rezó la bendición, (lo) partió, (lo) dio a los discípulos y dijo: “Tomad, comed, esto es mi cuerpo, la,bete fa,gete, tou/to, evstin to, sw/ma, mou”» (Mt 26,26). Marcos las reproduce de esta manera: «Y mientras comían cogió pan, rezó la bendición, (lo) partió y se (lo) dio, y dijo: “Esto es mi cuerpo, tou/to, evstin to, sw/ma, mou”» (Mc 14,24). Lucas refiere: «Y cogió pan, rezó la acción de gracias, (lo) partió y se (lo) dio diciendo: “Esto es mi cuerpo, el entregado a favor vuestro; haced esto en memoria de mí, tou/to, evstin to, sw/ma, mou to, u`pe,r u`mw/n dido,menon tou/to poiei/te eivj th,n evmh,n avna,mnhsin”» (Lc 22,19). Finalmente, Pablo escribe: «Que el Señor Jesús, la noche en que era entregado, cogió pan, rezó la acción de gracias, (lo) partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, el (entregado) a favor vuestro; haced esto en memoria de mí, tou/to mou, evstin to, sw/ma to, u`pe,r u`mw/n, tou/to poiei=te eivj th,n evmh,n avna,mnhsin”» (1 Cor 1,23-24). Las palabras sobre el pan, como digo, apenas encierran dificultades, y son coincidentes en todas las versiones, si exceptuamos las de Lucas y Pablo que añaden la dimensión salvífica de la cena y el mandato de repetirla en memoria de Jesús. El pan, asociado a la vida, tanto material como espiritual, y símbolo de la amistad de Yahvé con el pueblo de Israel, al que conduce a un país rico en productos del campo, donde comerá pan hasta el hartazgo (Dt 8,7-10), se partía al comienzo de la comida principal y la acción se asociaba con una oración de alabanza. En el momento de la última cena, el pan tiene una significación especial. Es el mismo Jesús, que comió con discípulos y pecadores en el transcurso de su vida pública. Es el símbolo del cuerpo de Jesús, de su persona y de toda su vida, puesta al servicio de la humanidad desde el preciso instante que tomó carne humana y que realizó plenamente en el anuncio del reino 397

de Dios. Es el mismo Jesús que, en estos momentos, se enfrenta a una muerte violenta e ignominiosa. Es un cuerpo que, en paralelo con la sangre derramada, se convierte en sacrificio para la humanidad. Quienes lo comen participan en la muerte de Jesús, al tiempo que reciben la liberación que él anuncia y otorga. J. Ratzinger (Benedicto XVI) lo expresa de esta forma: «Este gesto humano primordial de dar, de compartir y unir, adquiere en la Última cena de Jesús una profundidad del todo nueva: él se entrega a sí mismo. La bondad de Dios, que se manifiesta en el repartir, se convierte de manera totalmente radical en el momento en que el Hijo se comunica y se reparte a sí mismo en el pan» [14] . J. Gnilka formula este pensamiento de este modo: Jesús refiere el pan inmediatamente a sí mismo o a su cuerpo. Puesto que sw/ma es un circunloquio que designa a la persona, el término podría traducirse también: esto soy yo mismo. Los comensales adquieren en la comida una nueva comunión con él. Desde la perspectiva de la palabra sobre la copa se pone claramente de manifiesto que se trata de una comunión con aquel que va a la muerte. Desde aquí, la última cena empalma con las comidas que Jesús celebró con los hombres, con los discípulos, con los pecadores, durante su vida pública. Si allí estaba él corporalmente presente, ahora le representa el pan del que participan los comensales [15] . El cuerpo significa la totalidad de la persona, su ser y quehacer, sus vivencias más íntimas y sus relaciones con los demás; en este caso, la persona de Jesús y su entrega a la humanidad. El término sw/ma, en griego, como sucede con el hebreo pwg (guf), hace referencia a la persona y no al cuerpo material. Algunos sectores relevantes de la investigación teológica aprecian también un claro carácter cultual en el amplio cuadro de la celebración de la última cena. El término «cuerpo» (y más aún, el vocablo «sangre») aparece con relativa frecuencia en el lenguaje sacrificial. En este sentido, como escribe M. Karrer, si en las palabras interpretativas de Jesús, «mi» podría ser traducido por «ofrecido por mí», estaría permitido decir, poco más o menos, que «esto (el pan que Jesús distribuye en la cena) es el cuerpo ofrecido en sacrificio por mí» [16] . La referencia del pan a una ofrenda de un sacrificio resulta evidente y, al tratarse de una alianza nueva, se contrapondría a todos los sacrificios anteriores del pueblo de Israel. Las palabras pronunciadas sobre el vaso (copa) resultan más complejas, por su divergencia, sus alusiones a pasajes del Antiguo Testamento (no siempre fáciles de determinar) y la probable influencia de la primitiva comunidad cristiana. Hasta fechas

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muy recientes, se han puesto en tela de juicio las palabras de Jesús pronunciadas sobre el cáliz, recurriendo a la concepción judía del simbolismo de la sangre como maldición para la vida o, incluso, a la prohibición legal de su utilización (2 Sm 23,17). Reproduzco a continuación las siguientes versiones. Mateo dice: «Y cogió un vaso, rezó la acción de gracias y se (lo) dio, diciendo: “Bebed de él todos, pues esto es mi sangre de la alianza, la derramada a favor de muchos para perdón de (los) pecados. Y os digo que desde ahora no beberé de este fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba con vosotros nuevo en el reino de mi Padre, pi,ete evx auvtou/ pa,ntej( tou/to ga,r evstin to, ai/ma, mou th/j diaqh,kej to, peri, pollw/n evkcunno,menon eivj a'fesin a`martiw/n”» (Mt 26,27-29). Marcos se expresa así: «Y cogió un vaso, rezó la acción de gracias, se (lo) dio, y bebieron todos de él. Y les dijo: “Esto es mi sangre de la alianza, la derramada a favor de muchos. Os digo de verdad: Ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba nuevo en el reino de Dios, kai. e;pion evx auvtou/ pa,ntej( kai. ei/pen auvtoi/j tou/to, evstin to, ai/ma, mou th/j diaqh,khj to, evkcunno,menon u`pe,r pollw/n”» (Mc 14,23-24). Lucas refiere lo siguiente: «Y de la misma manera el vaso, el derramado a favor vuestro, (es) la nueva alianza (ratificada) con mi sangre, tou/to to, poth,rion h` kainh, diaqh,kh evn tw|/ ai[mati, mou to, u`pe,r u`mw/n evkcunno,menon ”» (Lc 22,20). Pablo escribe: «Este vaso es la nueva alianza (ratificada) con mi sangre; haced esto, siempre que (lo) bebáis, en memoria de mí. Pues siempre que coméis ese pan y bebéis ese vaso anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva, tou/to to, poth,rion h` kainh, diaqh,kh evsti,n evn tw|/ evmw|/ ai[mati tou/to poiei/te, o`sa,kij eva.n pi,nhte( eivj th,n evmh,n avna,mnhsin» (1 Cor 11,25-26). Según afirma R. Aguirre, es admitido generalmente el hecho de que «el logion del banquete escatológico (Mc 14,23-25) procede de Jesús y da el sentido del vino que se bebía» [17] . A la certeza que rodea a esta afirmación le siguen cuestiones mucho más abiertas a la interpretación teológica, derivadas fundamentalmente de la exégesis de los textos que hacen referencia al Antiguo Testamento, de la influencia litúrgica de las primitivas comunidades cristianas sobre las tradiciones y escritos bíblicos (siempre propensa al esquematismo), a la elaboración de elementos específicamente teológicos y a la propia dinámica evolutiva de toda acción eclesial. En cualquier caso, y ya acercándome al estudio del significado de la acción de Jesús sobre la copa, una vez partido el pan, hecho que se realizaba al comienzo de la comida

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principal, y asociado siempre a una acción de alabanza, al final se pronunciaban las palabras sobre la copa de vino, incorporadas a la acción de gracias. Los tres evangelistas reproducen idénticas palabras cuando dicen «cogió un vaso» y «rezó la acción de gracias», con la única diferencia de que Lucas remite a lo expresado en la acción sobre el pan (Mt 26,27; Mc 14,23; Lc 22,20). Pablo, al decir: «de la misma manera también el vaso», hace asimismo referencia al rezo de la acción de gracias, pronunciado después de coger el pan (1 Cor 11,25). Es fácilmente imaginable que, en el transcurso de la cena, Jesús recordase con sus discípulos la acción liberadora de Yahvé sobre el pueblo de Israel, que trajera a su memoria las penalidades sufridas en Egipto, que les explicase el significado de la comida del cordero pascual. Sin embargo, las versiones que hemos recibido son muy escuetas. Los textos señalan que Jesús pronunció la acción de gracias, pero no han reflejado sus palabras; el ritual litúrgico ha prevalecido sobre la narración detallada de los gestos y hechos. No sabemos con seguridad el rito detallado de una cena pascual judía o de un convite en tiempos de Jesús. Se discute si en estas comidas especiales los comensales bebían de una copa común o se utilizaban copas individuales, aunque parezca probable la primera opción como señal de la comunión entre los miembros de la comunidad (1 Cor 10,16). Queda, a pesar de la concisión de los enunciados, la reflexión y la vivencia de la comunidad eclesial. Las palabras de interpretación sobre la copa hacen referencia clara a la sangre de Jesús. Mateo y Marcos dicen: «Esto es mi sangre de la alianza» (Mt 26,28; Mc 14,24), mientras que Lucas y Pablo afirman: «(este vaso) es la nueva alianza (ratificada con mi sangre)» (Lc 22,20; 1 Cor 11,25). La nueva alianza, en contraposición a la antigua, la sangre de la Alianza que Yahvé ha pactado con su pueblo de acuerdo con sus palabras (Ex 24,8), y en virtud de la muerte de Jesús, confiere salvación universal porque la sangre derramada (ser matado), según la concepción bíblica, significa vida, vida liberadora en plenitud. Jesús representa una nueva alianza mediante su muerte, prevista y aceptada como Mesías enviado de Dios. La interpretación teológica ha encontrado en la tradición sinóptica y en Pablo conceptos que ha expresado como «expiación» o «representación vicaria» («muerte por») y «pacto». Y, efectivamente, tales ideas, típicamente judías y de gran arraigo en el Antiguo Testamento, se hallan expresamente en las palabras de la copa, según Marcos y

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Mateo (mi sangre de la alianza, la derramada a favor de muchos), y en las del pan, según Lucas y Pablo (esto es mi cuerpo, el entregado a favor vuestro) La sangre de la alianza es derramada a favor de muchos. Las fórmulas que se utilizan son: u`pe,r pollw/n (Marcos), peri, pollw/n (Mateo), u`pe,r u`mw/n (Lucas y Pablo), u`pe,r th/j tou/ zwh/j (Juan). La formula u`pe,r, presente en todas las formulaciones, es un término fundamental que permite interpretar la narración de la última cena desde la más auténtica y profunda dimensión de la existencia de Jesús de Nazaret. Su persona fue siempre para los demás, para todos. Y las expresiones u`pe,r pollw/n (la versión de Marcos es la más antigua), así como las demás, son semitismos de carácter inclusivo que designan la totalidad [18] . Él murió por todos y su sangre fue derramada por muchos que, teniendo en cuenta el significado del semitismo en los textos del Antiguo Testamento, corresponde con «la totalidad», y ha de traducirse por «todos» [19] . Las alusiones a Isaías sobre la pasión y muerte del Siervo, se antojan necesarias para entender las palabras de la cena. El servicio de Jesús alcanza el extremo de entregar su vida por muchos, por «todos», convirtiéndola en sacrificio expiatorio, en cumplimiento del anuncio profético (Is 53,10). E. Schillebeeckx escribe: «el “por vosotros” (fórmula hyper), en el sentido de preexistencia total de Jesús, indica la intención histórica de toda su vida y se realizó hasta su muerte. El argumento principal –sobre el trasfondo de toda la vida de Jesús, en actitud de fidelidad al Padre y de servicio al hombre– consiste, a mi juicio, en que toda la actividad de Jesús durante su vida pública fue no solo promesa salvífica, sino oferta concreta y actual de salvación. No se limita a hablar de Dios y de su reino; donde aparece, lleva salvación y se realiza la soberanía de Dios. La aceptación activa de su muerte y de su rechazo solo es comprensible como inclusión activa de la muerte en su misión de ofrecer la salvación y no solo como obstáculo» [20] . En la actualidad, existen opiniones teológicas que interpretan el término «muchos» no por «todos», sino por la «totalidad de Israel», tanto en Isaías como en las palabras de Jesús, invocando el lenguaje de Qumrán. Otras interpretaciones mantienen que las palabras sobre la copa no aludirían a la muerte de Jesús, sino a la acción sacramental, afirmando que mientras la muerte tiene un valor universal, la acción sacramental es más limitada [21] . A mí me resulta convincente y clara la interpretación desde un punto de vista estrictamente filológico, que obliga a traducir «muchos» por «la totalidad», es decir, por todos. La auto-comprensión de la comunidad eclesial confirma esta interpretación al considerar que también los paganos deben 401

alcanzar la salvación, como afirma Pablo, y que Jesús iba a morir «no solo por la nación, sino también para reunir en un ser a los hijos de Dios que estaban dispersos (Jn 11,52). J. Ratzinger resume magistralmente las diversas opiniones teológicas cuando afirma: «Si en Isaías “muchos” podría significar esencialmente la totalidad de Israel, en la respuesta creyente que da la Iglesia al nuevo uso de la palabra por parte de Jesús queda cada vez más claro que él, de hecho, murió por todos» [22] . Jesús, en perfecta sintonía con las palabras y acciones durante su ministerio público, y con clara conciencia del peligro que se cernía sobre su persona, pronuncia en la última cena unas palabras que constituyen una profecía de su muerte: «Os digo de verdad: Ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba nuevo en el reino de Dios» (Mc 14,25). En otra variante se ofrece la determinación del tiempo: «hasta que llegue el reino de Dios» (Lc 22,18). En esos momentos de violencia y de muerte, Jesús mantuvo firme la expectación del reino de Dios, centro de su mensaje profético. Jesús, en la hora crítica de su existencia terrena, mantuvo su profunda convicción de la llegada del reino de Dios a los hombres, mensaje central de su predicación y eje de su acción sanadora. La cena simbolizaba ese reino de Dios. La muerte anunciada y asumida – entendida como muerte salvífica– no se contrapone en absoluto con el mensaje del reino, ofrecido por Jesús como la salvación definitiva para la humanidad. Con la conciencia clara de la proximidad de su muerte y asumiendo con obediencia la condición de enviado de Dios, Jesús realizó una nueva alianza con el mundo, presentando a todos los hombres la idea de un Dios padre y compasivo. Esta hermosa realidad –de amor y liberación– ha de entenderse siempre en la inmensa y soberana realidad del reino de Dios. Jesús deja en legado a sus seguidores una cena, rodeada de dolor y de muerte, al tiempo que orientada a la gran y esplendorosa realidad del reino de Dios. Será celebrada por siempre por la comunidad de sus discípulos, según el mandato de repetición, recogido en Lucas y Pablo (Lc 22,19; 1 Cor 11,24-25), y constituirá la unión con el Resucitado y con todo el mundo. La unidad de quienes comemos de un mismo pan está cimentada en la muerte de Jesús y debe ser sacramento de amor en la comunidad eclesial y, a través de ella, en el mundo entero. No en vano, es signo y símbolo del banquete del reino. Jesús aceptó la muerte a favor del reino de Dios y por eso prometió no comer ni beber más hasta hacerlo en el reino. Cada vez que celebramos la eucaristía, anunciamos 402

la muerte del Señor –en realidad, reconocemos el servicio de toda su vida a favor de los hombres– hasta que él vuelva. En cada celebración eucarística, nos enfrentamos a la muerte de Jesús y a todo lo que ella significa, al tiempo que nos comprometemos a vivir los valores del reino de Dios y proclamarlos a toda la humanidad. Esta es la tarea del cristiano hasta que él, el servidor y salvador de todos, venga. Es la esperanza que debe ilusionar a todos los seguidores del Resucitado.

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12.2. Cena pascual y cena de Jesús El hecho de la subida de Jesús a Jerusalén con motivo de la celebración de la Pascua y la comida de despedida realizada con sus discípulos es narrado de forma unánime por los cuatro evangelistas. Las complicaciones surgen al determinar la fecha de la última cena de Jesús y el carácter pascual de la misma. Según la narración de los evangelios sinópticos, la cena de Jesús se sobreentiende una cena pascual. Así puede colegirse de las narraciones de Marcos, que habla del primer día de los Ázimos y de que los discípulos prepararon la Pascua (Mc 14,12-16), y de Lucas que pone en boca de Jesús el deseo de comer el cordero pascual con sus discípulos antes de padecer (Lc 22,15). En la misma dirección apuntan la hora nocturna de la cena y la celebración de la misma dentro de las murallas de la ciudad santa de Jerusalén. La fecha habría sido un jueves, una vez puesto el sol. A partir de esos momentos, los acontecimientos se habrían precipitado. Jesús fue arrestado y llevado ante los tribunales en la noche del jueves al viernes; fue condenado a muerte por el gobernador Poncio Pilato el viernes por la mañana; crucificado, a las nueve de esa misma mañana; y su muerte sobrevendría a las tres de la tarde de ese día. En esta cuestión, M. Karrer argumenta en un tono teológico, precisando que «ningún motivo del tiempo de la Cena está ligado a la cena pascual, ya sea por haber tenido lugar en la noche anterior a la fiesta de la Pascua, o bien (en una divergencia acomodada a Jesús) en la fiesta de la Pascua. Sin embargo, la idea de la conversión salvífica de Dios hacia las comunidades, según el ramal de la tradición sinóptica, se condensa en torno a la “Pascua”. Las comunidades, gracias a la entrega efectuada por Jesús, experimentan una Pascua que documenta la redención y la preservación por obra de Dios: una Pascua cuya plenitud festiva vendrá en el reino de Dios» [23] . El evangelista Juan, por el contrario, pone todo el empeño en demostrar que la última cena de Jesús no fue una cena pascual. Según él, nos hallamos «antes de la fiesta de Pascua», en la víspera de la misma o día de la preparación (Jn 13,1). El resto de acontecimientos de las últimas horas de la vida de Jesús es idéntico a los que relatan los sinópticos, aunque Juan destaque el momento de la muerte de Jesús que hace coincidir con el tiempo en que tenía lugar la inmolación de los corderos pascuales en el Templo. La cronología ofrecida por Juan, aunque pueda parecer sospechosa por la estrecha asociación teológica entre el verdadero Cordero, Jesús, y el sacrificio de los corderos de 404

la fiesta de Pascua en el Templo, se considera más probable que la de los sinópticos desde el punto de vista histórico porque, entre otras razones, explicaría sin dificultades el proceso y la ejecución de Jesús, al tener lugar fuera de la fiesta principal del pueblo judío [24] . Las especulaciones teológicas han tratado de conciliar las diferencias entre los evangelistas sinópticos y Juan sobre la fecha y el carácter pascual de la última cena de Jesús. Se han analizado las tendencias de los distintos evangelistas que permitiesen explicar la utilización de fechas diferentes para narrar el mismo acontecimiento. Se ha invocado la existencia de dos calendarios, el calendario solar de los esenios, en Qumrán, transmitido por el Libro de los Jubileos, por el que se habría guiado Jesús, y el calendario lunar, vigente en el Templo y por el que se habrían regido las autoridades religiosas. Según el primero de ellos, las celebraciones religiosas caerían el mismo día de la semana, al dividir el año en 12 meses, 8 de ellos de 30 días y 4 de 31, con un total de 364 días; según el calendario lunar, introducido en el siglo II a.C. por influencia de la cultura griega, basado en las fases de la luna, las fiestas podían caer en distintos días de la semana. Las razones invocadas no son convincentes y dejan abierto el tema a ulteriores discusiones. Admitidas las variadas y legítimas opiniones teológicas sobre esta cuestión, me inclino a pensar que la última cena de Jesús no fue estrictamente una cena pascual. En un momento de su vida, especialmente difícil para él y sus seguidores, Jesús organiza una cena especial de despedida, en Jerusalén, la ciudad más emblemática de la religiosidad del pueblo judío, en un ambiente festivo, como correspondía a la celebración de la Pascua judía, con inmensas expectativas escatológicas, pero carente de cualquier connotación pascual. John P. Meier dice: «la cena no era de Pascua, ni se celebraba para sustituir la cena pascual, pero fue todo menos corriente. Dado que en ella se despedía Jesús de sus discípulos más próximos mientras se preparaba para la posibilidad de una muerte inminente y violenta, el tono de la reunión sería, naturalmente, religioso y solemne» [25] . La cena es esencialmente el mismo Jesús. Ella simboliza y revela de manera singular, ante la proximidad de una muerte misteriosa, la existencia salvadora de Jesús de Nazaret, entroncada amorosamente en el Padre y entregada en extremo a los hombres. La novedad no es la antigua Pascua, cargada de rituales judíos, sino la cena celebrada por Jesús, llena de muerte y resurrección. Es la Pascua de Jesús. Así, como dice J. 405

Ratzinger, podemos entender «cómo la Última Cena de Jesús, que no solo era un anuncio, sino que incluía en los dones eucarísticos también una anticipación de la cruz y la resurrección, fuera considerada muy pronto como Pascua, su Pascua. Y lo era verdaderamente» [26] . En la última cena celebramos la nueva Pascua, la perpetua comunión en la muerte y resurrección de Jesús, mientras caminamos en desbordante esperanza hacia la realización definitiva y gloriosa del reino de Dios. Caminamos, conscientes, como dice J. Gnilka, de que «la última cena pervive en la cena del Señor celebrada por la comunidad» [27] . En ella fundamentamos la unión personal con Cristo glorificado, la unidad eclesial y la salvación, ofrecida al mundo entero.

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12.3. La última cena y la eucaristía Esta es la cena que los cristianos hemos comido a lo largo de los siglos, recordando la muerte (y la vida) del Señor, al tiempo que esperamos su venida en majestad. Unimos así el presente y el futuro en virtud del poder salvador de Cristo Jesús. Conmemoramos y vivimos, por tanto, cada instante de nuestra salvación hasta que él, el Salvador, vuelva (1 Cor 11,26). Es la misma cena, la única que pervive en el recuerdo de la vida de Jesús y garantiza, a la par, la salvación. Con el transcurso del tiempo, la comunidad cristiana, asumiendo la tradición eclesial, enriquecida por el pensamiento teológico y el magisterio, se ha referido a esta cena con nombres distintos –Misa, Eucaristía, Comunión, Partición del Pan (también, la Cena del Señor) etc.– aunque siempre ha mantenido la centralidad de la misma en la vida de la Iglesia, como lo confirman, por citar dos ejemplos altamente autorizados y significativos, el documento ecuménico, elaborado por teólogos católicos, ortodoxos y protestantes sobre el bautismo, la eucaristía y el ministerio [28] , y la Constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II [29] . Es cierto que los procesos teológicos en cualquier cuestión son lentos, complejos, y, en ocasiones, provocan opiniones dispares. Este es también el caso de la eucaristía, especialmente en lo referente al modo de presencia de Cristo en el sacramento [30] . Pero, en cualquier caso, y pese a la dificultad del asunto, la fe de la comunidad cristiana, desde sus orígenes, siempre ha mirado a las Escrituras hebreas, que presentan el banquete escatológico como signo de comunión con Dios en los tiempos mesiánicos de salvación (Is 25,6), ha recurrido a las señeras enseñanzas de las parábolas y las comidas de Jesús y ha rememorado cuidadosamente las apariciones del Resucitado, que compartía pan y pescado con sus discípulos, siendo así reconocido por ellos. De esta forma, las primeras comunidades cristianas, combinando los ritos del pueblo de Israel (especialmente, las bendiciones) y la fe judía ([mv [shemâ´] y la lectura de la Torá) con los recuerdos de las palabras y las comidas de Jesús, iniciaron muy pronto la acción eucarística, compuesta esencialmente de comida y de palabra. Así se va descubriendo tenuemente en la Didaché o Enseñanza de los Doce Apóstoles [31] , en Clemente de Roma, y de forma explícita en la Primera Apología de Justino, como escribe R. Aguirre [32] . Esta Apología Prima pro Christianis ad Antoninum Pium de Justino dice así:

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«66. Y este alimento es llamado entre nosotros eucaristía (Atque hoc alimentum apud nos vocatur eucharistia, y a nadie es licito participar del mismo sino al que crea que son verdaderas las cosas que enseñamos, haya sido lavado con el bautismo ya dicho, para el perdón de los pecados y la regeneración, y viva de la manera que Cristo mandó. Porque no tomamos estas cosas como pan común ni como vino común, sino que, así como Jesucristo, nuestro Salvador, hecho carne por el Verbo de Dios, tuvo carne y sangre para salvarmos, así también hemos recibido por tradición que aquel alimento sobre el cual se ha hecho la acción de gracias por la oración que contiene las palabras del mismo, y con el cual se nutren por conversión nuestra sangre y nuestras carnes, es la carne y la sangre de aquel Jesús encarnado. (Neque enim ut communem panem, neque ut communem potum ista sumimus; sed quemadmodum per Verbum Dei caro factus Jesus Christus Salvator noster et carnem et sanguinem habuit nostrae salutis causa; sic etiam illam, in qua per precem ipsius verba continentem gratiae actae sunt, alimoniam, ex qua sanguis et carnes nostrae per mutationem aluntur, incarnati illius Jesu et carnem et sanguinem esse edocti sumus). Porque los apóstoles, en sus comentarios que se llaman Evangelios, enseñaron que así lo había mandado Jesús, a saber, que él, una vez recibido el pan y habiendo dado gracias, dijo: “Haced esto en memoria mía; este es mi cuerpo”, y que habiendo recibido igualmente el cáliz y dadas gracias, dijo: “Esta es mi sangre”, y que a ellos solos lo entregó. Y para que esto se hiciese también en los misterios de Mitra, los malos demonios, que lo imitaron, lo enseñaron. Porque o sabéis o podéis investigar fácilmente que el cáliz de agua se pone en los misterios de aquel que es iniciado, añadiendo algunas palabras. 67. Desde aquel tiempo siempre hacemos conmemoración de estas cosas, y los que tenemos bienes socorremos a todos los necesitados y siempre estamos unidos los unos con los otros. Y en todas las ofrendas alabamos al Creador de todas las cosas por su Hijo Jesucristo y por el Espíritu Santo. Y en el día que se llama del Sol se reúnen en un mismo lugar los que habitan tanto las ciudades como los campos y saben los comentarios de los apóstoles o los escritos de los profetas por el tiempo que se puede. Después, cuando ha terminado el lector, el que preside toma la palabra para amonestar y exhortar a la imitación de cosas tan insignes. Después nos levantamos todos a la vez y elevamos nuestras preces; y, como ya hemos dicho, en cuanto dejamos de orar se traen el pan, el vino y el agua, y el que preside hace con todas sus fuerzas las preces y las acciones de gracias, y el pueblo aclama Amén, y la comunicación de los dones sobre los cuales han recaído las acciones de gracias se hace por los diáconos a cada uno de los presentes y a los ausentes. Los que abundan en bienes y quieren dar a su arbitrio lo que cada uno quiere, y lo que se recoge se deposita en manos del que preside, y él socorre a los huérfanos y a las viudas y a aquellos que, por enfermedad o por otro motivo, se hallan necesitados, como también a los que se encuentran en las cárceles y a los huéspedes que vienen de lejos; en una palabra, toma el cuidado de todos los indigentes. Y en el día del Sol todos nos juntamos, parte porque es el primer día en que Dios, haciendo volver la 408

luz y la materia, creó el mundo, y también porque en ese día Jesucristo nuestro Salvador resucitó de entre los muertos. Lo crucificaron, en efecto, el día anterior al de Saturno, y al día siguiente, o sea el del Sol, apareciéndose a los apóstoles y discípulos, enseñó aquellas cosas que por nuestra parte hemos entregado a vuestra consideración. 68. Tened estas cosas en la debida estimación si os parecen conformes con la razón y la verdad; pero si os parecen bagatelas despreciadlas como bagatelas, mas no decretéis la muerte contra hombres inocentes como contra enemigo y criminales. Os anunciamos que no escaparéis del juicio de Dios si permanecéis en la injusticia; nosotros siempre exclamaremos: Hágase lo que a Dios más agrade. Y aunque apoyándonos en la epístola del máximo e ilustrísimo emperador Adriano, vuestro padre, podríamos reclamaros que mandéis celebrar los juicios en la forma que nosotros pedimos, no lo hemos pedido, sin embargo, con mayor empeño porque así había sido dispuesto por Adriano, sino porque sabemos que nosotros pedimos cosas justas, hemos hecho este discurso y esta exposición de nuestras cosas» [33] . Sabemos que la eucaristía es una realidad misteriosa que, de múltiples y variadas formas, expresa y significa el don que Dios Padre hace al mundo en Cristo Jesús a través de la acción del Espíritu. Las formas en que se manifiesta este admirable misterio son, como he dicho, muchas y variadas. De ellas resumo las más significativas, siguiendo las orientaciones del Consejo Ecuménico de las Iglesias, en el documento ya mencionado [34] , en las que están de acuerdo todas las grandes iglesias y comunidades cristianas: – La eucaristía es el gran don entregado a la Iglesia por el Señor Jesús. Así lo atestiguan tanto Pablo como los sinópticos, que hablan de una tradición, recibida de Jesús y entregada a la comunidad de discípulos, en la que el pan partido y la copa de vino son el cuerpo de Jesús y la nueva alianza en su sangre, que ha de repetirse siempre en memoria de él (1 Cor 11,23-25; Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc 22,14-20) (WCC,1). – La eucaristía, que es esencialmente el don de Dios, entregado a la Iglesia en Cristo Jesús por el poder del Espíritu, es el sacramento de salvación por la comunión en el cuerpo y sangre de Cristo. Todo bautizado, de acuerdo con la promesa de Jesús, recibe en la eucaristía el perdón de los pecados (Mt 26,28) y la garantía de la vida eterna (Jn 6,51-58) (WCC, 2). – En la eucaristía, que incluye siempre palabra y sacramento, se proclama y se celebra la obra de Dios de forma singular. Ella es la gran acción de gracias al Padre por la creación, redención y santificación, llevadas a cabo en la Iglesia y en el mundo, pese al 409

pecado del ser humano. Es la hkrb (berakâh) por excelencia por la que la comunidad cristiana agradece todos sus dones a Dios. La Iglesia, a través de la eucaristía, proclama la gloria de Dios a toda la creación, al tiempo que anhela e intercede para que el mundo se convierta en alabanza de su Creador, trabajando por la justicia y la paz. La eucaristía agradece sobremanera la entrega de Jesús momentos antes de padecer, su muerte y resurrección y el don del Espíritu, invocado constantemente en la celebración eucarística para que la Iglesia sea santificada, conducida a la unidad, y cumpla su misión en el mundo. Por el Espíritu recibe también la Iglesia la vida de la nueva creación y la promesa de la venida del Señor (WCC, 3,4,16,18). – La dimensión escatológica de la eucaristía es fundamental, de tal forma que, sin ella, sería un contrasentido la misión de Jesús y la proclamación de los valores del reino de Dios. En el Antiguo Testamento, se ratifica la alianza de Yahvé con el pueblo de Israel en el monte Sinaí, una vez que Moisés vertiera sobre el pueblo la sangre de los novillos y dijera: «He aquí la sangre de la Alianza que Yahvé ha pactado con vosotros de acuerdo con todas estas palabras» (Ex 24). La eucaristía, que continúa las comidas de Jesús durante su ministerio y después de su resurrección, es la comida de la Nueva Alianza, entregada por el Señor a sus discípulos como avna,mnhsij de su muerte y resurrección, y anticipo de la «cena de la boda del Cordero» (Ap 19,9), cuando se celebre el triunfo de «la salvación, la gloria, y el poderío» de Dios (Ap 19,1). Los cristianos recordamos y hacemos presencia viva de Jesús en la eucaristía hasta que él vuelva. En la eucaristía damos gracias a Dios por la nueva creación, allí donde se manifieste la gracia de Dios y los valores humanos de amor, justicia y paz. Todo el mundo, reconciliado con Dios por Cristo Jesús, está presente en la acción de gracias al Padre, en el memorial del Señor Resucitado, y en la súplica al Espíritu Santo para su santificación. En la eucaristía celebramos la vida, nos alegramos de los signos espectaculares de la presencia de Dios en el mundo, y anticipamos la venida del reino de Dios (Mt 26,29; 1 Cor 11,26) (WCC,1,22,23). – La eucaristía –los católicos nos referimos a ella como «el Santo Sacrificio de la Misa»– es el memorial del Señor crucificado y resucitado, es decir, signo actual y eficaz de su sacrificio, realizado, una vez por todas, en la cruz y vigente en beneficio de toda la humanidad. Cristo (desde su encarnación hasta su ascensión y el envío del Espíritu) está presente en esta anamnesis, avna,mnhsij, anticipo de la parusía y del reino final (WCC,

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5-8). El concepto de anámnesis (avna,mnhsij) es esencial en esta materia. La teología católica tradicional se ha referido a la eucaristía como la repetición del sacrificio de la cruz «de modo incruento»; la más moderna habla a veces de la eucaristía como «el sacramento del sacrificio de Cristo», haciendo el sacrificio de Cristo sacramentalmente presente (y por tanto, realmente) en la liturgia de la Iglesia [35] . –Acerca de la presencia de Cristo en la eucaristía, el lenguaje teológico para explicar esta idea es oscuro y cambiante. No entro a valorar los términos de «cambio» o de «transubstanciación», utilizados frecuentemente para explicar la transformación del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Jesús. En cualquier caso, la eucaristía es el sacramento del cuerpo y sangre de Cristo, el sacramento de su presencia real. Sustentada en las palabras y acciones de Jesús, la Iglesia confiesa la presencia real, viva y eficaz de Cristo en la eucaristía. Para discernir esta presencia es necesaria la fe (WCC,13). – La eucaristía, a la par que comunión con Cristo, es comunión con el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Quienes comulgamos del mismo pan y del mismo vino nos hacemos uno con Cristo y sus seguidores en todos los tiempos y en cualquier lugar. En toda celebración eucarística está la Iglesia universal y esta se hace visible en cualquier eucaristía que celebremos. En la eucaristía se significan y se realizan, por tanto, la catolicidad y la caridad de la Iglesia (WCC,19). – La eucaristía abarca todos los aspectos de la vida humana. En el plano espiritual, nos invita a volver los ojos a la bondad de Dios y a agradecer sus dones. Nos apremia, también, a la reconciliación y a la caridad con la gran familia de Dios, amenazada por los problemas de la vida económica, política y social, especialmente con los más pobres y desamparados. Participar en la eucaristía entraña combatir y superar el mal, manifestado en la injusticia, en la persecución religiosa, en la carencia de libertades, en la violencia y la guerra, en el racismo y en cualquier acto que atente contra la dignidad de la persona. Comer y beber juntos significa testimoniar el amor y el servicio a todos los hombres, siguiendo el camino de Jesús, que no vino para ser servido, sino para servir (Mc 10,45; Mt 20,28) (WCC, 20,21). – Finalmente, en continuidad con las comidas realizadas durante el ministerio profético de Jesús y después de su resurrección, la eucaristía es el signo más nítido de la presencia y eficacia del reino de Dios. Los cristianos, reconciliados con Dios y entre sí en Cristo Jesús por la acción del Espíritu, prefiguramos y visibilizamos la unión de todo el 411

género humano. Toda la creación se renueva en la acción eucarística, donde se manifiesta la gracia de Dios que llega a todos los hombres que trabajan por la justicia, la paz y el amor. En la eucaristía, la Iglesia intercede por toda la humanidad, en busca de la nueva creación y santificación (WCC,1,22).

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12.4. Conclusión Como resumen de lo expuesto sobre este tema, diré que la última cena y la eucaristía perviven en la memoria actualizada de la comunidad cristiana. Quien come el pan y bebe el cáliz, recuerda y celebra la vida (gestos, palabras y acciones) de Jesús, su muerte y resurrección, al tiempo que espera serena y confiadamente la realización definitiva del reino de Dios. Jesús se convierte para él en la garantía plena de la humanización del mundo –el que establece la nueva relación entre el hombre y Dios– y el Salvador de todos los hombres, en virtud de la nueva Alianza por su sangre. Al comer el pan y beber el cáliz, el hombre se dignifica y experimenta a Dios a través de la unión con Cristo Jesús, se relaciona amorosamente con los hermanos, al participar de un mismo pan, se abre al mundo, representado por la comunidad en la unidad del cuerpo de Cristo, y se encamina (todo por pura gracia) hacia el maravilloso mundo de Dios.

[1] Cf. J. KLAUSNER , Jesus of Nazaret. His Life, Times and Teaching (New York – Boston – Chicago: The MacMillan Company, 2009), 324s. [2] Cf. J. BONNET – J. CHESSERON – P. GRUSON – J. (Estella: Verbo Divino, 2005), 13.

DE

MAIGNAS – J. SILVEST RE, 50 palabras de la Biblia

[3] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2009), 335. [4] F. FERNÁNDEZ RAMOS , Eucaristía y fe cristiana (León: F. F. Ramos, 2011), 10-23. [5] J. L. ESPINEL, La Eucaristía en el Nuevo Testamento (Salamanca: San Esteban, 1980), 92-95. [6] Cf. G. D. KILPAT RIK, «Diatheke in Hebrews»: Zeitschrift für die Neutestamentliche Wissenschaft 68 (1977), 263-265. Se ha utilizado frecuentemente, y en ocasiones dándole un sentido incompleto, el término «testamento» por el de diaqh,kh, que responde al hebreo tyrb (berit). Otro tanto sucede al hablar de Antiguo y Nuevo Testamento. Cualquier término que utilicemos debe estar abierto a la novedad y al sentido escatológico que encierra la nueva alianza en la sangre de Jesús (la partícula «en», en hebreo b [be], y en griego evn, significan «al precio de» o «por precio»). Esta es la nueva alianza de Jesús, en su sangre, derramada por todos nosotros. Cf. «Sentido de los gestos y palabras de Jesús», en EQUIPO FACULTAD T EOLÓGICA DE T OULOUSE, La Eucaristía en la Biblia (Estella: Verbo Divino, 1982), 36. [7] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2009), 334. [8] J. D. G. DUNN, El Cristianismo en sus comienzos I: Jesús recordado (Estella: Verbo Divino, 2009), 907. [9] Didaché. Doctrina de los Apóstoles. B: Avisos Litúrgicos. Se encuentra en D. RUIZ BUENO, Padres Apostólicos (Madrid: BAC, 1965), 77-98. He aquí el texto: 1. Respecto a la acción de gracias, daréis gracias de esta manera: 2. Primeramente sobre el cáliz: Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa viña de David, tu siervo, la que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu Siervo;

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A ti sea la gloria por los siglos. 3. Luego, sobre el fragmento: Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que nos manifestaste por medio de Jesús, tu Siervo: A ti sea la gloria por los siglos. Como este fragmento, disperso sobre los montes y reunido, se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino, porque tuya es la gloria y el poder, por Jesucristo, eternamente. [10] Cf. J. J EREMIAS , «This is my Body»: Expository Times 83 (1972), 201. C. H. DODD, El Fundador del Cristianismo (Barcelona: Herder, 1974), 131. F. CHENDERLIN, «Distributed Observance of the Passover. A Preliminary Test of the Hypothesis»: Biblica 57 (1976), 19. [11] Cf. R. PESCH, Das Abendmahl und Jesu Todesverständnis (Freiburg – Basel – Wien: Herder, 1978), [24-51. [12] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2009), 334. S. VIDAL, Jesús el Galileo (Santander: Sal Terrae, 2006), 217, escribe respecto a los textos básicos de la tradición eucarística antigua: «En todo caso, pienso que lo significativo no son las diferencias entre ambas tradiciones, sino precisamente las coincidencias, que son muchas y de tipo fundamental». Y, a continuación añade: «Y sin duda se trata de un dato histórico: en el origen de las tradiciones y de su núcleo original común está ciertamente el hecho histórico de la última cena de Jesús». [13] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret, Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Madrid: Encuentro, 2011), 137-138. [14] Ibid., 155. [15] J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1995), 351 [16] M. KARRER , Jesucristo en el Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2002), 412. [17] R. AGUIRRE, –C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009), 176. [18] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2009), 337, afirma: «La forma de alocución “a vosotros” u`pe,r u`mw/n (= por vosotros) (Pablo/Lucas) podría haber surgido del empleo de las palabras interpretativas como palabras de administración. La versión joánica es una interpretación del po,lloi incluyente, dirigida a los cristianos procedentes de la gentilidad». [19] J. J EREMIAS , Die Abendmahlsworte Jesu (Göttingen: Vandenhoeck and Ruprecht , 1967). [20] E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 284. [21] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Madrid: Encuentro, 2011), 160-164. [22] Ibid., 164. [23] M. KARRER , Jesucristo en el Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2002), 413, 414. [24] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), op. cit., 129-138. En el capítulo «La fecha de la Última Cena» estudia toda la problemática sobre el tema. Cf. E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2010), 309. S. VIDAL, Jesús el Galileo (Santander: Sal Terrae, 2006), 214, opina sobre este particular: «Hay indicios de que la tradición “juánica original” presentaba también la última cena de Jesús como cena pascual. Habría sido el autor de la primera edición del evangelio de Juan, que creó el marco geográfico y cronológico del actual evangelio, quien suprimió el motivo de la cena pascual y fijó la muerte de Jesús en la víspera de la fiesta de la pascua, precisamente en el tiempo en que se sacrificaban los corderos pascuales, para presentarlo así como

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auténtico cordero pascual, que superaba el culto judío». Cf. B. WIT HERINGTON III, Making a Meal of it. Rethinking the Theology of the Lord’s Supper (Waco: Baylor University Press, 2007), 17, 32. [25] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico I: Las raíces del problema y de la persona (Estella: Verbo Divino, 1991), 406. [26] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), op. cit., 138. [27] J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1995), 352. [28] Baptism, Eucharist and Ministry. Faith and Order Paper no. 111 (World Council of Churches: Geneva, 1982): «The Eucharist is a sacramental meal which by visible signs communicates to us God’s love in Jesus Christ, the love by which Jesus loved his own “to the end” (John 13,1)... Its celebration continues as the central act of the Church’s worship», 1. [29] Lumen gentium, n.11 «Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, (los fieles) ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella». [30] Cf. J. N. D. KELLY, Early Christian Doctrines (London: A & C Black, 1977), 440s. Cf. B. WIT HERINGTON III, Making a Meal of it. Rethinking the Theology of the Lord’s Supper (Waco: Baylor University Press, 2007), 113-125. [31] Cf. D. RUIZ BUENO, Padres Apostólicos (Madrid: BAC, 1965). Didaché o Enseñanza de los Doce Apóstoles, cap. IX- X: «En cuanto a la Eucaristía, dad gracias así. En primer lugar, sobre el cáliz: “Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa vid de David, tu siervo, que nos diste a conocer por Jesús, tu siervo. A Ti gloria por los siglos”. Luego, sobre el fragmento de pan: “Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu siervo. A Ti la gloria por los siglos. Así como este trozo estaba disperso por los montes y reunido se ha hecho uno, así también reúne a tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino. Porque tuya es la gloria y el poder por los siglos por medio de Jesucristo”. Nadie coma ni beba de vuestra Eucaristía a no ser los bautizados en el nombre del Señor, pues acerca de esto también dijo el Señor: “No deis lo santo a los perros”. Después de haberos saciado, dad gracias de esta manera: “Te damos gracias, Padre Santo, por tu Nombre Santo que has hecho habitar en nuestros corazones, así como por el conocimiento, la fe y la inmortalidad que nos has dado a conocer por Jesús tu siervo. A Ti la gloria por los siglos. Tú, Señor omnipotente, has creado el universo a causa de tu Nombre, has dado a los hombres alimento y bebida para su disfrute, a fin de que te den gracias y, además, a nosotros nos has concedido la gracia de un alimento y bebida espirituales y de vida eterna por medio de tu Siervo. Ante todo, te damos gracias porque eres poderoso. A Ti la gloria por los siglos. Acuérdate, Señor, de tu Iglesia para librarla de todo mal y perfeccionarla en tu amor, y a Ella, santificada, reúnela de los cuatro vientos en el reino tuyo, que le has preparado. Porque Tuyo es el poder y la gloria por los siglos ¡Venga la gracia y pase este mundo! ¡Hosanna al Dios de David! ¡Si alguno es santo, venga!; ¡el que no lo sea, que se convierta! Maranatha. Amén”» [32] R. AGUIRRE (ed.), Así empezó el cristianismo (Estella: Verbo Divino, 2010), 438-439. [33] J UST INO, Apologia I, PG, t. VI, 427-431. [34] Baptism, Eucharist and Ministry. Faith and Order Paper, no. 111 (World Council of Churches, Geneva: 1982). Nos referimos a este documento como WCC. [35] Cf. T. RAUSCH, Catholicism in the Third Millennium (Collegeville: The Liturgical Press, 2003), 94-95.

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CAPÍTULO 13:

¡Resucitó!

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13.1. Dios lo resucitó Aparentemente, la muerte ignominiosa y violenta en cruz había terminado no solo con la vida y el mensaje de Jesús de Nazaret, sino también con la suerte de sus seguidores y las ansias de liberación del pueblo de Israel. Todo parecía indicar que el abandono de Dios había golpeado al justo y al inocente, siempre obediente hasta el extremo a la voluntad de su Padre, que había pasado por este mundo haciendo el bien a todos los necesitados y predicando a los pobres y enfermos la buena noticia del reino de Dios. ¿Podría la muerte con la vida intachable del justo, con tanto amor entregado a los hombres y con tantas promesas de liberación? ¿Se agotaría para siempre el vigoroso anuncio del reino de Dios a los hombres, permaneciendo en las sombras de lo antiguo y escondido? ¿Podría desaparecer por completo la nueva y auténtica manifestación de Dios a la humanidad? En Jesús, la muerte estaba abierta a la esperanza de la vida, según había dicho en repetidas ocasiones. Él, cuando estaba cerca la Pascua de los judíos, había pronunciado en Jerusalén estas palabras: «Destruid este santuario, y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19). Evidentemente, hablaba del santuario de su cuerpo, según nos dice Juan (Jn 2,21). Ante el sanedrín, preguntado si él era el Mesías, dijo: «Yo soy. Y podréis ver al Hijo del hombre sentado a la derecha del Poder, y que llega entre las nubes del cielo» (Mc 14,62). Con ello indicaba su divinidad y su poder, por encima de las contingencias de la muerte. A sus discípulos les había declarado que él tenía que padecer, «y sufrir la muerte, y al tercer día resucitar» (Mt 16,21; Lc 9,22). Las palabras eran bellas y esperanzadoras, pero insuficientes para disipar las dudas y sosegar los ánimos de sus oyentes. Los discípulos se enfrentaron al sueño de sus ilimitadas esperanzas, atravesando la experiencia más traumática de sus vidas. El futuro se dibujaba para ellos incierto y oscuro, lleno de inseguridades y rebosante de terror. De hecho, muchos de ellos, perplejos y desorientados, huyeron de Jerusalén a Galilea, en busca de sus familias y de su antiguo oficio. No tenían más horizonte que volver a la vida de antes. Les quedaban pocas esperanzas. El reino, que acercaba el amor de Dios a toda la humanidad y que tantas veces habían escuchado de boca de su maestro en forma de parábolas, parecía alejarse definitivamente de sus pensamientos, aunque estos hubieran estado distanciados de la auténtica realidad anunciada. El relato de Lucas sobre los discípulos de Emaús ilustra perfectamente la situación que experimentaron los seguidores de Jesús. Se cuenta 419

que, el primer día de la semana, dos de los discípulos de Jesús que caminaban a la pequeña aldea de Emaús (significativamente, el hecho tiene lugar en las proximidades de Jerusalén), conversando sobre los recientes acontecimientos sucedidos en Jerusalén, confiesan decepcionados: «Nosotros esperábamos que fuera él el que iba a liberar a Israel; más aún, a todo esto, este es el tercer día desde que pasó eso» (Lc 24,21). Refieren, además, que algunas mujeres de su grupo no encontraron el cuerpo de Jesús en el sepulcro y contaban visiones de ángeles que decían que vivía; incluso, así lo constataban algunos de sus compañeros. «Pero a él no lo vieron» (Lc 24,24). La decepción y la duda son manifiestas. Es cierto que los seguidores de Jesús podían encontrar en las Escrituras judías alguna doctrina e imágenes del sufrimiento y de la muerte del justo que abriese las puertas a la esperanza. Pero Jesús era único en su persona y en su mensaje y, en consecuencia, irreemplazable e insustituible. Con su muerte habría terminado todo. Pero la semilla liberadora de Jesús no podía ser aplastada, ni por el dolor ni aún por la propia muerte. Los discípulos, al principio abatidos y dispersos, comenzaron a congregarse en torno a Jesús Resucitado, aunque de forma tímida y dubitativa, sobrecogidos por el miedo y las dudas e incluso arrastrando una clara falta de fe y dureza de corazón en los comienzos (Mc 16,14; Mt 28,17; Lc 24,37). Así lo reflejan los relatos del sepulcro vacío y los que presentan las apariciones del Resucitado. El relato de Emaús, al que termino de referirme, cuenta cómo a los discípulos se les abrieron los ojos, reconocieron a Jesús y contaron a los Once cómo se les dio a conocer en la fracción del pan. María Magdalena, Pedro y otros discípulos también creyeron que Dios había resucitado a Jesús de entre los muertos y lo proclamaron vivo entre ellos, con una presencia que sobrepasaba a toda observación humana. Ciertamente, Jesús vivía más allá de la muerte, de forma distinta, sin ataduras a las coordenadas del tiempo y del espacio. La fe en Jesús Resucitado no se explica por meras razones históricas, religiosas o culturales. El comienzo de la fe de la comunidad cristiana ha de ser tan fuerte y profundo que no solo explique la dinámica de la expansión portentosa del cristianismo primitivo, sino que supere además el grave problema de la muerte en cruz. Esta fe en Jesús Resucitado se encuentra en el centro de los escritos del Nuevo Testamento. Todos sus libros dan testimonio de esta verdad: que Jesús, después de ser crucificado y morir, fue resucitado por Dios. De no haber sucedido así, como dice Pablo, la fe sería falsa (1 Cor

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15,14). La comunidad cristiana lo proclamó de igual forma desde sus comienzos. Ahora bien, ¿Cómo llegó esta comunidad a una convicción tan trascendental? ¿Cómo se produjo el cambio tan prodigioso en los discípulos? ¿Cómo y por qué se motivó el reconocimiento de la nueva y misteriosa presencia de Jesús? ¿Cómo fue la experiencia pascual y qué significó en la vida de los discípulos? ¿Qué supuso la experiencia del Resucitado en la vida de la comunidad eclesial? Intentaré afrontar y clarificar estas cuestiones, vitales para la vivencia cristiana, aún en nuestro tiempo. La resurrección de Jesús no pertenece ya a la historia terrena. Los métodos históricos no pueden comprobar el hecho de la resurrección. El Resucitado trasciende el espacio y el tiempo, aunque su persona se mezcle con los trazos propios y singulares del Jesús histórico. En este sentido, y singularmente por la centralidad de la creencia en Jesús Resucitado desde los mismos comienzos del cristianismo, el Jesús de la fe está íntimamente relacionado con el Jesús de la historia y sin la resurrección no podría explicarse la religión cristiana. Desde esta perspectiva, cabe entender de alguna manera el componente histórico de la resurrección de Jesús. La continuidad del Jesús de la historia y el Cristo de la fe es incontrovertible. El crucificado y el glorificado son una única realidad. Del recuerdo y las vivencias de Jesús –histórico y resucitado– surgieron tradiciones distintas que reprodujeron sus palabras y obras, al tiempo que proclamaron su presencia entre los vivos [1] . Pero, antes de examinar esas tradiciones, veamos las expresiones de la experiencia pascual de los discípulos de Jesús.

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13.2. La experiencia pascual Resulta extremadamente complejo expresar las experiencias que sintieron los discípulos al ver a Jesús Resucitado. Los teólogos se han pronunciado sobre este tema de múltiples y diferentes maneras. En el análisis de esta cuestión es conveniente tener en consideración la perspectiva desde la que deben interpretarse las apariciones del Resucitado, la imprecisión terminológica en la narración de estas experiencias y la certeza de que los discípulos llegaron a creer firmemente que Jesús, que había sido crucificado y había muerto, está vivo. Las experiencias pascuales se enmarcan en el contexto de las creencias religiosas del pueblo judío en tiempos de Jesús. Sabemos que la existencia de una vida más allá de la muerte se instauró bastante tarde en la tradición religiosa del pueblo judío. En tiempos de Jesús esta tradición formaba ya parte del imaginario religioso del pueblo de Israel, que contemplaba la posibilidad de que los muertos volviesen a la vida y que resucitasen por el poder de Yahvé. Aún en el marco de estos supuestos, la experiencia de los discípulos que vieron a Jesús Resucitado se presenta difícil de interpretar. ¿En qué consistió realmente esta experiencia? ¿Fue una visión? ¿Un sueño? ¿Una iluminación? ¿Una revelación? ¿Experimentaron los discípulos la presencia de Jesús Resucitado a través de sus ojos, sus oídos, o sus manos? Las dudas nacen a raíz de la terminología utilizada en los escritos del Nuevo Testamento que, para relatar los hechos acerca de las apariciones de Jesús, dejan traslucir una realidad que no puede expresarse objetivamente. Estos relatos hablan de un Jesús que no se somete a las coordenadas del espacio y del tiempo, que aparece y desaparece de repente, que penetra en lugares cerrados sin abrir puertas ni aldabas, y cuyo aspecto es difícilmente reconocible, es más, que se presenta «con otro aspecto», como escribe el evangelista Marcos (Mc 16,12). Esta imprecisión del lenguaje de los relatos pascuales ha motivado la disparidad de opiniones entre teólogos y biblistas al pronunciarse sobre esta cuestión. Unos consideran que la experiencia de los discípulos es puramente subjetiva, reduciendo la resurrección de Jesús a mero producto de la fe de aquellos; otros, en cambio, tratan de buscar una explicación que armonice la experiencia de los discípulos y el hecho innegable de la resurrección de Jesús. Exponente del primer grupo es el teólogo protestante alemán, Willi Marxsen. Según él, la resurrección de Jesús fue producto únicamente de la experiencia 422

subjetiva de sus discípulos que, arrastrados por la fuerte personalidad de su maestro, comprobada tras su muerte, proclamaron al mundo que él seguía vivo, que estaba entre ellos [2] . La resurrección, por tanto, no es un hecho objetivo, sino mero producto de la fe ciega de sus discípulos, un fenómeno desplegado en el ámbito de la conciencia subjetiva de los discípulos y alejado de cualquier verificación neutral. Quienes intentan explicar la experiencia de los discípulos admitiendo la realidad de la resurrección hablan de esta como hecho de revelación con significado escatológico, como experiencia visual creadora de una conciencia nueva o como experiencia luminosa vivida en el ámbito del grupo más íntimo de los seguidores de Jesús y no compartida por otros [3] . En otra de sus obras, este teólogo afirma que los discípulos, «por medio de una “interpretación refleja” llegaron a decir: Jesús ha sido resucitado por Dios, o bien, ha resucitado». Ellos creyeron que hablaban de un hecho realmente sucedido, pero, «si hoy día “históricamente” se formula la pregunta: ¿ha resucitado Jesús?, entonces solo podemos contestar: eso no se puede comprobar». Los discípulos experimentaron una vivencia y la reflexión sobre esa vivencia les condujo a la «interpretación: Jesús ha resucitado» [4] . En otro lugar, expresa lo siguiente: «la resurrección no es el dato decisivo (con respecto a la resurrección no se puede hablar de un dato), sino que el “dato” fue Jesús, sus palabras y sus obras. Jesús fue conocido “en su actividad terrena” como anticipación del “eschaton”, como manifestación de Dios...Esta manifestación de Dios que pasó propiamente con su muerte, reapareció de nuevo en virtud de la experiencia visionaria» [5] . E. Schillebeeckx afirma que los relatos sobre las apariciones aluden a un hecho histórico-salvífico y que el modelo de «visión» es un recurso para expresar un «hecho de gracia, una iniciativa divina de salvación». Los relatos evangélicos en forma de apariciones han de ser interpretados como «pura gracia de Dios». El Nuevo Testamento no dice explícitamente en qué hechos históricos concretos se manifestó esa gracia o iniciativa divina de salvación, pero es una gracia de Cristo que, bajo el aspecto de «iluminación», es obviamente revelación y no «una invención humana». El fundamento de la fe cristiana es indudablemente Jesús de Nazaret en su oferta «terrena» de salvación, «renovada» después de su muerte, experimentada y expresada por Pedro y los Doce. Jesús, continúa este teólogo, «ofrece de nuevo a sus discípulos la salvación; ellos lo “experimentan” en su propia conversión; por tanto, Jesús tiene que estar vivo. En su experiencia de “conversión” a Jesús, en la renovación de su propia vida, experimentan la gracia del perdón de Jesús; ahí experimentan la gracia del perdón de Jesús; ahí 423

experimentan que Jesús vive. Un “muerto” no puede perdonar. Así queda restablecida la comunión actual con Jesús» [6] . R. Haight afirma que, en los debates sobre los variados aspectos de la resurrección de Jesús, deben mantenerse tres puntos fundamentales: 1) Que los testimonios del Nuevo Testamento sobre la resurrección de Jesús no pueden reducirse a un mero fenómeno existencial, es decir, admitir sin más que Jesús vive en la fe de la comunidad, sino que ratifican que Dios actuó en Jesús y que los primeros discípulos creyeron que Jesús estaba vivo, que había resucitado, y había sido exaltado a la gloria de Dios. 2) Que la resurrección de Jesús no ha de entenderse como una vuelta a la vida en este mundo, como una resucitación de un cadáver, sino como «un paso a “otro mundo”, una asunción en el ámbito de la realidad divina y absoluta que es Dios, el cual, como creador, es distinto de la creación. Lo que ocurrió en la resurrección de Jesús pertenece a otro orden de realidad que supera este mundo porque es el ámbito de Dios». 3) La resurrección, que implica una identidad y continuidad entre Jesús durante su vida y su estar con Dios, fue «la exaltación y la glorificación de una persona individual, Jesús de Nazaret». Este teólogo resume la naturaleza de la resurrección de Jesús con estas palabras: «Es la asunción de Jesús de Nazaret a la vida de Dios. Es Jesús exaltado y glorificado en la realidad de Dios. Ello ocurrió en el momento mismo de su muerte, de modo que no hubo tiempo alguno entre su fallecimiento y su resurrección y exaltación. Es una realidad trascendente que solo puede ser valorada por la fe-esperanza» [7] .

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13.3. Los relatos pascuales La resurrección de Jesús es la verdad central del cristianismo. Así lo confesamos sus seguidores a lo largo de los siglos, siguiendo los escritos del Nuevo Testamento, transmitidos fielmente hasta nosotros por la Iglesia primitiva. La resurrección es la confirmación divina de la misión salvadora de Jesús y sin ella no tendría sentido el reconocimiento de Jesús como «Señor», ni la predicación de la Iglesia y nuestra fe (Rom 10,9; 1 Cor 15,14). El testimonio de Pablo en su carta a los Corintios es una muestra representativa de la fe en Jesús Resucitado de toda la comunidad cristiana primitiva: «Si no existe (la) resurrección de los muertos tampoco Cristo ha resucitado; y si Cristo no ha resucitado, (es) falsa, por tanto, nuestra predicación, y (es) falsa vuestra fe, y resulta que somos, además, falsos testigos de Dios, porque contra Dios dimos testimonio de que resucitó a Cristo, al que no resucitó si es que de hecho (los) muertos no resucitan; pues si (los) muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado; y si Cristo no ha resucitado, vana (es) vuestra fe, todavía estáis en vuestros pecados; por tanto, también perecieron los que durmieron en Cristo. Si solo estamos esperando en Cristo para esta vida, somos los más dignos de lástima de todos los hombres. ¡Pero el caso es que Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicia de los que reposan!» (1 Cor 15,13-20). La situación de desconcierto producida en los discípulos por la ignominiosa ejecución de Jesús se cambia repentinamente por audacia y convicción. Ellos, que por miedo habían huido a Galilea, vuelven a Jerusalén y proclaman ante las autoridades de Israel que Jesús está vivo y que Dios lo ha resucitado. El que había sido crucificado y ejecutado ha sido despertado del sueño y sacado del sheol, la morada de los muertos, para ser levantado a la vida. Los discípulos hablan de la intervención poderosa de Dios y también de que Jesús ha muerto y ha resucitado. En realidad, son fórmulas que significan la misma realidad, en la que se expresan el poder amoroso del Padre y la glorificación y exaltación de Jesús. De hecho, al tiempo que resuenan estas fórmulas, en las que se afirma la resurrección de Jesús, aparecen en la comunidad cristiana cantos e himnos litúrgicos que con otro lenguaje confirman la misma realidad. Estos aclaman que Dios «elevó (a Jesús) sobre todo y le otorgó ese nombre (que está) sobre todo nombre» (Flp 2,9), y «lo constituyó Hijo de Dios con poder, según (el) Espíritu de santidad, desde (su) resurrección de entre los muertos» (Rom 1,4).

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Conviene saber que los relatos pascuales de los evangelios son posteriores al mensaje sobre la resurrección de Jesús, que se ha concretado en ellos de formas diferentes, y a las fórmulas de carácter confesional con las consiguientes reflexiones teológicas. Dichos relatos, inspirados en tradiciones escasamente unificadas, difieren notablemente en sus detalles; incluso, en opinión de G. Bornkamm, hay una tensión evidente entre la claridad del mensaje pascual y la ambigüedad y el carácter problemático de los relatos [8] . Con todo, deben entenderse como testimonios de fe de la comunidad cristiana primitiva, orientados al mensaje pascual, cuyo núcleo es la resurrección de Jesús de Nazaret. Son, por así decirlo, formas que utilizaron los discípulos de Jesús para expresar su fe y transmitirla a generaciones venideras. A veces, como indica J. A. Fitzmyer, el problema de los lectores actuales con la resurrección de Jesús no es tanto el kerigma cristiano básico cuanto los relatos de la tradición evangélica y su interpretación [9] . Estos relatos han de interpretarse no de forma literal y fundamentalista, sino teniendo en cuenta los géneros literarios en los que están escritos y la finalidad de los mismos [10] . Desde el punto de vista literario, resulta enormemente sugerente el contraste que existe entre los relatos de la pascua y los de la pasión. En la historia de la pasión de Jesús, los evangelios –sin negar las peculiaridades de cada evangelista– se estructuran uniformemente y relatan de forma ordenada los episodios más significativos de la pasión. En los relatos de pascua, por el contrario, aparte del orden de sucesión en los hechos narrados –el sepulcro vacío y las apariciones– los evangelios difieren notablemente. En ocasiones, el Resucitado se aparece a una sola persona; otras veces, a dos o más, y excepcionalmente a una multitud. Entre los testigos, predominan los hombres, casi siempre pertenecientes al grupo más íntimo de sus discípulos, pero hay también mujeres. El lugar de estas apariciones es muy variado: un espacio abierto, una casa, la ciudad santa de Jerusalén, el lago de Genesaret, la región montañosa de Galilea, o fuera de los límites de Palestina. La forma en que aparecen estos relatos también es distinta: unos son cortos, espontáneos y alegres; otros, largos y enigmáticos [11] . Los relatos de pascua giran en torno a dos grandes temas, a saber, la tradición del sepulcro vacío, al que acuden las mujeres el primer día de la semana y reciben la noticia de que Jesús ha resucitado, y las tradiciones sobre las apariciones de Jesús a algunos de sus seguidores. Veamos con detalle estos dos grupos temáticos.

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13.4. La tradición del sepulcro vacío Los evangelios sinópticos, con escasas diferencias entre sí, y el evangelio de Juan, que ofrece una versión distinta, relatan la visita de las mujeres al sepulcro de Jesús de Nazaret. Según la interpretación bíblica actual, el interés de estos relatos radica no tanto en la determinación de la realidad histórica del sepulcro vacío cuanto en las experiencias que vivieron las mujeres en torno al sepulcro y su función en la configuración de la fe pascual [12] . Marcos escribe lo siguiente: «Pasado el sábado, María la Magdalena y María la de Santiago, y Salomé, compraron perfumes para ir a embalsamarlo. Y muy de madrugada, el primer [día] de la semana, llegaron al sepulcro, salido ya el sol. Y se decían: “¡Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?” Pero, al mirar, observan que la piedra, que era muy grande, estaba corrida a un lado. Y cuando entraron en el sepulcro vieron a un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca, y se sorprendieron. El les dijo: “No os sorprendáis. Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado. Resucitó. No está aquí. Mirad el sitio donde lo pusieron. Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro: Va delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis, como os dijo”. Al salir huyeron del sepulcro, pues [el] temblor y [el] asombro se había apoderado de ellas; y no dijeron nada a nadie, pues tenían miedo» (Mc 16,1-8). El relato de Mateo es este: «Pasado el sábado, a la [hora] en que clareaba el primer [día] de la semana, fue María Magdalena, y la otra María, a observar el monumento. De pronto hubo un gran terremoto, pues un ángel del Señor, bajando del cielo y acercándose, corrió la piedra y se sentó encima de ella. Su aspecto era como [el] relámpago, y su vestido blanco como la nieve. De miedo ante él los centinelas se echaron a temblar y quedaron como muertos. El ángel, tomando la palabra, dijo a las mujeres: “Vosotras no temáis, pues sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí, pues resucitó, como había dicho. Venid a ver el sitio donde estaba puesto. Y marchad aprisa a decir a sus discípulos: Resucitó de entre los muertos; y mirad, va delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis. [Ya] os he dicho”. Y marchando aprisa desde el sepulcro, con temor y gran alegría, corrieron a comunicarse [lo] a sus discípulos» (Mt 28,1-8). Lucas refiere los acontecimientos de esta manera: «Pero el primer [día] de la semana, antes de amanecer, llegaron al sepulcro llevando los perfumes que habían preparado. Y encontraron la piedra corrida fuera del sepulcro, pero cuando entraron no 427

encontraron el cuerpo del Señor Jesús. Y se dio el caso de que, cuando estaban perplejas ante aquello, de pronto se les presentaron dos hombres con togas relampagueantes. Al asustarse ellas y bajar su rostro hacia el suelo, les dijeron: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que resucitó. Recordad cómo os habló cuando aún estaba en Galilea, diciendo que el Hijo del hombre tenía que ser entregado a manos de pecadores y ser crucificado, y resucitar al tercer día”. Y recordaron sus palabras. Y cuando volvieron del sepulcro contaron todo esto a los Once y a todos los demás. Eran la Magdalena (María), Juana y María la de Santiago; y las demás [que iban] con ellas decían lo [mismo] a los apóstoles; pero aquel informe les pareció pura imaginación y no las creyeron» (Lc 24,1-11). La versión de Juan dice así: «Pero el primer [día] de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena marchó al sepulcro y vio la piedra retirada del sepulcro. Conque marcha corriendo adonde Simón Pedro y el otro discípulo al que quería Jesús, y les dice: “Se llevaron del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo pusieron”. Así es que salió Pedro, y el otro discípulo, y marcharon al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo adelantó a Pedro corriendo más aprisa que él, y llegó primero al sepulcro; y al agacharse vio los lienzos lisos; sin embargo, no entró. Conque llegó también Simón Pedro siguiéndolo, y entró en el sepulcro, y vio los lienzos lisos, y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, no liso como los lienzos, sino diversamente, enrollado en [su] sitio. Así que entonces entró también el otro discípulo que había llegado primero al sepulcro, y vio y creyó, pues todavía no comprendían la Escritura [que dice] que él tenía que resucitar de entre los muertos. Así pues, los discípulos volvieron de nuevo a su casa» (Jn 20,1-10). En todos estos relatos se observa un núcleo estable, que se repite constantemente, y que aparece además en otros escritos extracanónicos [13] , y que puede resumirse en estas palabras: Después de haber presenciado la muerte y la sepultura de Jesús, María Magdalena y otras mujeres, el primer día de la semana, muy de madrugada, llegaron al sepulcro, y observaron que la piedra estaba corrida a un lado. Allí vieron a uno o dos ángeles del Señor (según la versión de los sinópticos) que les dijeron: «Resucitó. No está aquí». Las mujeres entraron en el sepulcro y no encontraron el cuerpo de Jesús. Pedro y el otro discípulo corrieron al sepulcro, entraron, vieron y creyeron.

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Las diferencias de los evangelistas, algunas notables, se producen en torno al núcleo apuntado. Así, Marcos habla de María la Magdalena, María la de Santiago y Salomé y (con una terminación muy extraña en el texto bíblico evfobou/nto ga,r) refiere la incapacidad de las mujeres para proclamar lo que habían visto, agarrotadas por el temblor, el asombro y el miedo. Marcos no describe la resurrección de Jesús. Las mujeres anuncian que Pedro y sus discípulos verán al Resucitado en Galilea. Mateo menciona a María Magdalena y la otra María y añade un gran terremoto. Según Lucas, las mujeres que llegaron al sepulcro llevando los perfumes son las que habían seguido a Jesús y habían llegado con él a Jerusalén desde Galilea y cambia la promesa de Marcos de una aparición del Resucitado en Galilea (Mc 16,7) por las palabras de Jesús en esa región, diciendo que «el Hijo del hombre tenía que ser entregado a manos de pecadores y ser crucificado, y resucitar al tercer día» (Lc 24,6-7). Juan coloca en un lugar destacado a María Magdalena, la única mujer que accedió al sepulcro y vio la piedra removida e incluye el testimonio de Simón Pedro y del otro discípulo, aquel a quien Jesús quería, sobre el sepulcro vacío, en el que entraron, vieron y creyeron. Los estudiosos de la Escritura intentan buscar respuesta a estas diferencias de la tradición del sepulcro vacío entre los evangelistas, pero sin llegar a una solución definitiva. Algunos piensan que Marcos fue el creador del relato de las mujeres en el sepulcro, carente de base histórica, mientras que Mateo y Lucas lo conocieron y modificaron. Otros recurren a un proceso de tradición oral, fundada en el testimonio de quienes experimentaron el acontecimiento. En conformidad con las narraciones de este acontecimiento, estos testigos fueron las mujeres que vieron el sepulcro, o los primeros seguidores de Jesús que tuvieron conocimiento de lo sucedido, o la comunidad que celebró los acontecimientos por primera vez [14] . Como cuestiones significativas y llamativas en este proceso de tradición sobre el sepulcro vacío, me gustaría apuntar brevemente las siguientes: a) El significado simbólico de la piedra que sella el sepulcro –símbolo de la muerte– y que es retirada por el poder de Dios, que anuncia la vida. b) El ángel, es decir, el mismo Dios, comunica la resurrección de aquel que las mujeres buscan entre los muertos, convirtiendo la noticia en el kerigma pascual, confesado por la comunidad cristiana, según el cual Jesús no pertenece al ámbito de la muerte, sino que está ya en la dimensión de Dios. 429

c) Extraña la enorme importancia que se concede a las mujeres en el acontecimiento de la resurrección. Ellas fueron las primeras en anunciar que el sepulcro donde enterraron a Jesús está vacío. En el papel de las mujeres sobresale María Magdalena que, pese a su asociación con la posesión diabólica y con el pecado, y aparte de la escasa o nula validez del testimonio de la mujer en la época de Jesús, tiene el inmenso privilegio de comunicar a los otros discípulos la resurrección de Jesús [15] .

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13.5. Las apariciones de Jesús Las tradiciones que cuentan las apariciones de Jesús son más amplias y más diversas que las que hacen referencia al sepulcro vacío. De hecho difícilmente pueden encontrarse semejanzas estrechas entre ellas, puesto que los evangelistas tratan el tema de forma diferente, varían en cuanto al lugar del acontecimiento, al orden del mismo en el tiempo, a las personas que participaron en este hecho extraordinario e, incluso, en el contenido fundamental de los relatos. Por otra parte, estas diferencias entre tradiciones no excluyen todo tipo de coincidencias, que pueden comprobarse tanto en la terminología como en los contenidos. Pero, veamos con detención los relatos sobre las apariciones de Jesús [16] . a) Las apariciones a las mujeres El relato de Mateo es el siguiente: «Y marchando aprisa desde el sepulcro, con temor y gran alegría, corrieron a comunicarse [lo] a sus discípulos. Y de pronto Jesús les salió al encuentro, diciendo: “¡Salve!” Ellas, acercándose, abrazaron sus pies y lo adoraron. Entontes les dice Jesús: “No temáis; id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán”» (Mt 28,8-10). Juan describe el acontecimiento de la siguiente forma: «Pero María se había quedado junto al sepulcro, fuera, llorando. Conque, según lloraba, se agachó hacia el sepulcro, y vio dos ángeles con [vestiduras] blancas, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del sitio donde habla estado puesto el cuerpo. Ellos le dijeron: “Mujer, ¿por qué lloras?” Les dice: “Se llevaron a mi Señor, y no sé dónde lo pusieron”. Después de decir esto se volvió hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dijo: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?” Ella, creyendo que era el hortelano, le dice: “Señor, si lo llevaste tú, dime dónde lo pusiste, y yo lo recogeré”. Jesús le dice: “¡María!” Ella, volviéndose, le dijo en arameo: “¡Rabbuní!” (que quiere decir: Maestro). Jesús le dijo: “Suéltame, pues todavía no he subido al Padre; en cambio vete a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”. María Magdalena marchó a anunciar a los discípulos: “¡He visto al Señor!” Y [que] le había dicho esto» (Jn 20,11-18). El contraste entre ambos relatos es manifiesto. El texto de Mateo, con características propias cuyo contenido había conocido probablemente por tradición oral

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de la comunidad (así parece desprenderse de la narración de Juan 20,14-18), es enormemente sobrio y sencillo, apareciendo en él el saludo de Jesús, la reacción de las mujeres, traducida en un acto de adoración, y el recado de avisar a los hermanos que vayan a Galilea. En él se narra que en algún trecho del camino, fuera del sepulcro, una vez que conocieron por el ángel que Jesús había resucitado de entre los muertos y con la promesa de verlo en Galilea, Jesús de pronto sale a su encuentro y saluda a las mujeres con la palabra cai,rete (¡salve! ¡alegraos!), confirmando así la alegría experimentada por las palabras del ángel. El relato no se detiene en más detalles ni se observan en él trazas de dudas, miedos o incertidumbres; se dice solamente que las mujeres «abrazaron sus pies y lo adoraron» evkpa,thsan auvtou/ tou,j po,daj kai. proseku,nhsan auvtw|/, dejando entrever la identidad y continuidad entre el Jesús terreno y el Resucitado. Las últimas palabras de Jesús a las mujeres en este pasaje están repletas de sentido amoroso (Jesús habla de «sus hermanos», toi/j avdelfoi/j mou, omitiendo cualquier debilidad de sus discípulos) y de significado eclesial, pues a ellas corresponde la misión de comunicar a los discípulos que vayan a Galilea para ver allí a Jesús. Mateo refiere que la primera aparición de Jesús Resucitado es para las mujeres, concretamente para María Magdalena y la otra María, aunque su teología no les conceda una función especial en la misión evangelizadora de la Iglesia. Todo parece indicar que su intención es destinar este episodio al hecho importante y decisivo que va a acontecer en Galilea, en el que solamente los discípulos recibieron de Jesús toda autoridad para hacer discípulos a todas las naciones y enseñar a guardar las enseñanzas de Jesús (Mt 28,16-20). El relato de Juan es mucho más minucioso, detallista y extenso en sus contenidos. Con una introducción del pasaje, en el que María Magdalena se encuentra nuevamente ante la tumba de Jesús, una vez que los discípulos abandonaron el sepulcro y volvieron de nuevo a sus casas, Juan se centra en la persona de María Magdalena, sola ante la frialdad y oscuridad del sepulcro, llorosa e incapaz para creer lo que había sucedido y en parte había comprobado con sus propios ojos. Había visto el sepulcro vacío, como Pedro y el otro discípulo al que quería Jesús, pero continuaba llorando junto a él. De pronto, dos ángeles con vestiduras blancas, sentados uno a la cabecera y otro a los pies donde había sido colocado el cuerpo de Jesús, le preguntan: «Mujer, ¿por qué lloras?» La respuesta (ya individual) de María es la de alguien que aún no cree en la resurrección: «Se llevaron a mi Señor, y no sé dónde lo pusieron» (Jn 20,13). María ni siquiera reconoce al Señor cuando Jesús está frente a ella y lo confunde con el hortelano, al que 432

pregunta encarecidamente por el lugar donde reposa el cuerpo de Jesús para llevárselo y recogerlo cuidadosamente. Las palabras de Jesús, llamando por su nombre a María, suponen en ella un cambio profundo y radical. Ella, seguidora fiel durante el ministerio profético de Jesús, lo reconoce y lo llama Rabbuní (mi maestro), aferrándose al Jesús que había conocido en la historia. Su reconocimiento y confesión son auténticos, pero las palabras del Maestro indican que la misión terrenal está cumplida, pero falta aún la glorificación de Jesús, en la que participarán los auténticos discípulos de Jesús y que tendrá lugar con la ascensión de Jesús al Padre. Las palabras: «Suéltame, pues todavía no he subido al Padre» (Jn 20,17) indican la inminente glorificación de Jesús. La excelsa misión de María –ya finalizado el proceso de su fe en Jesús– es anunciar a los discípulos la resurrección del Señor. Juan enaltece la figura y la misión de María: no la identifica con la mujer pecadora que unge los pies a Jesús; aparece, en cambio, junto a la cruz de Jesús (Jn 19,25), y como protagonista en los episodios sobre el sepulcro vacío y las apariciones del Resucitado (Jn 20,11-18). La tradición joánica conserva con esmero el valiosísimo recuerdo del papel fundamental de María Magdalena, la primera discípula en ver a Jesús. b) La aparición a Pedro Solamente Lucas y Pablo describen, en cuanto tal, y de forma muy breve, la aparición del Señor a Pedro. Ambos testimonios se presentan de esta forma: «Y levantándose, a aquella misma hora, se volvieron a Jerusalén, y encontraron reunidos a los Once y a los (que andaban) con ellos, diciendo: “Realmente resucitó el Señor, y se dejó ver de Simón”» (Lc 24,33-34). «Y que se dejó ver de Cefas» (1 Cor 15,5). La afirmación de Lucas, en la que se afirma la aparición de Jesús a Pedro, se enmarca en el extenso y rico relato de la aparición a los discípulos camino de Emaús. El relato, al que me referiré detalladamente más tarde, habla de la conversación de los discípulos que por el camino comentaban el poder de Jesús y su anuncio de resurrección al tercer día, aunque su fe se desvanecía, pese a los testimonios esperanzadores de algunas mujeres. En todo momento, la importancia de Jerusalén aparece, está en el trasfondo del relato. Pues bien, la asombrosa y apasionante experiencia de los discípulos de Emaús con el Resucitado queda empequeñecida ante el poder de los Once que, reunidos en comunidad, atestiguan que el Señor ha resucitado realmente y se ha 433

aparecido a Simón. Simón Pedro, el que corrió a la tumba vacía, aparece en este momento como el dirigente de los apóstoles, si bien su preeminencia reviste una tonalidad de innegable modestia. En la aparición de Jesús a Simón se utilizan los verbos tradicionales hvge,rqh y w;fqh, es decir, «despertar» y «resucitar». Pablo relata otra aparición a Pedro, a quien llama por su sobrenombre arameo, Cefas, y utiliza el término w;fqh. El uso del término subraya la iniciativa de Jesús y el texto deja constancia explícita de la existencia de testigos oculares cuando se narran los acontecimientos. A todo esto, me parece conveniente e ilustrativo añadir el texto de Juan sobre Pedro, que dice así: «Conque, cuando almorzaron, dice Jesús a Simón Pedro: “Simón, [hijo] de Juan, ¿me amas más que éstos?” Le dice: “Si, Señor, tú sabes que te quiero”. Le dice: “Cuida mis corderos”. Le vuelve a decir por segunda vez: “Simón, [hijo] de Juan, ¿me amas?” Le dice: “Si, Señor, tú sabes que te quiero”. Le dice: “Pastorea mis ovejas”. Le dice por tercera vez: “Simón, [hijo] de Juan, ¿me quieres?” Pedro se entristeció porque le había dicho por tercera vez: “Me quieres?”, y le dice: “Señor, tú sabes todo, tú sabes que te quiero”. Le dice: “Cuida mis ovejas. De verdad te aseguro: cuando eras más joven, te ceñías y caminabas adonde querías; pero cuando seas viejo extenderás tus manos, y otro te ceñirá y llevará adonde no quieres”. (Dijo esto indicando con qué muerte glorificaría a Dios.) Y después de decir esto le dijo: “Sígueme”. Vuelto Pedro, vio que seguía detrás el discípulo al que amaba Jesús, precisamente el que en la cena se había reclinado en su pecho y había dicho: “Señor, ¿quién es el que te va a entregar ?” Así es que, al verlo Pedro dijo a Jesús: “Señor, ¿y este, qué?” Jesús le dijo: “Si quiero que este se quede mientras vuelvo, ¿a ti qué? Tú sígueme”. De ahí que se divulgara entre discípulos este rumor: “ese discípulo no muere”: Pero Jesús no le dijo: “No muere”, sino “si quiero que este se quede mientras vuelvo ¿a ti qué?”» (Jn 21,1-23). Enlazando perfectamente con el contenido del capítulo 21 de Juan, y más concretamente con el versículo 7 del mismo, y aunque en clara contradicción con Lucas, que centra la aparición de Jesús en Jerusalén (Lc 24,34) [17] , puesto que aquí se da en Galilea, junto al mar de Tiberíades, el autor del texto fija su atención en la figura de Pedro. Bien sea por la costumbre del tiempo de declarar tres veces ante testigos para dar validez a un pacto, bien debido a la sutileza de las palabras de Jesús y de Pedro, o tal vez, más probablemente, porque se ajusten a la triple negación de Pedro en el relato de la 434

pasión de Jesús, Jesús pregunta tres veces a Simón Pedro si lo ama más que a los otros discípulos que comparten comida con él. Era necesario que Pedro, ausente en el momento de la crucifixión y sin estar presente en la emisión del don del Espíritu, profesase incondicionalmente su fe en Jesús. Solo así Pedro podría recibir y desempeñar la función del Buen Pastor, en seguimiento de Jesús. Pedro alimentará los corderos y apacentará las ovejas bo,ske ta. avrni,a mou pro,bata, mou / poi,maine ta. pro,bata, mou, en actitud de servicio a los hombres –los del pueblo de Israel y los paganos– hasta entregar la vida por ellos. Cuando fueron escritas estas palabras, con toda seguridad, el seguimiento de Pedro a su Maestro ya había sido consumado en una muerte en cruz. Atrás quedaban las vacilaciones en la fe, las dudas, los temores y las negaciones. El tiempo de juventud, cuando Pedro se ceñía y caminaba adonde quería, había terminado en la muerte y en la glorificación de Dios. c) Apariciones a los Once en Jerusalén El texto de Lucas que hace referencia a esta aparición es este: «Mientras estaban diciendo esto, él se presentó en medio de ellos; y les dijo: “¡Paz a vosotros!” Despavoridos y asustados, creían ver un espíritu. Pero les dijo: “¿Por qué estáis alarmados, y por qué surgen dudas en vuestro interior? Ved mis manos y mis pies: ‘yo soy’, en persona; palpadme y ved: un espíritu no tiene carne y huesos como veis que tengo yo”. Y después de decir esto les enseñó las manos y los pies. Y como todavía no creían, por la alegría, y estaban sorprendidos, les dijo: “¿Tenéis aquí algo de comer?” Ellos le dieron un trozo de pez asado; y cogiéndolo, comió delante de ellos. Y les dijo: “Esto es lo que significaban mis palabras, las que os dije estando aún con vosotros: ‘tiene que cumplirse todo lo que está escrito en la ley de Moisés, y en los Profetas y los Salmos acerca de mí’”. Entonces les abrió la inteligencia para entender las Escrituras. Y les dijo: “Está escrito así: el Mesías [tiene que] sufrir, y resucitar de entre los muertos al tercer día, y [tiene que] predicarse en su nombre [el] arrepentimiento y perdón de [los] pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén. Vosotros [sois] testigos de estas cosas. Y mirad, yo envío sobre vosotros la Promesa de mi Padre; vosotros quedaos quietos en la ciudad, hasta que os revistáis de fortaleza [venida] de arriba”» (Lc 24,36-49). Y el de Juan dice así: «Conque llegado el atardecer de aquel día, el primero de la semana, y estando candadas, por el miedo a los judíos, las puertas [de la casa] donde 435

estaban los discípulos, llegó Jesús y se puso en medio y les dijo: “¡Paz a vosotros!” Y después de decir esto les enseñó las manos y el costado. Así que los discípulos se alegraron al ver al Señor. Conque volvió a decirles: “¡Paz a vosotros! Como el Padre me ha enviado, también yo os envío”. Y después de decir esto, sopló y les dijo: “Recibid espíritu santo. Si perdonáis los pecados de alguno, le quedan perdonados; si retenéis los de alguno, quedan retenidos”» (Jn 20,19-23). El modelo de aparición de Jesús que relatan estos dos evangelistas –cuyas tradiciones sinóptica y joánica difieren normalmente– corresponde a aquel con el que el lector de la Biblia está tan familiarizado. Se repite en él un núcleo común, que puede resumirse en estas frases: Jesús se presenta en medio de los discípulos, les saluda con el gesto de la paz, les muestra las manos, los pies y el costado, y los discípulos se llenan de alegría. En palabras de F. Bovon, si comparamos ambos textos, las similitudes son sorprendentes: en Juan, se dice que, reunidos los discípulos «se presentó en medio» (Jn 20,19), «se presentó en medio de ellos» (Lc 24,36); y les dice: «la paz con vosotros» (Jn 20,19), la misma formulación que aparece en Lc 24,36. Jesús «mostró» (la misma forma verbal en ambos evangelistas) a sus discípulos «sus manos y su costado» (Jn 20,20), «sus manos y sus pies» (Lc 24,40). Los dos evangelistas señalan la alegría de los discípulos: «se regocijaron» (Jn 20,20), «por la alegría» (Lc 24,41). En Lucas y Juan, en términos ciertamente diferentes, resuena luego una orden misionera (Jn 20,21; Lc 24,4748), aparece una mención del Espíritu Santo (conferido en Jn 20,22; prometido en Lc 24,49) y figura también una referencia al perdón de los pecados (Jn 20,23; Lc 24,47). Este autor concluye que «los numerosos temas comunes así como el parentesco de vocabulario conducen a proponer la hipótesis siguiente: como también en otros lugares en el relato de la Pasión y de la Resurrección, Lucas y Juan comparten aquí no solo recuerdos comunes, sino también una tradición firme de la que disponen libremente en verdad, pero con el mismo respeto» [18] . d) Aparición a Tomás Juan narra de este modo la aparición: «Uno de los Doce, Tomás (que se llamaba Didimo), no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Así es que los otros discípulos le decían: “¡Hemos visto al Señor”. Pero él les dijo: “Si no veo en sus manos la marca de los clavos, y no pongo mi dedo en la marca de los clavos, y no pongo mi mano en su 436

costado, no creeré”. Y ocho días después estaban dentro otra vez sus discípulos, y Tomás con ellos. Estando candadas las puertas llegó Jesús y se puso en medio, y dijo: “¡Paz a vosotros”. Luego dijo a Tomás: “Trae acá tu dedo y mira mis manos; y trae tu mano y pon [la] en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente”. Tomás le respondió así: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús le dijo: “Porque me has visto has creído? ¡Felices los que no ven, y creen!”» (Jn 20,24-29). El texto responde a una variación de la tradición básica que he descrito anteriormente en la aparición a los Once en Jerusalén. En realidad, encaja perfectamente con los elementos esenciales, la presencia de Jesús, el saludo de paz, la señal de las manos y el costado, que se narran a partir del capítulo 19 de este evangelio. Es el primer día de la semana y los discípulos están en la casa, alegres ya por haber visto al Señor y haber recibido la misión confiada por Dios a Jesús. Tomás no se encuentra con el grupo y por tanto no ha recibido el mensaje de María Magdalena ni la aparición y el encargo de Jesús. Sus compañeros tratan de comunicarle su fe en Jesús Resucitado, pero él exige que el Resucitado se amolde a sus criterios y pueda ser tocado por él. Ocho días después, en circunstancias similares a las que se han producido con el grupo de discípulos, Jesús se aparece y, sometiéndose a las órdenes de Tomás, le dice: «Trae acá tu dedo y mira mis manos; y trae tu mano y pon(la) en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente» (v. 27). Tomás no realiza los rituales por él exigidos; solamente responde con unas palabras, «¡Señor mío y Dios mío!», que, como dice R. E. Brown, «no es de extrañar que la profesión de Tomás sea lo último que dice un discípulo en el cuarto evangelio (tal como fue originalmente concebido, antes de que se añadiera el capítulo 21). Nada más profundo cabía decir de Jesús» [19] . e) La aparición en el camino a la aldea de Emaús El texto de Lucas describe este acontecimiento de la siguiente manera: «Y resulta que aquel mismo día, dos de ellos iban de camino a una aldea cuyo nombre [era] Emaús, distante de Jerusalén sesenta estadios, e iban conversando entre ellos sobre todos estos acontecimientos. Y se dio el caso de que, mientras ellos conversaban y discutían, también Jesús, acercándose, caminaba con ellos, pero los ojos de ellos estaban incapacitados para reconocerlo. Les dijo: “¿Qué conversación [es] la que lleváis entre vosotros mientras camináis?” Se detuvieron entristecidos. Y tomando la palabra uno, por 437

nombre Cleofás, le dijo: “¿[Eres] tú el único forastero en Jerusalén que no se enteró de lo que pasó estos días en la [ciudad]?” Les dijo: “Qué [pasó]?” Ellos le dijeron: “Lo de Jesús de Nazaret, que fue un profeta poderoso de palabra y obra ante Dios y todo el pueblo: cómo lo entregaron nuestros sumos sacerdotes y autoridades para condenarlo a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él el que iba a liberar a Israel; más aún, a todo esto, este es el tercer día desde que pasó eso. Incluso algunas mujeres de nuestro grupo nos sobresaltaron; estuvieron de mañana en el sepulcro, y al no encontrar su cuerpo volvieron diciendo que hasta habían visto una visión de ángeles que dicen que vive. Y fueron al sepulcro algunos de los [que están] con nosotros y encontraron [todo] tal como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron”. Y él les dijo: “¡Oh ignorantes y torpes para creer en todo lo que dijeron los profetas! ¿No tenía que sufrir esto el Mesías, para entrar en su gloria?” Y empezando por Moisés, y por todos los profetas, les interpretó lo que se refería a él en toda la Escritura. Y [cuando] llegaron cerca de la aldea adonde se encaminaban, él hizo como que iba de camino hasta más adelante, pero le obligaron, diciendo: “Quédate con nosotros, pues está atardeciendo y ya se ha ido el día”. Y entró a quedarse con ellos. Y se dio el caso de que, cuando estaba a la mesa con ellos, cogió el pan, rezó la bendición, [lo] partió y se lo daba. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron; pero él desapareció de su vista. Y se dijeron uno a otro: “¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino, cuando nos abría [el sentido de] las Escrituras?” Y levantándose, a aquella misma hora, se volvieron a Jerusalén, y encontraron re-unidos a los Once y a los [que andaban] con ellos, diciendo: “Realmente resucitó el Señor, y se dejó ver de Simón”. Y ellos referían lo [ocurrido] en el camino, y cómo se les dio a conocer en la fracción del pan». El relato de la aparición de Jesús en el camino de Emaús es de inusitada belleza y está lleno de importantes enseñanzas. La alusión a Jesús como profeta, la atribución de la ejecución de Jesús a los dirigentes del pueblo judío, los padecimientos del Mesías y la referencia a la partición del pan son claros indicios de su pertenencia a Lucas, inteligente y hábil narrador. También parece evidente que Lucas utilizó alguna tradición anterior como puede concluirse de la mención de Cleofás y de la aldea de Emaús, de las expectativas de su misión, puestas en sus seguidores, del uso de las Escrituras y de la partición del pan. El relato, por otra parte, deja en cierta precariedad la preeminencia de

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Pedro y los Doce en el tema de las apariciones de Jesús, no obstante la mención en el versículo 34 [20] . El evangelista subraya que los acontecimientos referidos en el capítulo 24 de su evangelio se desarrollan el mismo día evn auvth|/ th|/ h`me,ra|. Dos caminantes, pertenecientes probablemente al grupo de los setenta y dos, mencionados en Lucas 10,120, (y no al colegio de los Doce), se dirigen a una aldea, Emaús. La localización e identificación de esta aldea –cuyo nombre deriva del hebreo tmx Hammat y significa «fuente caliente»– ha intrigado a los cristianos desde la antigüedad, y continúa siendo un enigma. Sabemos que distaba de Jerusalén sesenta estadios (unos 11 kilómetros), aunque algunos manuscritos (si bien la minoría, pero de gran importancia, como el códice Sinaítico) pongan la cifra en 160 estadios (unos 30 kilómetros). La conversación de los caminantes giraba en torno a los acontecimientos ocurridos aquellos días en Jerusalén, sobre el sepulcro vacío y el anuncio de las mujeres a los apóstoles. La expresión kai. evge,neto «y sucedió» marca el comienzo de una acción que será decisiva. La presencia de Jesús se hace sentir, es el auvto,j cristológico que acompaña a los dos discípulos y que confirmará que el mensaje dirigido a las mujeres (vv. 5-7) es exacto: Jesús está vivo. Los dos discípulos hablan entre ellos, dialogan, es decir buscan juntos la verdad, discuten (sin desacuerdo, en griego se utilizan los verbos o`mile,w y suzhte,w), y, sin apenas percibirlo, Jesús se acerca y camina con ellos, (poreu,mai), avanzando a Jerusalén y acompañando a los discípulos al descubrimiento de la verdad. La inteligencia de los caminantes está embotada, con los ojos incapacitados para reconocer a Jesús. Las primeras palabras del Resucitado preguntan: ¿Qué conversación (es) la que lleváis entre vosotros mientras camináis? Y los discípulos, en lugar de alegrarse, se sorprenden con tristeza, con un aire de confusión e inquietud, que alguien desconozca los eventos sucedidos en Jerusalén. El relato se orienta hacia el diálogo, y Cleofás, con un tono de cierta agresividad, le pregunta al acompañante: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no se enteró de lo que pasó estos días en la (ciudad)?» (v. 18). Apenas interrumpido por la pregunta de Jesús «poi/a [¿cuáles?]», Cleofás cuenta los hechos de forma rigurosa y exacta: Jesús de Nazaret, profeta de palabra y obra ante Dios y ante el pueblo, fue entregado por las autoridades judías, condenado a muerte y crucificado. A la objetividad de los hechos se contrapone la subjetividad desorientada y decepcionada de los discípulos. Nosotros, dicen, «esperábamos (hvlpi,zomen) que fuera él el que iba a liberar

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a Israel» (v. 21). Pero la esperanza de la liberación de Israel –inconcreta y confusa– no se vislumbraba por ninguna parte. De pronto, se percibe una luz esperanzada: las mujeres estuvieron en el sepulcro, y aunque no encontraron el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que habían visto una visión de ángeles que dicen que vive: auvto,n zh,n. Y Jesús les dijo w= avno,htoi (insensatos/privados de inteligencia) kai, bradei/j (lentos de corazón), para creer las Escrituras, en definitiva, para entender a Cristo como Mesías que había de sufrir para entrar en su gloria. Sucedidas estas cosas, los dos caminantes se acercan a su destino y el forastero hace ademán de ir más lejos. Ante la invitación de quedarse con ellos, Jesús accede, y sucedió que, sentados para compartir la comida, como es costumbre en el pueblo judío, Jesús «cogió el pan, rezó la bendición, (lo) partió y se lo daba» (v. 30). La expresión técnica kla,sij tou/ a;rtou (la fracción del pan) la utiliza Lucas en los Hechos (Hch 2,42). Se habla aquí de una comida particular, aunque no ordinaria. Y los exegetas la interpretan como «marco eucarístico» de la revelación de Jesús Resucitado a los discípulos de Emaús. Podemos decir que Jesús colmó a los discípulos de Emaús con su presencia, sus palabras, y su sacramento. A los discípulos se les abrieron los ojos y reconocieron a Jesús, pero él se volvió a;fantoj, desapareciendo de su vista. El relato concluye de forma poco animosa para los discípulos de Emaús con el regreso a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos que, a su vez, proclamaban: «Realmente resucitó el Señor, y se dejó ver de Simón» hvge,rqh o` ku,rioj kai. w;fqh Si,mwni (v. 34). f) Apariciones en Galilea Los textos que narran las apariciones de Jesús en Galilea dicen así: «Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro: “Va delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis, como os dijo”» (Mc 16,7). «Por su parte los once discípulos fueron a Galilea, al monte donde Jesús les había ordenado. Y al verlo [lo] adoraron (pero algunos dudaron). Y Jesús, acercándose, les habló así: “Se me dio toda autoridad en [el] cielo y sobre [la] tierra. Así que id, haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os mandé. Y mirad, yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”» (Mt 28,16-20). 440

«Después de esto, Jesús se manifestó de nuevo a los discípulos junto al mar de Tiberíades. Se manifestó así: Estaban juntos Simón Pedro y Tomás (que se llamaba Dídimo), Natanael de Caná de Galilea, los [hijos] de Zebedeo, y otros dos de sus discípulos. Simón Pedro les dice: “Voy a pescar”. Le dicen: “Vamos también nosotros contigo”. Salieron y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada. Y cuando ya llegó el amanecer, se presentó Jesús en la orilla; sin embargo, los discípulos no sabían que era Jesús. Así es que Jesús les dijo: “Muchachos, ¿no tenéis algo de pesca?” Le respondieron: “No”. Pero él les dijo: “Echad la red a la derecha de la barca, y encontraréis”. Así es que la echaron, y ya no podían levantarla por la cantidad de peces. Conque aquel discípulo al que amaba Jesús le dice a Pedro: “Es el Señor”. Y Simón Pedro, al oír que era el Señor, se ciñó la ropa de fuera, pues estaba sin ropa, y se echó al mar. Los otros discípulos, por su parte, llegaron en la barca (pues no estaban lejos de la orilla, sino a unos doscientos codos), tirando de la red de los peces. Conque cuando saltaron a la orilla vieron unas cuantas brasas y un pez encima, y pan. Jesús les dijo: “Traed de los peces que acabáis de pescar”. Así es que subió Simón Pedro y arrastró hasta la orilla la red llena de peces grandes: ciento cincuenta y tres; y aunque eran tantos no se rompió la red. Jesús les dijo: “Venid a almorzar”. Y como sabían que era el Señor, ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: “Tú ¿quién eres?” Jesús va y coge el pan y se [lo] da, y lo mismo el pez. Esta [fue] ya la tercera vez que Jesús, resucitado de entre los muertos, se manifestó a los discípulos. Conque, cuando almorzaron, dice Jesús a Simón Pedro: “Simón, [hijo] de Juan, ¿me amas más que éstos?” Le dice: “Si, Señor, tú sabes que te quiero”. Le dice: “Cuida mis corderos”. Le vuelve a decir por segunda vez: “Simón, [hijo] de Juan, ¿me amas?” Le dice: “Si, Señor, tú sabes que te quiero”. Le dice: “Pastorea mis ovejas”. Le dice por tercera vez: “Simón, [hijo] de Juan, ¿me quieres?” Pedro se entristeció porque le había dicho por tercera vez: “Me quieres?”, y le dice: “Señor, tú sabes todo, tú sabes que te quiero”. Le dice: “Cuida mis ovejas. De verdad te aseguro: cuando eras más joven, te ceñías y caminabas adonde querías; pero cuando seas viejo extenderás tus manos, y otro te ceñirá y llevará adonde no quieres”. (Dijo esto indicando con qué muerte glorificaría a Dios.) Y después de decir esto le dijo: “Sígueme”. Vuelto Pedro, vio que seguía detrás el discípulo al que amaba Jesús, precisamente el que en la cena se había reclinado en su pecho y había dicho: “Señor, ¿quién es el que te va a entregar ?” Así es que, al verlo Pedro dijo a Jesús: “Señor, ¿y este, qué?” Jesús le dijo: “Si quiero que este se quede mientras vuelvo, ¿a ti qué? Tú 441

sígueme”. De ahí que se divulgara entre los discípulos este rumor: “ese discípulo no muere”. Pero Jesús no le dijo: “No muere”, sino, “si quiero que este se quede mientras vuelvo ¿a ti qué?”» (Jn 21,1-23). Las apariciones en Galilea, a diferencia de las acontecidas en Jerusalén, tienen escasos puntos de contacto entre sí. Marcos, que nombra de una forma especial a Pedro en las apariciones de Jesús a sus discípulos, conduce a estos fuera de Jerusalén y los pone en el camino de Galilea –un sitio impreciso– donde iniciarán una nueva vida. Mateo indica que los Once marchan a Galilea, más concretamente «al monte», conforme a la voluntad de Jesús, que bien pudiera ser el monte de las bienaventuranzas (Mt 5,1; 8,1), el lugar por excelencia de las enseñanzas de Jesús. En el evangelio de Juan, Jesús se revela de nuevo a los discípulos junto al mar de Tiberíades. Obviamente, los tres evangelistas sitúan las apariciones de Jesús en Galilea, pero las localizaciones no son coincidentes. En Mateo, aparte del excelso himno de exaltación de la soberanía de Jesús y del mandato misional de la Iglesia (se habla de la Great Commission en el ámbito exegético anglo-sajón) aparecen detalles muy singulares. No se precisa ni la figura ni la forma en que se produjo la aparición de Jesús a los discípulos. El evangelista se fija, más bien, en la reacción de los discípulos: kai. ivdo,ntej auvto,n proseku,nhsan, es decir, lo adoraron, le rindieron homenaje, que, tratándose de Jesús, corresponden a un acto de adoración. Unos así lo hicieron, mientras que otros mostraron una actitud diferente: oi` de` evdi,stasan. La duda aquí consignada queda en el aire, abierta a múltiples interpretaciones. Juan comienza su relato con la frase meta. tau/ta evfane,rwsen e`auto,n pa,lin, cuyo verbo (revelar-se) no aparece más que en este lugar en referencia a las apariciones del Resucitado. Jesús se manifiesta a los discípulos junto al mar de Tiberíades. Estaban «juntos» siete de ellos, en representación de la nueva comunidad, y en primer lugar se nombra a Simón Pedro. Aparecen por primera vez los hijos del Zebedeo y se mencionan dos discípulos anónimos, dejando abierta la posibilidad de la presencia del discípulo amado. Se cuenta que los discípulos estaban desorientados, frustrados y distraídos con sus tareas habituales de pesca. En esta situación de trivialidad y rutina, el discípulo al que amaba Jesús le dice a Pedro: «Es el Señor». El discípulo amado confiesa su fe en Jesús y Pedro responde impulsivamente a sus indicaciones. En la orilla del lago vieron unas 442

cuantas brasas y un pez encima, y pan y con la multitud de peces recogidos, Jesús les dijo: «Venid a almorzar». En esta frase, los discípulos reconocen que Jesús está presente entre ellos. Sabían que era el Señor y nadie se atrevía a preguntar quién era. Juan está describiendo en esta escena una comunidad nueva, reunida en nombre de Cristo Resucitado, bajo el liderazgo de Pedro, celebrando una comida eucarística. El relato concluye diciendo: «Esta (fue) ya la tercera vez que Jesús, resucitado de entre los muertos, se manifestó a los discípulos» (Jn 21,14) [21] .

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13.6. La tradición sobre la fe pascual La muerte de Jesús provocó una inusitada y honda crisis en el seguimiento del maestro de Galilea por parte de sus discípulos y admiradores de su doctrina y de su forma de vida. Las numerosas y, en ocasiones, profundas muestras de admiración y de fe en Jesús de Nazaret –los teólogos utilizan la expresión «fe discipular»– testificadas en los escritos del Nuevo Testamento resultaron oscurecidas por el hecho ignominioso de su crucifixión y de su muerte. Pero este mismo acontecimiento, tan inquietante y devastador, puso en marcha de forma enérgica y sorprendente la fe de los discípulos. La muerte dio paso a la vida y así la comunidad de discípulos de Jesús, en un momento amedrentada y dispersa, comenzó una misión universal, abarcando al pueblo judío y a la gentilidad. La tradición cristiana se inicia muy pronto, inmediatamente después de la muerte de Jesús, y de ella dan testimonio todos los libros del Nuevo Testamento. Los discípulos anuncian su fe diciendo que «Jesús murió y resucitó (avne,sth) (1 Tes 4,14), que «Dios lo resucitó (h;geiren) de entre (los) muertos» (Rom 10,9), que «Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado; y que resucitó (evgh,gertai) al tercer día según las Escrituras» (1 Cor 15,3-4). Este es el testimonio constante y unánime de los libros bíblicos, como escribe Pablo a los Corintios: «Así es que, sea yo o sean ellos, predicamos así, y así abrazasteis la fe» (Rom 15,11). Las expresiones de la tradición hablan indistintamente de Jesús como sujeto y objeto de la resurrección. En la mayoría de las versiones, el enunciado de fe menciona a Jesús como sujeto de la acción; otras veces aparece el enunciado teológico, en el que se dice que Dios resucitó a Jesús. Todas las expresiones se encuentran en lengua griega, empleando los verbos evgei,rein y avnasth/nai, en los que, ajustándose a una correspondencia entre la formulación semítica y la formulación griega, (la versión de los LXX utiliza ambos verbos para traducir el arameo ~q [qâm], «levantarse»), el exegeta y teólogo M. Karrer descubre «un paradigma de unidad teológica entre los sectores de la comunidad cristiana primitiva» [22] . Los testimonios bíblicos se ofrecen en dos versiones, claramente diferenciadas entre sí y, a la par, con notables diferencias en sí mismas, a saber, el kerigma pascual y los relatos o historias pascuales, que se encuentran al final de los evangelios y hablan del sepulcro vacío y de las apariciones del Resucitado. Estos relatos evangélicos de los

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acontecimientos de Pascua son cronológicamente posteriores a las fórmulas confesionales, a los propios testimonios paulinos y a la elaboración teológica sobre ellos. El kerigma pascual, el anuncio o proclamación de los cristianos de la muerte y resurrección de Jesús, se expresa en fórmulas más o menos breves y complejas, antiguas en el tiempo, fijas y originariamente independientes, que corresponden a formulaciones de fe de las primeras comunidades cristianas celebradas litúrgicamente y cuyos símbolos centrales corresponden a la resurrección y a la exaltación o glorificación de Jesús. Las confesiones de fe, (la fe «confesada» y la «fe cantada», como suele decirse), son expresiones de una fe muy temprana, recibidas en tradiciones anteriores a Pablo y recogidas por él en sus cartas, escritas en la primera mitad de los años 50 del siglo primero. Las más antiguas de estas confesiones tienen como símbolo central la resurrección de Jesús de entre los muertos. Unas son más sencillas, menos elaboradas teológicamente, y tienen a Dios como sujeto de la acción (1 Tes 1,10; Rom 4,24; 1 Cor 6,14; Hch 2,32 etc.). Otras, en cambio, presentan mayor desarrollo teológico en el que caben conceptos de relación entre muerte y resurrección, el plan de salvación de Dios y las consecuencias del mismo para la humanidad y la confesión de Jesús como el Cristo. La carta a los Corintios suele considerarse paradigma de estas fórmulas confesionales. Pablo escribe así: «Pues os trasmití en primer lugar lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado; y que resucitó al tercer día según las Escrituras; y que se dejó ver de Cefas; después, de los Doce» (1 Cor 15,3-5). Aparte de una terminología: «trasmitir», «recibir», con expresas referencias a la enseñanza rabínica, Pablo habla de una tradición recibida con esmero y que él trasmite con fidelidad a la comunidad de Corinto. No es una tradición de tintes dramáticos, sino que, sencillamente, asegura y proclama, con intención de relatar algo solemne y de obligar. Afirma que Jesús murió y resucitó, a lo que añade que fue sepultado (confirmando con ello la muerte) y que resucitó, dando certeza de ello las apariciones a Cefas y a los Doce. También se revela el sentido salvífico de la muerte de Jesús (por nuestros pecados) y se invocan las Escrituras para respaldar la verdad de los acontecimientos referidos [23] . Otros textos fundamentales, en los que se declara la fe de las primeras comunidades cristianas en la resurrección de Jesús de Nazaret se encuentran

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con relativa frecuencia en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 2,32-33; 2,36; 3,20; 5,30-31). Otras confesiones de fe aparecen especialmente en los himnos, cuyo símbolo central es la «exaltación» o la «elevación», muy arraigado en la tradición judía que concebía el poder soberano de Yahvé de tal forma que podía salvar el abismo infranqueable entre lo humano y lo divino, «exaltando» a ciertos personajes justos del pueblo de Israel y liberándolos de la caída en el sheol. El símbolo hace alusión a la glorificación de Jesús y clarifica perfectamente el sentido genuino de la resurrección de Jesús de Nazaret. En estas confesiones de fe hay que resaltar de forma especial las dos estrofas de la carta a los Romanos (Rom 1,3-4) y el himno cristológico de la carta a los Filipenses (Flp 2,6-11), ambos textos prepaulinos. También importante es la fórmula catequética de la carta a los Romanos, en la que se afirma: «si con tu boca confiesas a Jesús como Señor, y en tu corazón crees que Dios lo resucitó de entre (los) muertos, te salvarás» (Rom 10,9). En el capítulo 1 de la carta a los Romanos, Pablo escribe: «referente a su Hijo que se hizo descendiente de David según la carne, que fue constituido Hijo de Dios con poder, según (el) Espíritu de santidad, desde (su) resurrección de (entre los) muertos, Jesucristo Nuestro Señor» (Rom 1,3-4). Pablo escribe a una comunidad que él no ha misionado, en la que probablemente convivieran creencias de distinto signo, y por eso se dirige a ella de forma no acostumbrada, con el encabezamiento de «esclavo de Jesucristo», aunque con la autoridad del apóstol, llamado para anunciar el evangelio de Dios. Cristo, afirma Pablo, es el Hijo de Dios –el Hijo del Padre– en unidad con él desde la eternidad, y descendiente de David según la carne, lo que equivale a decir, el Mesías prometido de Dios a su pueblo. Cristo, según Pablo, no se convierte en Hijo de Dios en el momento de su resurrección, sino que, como afirma U. Wilckens, «el Hijo de Dios ha sido resucitado por el poder de Dios, concretamente en virtud del poder (que resucita a los muertos) del Espíritu de Dios, e instaurado en la soberanía celeste del Exaltado» [24] . La última estrofa del texto termina con la confesión: «Jesucristo Nuestro Señor» que expresa la relación de Cristo con quienes creen en él. El himno cristológico de la carta a los Filipenses dice así: «Por eso Dios a su vez lo elevó sobre (todo) y le otorgó ese nombre (que está) sobre todo nombre, para que ante el nombre de Jesús doblen la rodilla todos los seres del cielo, de la tierra y del abismo, y 446

toda lengua confiese, para gloria de Dios Padre, que Jesucristo es Señor» (Flp 2,9-11). La abnegación de Cristo y la absoluta obediencia al Padre se ven correspondidas con la exaltación a lo más alto, sobre todas las cosas, otorgándosele el señorío sobre el mundo entero. El himno se mueve entre categorías de humillación/exaltación, sin que aparezca mención alguna sobre la resurrección. Jesús es el ku,rioj, con autoridad sobre el cielo, la tierra y el abismo, en alusión al poder de Yahvé, según palabras del profeta Isaías (Is 45,23). El himno termina con una primitiva confesión cristiana: «Jesucristo es Señor» [25] . Otras fórmulas e himnos que confiesan la fe en la resurrección de Jesús se encuentran principalmente en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas de san Pablo (cf. Hch 2,32; 10,36-43; Rom 10,5-8; 1 Cor 15,5; Ef 4,7-12; Flp 2,6-11; 1 Tim 3,16; 1 Pe 3,18-22).

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13.7. Lenguaje del Nuevo Testamento y realidad sobre la nueva vida de Jesús En los escritos del Antiguo Testamento aparece claramente la idea de que Yahvé es el Dios de vivos y muertos y, en consecuencia, que tiene poder para devolver la vida a aquellos que han pasado por la muerte. Esta idea general se expresa en términos de resurrección una vez que se configure con precisión el concepto semítico de sheol, aproximadamente dos siglos antes de Cristo. Así, los judíos de habla aramea y los de lengua griega, aunque con claras diferencias de matices, reconocen el poder de Dios sobre el reino de los muertos, expresado unas veces como liberación del ser humano completo de una existencia de ultratumba, y otras como rescate de las almas del reino de los muertos o hades, equivalente al sheol judío. Las diferencias antropológicas entre ambas concepciones son manifiestas, adaptándose más al concepto de resurrección la de los judíos de habla aramea. Estos antecedentes vetero-testamentarios constituyen la óptica desde la que los cristianos hablan de que Jesús vive después de su muerte. Es cierto que la idea de una resurrección general de los muertos –por el poder de Dios– era parte integrante del imaginario judío y que en ambientes apocalípticos se entendía como retorno a la vida terrena, de forma muy materialista, incluso con el mismo cuerpo, pero, aunque los primeros cristianos expresasen su experiencia pascual en términos de resurrección, existe otro lenguaje en el que también se revela la nueva vida de Jesús [26] . Innegablemente, el lenguaje más común y utilizado en los escritos del Nuevo Testamento para expresar la nueva vida de Jesús después de su muerte es el de la resurrección. Para ello se emplean dos verbos: evgei,rein (un verbo transitivo que significa «despertar», «levantar», «resucitar») y avnasth/nai («alzarse» o «resucitar»). Ambos se utilizan en las formas activa y pasiva, aunque esta última sea la más frecuente, significando la acción de Dios sobre Jesús, dándole sentido y confirmando su ministerio profético y resucitándolo a una nueva vida. Como ejemplos pueden aducirse Marcos (Mc 16,6), donde se dice a las mujeres que habían ido al sepulcro de Jesús: hvge,rqh, resucitó, y Juan (Jn 20,9), que refiere que o[ti dei/ auvto,n evk nekfw/n avnasth/nai, que él tenía que resucitar de entre los muertos. Aparece también en el Nuevo Testamento el término de «exaltación», asociado a un símbolo del Antiguo Testamento, según el cual Yahvé elevaba al ámbito de la divinidad a 448

algunos personajes, singularmente significativos en la historia de Israel, evitando su caída en el sheol. (Sab 3,1-9; 5,1-5; Dan 7 etc.). Tanto el símbolo como la idea de «exaltación», aparte de expresar más nítidamente el sentido de la resurrección, confirman que Jesús ha sido entronizado a la derecha de Dios. Este pensamiento se capta perfectamente en el himno prepaulino de la carta a los Filipenses, que dice: «se rebajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, ¡y una muerte en cruz! Por eso Dios a su vez lo elevó sobre (todo) (dio. kai. o` qeo,j auvto,n u`peru,ywsen) y le otorgó ese nombre (que está) sobre todo nombre» (Flp 2,8-9). El capítulo 2 de los Hechos de los Apóstoles muestra claramente la unión entre la resurrección y la exaltación de Jesús al afirmar: «A ese Jesús lo resucitó Dios, cosa de la que todos nosotros somos testigos. Así pues, una vez que ha sido elevado a la derecha de Dios y ha recibido del Padre la Promesa (el Espíritu Santo), (lo) ha derramado, (que es) esto que vosotros veis y oís» (Hch 2,32-33). Existen, a su vez, pasajes del Nuevo Testamento que entrelazan la exaltación y la resurrección, señalando a esta como causa de la primera. Aparecen en Romanos, cuando señala «que fue constituido Hijo de Dios con poder, según (el) Espíritu de santidad, desde (su) resurrección de (entre los) muertos, Jesucristo Nuestro Señor» (Rom 1,4) y en otros lugares, como en Hch 2,33; 5,30-31. Pablo emplea también, junto al término de resurrección, la imagen de las «primicias», que señala la participación de los cristianos en la vida de la resurrección, comunicada por Cristo. Por eso afirma en la primera carta a los Corintios: «¡Pero el caso es que Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicia (avparch.) de los que reposan! (1 Cor 15,20) [27] . Examinado el lenguaje en el que se expresa la nueva vida de Jesús Resucitado, vuelvo a la consideración del tema y sentido, propiamente dichos, de la resurrección. En palabras de J. A. Fitzmyer, «la resurrección corporal de Jesús a la gloria forma parte fundamental de la proclamación kerigmática del nuevo testamento y constituye una afirmación fundamental de la fe cristiana» [28] o, como dice J. D. G. Dunn, «constituye el comienzo de la fe en su exaltación, y no simplemente el desarrollo de alguna otra afirmación o creencia anterior» [29] . Esta fe, como señalé anteriormente, hunde sus raíces en la creencia del poder de Dios sobre la vida y la muerte, incluso en los ámbitos más oscuros y fantasmales de la existencia humana, expresada en los escritos del Antiguo Testamento. La fe que proclamaba la muerte y resurrección de Jesús surgió 449

paulatinamente en un contexto judeo-cristiano, explicitándose por primera vez en Daniel (Dan 12,1-3), y afirmando la corporeidad de la persona humana, una vez que Yahvé insuflara en ella su espíritu vivificador [30] . Como sabemos, la antropología judía, a diferencia de la griega, respondía a una concepción totalizadora del ser, no dualista. Y así, cuando Dios retiraba el aliento del ser humano, se producía la muerte, y con ella, la bajada del hombre (total), a veces designado como alma y cuerpo o espíritu y carne, al mundo de las sombras o sheol. La resurrección, por su parte, envolvía a la persona entera, alma y cuerpo, por igual. La resurrección de Jesús no queda reducida a la imaginación e invención de sus discípulos, sino que acontece realmente en su vida, confirmada y exaltada por el poder de Dios. Tampoco se concibe como «resucitación» o retorno a su forma antigua de existencia; es más, los evangelios evitan presentar a Jesús como si fuera un fantasma. Igualmente, no debe ser entendida en categorías de la filosofía griega, atribuyéndole una supervivencia del alma inmortal, marginando su corporeidad. Jesús Resucitado se aparece a sus discípulos, reafirmando su identidad, si bien se reconoce que se presenta «con otro aspecto» (evn e`te,ra| morfh|/), como relata Marcos en el apéndice de su evangelio (Mc 16,12). La resurrección, como opina J. D. G. Dunn, «no es tanto un hecho histórico como un hecho fundacional, la visión interpretativa de la realidad que permite el discernimiento de la correspondiente importancia o falta de ella de todos los otros hechos» [31] . Cabe interpretar esta opinión en el sentido de que el hecho de la resurrección se presenta como fundamento incuestionable para la comprensión y valoración de cualquier acontecimiento relativo a la vida de Jesús. Es un acontecimiento escatológico que marca el final y la plenitud de todos los tiempos. Jesús está ya definitivamente en Dios. En este aspecto, J. Jeremias escribe magistralmente, afirmando que los discípulos experimentaron la resurrección de Jesús «no como un singularísimo acto del poder de Dios “en el curso” de la historia que se precipitaba hacia su fin (según debería presentárseles necesariamente, después de un breve lapso de tiempo), sino como el comienzo del e;scaton. Ellos vieron a Jesús con luz resplandeciente. Fueron testigos de la entrada de Jesús en su reino. Esto quiere decir: “experimentaron la parusía”». [32] El tiempo de Dios comenzaba definitivamente en la historia, y la comunidad de los seguidores de Jesús iniciaba su camino y se extendería por el mundo entero, en conformidad con la profesión de fe en Jesús Resucitado, constituido Señor del universo. 450

[1] Es conveniente conocer el pluralismo existente acerca de la interpretación teológica sobre la naturaleza de la resurrección de Jesús y su importancia en la fe cristiana, así como sobre los relatos de las apariciones y la tradición de la tumba vacía. En esta materia pueden consultarse, entre otros, los siguientes autores: R. HAIGHT , Jesús, símbolo de Dios (Madrid: Trotta, 2007), 135-137. J. GALVIN, «The Resurrection of Jesus in Contemporary Catholic Systematics»: Heythrop Journal 20 (1979), 123-145. D. FERGUSON, «Interpreting the Resurrection»: Scottish Journal of Theology 38 (1985), 287-305. H. KÜNG, Ser Cristiano (Madrid: Ediciones Cristiandad, 1977), 469-483, en el capítulo V («La Nueva Vida») profundiza en la génesis de la fe bajo los siguientes epígrafes: 1) ¿Surgió la fe de la reflexión de los discípulos? 2) Objeciones contra una reconstrucción histórico-psicológica. 3) ¿Nació la fe de nuevas experiencias de los discípulos? 4) Objeciones contra la hipótesis de nuevas experiencias. 5) Las apariciones significan vocaciones. 6) Las vocaciones apuntan a la fe. 7) Creer hoy. T. LORENZEN, Resurrection and Discipleship: Interpretive Models, Biblical Reflections, Theological Consequences (Maryknoll: Orbis Books, 1995), 11-111. [2] W. MARXSEN, La resurrección de Jesús de Nazaret (Barcelona: Herder, 1974), En el capítulo titulado «La resurrección de Jesús, un milagro», 158, escribe: «La respuesta del historiador a la pregunta de si Jesús resucitó, tiene que ser esta: “No lo sé; esto no me es ya posible averiguarlo”. Ahora bien, con esta pregunta debe darse también por satisfecho el cristiano (en el caso